Editorial
¿Es mejor padecer la violencia que ejercerla? A propósito de un dualismo instalado en la cultura
Yulieth Estefanía Ruiz Pulgarín
Forma de citar este artículo en APA:
Ruiz Pulgarín, Y. E. (2023). ¿Es mejor padecer la violencia que ejercerla? A propósito de un dualismo instalado en la cultura [Editorial]. Poiésis, (46), 10-15. DOI: https://doi.org/10.21501/16920945.4794
En “La huida hacia Dios”, uno de los relatos que componen Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig (2002) se permite hacer uso de la ficción para hacer el epílogo de un drama no acabado de León Tolstói y representar los últimos días del escritor ruso cuando al fin emprende la huida de su hogar después de más de veinticinco años de una dolorosa crisis interior. En la trama creada por Zweig, uno de los puntos de inflexión que impulsan a Tolstói a tomar esta drástica decisión es la visita de dos estudiantes que acudieron a él en representación de la juventud revolucionaria de Rusia para cuestionarlo por su aparente indiferencia frente a la revolución, pues, para ellos, resultaba incomprensible que el autor cuyas obras les había inspirado a luchar contra la injusticia eligiera mantenerse al margen del proceso revolucionario.
Pese a que una sola palabra de Tolstói bastaba para movilizar a todo un ejército, siempre prefirió apartarse y mantenerse en silencio. Para los jóvenes del relato, esta renuencia no era más que una forma de aprobar la violencia que sostenía el statu quo. Tolstói, sin embargo, sostenía una opinión completamente contraria, argumentando que la violencia no podía ser el medio para crear un nuevo orden social; para él, cuando la violencia se presentaba como el único recurso posible, era “cien mil veces mejor sufrir con una convicción que matar por ella” (Zweig, 2002, p. 215). Aunque esta posición le generaba múltiples conflictos internos, Tolstói (tanto el personaje histórico como el de la ficción) siempre eligió la escritura como su arma crítica contra la Rusia zarista, la burocracia, la nobleza e incluso la Iglesia; por eso, hasta el final de sus días, fue un ferviente defensor de la resistencia no violenta y jamás intervino en la sublevación.
El debate entre Tolstói y los jóvenes estudiantes permite entrever una lógica dicotómica que, de hecho, está ampliamente arraigada en nuestra cultura: en el ámbito de la violencia, se es o agente o paciente, se ejerce o se padece, pero no hay un más allá de ella. Si en el círculo de la violencia no hay otra alternativa más que golpear o ser golpeado, ¿entonces era válido el reclamo de los estudiantes?, ¿es la violencia la única respuesta posible a la opresión y la injusticia?, ¿la única forma en que el oprimido puede superar su situación es convirtiéndose en opresor? Al mismo Tolstói le asaltaban estas dudas.
Algunas posturas políticas defienden la utilización “justa” de la violencia argumentando que muchos individuos y grupos sociales ya viven permanentemente en el campo de la violencia. Dentro de esta concepción, que algunos puedan preguntarse si es preferible actuar con o sin violencia, se pone de manifiesto un privilegio que no todos tienen. Así, la lucha violenta se convierte en la legítima respuesta de aquellos que ya están sometidos a la violencia, como expresión de su derecho a persistir en el mundo (Butler, 2020). Sin embargo, esta perspectiva queda atrapada dentro del marco instrumentalista de los fines y medios, sobre el cual Walter Benjamin (2001) nos arrojó muchas luces en su famoso ensayo “Para una crítica de la violencia”. Como medio, nos dice Benjamin (p. 32), la violencia siempre es o bien fundadora de derecho o bien conservadora de derecho; en su función fundadora promete ser la herramienta propicia para derrocar un determinado orden e instaurar uno nuevo, lo que lleva a que el derecho haga todo lo posible por administrarla, pues el mismo Estado teme que esa violencia fundadora pueda anular su autoridad. No obstante, los defensores de esta perspectiva a menudo olvidan, como señaló Benjamin, que “de un contrato de derecho no se deduce jamás una resolución de conflictos sin recurso alguno a la violencia” (p. 33). Cuando la violencia está en la base de un Estado, de una institución o de un determinado orden social, siempre se mantiene como una fuerza latente destinada a asegurar y preservar el poder del cual se originó y el cual ella misma instauró.
La cuestión de la violencia como “legítima defensa” se vuelve aún más compleja cuando consideramos, como señala Judith Butler (2020), que la violencia siempre se interpreta dentro de marcos de sentido muy diversos (p. 29). Lo que se etiqueta como violento suele surgir dentro de marcos específicos (como el Estado, por ejemplo) y en ellos se establecen las justificaciones para “defenderse” de esa violencia percibida. En algunos casos, ciertos grupos privilegiados que detentan el poder pueden legitimar su violencia como defensa al percibir al otro como una amenaza para sus privilegios, incluso cuando ese otro no ha hecho nada en contra de ellos. Además, cuando se establece de manera desproporcionada que algunas vidas son más dignas de ser valoradas que otras (Butler, 2020) y se cuestiona la humanidad de ciertos individuos, clasificándolos como dispensables y relegándolos al ámbito del no-ser (Maldonado-Torres, 2007), se crea una desigualdad que define lo que se considera o no como violencia, dependiendo de quién sea el destinatario de ella.
Con esto, no queda muy claro cuándo es realmente legítima la violencia que se ejerce en nombre de la defensa y la justicia. Como bien lo expresa Butler (2020) en La fuerza de la no violencia, surge la pregunta sobre la diferencia entre la violencia que empleo para defenderme y la violencia que se ejerce sobre mí; en ambos casos se establece una dicotomía entre un “yo” o un “nosotros” y un “otro” o un “ellos”, lo que implica una separación que conlleva una jerarquización que presupone que ciertas vidas merecen ser violentadas. Sin embargo, los criterios que delinean esta distinción y la definición del “yo” que merece ser defendido no son claros ni unívocos, ellos pueden fácilmente convertirse en herramientas de exclusión que engloban dentro de su yo “a todos los que presentan similitudes de color, clase y privilegio, y que por eso expulsa del régimen del sujeto/yo a todos aquellos que llevan la marca de la diferencia en ese sistema” (Butler, 2020, p. 26).
Así, incluso para aquellos que históricamente han sufrido violencia y exclusión, la legitimación de la violencia como medio para restaurar la justicia resulta enormemente problemática; no solo existe el inminente riesgo de que la violencia se salga de su cauce –si acaso no es siempre así, como agudamente intuye Butler (2020, p. 27)–, sino que, además, no habría cómo establecer cuándo termina la función de la violencia como un medio y cuándo se convierte en un fin en sí misma. Si la única respuesta a la violencia es más violencia y no existe una forma de romper este ciclo, entonces es posible que, sin darnos cuenta, lo que comenzó como un medio se convierta en su propio fin, ya que, bajo esta lógica, la expansión de la violencia sería infinita.
Entonces, ¿deberíamos concluir que es preferible padecer la violencia que ejercerla y que solo a través de cierta pasividad podemos esperar romper el ciclo interminable de la violencia? Lo cierto es que en ningún caso deberíamos naturalizar la idea de que algunas personas están condenadas a vivir en el campo de la violencia desde antes de nacer. Frente a las palabras de Tolstói –es “cien mil veces mejor sufrir con una convicción que matar por ella” (Zweig, 2002, p. 215)– deberíamos argumentar que nadie debería enfrentarse a la elección entre matar o sufrir por una convicción. Si la defensa de lo justo o el derecho a existir en el mundo implica inevitablemente sufrir y poner en peligro la propia vida, esto es un indicio de que la violencia se ha mitificado y de que en la cultura se han instalado mecanismos de adaptación y naturalización de esta.
Existen perspectivas, algunas de naturaleza religiosa, que idealizan el sufrimiento e incluso llegan a normalizar las violencias estructurales a las que muchas personas están sometidas. Erróneamente se acepta una lógica binaria en la que la violencia es un absoluto frente al cual solo hay dos alternativas: ser un agente o un paciente; estos imaginarios crean divisiones tajantes, como las de víctimas y victimarios, y tienden a pasar por alto las formas complejas en que la violencia se enraíza en la cultura. Además, no reconocen las diversas formas de violencia estructural y sistémica que a menudo ni siquiera se nombran ni se comprenden; también ignoran el hecho de que el Estado mismo se funda en violencias, como la racial, que continúan siendo aplicadas sistemáticamente contra las minorías.
Por lo tanto, es importante recordar que la violencia no se limita a su manifestación física y que aquella que se ejerce sobre los cuerpos siempre es síntoma de una estructura más grande (Butler, 2020). A menudo, la violencia está tan profundamente arraigada en la vida cotidiana que permanece invisible. Incluso en países como Colombia, donde la violencia parece ser evidente debido a la larga duración del conflicto armado, sus dimensiones más profundas a menudo pasan desapercibidas; esto ha llevado a una concepción errónea de la paz como el “silencio de los fusiles” en lugar de un proyecto de transformación integral del territorio (Comisión de la Verdad, 2022a, p. 96).
Sin duda, algo se interrumpe en este ciclo sin fin cuando alguien elige no responder a la violencia con más violencia. Pero no podemos entender la respuesta no violenta como pura pasividad y tampoco aceptar que algunos están condenados a padecer violencias sin que puedan hacer algo al respecto. Es posible que Tolstói mismo fuera consciente todo esto cuando, a pesar de toda la influencia que poseía sobre una buena parte de la sociedad, nunca hizo uso de ella ni se valió de las justificaciones revolucionarias de la violencia; prefirió, en cambio, constatar con su propia obra que era posible una resistencia no violenta. Podríamos decir que León Tolstói ya reconocía “la fuerza de la no violencia”, si tomamos prestada la expresión de Judith Butler.
Mientras unos se obstinan en negar la humanidad e importancia del otro para justificar las acciones violentas que se comenten en su contra, normalizando así la confrontación constante con la muerte como una condición existencial de algunos individuos, otros, en cambio, reconocen las huellas de los demás en su propia constitución y eligen no responder con violencia a la violencia que sufren porque creen firmemente que la vida de esos otros merecen ser lloradas (Butler, 2020) y porque saben que la muerte de esos otros cuerpos les escandalizaría (Maldonado- Torres, 2007). Se trata de una subjetividad generosa que se niega a renunciar a su responsabilidad hacia los demás, a quienes reconoce como parte fundante de su propio yo. Para Judith Butler (2020), una ética y política de la no violencia se fundaría, entonces, en una crítica al individualismo, porque reconoce que hay algo que une al yo y al otro. En este sentido, cuando se suspende el continuo de la violencia con una respuesta no violenta, se busca restaurar esa relación previa que es fundamental para el orden social y que la violencia ha fracturado. Esta posición ética y política trasciende el individualismo al reconocer que el yo se forma a través de sus relaciones con otros. Por lo tanto preservar la vida y la integridad del otro implica asumir el cuidado de las relaciones que nos constituyen.
A pesar de que la división entre violencia y no violencia aún mantiene un esquema dicotómico que debemos superar para detener los efectos más destructivos de la violencia (Quintana, 2021, p. 317), es innegable que la no violencia introduce rupturas en el flujo continuo de la violencia y se presenta como una manera de contemplar alternativas históricas que trascienden las lógicas binarias que han respaldado la violencia. Así, cuando la mitificación de la violencia parece predestinar la forma en que se resuelven las diferencias, la no violencia se presenta como una manera de desmitificarla, desarticularla o redirigirla; una respuesta que, además, utiliza diversos medios para introducir el cambio, como el cuerpo, el discurso, las prácticas colectivas, el performance, las configuraciones estéticas, los rituales, los actos simbólicos, entre otros. Por lo tanto, no se trata en absoluto de una forma de pasividad, al contrario, la no violencia se convierte en una acción política que puede expresar ira, rabia, indignación y otros afectos, pero que al mismo tiempo cuida la vida de los demás, incluso arriesgando la propia (y por eso sigue atrapada en el esquema dicotómico de ejercer o padecer). Es una forma de resistir a través del cuerpo que está llena de gestos y modos. En muchos casos, el individuo expone deliberadamente su cuerpo en el campo de la violencia; se enfrenta al poder exterior para resistir y para contraponer “una fuerza contra otra fuerza” (Butler, 2020, p. 37).
Así, en respuesta a la pregunta de si es mejor ejercer o padecer la violencia, la no violencia nos muestra los riesgos y las falacias de esa dicotomía. No acepta la violencia como un destino inevitable que debamos soportar, ni considera que el uso de la violencia sea un medio legítimo, ni siquiera para defenderse de la violencia misma. En lugar de optar entre ejercer o padecer, la no violencia aboga por rechazar ambas alternativas. Aunque los individuos pueden tener que poner en riesgo sus propios cuerpos para romper este esquema, lo hacen para demostrar que no son sujetos que aceptan pasivamente el sufrimiento, pero tampoco están dispuestos a hacerlo a expensas de la vida de los demás.
Es importante destacar, finalmente, que quienes han sufrido en mayor medida los estragos de la violencia son precisamente aquellos que mejor nos enseñan cómo escapar de la lógica de la violencia. En el contexto colombiano, varios informes de memoria revelan que las víctimas han utilizado diversas formas de resistencia no violenta para desafiar la guerra y sus arbitrariedades; estas formas de resistencia no violenta incluyen la confrontación pacífica, la desobediencia civil, la realización de rituales funerarios, la adopción de los cuerpos sin nombre encontrados a las orillas de los ríos, e incluso el diálogo con victimarios a quienes han acogido como si fueran sus propios familiares desaparecidos (un ejemplo notable es el trabajo en las cárceles de las Madres de la Candelaria). Además, muchas personas han tenido el coraje de enfrentar directamente a los actores armados desafiando los mandatos de la violencia al exponer sus cuerpos en el campo de batalla, valentía que ha provocado momentos en los que “la experiencia silenciosa de la víctima” se ha enfrentado directamente a la “experiencia pública del perpetrador”, alterando temporalmente el orden establecido (Comisión de la Verdad, 2022b, p. 335). Así, son las víctimas quienes mejor ejemplifican la idea de Butler (2020, pp. 38-39) de que la no violencia desafía nuestra comprensión de la fuerza al revelar una fuerza que emana de la aparente “debilidad”, fuerza que se relaciona con el poder de aquellos que son considerados débiles, ya que les permite reclamar su presencia en el espacio público y reafirmar su dignidad como vidas que merecen ser reconocidas y valoradas.
Conflicto de intereses
La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.
Referencias
Benjamin, W. (2001). Para una crítica de la violencia y otros ensayos (R. Blatt, Trad.). Taurus.
Butler, J. (2020). La fuerza de la no violencia (3.ª ed.). Paidós.
Comisión de la Verdad. (2022a). Hallazgos y recomendaciones de la Comisión de la Verdad. https://www.comisiondelaverdad.co/sites/default/files/descargables/2022-08/FINAL%20CEV_HALLAZGOS_DIGITAL_2022.pdf
Comisión de la Verdad. (2022b). Sufrir la guerra y rehacer la vida. Impactos, afrontamientos y resistencias. https://www.comisiondelaverdad.co/sufrir-la-guerra-y-rehacer-la-vida
Maldonado-Torres, N. (2007). Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto. En S. Castro-Gómez y R. Grosfoguel (Eds.), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (pp. 239-242). Siglo del Hombre Editores / Universidad Central, Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana, Instituto de Estudios Sociales y Culturales / Pensar.
Quintana, L. (2021). Rabia. Afectos, violencia, inmunidad. Herder.
Zweig, S. (2002). Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas (B. Vias Mahou, Trad.). Acantilado.
Notas de autor
Yulieth Estefanía Ruiz Pulgarín
Magíster en Filosofía por la Universidad de Antioquia. Estudiante del Doctorado en Filosofía, universidad de los Andes. Contacto: ye.ruiz@uniandes.edu.co, ORCiD: https://orcid.org/0000-0002-8367-8911