Artículo de reflexión no derivado de investigación

Cuidar del otro. Palabra, alter y la salud mental en tiempos de pandemia1

Take care of the other. Word alter and mental health in times of pandemic

Recibido: 15 de octubre de 2020 / Aceptado: 8 de diciembre de 2021 / Publicado:

Yeny Leydy Osorio Sánchez

Forma de citar este artículo en APA:

Osorio Sánchez, Y. L. (2022). Cuidar del otro. Palabra, alter y la salud mental en tiempos de pandemia. Poiésis, (42), 95-101. https://doi.org/10.21501/16920945.4355

Todo lo que usted quiera, sí señor,
pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan…
Me prosterno ante ellas…
Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito…
Amo tanto las palabras… Las inesperadas…
Las que glotonamente se esperan, se escuchan,
hasta que de pronto caen…
Pablo Neruda

Resumen

Este texto presenta una reflexión acerca de la función de la palabra como acción de cuidado del otro durante la pandemia actual. Se contrastan dos dimensiones: la afectación del discurso y del sujeto político durante el confinamiento y las formas en las que la palabra tomó fuerza para contribuir a la generación de vínculo y al cuidado intersubjetivo.

Palabras clave:

Ayuda social; Cuidado intersubjetivo; Discurso; Interacción social; Pandemia; Palabra; Sujeto político.

Abstract

This text presents a reflection on the function of the word as an action of care for the other during the current pandemic. Two dimensions are contrasted: the affectation of the discourse and the political subject during the confinement and the ways in which the word took force to contribute to the generation of bonding and intersubjective care.

Keywords:

Discourse; Intersubjective care; Pandemic; Political subject; Social assistance; Social interaction; Speech.

En esta actual experiencia de riesgo, por la pandemia por el COVID-19, aquello que nos amenaza no pasa fácilmente por los sentidos y no permite una identificación clara de su naturaleza, de su forma, de sus estrategias2; llegamos tan solo a saber que hay algo en alguna parte que afecta de alguna manera y en alguna medida. Así, sin tener control, transitamos los días siendo poseedores de una dosis muy pequeña de verdad que, además, es puesta en cuestión por no poder someterse a nuestros propios procesos de verificación. Entonces, la verosimilitud que encierran los enunciados con los que se nos explica el virus y cada una de sus mutaciones poco nos satisfacen, pues sentimos el llamado de la facticidad sin importar qué tan discordante resulte que un creyente no pida la evidencia de su dios, pero sí la del ente biológico que ahora amenaza; o que el científico que se reconoce como antipositivista y se resiste a pensar que el conocimiento debe estar supeditado a variables medibles concretas, ahora exija empiria en la ciencia pandémica; tampoco importa la realidad paradojal que encierra la situación de aquel que no le teme al azar y que, incluso, asume que la vida entera se desarrolla de forma contingente, pero ahora desea un saber predictivo que le permita avizorar un futuro favorable. No importa el sustrato dogmático, epistemológico o ideológico que albergue cada quien en su experiencia íntima, la facticidad nos llama. Queremos que lo abstracto se haga concreto, que lo etéreo se haga corporal.

Y se fragua una disconformidad con el mundo y con el sí mismo porque tenemos, con toda la carga imperativa que trae este verbo, que tenemos asumir que en tanto vivientes somos sufrientes, “enfermables” y perecederos (Feito Grande, 2020). Genera cierta –o gran– repelencia esta condición con la que llegamos al mundo y gracias a la cual se acaba nuestro tránsito por él, porque “aunque la condición de vulnerabilidad es consustancial a la condición humana, no solemos sentirnos cómodos reconociéndola. Ser vulnerable supone asumir la fragilidad, la posibilidad de sufrir daño, la limitación, la carencia y, en definitiva, la ausencia de poder” (Feito Grande, 2020, p. 28). La fantasía de ser poderoso se ha roto, se ha herido el sí mismo en tanto agente de poder.

Pero, ¿cuáles poderes específicos son los que se han resquebrajado? Podemos mencionar los cuatro poderes que atribuye Ricoeur (2005) al sí mismo, a saber, “puedo hablar”, “puedo hacer”, “puedo hacerme responsable”, “puedo contar”. Nos ocuparemos aquí solo de uno de ellos: el poder hablar; mostraremos que, paradojalmente, esta competencia humana se ha visto afectada en este contexto poco salubre, al tiempo que se ha enriquecido y se ha puesto en función del cuidado del otro.

La rota palabra pandémica

Hablar es el acto que da al ser humano la condición de ser vivo competente para la construcción de sentidos y para la transmisibilidad de los mismos, y de ello se desprende el ejercicio de vivir colectivamente3. De ahí el desprestigio de las teorías conductistas de la primera mitad del pasado siglo que versaron sobre el lenguaje, según las cuales hablar era una tarea equivalente a mover de forma involuntaria e imperceptible los órganos que constituyen el aparato fonador como la laringe –mirada watsoniana– o el resultado de emitir contingentemente sonidos que luego son reforzados por la comunidad lingüística por asociación con algún objeto de la realidad –propuesta skinneriana– (Leahey, 2013). La pobreza de estas explicaciones, de acuerdo incluso con los mismos conductistas de mirada crítica, como Tolman y Hull, consiste en que dejaron por fuera el significado. Con esto se puede afirmar que el conductismo radical originario estaba lejos del ser hermenéutico, del ser capaz de hablar para interpretar y semantizar4.

De esta manera, por ser la nuestra una mirada distante de la conductista en lo que a lenguaje respecta, se aclara que cuando hacemos referencia a una afectación de la palabra aludimos a una alteración en la capacidad discursiva y no en la tarea de articular fonemas hasta construir palabras o palabras para llegar a la oración u oraciones para llegar a unidades más amplias como una conversación entera. No es una afectación del potencial para articular lo fonemático o lo sintagmático de lo que aquí hablamos, sino de una alteración en el nivel del sentido; por tanto, una alteración en la experiencia del ser hablante intérprete y el lugar de sujeto político que otorga esta cualidad. Por ello, esta afectación del agente que habla no ha desembocado en un silencio absoluto, sino en una negación de la validez de la interlocución. Ahora, en situaciones de crisis, el silencio puede hacer presencia y se comprende que tiene que ver con el no saber (aún) qué decir; pero la invalidación de la palabra es más que silencio, es otra cosa: es un acto que despolitiza y que pasa inadvertido las más de las veces.

En los primeros días de la pandemia, se vio a los hombres y a las mujeres sin saber qué decir y con los ojos bien abiertos buscando evidencias y los oídos en estado de alerta para ver si alguna versión explicativa merecía credibilidad; no hubo en el ciudadano un discurso completo sobre lo que acontecía. Se hacían preguntas, se repetían indicaciones para vivir –mejor, para no morir5–, se balbuceaban algunas emociones, o lo poco que de ellas podía convertirse en palabra, pero no había en el ciudadano de a pie un discurso organizado ni validado sobre la lógica pandémica. Es claro que la palabra no era inexistente, ella estaba ahí, ninguna de las pandemias ha podido erradicarla; por el contrario, se dispara ante la crisis y muestra de ello es el pícaro “Decamerón”, libro que presenta historias enmarcadas en una, la de la peste bubónica. En esta obra Boccaccio (2010) puso la narratividad en el centro y mostró que contar es una estrategia privilegiada que en la vida humana trae sosiego y vínculo.

Así que en esta pandemia, como en otras, ha habido palabra, sí, y ha habido historias, claro está; pero la angustia perturbó en los primeros días de la incertidumbre la posibilidad de un discurso calmado y razonable y, sobre todo con eficacia política. Tal vez, esto esté en el plano de la prenarratividad, de la que dice Ricoeur (2006) que nos otorga el derecho a “hablar de la vida como una historia en estado naciente y, por lo tanto, de la vida como una actividad y una pasión en busca de relato” (p. 18). Esto significa que es una hipótesis nuestra que tanto el silencio como la falta de una voz con reconocimiento estatal tuvieron que ver con el hecho de que esta pandemia surgió de forma inenarrable, como todo lo que es nuevo y se va dotando de significado solo a medida que se le puede articular a una trama entera y, en un principio, esta crisis devenida de un microorganismo solo se pudo asemejar a tramas ya presentadas en el texto ficcional y el histórico, pero aún no tenía lugar en el relato autobiográfico. Con la palabra rota, así ocupábamos el tiempo de los primeros días del mundo de una peste nueva.

La delicada palabra de los seres rotos

La contracara favorable de esta afectación en la palabra estuvo dada por la construcción y apropiación de espacios específicos para el decir, sin que importara si lo dicho tenía condición de verdad o no; lo importante era que la palabra sirviera como medio de expresión de la mismidad y, sobre todo, que permitiera el encuentro con el otro, ese encuentro que nos fue negado durante el confinamiento. Miremos solo tres de estos espacios.

El primero que podemos resaltar, más que construido fue reapropiado; se trata del espacio barrial, ocupado incluso clandestinamente durante la cuarentena estricta por gente que poco o nada sabía sobre microbiología, salud pública o estrategias de control gubernamental; gente que hablaba y hablaba y hablaba, como la criada gorda del cuento de Max Aub, y al contar, decir y maldecir sentía que el espíritu se le iba alivianado por el simple hecho de tener interlocutores cómplices. Este discurrir desparpajado en tiendas, cafeterías, andenes, minimercados y aceras fue –en contraposición al poco decir nombrado en el aparatado anterior– un acto politizador, puesto que empezamos a ser sujetos de voz y no solo de obediencia. Hablar sobre lo que no se entiende del virus, de la enfermedad, de la libertad, de la vigilancia; hablar sobre lo que no se sabe que se está sintiendo, como esa opresión en el pecho por no poder visitar los sitios de siempre con la gente de siempre y la desprevención de antes. Hablar sobre el mal gobierno, el mal vecino, el mal clima. Hablar con otro sobre sí mismo y recobrar un poco de fe.

Un segundo espacio, producto más de reflexiones académicas e institucionales que de la espontaneidad del mundo humano, fueron los denominados “escuchaderos”, en los que todo aquel que quiso hizo una pausa para hablar sobre lo que íntimamente padecía por la pandemia o más allá de ella. Espacios privados en medio del mundo público y agitado de la ciudad; oídos profesionales aguzados para escuchar a un desconocido sufriente en medio del caos de un montón de anónimos que se dirigen de un lugar hacia otro. Y allí, otra vez el encuentro con el alter, mediado por el decir, se puso al servicio del bienestar, de un buen vivir, de la construcción de comprensión de la difícil tarea de estar en el mundo.

Un tercer espacio, esta vez abstracto, se constituyó por la vía del arte y el símbolo. Este terreno fue ocupado por otras palabras y por otros signos diferentes a la palabra que también sirven para decir. En este campo creativo nacieron poemas sobre miedos y ansias, grabados sobre la historia de las pestes, caricaturas burlonas sobre el Estado poco legitimado en el imaginario social, y nació un signo particular que permitió a los marginados gritar su desventura sin desgastar la voz: los trapos rojos en las ventanas, la bandera del hambre.

Pero, ¿por qué afirmar que estas otras formas de la voz sirvieron para cuidar del otro? Porque el arte, además de sublimar, figura, refigura, prefigura; desacomoda, incomoda, reacomoda y con esto permite que haya identificación entre personas con la experiencia que se presenta en la obra y porque, además, algunas instituciones promovieron y patrocinaron acciones creativas bajo la única condición de que implicaran una interacción entre artistas y comunidad6. A esto se suma que se reavivó el valor de la carta como medio de acercamiento entre seres solos y, bien bajo convocatorias bien por iniciativa propia, las epístolas más bellas permitieron que la gente hablara entre sí, lo que para una especie gregaria como la nuestra es sustento de bienestar y salud mental. Por su parte, los trapos rojos en las ventanas, que poca intención artística tuvieron, constituyeron un decir por medio de un objeto que activó redes de solidaridad y llevó al Estado a recordar a los olvidados, aunque solo fuera por un momento, aunque solo fuera para publicitar luego un falso altruismo en medios de comunicación; los habitantes de las casas de paño rojo fueron recordados y auxiliados.

Como puede verse, entonces, la palabra durante esta experiencia inesperada de una plaga se ha visto herida, pero ha sabido restituirse para continuar con su labor cohesiva, estructurante, poética y catártica. Hemos cuidado del otro, como sabemos hacerlo en tanto especie parlante y narrativa: diciendo y atendiendo al decir con palabras glotonas que caen.

Conflicto de intereses

La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.

Referencias

Boccacio, G. (2010). El Decamerón. Alianza editorial.

Chalmers, A. F. (2006). ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Siglo XXI Editores.

Feito Grande, L. (2020). Vulnerabilidad de y deliberación en tiempos de pandemia. Enrahonar. An International Journal of Theoretical and Practical Reason, 65, 27-36. https://doi.org/10.5565/rev/enrahonar.1303

Leahey, T. H. (2013). Historia de la Psicología (7ª ed.). Pearson.

Neruda, P. (s.f.). Las palabras. Altazor. Revista Electrónica de Literatura, 1(3). https://www.revistaaltazor.cl/pablo-neruda-las-palabras/

Ricoeur, P. (2005). Caminos de reconocimiento. Trotta.

Ricoeur, P. (2006). La vida: un relato en busca de narrador. Ágora –Papeles de Filosofía–, 25(2), 9-22. https://minerva.usc.es/xmlui/bitstream/handle/10347/1316/Ricoeur.pdf?sequence=1

Notas de autor

Yeny Leydy Osorio Sánchez

Magíster en Terapia Familiar y de Pareja, Universidad de Antioquia, candidata a doctora, Universidad Pontificia Bolivariana. Docente de la Facultad de Psicología y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín-Colombia. Contacto: yeny.osoriosa@amigo.edu.co


1 Texto derivado de la tesis doctoral El ser narrativo como ser cognoscente. Naturaleza cognitiva de los conceptos ricoeurianos memoria, semantización y metáfora, que se ha desarrollado en el marco del Doctorado en filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana y se vincula al Grupo de investigación Epimeleia de la misma Universidad. Este texto fue leído en las Jornadas de Lectura de ensayos de Psicología, Universidad Católica Luis Amigó en octubre de 2021.* Magíster en Terapia Familiar y de Pareja, Universidad de Antioquia, candidata a doctora, Universidad Pontificia Bolivariana. Docente de la Facultad de Psicología y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín-Colombia. Contacto: yeny.osoriosa@amigo.edu.co

2 Para llegar a saber sobre el agente provocador de nuestros miedos hemos tenido que depender del microscopio y otros instrumentos de laboratorio, inventos que según Chalmers (2006) nos permiten acceder al mundo de lo pequeño, de lo invisible; y hemos tenido que depender, también, de la mirada de otros, de aquellos que saben percibir lo imperceptible e interpretarlo. Nuestros ojos están lejos de saber mirar la realidad microscópica por más que se aguce la mirada porque no somos observadores ‘competentes’ en ciencia.

3 Desde el construccionismo el orden será inverso: de la colectividad emerge el sujeto capaz de hablar. La secuencia elegida aquí obedece al hecho de tener un discurso direccionado por el sí mismo como concepto central; pero no se minimiza el papel desempeñado por la socialización en el desarrollo del ser humano capaz de hablar.

4 Para no caer en el error de hacer análisis anacrónicos, es necesario decir que esto es comprensible, toda vez que en la primera mitad del siglo XX la psicología buscaba una identidad propia, y esto le llevó a adherirse a la ciencia positivista y a distanciarse de sus orígenes filosóficos. Claro es, entonces, que hubiera sido incompatible con una psicología cientificista la admisión de una dimensión como el significado que no se instaura en una realidad que pueda sujetarse a verificaciones diseñadas en un laboratorio, sino que se ancla en el mundo mental –dirán los cognitivistas– o que constituye una de las tareas fundamentales del ser –dirá la filosofía que, pese a los conductistas, es un lugar al que la psicología siempre vuelve–.

5 “Si queremos estar sanos y el coronavirus evitar, lávate muy bien las manos como te lo vamos a explicar […]”. Este es un fragmento de un canturreo que sonó en uno de los canales regionales en cada corte comercial durante la programación; una muestra, a nuestro juicio, de una campaña de supervivencia.

6 Fue el caso de las Becas de creación especiales que se otorgaron desde la Alcaldía de Medellín.