Documento de reflexión no derivado de investigación

Relatos sobre el acorralamiento del mal

Stories about the cornering of evil

Recibido: 21 de mayo de 2019 / Aceptado: 15 de enero de 2021 / Publicado: 1 de julio de 2021

Forma de citar este artículo en APA:

Alzate Vélez, L. (2021). Relatos sobre el acorralamiento del mal. Poiésis (40), 25-38.

DOI: https://doi.org/10.21501/16920945.4050

Liliana Alzate Vélez

Resumen

El texto presenta dos relatos de personas que tuvieron la dramática experiencia de la guerra en Colombia. Las vivencias de temor a la muerte, destrucción y exilio, los sentimientos de peligro y amenaza y la miseria que deja a su paso el odio invitan al lector a conectarse con la vida y la muerte presentes en cada fragmento de historia. Para comprender mejor cada una de las escenas narradas y explorar el origen del mal en ellas, se utilizó el esquema teórico del psicoanálisis de Freud y Green, en particular sus conceptos de pulsión de vida, pulsión de muerte, dimensión estructural (Yo, Ello y Superyó), objetalización, desobjetalización y negativización.

Palabras clave:

Desobjetalización; Ello; Negativización; Objetalización; Pulsión de muerte; Pulsión de vida; Superyó; Yo.

Abstract

The text presents two stories of people who had the dramatic experience of war in Colombia. The experiences of fear of death, destruction and exile, the feelings of danger and threat and the misery left in its wake by hatred invite the reader to connect with life and death present in each fragment of the story. To better understand each of the scenes narrated and explore the origin of evil in them, the theoretical framework of Freud and Green’s psychoanalysis was used, in particular their concepts of life drive, death drive, structural dimension (Ego, Ego and Superego), objectification, de objectification and negativization.

Keywords:

De objectivization; Ego; Negativization; Objectification; Death drive; Life drive; Super-ego; Self.

Introducción

Fue el trabajo clínico con niños muy pequeños a través del juego con la Caja de Arena (Alzate Vélez & Muñoz Vila, 2016) el que permitió entender algo sobre el germen del mal. Ellos, a través de sus juegos, transformaban el consultorio en un escenario dramático de sadismo y muerte: cualquiera podía ser un enemigo, todos contra todos, sin ninguna consideración. Dinosaurios grandes contra pequeños, animales salvajes contra domésticos, soldados verdes contra rojos, hombres contra mujeres, brujas contra princesas. Las primeras escenas que construían los niños eran guerras campales entre dos bandos que mordían, desmembraban, torturaban y, finalmente, el cuarto de juego se convertía en un lugar de exterminio de la vida, donde solo podía haber un vencedor, del que luego se vengarían sus enemigos. La diferencia radicaba en que a medida que avanzaban las sesiones los niños podían simbolizar sus pulsiones agresivas en el juego y no tenían necesidad de expresarlas en actos.

Ahora, cuando reflexionamos sobre las manifestaciones agresivas en el contexto social y específicamente en Colombia, esta misma escena se repite pasando claramente a lo concreto de la destrucción y la muerte. No hay simbolización, ni tregua alguna. Al respecto, Muñoz Vila (2011) nos presenta una descripción de lo que han sido las violencias en nuestro país:

Indios contra españoles, españoles contra criollos, centralistas contra federalistas, liberales contra conservadores, terratenientes contra campesinos, comunistas contra capitalistas, militares contra guerrilleros, narcotraficantes contra fuerzas del orden, enfrentados a bala, enfrentados a muerte. Imposible coexistir, imposible compartir un territorio, imposible entablar una relación. El enemigo es el demonio, el enemigo es la inmoralidad, el enemigo es la deshonestidad, el enemigo es la arbitrariedad, el enemigo es todo aquello que el amigo no es. Y la sangre bulle, y los corazones palpitan, y los ojos se salen de las órbitas, y las palabras se llenan de insultos, y las manos se convierten en armas y finalmente se empuñan las armas, se dispara y se mata al enemigo con la conciencia del deber cumplido. Nosotros enfrentados siempre a ellos, convencidos de que poseemos la verdad, la bondad y la belleza, mientras que ellos son la mentira, la maldad y lo feo. Y siempre igual. Parece una clara maldición, pero no es más que el predominio del estado socio-animal grupal sobre la mente reflexiva. (p. 234)

En los diferentes grupos humanos, la intolerancia a lo diferente da como resultado una violencia extrema, donde no podemos coexistir. Así, han sido nuestras guerras un exterminio, nos aliamos con el amigo para eliminar al enemigo ¿Por qué tanto placer en la destrucción de lo diferente en este país?

Tal es la pregunta que guio la recuperación de algunos fragmentos de recuerdos de personas de comunidades urbanas y rurales que han tenido la dolorosa experiencia de la guerra, de la destrucción, de las luchas internas y externas, pero que igualmente han tenido la valentía para afrontar las desgarraduras y lograr la reconstrucción psíquica después de la destrucción, todo para continuar con la vida en un estado mental de esperanza.

En consecuencia, se reflexionará a través del esquema teórico del psicoanálisis, que es clarificador en tanto nos brinda el concepto de “pulsión de muerte”, como se expresa en la guerra. Tomaremos por referentes conceptuales a Freud y Green: el primero, por ser el autor que inventó el concepto de pulsión de muerte; y el segundo, por la ampliación y las formulaciones alternativas de dicho concepto, así como por la incorporación de las propuestas teóricas de Klein, Bion y Winnicott sobre la destructividad primaria.

Las instancias como fundamento del funcionamiento psíquico

Realizaremos una mirada conceptual al esquema de la segunda tópica que elaboró Freud en su trabajo El yo y el ello (1923), donde describe tres instancias psíquicas: Ello, Yo, y Superyó, y donde establece los conflictos y relaciones entre ellas.

En su escrito, Freud (1923) identificó una diferencia importante en el funcionamiento psíquico, ya que reemplazó al inconsciente de la primera tópica, que pasó a ser tan solo una cualidad psíquica, por el Ello, en tanto lugar privilegiado de las pasiones y las pulsiones, que son de dos clases: el Eros, que busca complejizar y mantener la vida, y el Instinto de muerte, Tánatos, que busca la destrucción, el retorno del sujeto a lo inanimado. El Ello pertenece al mundo interior y es amoral. Allí no hay restricciones, ni representaciones, y rige el principio del placer de manera absoluta, dirigido hacia la satisfacción inaplazable.

En los inicios de la vida psíquica no están las tres instancias, solo el Ello gobierna con sus mociones pulsionales, posteriormente el Yo surge del contacto del Ello con el mundo exterior y el Superyó recibirá la energía para su constitución del contacto del Yo con las voces externas de los padres y sus prohibiciones. Se parece a una reacción en cadena, las pulsiones sin el Yo no podrían hacer nada, conformarían un cuerpo de sensaciones, pero sin la posibilidad de reflexión, ni capacidad de juicio.

Así, el Yo se crea, por el contacto del Ello con la realidad externa, buscando acomodarse al principio de realidad. El Yo cumple con importantes funciones para el sujeto, como son: la integración de la conciencia, la memoria, la percepción, la atención, la descarga de las excitaciones del mundo exterior a través de la motilidad, el juicio y la reflexión. Es además la instancia que tiene un elaborado sistema de defensas que protegen de las angustias, ocasionadas por no poder cumplir con las demandas hechas por el Ello, el Superyó y el mundo exterior. Es al mismo tiempo un Yo cuerpo y un Yo social porque se vale de los procesos de identificación para mantener los mandatos familiares y la historia cultural. Además, el Yo tiene una amplia parte inconsciente por su origen del Ello, parte a la que no se puede acceder fácilmente. En sus propias palabras, Freud (1923) afirma que:

Este Yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad; esto es, la descarga de las excitaciones del mundo exterior, siendo aquella la instancia psíquica que fiscaliza todos los procesos parciales, y aun adormecida durante la noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica. Del Yo parten también las represiones por medio de las cuales han de quedar excluidas no solo de la conciencia, sino también de las demás formas de eficiencia y actividad de determinadas tendencias anímicas. (p. 2704)

Por lo tanto, el Yo es una instancia diferenciada, clara y organizada que impide que la relación con el mundo exterior se limite a acciones y reacciones sin pensamiento; permite recordar, percibir, estar atento y consciente, aprender, tener acceso a la verdad material y tomar decisiones después de juicios de realidad.

Infortunadamente, el Yo tiene un poder endeble porque, por una parte, es inconsciente de sus resistencias y, por otra, experimenta la influencia de las otras dos instancias: el Ello con sus fuerzas pulsionales y el Superyó con las exigencias del deber ser ideal para los padres y el mundo exterior, incluidos los estándares de los proyectos culturales y sociales que lo rebasan y, en algunas ocasiones, lo aniquilan.

Por su parte, está la otra instancia, el Superyó que Freud (1923) describió como una fase especial del Yo y un residuo de las primeras elecciones de objeto del Ello. Al mismo tiempo, recibe un mandato de ser como el padre y la madre, de asumir sus exigencias y prohibiciones, pero también su manera de satisfacer y apoyarlo. Lo anterior encierra una prohibición estructurante, en lo social y lo psíquico. Así, el Superyó es el heredero del complejo de Edipo (Freud, 1923), es decir, tiene que ver con la representación que el sujeto hizo de la relación con sus padres y con la manera como los introyectó en él mismo, después de la exclusión de la realización amorosa con la madre, bajo el temor de la castración del padre. La prohibición y el castigo se convierten en elementos reguladores del deseo y son la base de la organización social, base que hace posible la convivencia diferenciadora y limitada entre los seres humanos. Pero esto no acontece sin un conflicto con el Yo, representante del mundo exterior y la realidad, y una alianza con el Ello, el mundo interior. Nos dice Freud (1923) al respecto:

situándose en el punto de vista de la restricción de los instintos, o sea de la moralidad, podemos decir lo siguiente: El Ello es totalmente amoral; el Yo se esfuerza por ser moral y el Súper-Yo puede ser hipermoral y hacerse entonces tan cruel como el Ello. (p. 2725)

El funcionamiento de las tres instancias puede desequilibrarse, dando pie, así, al predominio del Ello, con la fuerza de sus impulsos y el principio del placer inaplazable, sustituyendo al principio de realidad y forzando al Yo a su desestructuración, debilitamiento o muerte. Ese lugar sería usurpado por el Superyó bajo la primacía de objetos terroríficos y destructivos, dejando al Yo bajo el dominio de los deseos del Otro, en estado de sumisión y complacencia. Aun así, cuando las funciones del Yo se han desarrollado adecuadamente, el sujeto puede alejarse de las dominaciones del Ello y el Superyó:

El yo solo puede ser salvado de la angustia de muerte ante el superyó, que se observa en la melancolía y de la misma angustia frente a los peligros exteriores, mediante los poderes protectores del superyó, que una vez desaparecidos, lo abandonan a su suerte, para caer en la muerte psíquica (Muñoz Vila y Torres, 2018, p. 190).

El Ello y sus pulsiones

En Más allá del principio del placer (1920), Freud considera las pulsiones como dos tipos de fuerzas que son el motor del psiquismo y que dan origen a mociones de deseo. Son un par (amor – odio, construcción – deconstrucción) que permanentemente se intrinca y desintrinca.

Teniendo en cuenta lo que dice Green (2014), la pulsión de vida es de índole erótica: busca la progresión, el crecimiento, que haya un desarrollo del sujeto hacia lo más complejo; aspira a la renovación de la vida, la aglomeración, la ligadura con los objetos porque su objetivo primordial es la fusión con el otro. Para Green la supervivencia de la pulsión de vida depende del narcisismo en cuanto amor y unidad de sí, que preserva el ser y luego lo dirige a salvaguardar el amor del objeto.

La otra cara de la moneda es la pulsión de muerte, que empuja al sujeto hacia la regresión, lo repetitivo, la inercia y, finalmente, al retorno hacia lo inanimado o la muerte. Sustenta la inclinación del sujeto hacia la agresión y la destrucción. Busca deshacer la ligadura de la pulsión de vida.

Ambas pulsiones se encuentran fusionadas. La pulsión de vida es insistente y tiende a contrarrestar la pulsión de muerte, pero al final esta última resulta más dominante porque todos retornamos a lo inanimado y porque en el terreno de la barbarie se expresa lo más primitivo del sujeto.

Al respecto nos dice Green (2014): “Si hablamos de pulsión de muerte y llevamos a sus últimas consecuencias el objetivo buscado por ella, el propósito de una fuerza semejante es lograr matar al individuo” (p. 122).

Las fuerzas de ligadura (Eros) y desligadura (Tánatos) fueron denominadas por Green y Urribarri (2015) “función objetalizante” y “función desobjetalizante”. Mientras la primera vincula con los objetos, la segunda acentúa la separación, es desligadura y aniquila el vínculo con el objeto.

Bajo este esquema, tal y como lo señala Green en su texto El trabajo de lo negativo (1993), para mantenerse estructurado y organizado el aparato psíquico requiere que el sujeto no ceda ante la insistencia de las pulsiones de destrucción, que desbordan las instancias psíquicas hasta incluso llegar a ser un “no” a sí mismo; en este caso, el objeto prevalece sobre el Yo y algunos mecanismos de defensa de este, como la negación, la forclusión, la desmentida y la escisión, pasan a ser parte del trabajo de lo negativo, dejando al Yo sin existencia. El trabajo de lo negativo también incide en las funciones del Yo, inhibiendo o eliminando la atención, la memoria, la percepción, el pensamiento, el juicio, lo que impide el contacto con la realidad. El trabajo de lo negativo se manifiesta en la desobjetalización y desubjetalización, esto es, se atacan los vínculos con los objetos y el sí mismo. Es una tendencia mortífera para las instancias psíquicas, las representaciones, los afectos y las pulsiones, porque se sustituye lo positivo por lo negativo, transformando el amor por odio.

No es fácil aceptar que nos habita una pulsión de muerte o que en términos de Green tenemos una función desobjetalizante. Son cosas de las que nuestra época no quiere saber nada, que se dan por superadas, y menos aún se quiere saber que aquella puede estar dirigida hacia la destrucción del sí mismo o hacia el semejante. Cuando se dirige hacia nosotros mismos, se busca la autodestrucción, lo cual se evidencia en las observaciones clínicas como el sadismo y el masoquismo, el suicidio, la depresión, la conciencia de culpa, la transferencia negativa, la compulsión a la repetición, la toxicomanía y muchas otras formas que se pueden encontrar para autoinfligirse daño. Cuando está dirigida hacia los demás, lo que encontramos es la atrocidad de la guerra, los asesinatos y las masacres. La destrucción sistemática. Así también podemos leerlo en la literatura:

El ser humano es más grande que la guerra… La memoria retiene solo aquellos instantes supremos. Cuando el hombre es motivado por algo más grande que la historia. He de ampliar mi visión: escribir la verdad sobre la vida y la muerte en general, no limitarme a la verdad sobre la guerra. Partir de la pregunta de Dostoievski: ¿cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay dentro de ti? Indudablemente el mal es tentador. Y es más hábil que el bien. Es atractivo. Me rehúndo en el infinito mundo de la guerra, lo demás ha palidecido, parece más trivial. Un mundo grandioso y rapaz. Empiezo a entender la soledad del ser humano que vuelve de allí. Es como regresar de otro planeta o de otro universo. El que regresa posee un conocimiento que los demás no tienen y que sólo es posible conseguir allí, cerca de la muerte. Si intenta explicar algo con palabras, la sensación es catastrófica. Pierde el don de la palabra. Quiere contar y los demás quieren entender, pero se siente impotente. (Aleksiévich, 2015, pp. 16-17)

La pulsión de muerte en lo intersubjetivo

La pulsión de muerte está en cada persona, y se manifiesta con fuerza en lo colectivo. Freud, en sus últimos escritos, trasladó su campo de exploración de lo individual a la sociedad y la cultura, ya que observó en este campo la máxima expresión de la pulsión de muerte. En El malestar en la cultura (1929-1930) nos mostró cómo en lo grupal hay una permanente tensión entre el proyecto cultural y las pulsiones de muerte que se oponen a este; es decir, existe una oposición entre las restricciones impuestas por la cultura y las exigencias de las pulsiones destructivas, a las cuales el sujeto no renuncia fácilmente y las cuales constituyen la mayor amenaza para los vínculos sociales. Así, lo que llamamos una sociedad civilizada solo puede fundarse en la integración de las pulsiones.

En la guerra, la destructividad está presente como experiencia individual y en formas de organización social donde es posible la acción sin leyes, orden, o límites del principio del placer y con todos los excesos sádicos posibles: el rechazo desconsiderado a todo lo que sea diferente, una vida en desconexión con las emociones, en caos, que se une a acciones crueles, permitiendo así la libre satisfacción de las pulsiones de muerte. Bajo esta condición social no hay lugar para los vínculos cercanos, ni para el respeto de lo diferente, solo para la desmesura de la violencia, el sadismo y la crueldad. Lo que ocurre allí es el predominio del Ello, que altera la organización psíquica y social, dejando a los sujetos en estados de sumisión y muerte psíquica. Al respecto nos recuerdan Muñoz Vila y Torres (2018):

Lo que ocurre en la guerra es el predominio del ello que, por su intensidad y primacía, domina al yo, lo aleja de la guía del objeto bueno y de las limitaciones de la norma interiorizada del súper-yo y lo orienta simplemente a la satisfacción de sus urgencias de manera desorganizada. El alivio a toda costa, sin ninguna consideración limitante, bajo el cual rige un comportamiento que altera la organización psíquica, social y cultural. Deja al sujeto que participa en la guerra en un estado de supervivencia mortífera que afecta todos los tejidos humanos, en él y en quienes están bajo su dominio. (p. 315)

Vivir entre el exilio y la incertidumbre

En Colombia, desde la Conquista hasta la actualidad hemos vivido en una guerra donde lo diferente es exterminado, borrado y, de esta manera, silenciado. Para no establecer una alianza con el silencio, para ahondar un poco más en la pulsión de muerte dirigida en contra del otro, hacia la destructividad en el ámbito social, se presentan algunos fragmentos de historias de dos personas, trozos de vivencias que recogen sensaciones y sentimientos de quienes han vivido en guerra por algún tiempo.

Este primer testimonio fue recogido en sesión, en el marco de un proyecto para desplazados. La ong tenía la misión de restituirles los derechos a varias familias de desplazados por la violencia. Entre las principales acciones se encontraba el ofrecimiento técnico y económico a dichas familias para que sacaran adelante un proyecto productivo de hortalizas y, de esta manera, encontraran un sustento familiar en la nueva comunidad en la que se habían instalado. La labor psicológica que se debía realizar era, por una parte, que las personas de la comunidad pudieran hablar una por una del dolor de la guerra y, por otra parte, que todas ellas salieran de su apatía con el proyecto.

El lugar de trabajo tenía unas condiciones muy precarias, había una casita vieja en la que se guardaban los insumos agrícolas, casita que era, al mismo tiempo, la oficina del agrónomo que dirigía la parte técnica del proyecto. No había lugar para el psicólogo, pero pronto se acondicionó un espacio en el invernadero, donde estaba el cultivo. En días calurosos la temperatura aumentaba considerablemente: se volvía sofocante, lo cual, sumado al uso de insecticidas, generaba una atmósfera pesada. No era raro, pues, que se enfermaran los partícipes. En estas condiciones se trabajaba, ellos sembrando y cosechando, y la psicóloga escuchándolos:

Ay, doctora, tengo tantas cosas en la cabeza y además desde anoche no como, ni duermo. En la institución me dieron cien mil pesos y con eso pago la piecita y de la alcaldía me dan un mercadito, pero es que mire: yo tengo cinco hijos, a mi esposo lo mataron al frente de la casa y lo único que nos dejaron fue su cabeza, a la que le pudimos dar cristiana sepultura, pero a un hijo mío sí se lo llevaron, nos dicen que lo mataron, pero desde entonces no sé nada de él. Pero lo que le quería contar es que yo tengo una hija que tiene diabetes, y como hemos estado comiendo tan mal, se descompensó y anoche se puso muy mal, entonces me tocó llevarla al hospital en mi hombro, cargada; yo corría y corría porque ella estaba muy mal, cuando llegamos al hospital casi no la atienden porque yo solamente tengo una boleta de desplazada y todavía no tengo el Sisbén aquí. Hoy llegué por la mañana a trabajar, usted ha visto que debajo de esos plásticos hace mucho calor y me marié, creo que por el hambre y el trasnocho, yo trato de sacar todas las fuerzas que tengo, hay días [en los que] que trabajo tanto que se me olvidan los recuerdos, pero al día siguiente regresan; vivimos en una zozobra todos los que estamos aquí, el futuro me da miedo, cuando uno es desplazado de sus tierras se siente todo raro: extraño no solo a mi esposo y mi hijo, sino también a mis vecinos, las gallinas; yo misma no sé quién soy. Quisiera que todo esto fuera no más una pesadilla, pero no. Todas las noches sueño que estoy allá, en mi casa, aunque ya no exista, porque todo eso lo destruyeron buscando quién sabe qué; nosotros salimos por la noche con lo poquito que podíamos cargar, es que [en] la noche anterior nos habían dicho que si no nos íbamos nos iban a matar a todos junticos, ya habían empezado a desaparecer personas; y llegamos aquí, al pueblo, y nos paramos en la alcaldía a ver con qué nos podían ayudar, eso es muy duro…Hablarle de esto me duele mucho, pero al mismo tiempo sé que estoy viva. (Comunicación personal)

En su relato, esta mujer evidencia una alteración completa de su contexto vital en medio de la amenaza externa de la muerte. La esperanza que la acompaña es estar viva y mantener vivos a los más próximos. Uno de los factores que afecta la organización del Yo como instancia psíquica es el sufrimiento de los hijos, y mucho más cuando, con el esposo muerto y en un contexto de guerra, ha quedado sin protección, desamparada.

Esta mujer y madre trabajaba en una atmósfera de incertidumbre y añoranza por el esposo asesinado y el hijo desaparecido, con los otros hijos vivos, pero hambrientos y la nueva vida donde todo parece ajeno, extraño, y precario. A pesar del agotamiento físico y el socavamiento del Yo por el exilio provocado por los objetos dominantes y poderosos, esta mujer, con sus hijos, logra huir, conseguir un apoyo básico del Estado para la supervivencia y trabajar. De esta manera sale hacia la vida en medio de la muerte que la rodea.

Vivir en condiciones de peligro y amenaza

El que sigue es un relato extraído del trabajo que se realizó con otra ong. Las personas que participaban en el proyecto aún no habían sido desplazadas, pero se encontraban en riesgo permanente por la presencia en la zona de dos frentes enemigos: las FARC y los paramilitares. La frontera era un puente, todos lo sabían. La ong también les ayudaba a través del apoyo económico y técnico de proyectos productivos de moras y el acompañamiento psicológico a las familias.

La carretera destapada que conducía al corregimiento estaba deteriorada, producto de las intensas lluvias que caían sobre esa tierra amarillenta; tenía grietas pronunciadas que daban la sensación en ese espacio, metro a metro, [de] que el carro se volcaría, eso hacía que el trayecto fuera largo y se llegara cansado justo antes de empezar el trabajo. En cuanto psicóloga del proyecto me habían asignado diez familias ubicadas en diferentes finquitas; para llegar a estas solo contaba con un mapa hecho a mano y un carnet que me identificaba.

El conductor del carro siempre me dejaba en el centro del pequeño caserío y me decía: “mucha suerte, muchacha”; desde allí yo iniciaba una caminata larga por una carretera más angosta, al principio algunos jóvenes paramilitares me detuvieron preguntándome sobre lo que hacía por esos lugares, les mostraba mi carnet, les hablaba de mi trabajo y me dejaban continuar. En visitas posteriores, cuando ellos ya sabían qué hacía yo, mientras caminaba y les daba la espalda, le quitaban el seguro al arma y sonreían: era un sonido casi imperceptible, pero me daba escalofríos, sabía que eran peligrosos y me asustaban. Pero era solo el inicio de un camino del horror y guerra. En una ocasión, mientras me dirigía hacia la casa de una de las familias, me metí por un camino de herradura, eran unas lomas prominentes, y entonces, justo al lado, en un helechal, vi una mano que salía de la tierra, era la mano de un muerto mal enterrado. Era desconcertante para mí, pero la comunidad lo tenía totalmente naturalizado. Cuando finalmente llegué a la finca, les conté lo que había visto y con un gesto de indiferencia me dijeron que la próxima vez no pasara por ahí.

Las familias eran desconfiadas, con esa actitud desesperanzada de que nadie les puede ayudar, yo era una extraña e intrusa en sus casas, una a la que dejaban pasar por temor a perder los recursos que les llegaban de la organización. Escasamente me hablaban, y cuando lo hacían eran descorteses y fríos. Al principio yo solo debía llenar una encuesta sociodemográfica que contestaron de manera concreta. Solo poco a poco me fueron dejando ingresar realmente a sus hogares y a sus historias de vida. Las conversaciones ya no eran en una sala, sino en el corredor de la casa, desgranando maíz, lavando o pesando la mora. Y les ayudaba, mientras me contaban sus situaciones. Una de las que más recuerdo fue la de una mujer cabeza de hogar, líder comunitaria, con cuatro hijos y padre anciano. Ella me dijo:

Para nosotros las cosas han sido muy difíciles, nos ha tocado ver de todo; vea no más: yo tengo cuatro hijos, pero solo vivo con la pequeña. El mayor, le dio por meterse a uno de esos grupos. Hace tres años. Unos me dicen que lo mataron; yo sí creo que está muerto porque él ya me hubiera buscado. Una vez fui a un lugar donde alguien lo había visto, pero me dijeron que si seguía de preguntona me iban a dejar con la boca llena de gusanos; yo solamente quería enterrarlo. Al segundo lo mandé para donde una hermana mía en el pueblo porque me daba miedo que siguiera los pasos del hermano. Él se mantiene muy bravo y me dice que se quiere vengar por lo que le hicieron a mi otro hijo. La hijita que sigue tiene quince años, pero ya no vive con nosotros, se me voló cuando tenía catorce con un comandante de los paras. Ahora está embarazada. Ella por aquí casi no viene porque de pronto la cogen los otros. Yo le insistí mucho [en] que no se metiera con ese muchacho, pero a ella le parecía lo mejor, le daba cosas costosas que yo no le podía dar, hasta que se la llevó a vivir; creo que ella ahora se arrepiente, pero si lo deja, la mata. (Comunicación personal)

Por eso ahora solo vivo con la chiquita, de nueve años, y mi papá. El papá de los dos primeros, lo mataron con dos tiros en la cabeza; dicen que porque era un ayudante de la guerrilla, pero yo no creo, él era muy buena persona, muy trabajador. Y [a] mi segundo marido lo amenazaron y se fue, creí que iba a volver, pero, qué va, se desapareció también. A veces amanezco muy triste, como sin ganas de nada, como con un vacío. (Comunicación personal)

Lo que tenían en común las diez familias no era exclusivamente que cultivaban moras, sino que además en cada una de ellas había al menos un hijo o familiar cercano desaparecido. La incertidumbre constante sobre el paradero, la agonía de la espera eterna, la búsqueda de pistas que dieran con ellos, la esperanza de al menos encontrar el cuerpo sin vida, hacían parte de lo que escuchaba todos los días, como si se tratara de una letanía, un lamento que no daba tregua; a medida que me iban aceptando, también me iba dando cuenta de la naturaleza de su dolor. Aún recuerdo con tristeza una escena que aconteció mientras visitaba a una de estas familias:

Sarita, de cuatro años de edad, estaba jugando en la parte de atrás de la casa donde yo estaba ese día. Fue al corredor a buscarme para mostrarme su juego de mamacitas, me tomó de la mano y me llevo hasta ese lugar. Me senté con ella, pero pronto percibí un olor fétido. Le pregunte qué olía tan mal y me señaló con la mano un hueco que había justo al lado de donde ella jugaba. Me asomé y vi cadáveres en descomposición. Se trataba de una fosa común de personas nn. De allí emanaba un olor nauseabundo, mientras Sarita seguía jugando al lado de su muñeca sucia. (Comunicación personal)

Después de hablar mucho con estas personas supe que era necesario hacer un ritual de despedida para los desaparecidos. Ya éramos conocidos, así que les pedí que sacaran los pocos objetos que tenían del familiar desaparecido o algo que se los recordara: una fotografía, una carta, cualquier cosa que pudieran tener; las metimos en una caja y las enterramos, luego rezamos un rosario —eran personas muy católicas—. Me sorprendía ver cómo el lugar donde se habían enterrado los objetos permanecía organizado: a veces estaba con veladoras; otras, con fotografías y otras aún, con flores silvestres. Me decían que se sentían mejor. Al poco tiempo de terminar mi labor de psicóloga sepulturera me fui porque no tenía ningún tipo de seguridad. En la institución decían que no había presupuesto para eso, que había que ponerse la camiseta, acompañar a los otros, trabajar por esta patria sufriente y otras cosas así, pero yo tenía muy claro, por lo que había visto y oído, que el romanticismo de la salvadora en un lugar en guerra estaba lejos del principio de realidad, no era mi objetivo ser una heroína o mártir de guerra, tan solo era una joven psicóloga con un carnet.

Las narraciones de estas mujeres que esperan el cuerpo o partes de sus seres queridos para darles sepultura y poder encontrar un mínimo de consuelo y tranquilidad, para no seguir en esa espera infinita del desaparecido, es similar a la tragedia de Antígona. Ella actuó en contra de lo dispuesto por la ley de Creonte, que había ordenado dejar insepulto a Polinices, hermano de ella, sobrino de él, porque después de haber sido desterrado, Polinices quiso prender fuego a su tierra patria y pelear contra sus conciudadanos. Creonte había ordenado que nadie le diera sepultura, que nadie lo llorara, que dejaran el cuerpo abandonado sin entierro, presa de las aves de rapiña y de los perros, expuesto a los ojos de todos. Pero Antígona decide trasgredir la imposición de Creonte y con todos los rituales le da sepultura a su hermano; ella sabía que iba a morir por su acto, pero aun así necesitaba que él fuera recibido por Hades.

Una situación similar ocurría con estas mujeres: ellas sabían que no podían preguntar por el paradero de sus hijos o esposos, o por sus cuerpos, pero aun así traspasaban la frontera entre guerrilla y paramilitares, les pedían que simplemente les dijeran dónde podían encontrarlos y que les explicaran qué había pasado con ellos. Pero en lugar de alguna respuesta, encontraban amenazas de muerte, como si la búsqueda de la paz del muerto llevará a la propia muerte; la máquina de la guerra quiere abolir la memoria de la destrucción, esconder el rastro, sepultar todo en la nada.

De este modo, sin posibilidad de reclamar, porque cualquier requerimiento despierta un contraataque, las personas de esa comunidad se sometían a vivir en un estado de silencio, aislamiento, incertidumbre, agonía, búsqueda, soledad, y esperanza de un cuerpo sin vida, todo lo cual implica acabar con la realidad, y sin este elemento no puede haber un Yo capaz de defenderse y actuar. Por el contrario, las acciones y amenazas de los grupos armados como objetos incontrolables y fuertes que existían en la realidad externa eran internalizados por los sujetos, de manera que aquellos les invadían la mente, dejaban al Yo sin fuerza y sin protección, ni ayuda.

Lo que puede verse en el material narrado es un panorama de amenaza, destrucción y muerte, un espacio físico donde habitan vivos y muertos de manera indiferenciada. Allí se pierden los límites entre las tumbas mal olientes por la descomposición de los cadáveres y la familia que lleva a cabo su vida cotidiana, cocinando los alimentos mientras las niñas juegan con sus muñecas sin quejarse o molestarse por el olor nauseabundo, como si hubiera una confusión entre estar vivo y estar muerto.

El hijo, confundido entre lo bueno y lo malo, se une al grupo armado buscando la esperanza de una vida mejor en la protección y cuidado de un líder y la identificación con los demás miembros del grupo; entra así en un comportamiento grupal que se rige por la acción violenta, el principio del placer sin límites, la sensación de omnipotencia, con el permiso concedido por el líder para dar rienda suelta a los impulsos destructivos contra los otros, los diferentes. Todo al margen de la reflexión. Hasta encontrar la muerte.

La hija, por su parte, seducida por el supuesto poder del comandante de los paramilitares, creyó ver amparo en él y en lugar de esto encontró a un hombre maltratador, inmisericorde, con su mente llena de guerra, del cual la huida es impensable porque representa la muerte.

Reflexiones finales

Como puede verse en cada uno de los relatos de quienes tuvieron experiencias de guerra, los sujetos que padecen la contienda bélica someten su Yo a la pasividad, debido a que este se encuentra acorralado, aislado, atacado, sin defensa y sin posibilidad de reflexión o pensamiento alguno; en su lugar, el Ello domina para tratar de sobrevivir, sin permitir reconocer las cualidades del objeto que tortura, abusa y asesina, y en ese intento el psiquismo pierde su existencia.

En Colombia hemos habitado en el límite entre la organización y la desorganización institucionales y estatales, entre la vida y la muerte. Siempre en los extremos, sin haber logrado jamás la calma. Es una sociedad que ataca las pulsiones de vida y ve al enemigo por todos lados, sea real o proyección. Vivimos en permanente duelo, sumidos en el vacío y el terror que inhiben las funciones del Yo. Solo queda lo que Green llamaría el trabajo de lo negativo en la sociedad: No-Yo, no-Ello, no-Superyó. No–Yo, ya que desaparece el sí mismo capaz de defenderse y tomar distancia de los objetos maltratantes y sádicos. No-Ello, porque se está tan sumergido en la muerte que no es posible contactar la vida, solo se la reconoce en términos de supervivencia, pero la pulsión de vida queda sepultada debajo de los cadáveres de los seres queridos. No encuentra asidero en la esperanza. No vemos más realidad que la muerte, y bajo esa condición se instaura la desconfianza frente a los otros y frente al sí mismo. Es la negativización de la pulsión de vida. No-Superyó ya que se pierden los límites, las barreras entre lo bueno y lo malo; todo está permitido. Al desvanecerse y negativizarse la pulsión de vida, desaparece el Yo, la realidad y los vínculos.

No hay respeto, ni relación; acontece lo que Green y Urribarri (2015) denominan función desobjetalizante, y si lo llevamos a lo colectivo, podríamos hablar de la desobjetalización social: el otro se cosifica, se convierte en un objeto deshumanizado, en el enemigo que debe desaparecer del espacio vital propio. No hay ligadura alguna con el objeto, no es semejante, no existe el principio ordenador de los opuestos, bien y mal, que permanecen en tensión organizando las relaciones conflictuales. Por el contrario, se busca el sometimiento absoluto de lo que se le opone, por lo que queda aniquilada la pulsión de vida, y como soberana, la pulsión de muerte. Dicho en palabras de Vélez (2007):

Deshumanizados, desnudos de toda relación porque destruido estaba ya el camino hacia sí mismos que podría rescatarlos del filo cortante de ese lugar en el que sin lazos, sin conexión alguna con la vida, sin vías de reflexión donde encontrar las imágenes de la ternura que los había instalado en el mundo, la fabricación de la muerte sería el máximo desarrollo de la cultura del padre. (p. 264)

Sabemos, gracias a Freud (1929-1930), que la civilización solo puede fundarse en la renuncia a las pulsiones destructivas. Para Green (2010), una de las formas de moderar las pulsiones destructivas se encuentra en el evitarles a los niños un exceso de frustración durante la crianza de los niños, esto es, un exceso de dolor, rabia o angustia; de esta manera se evita una activación desproporcionada de las fuerzas destructivas. Y en un texto posterior, este autor nos dice:

durante la crianza del pequeño debe vigilarse que la pulsión de muerte, a causa de malos tratos, no haga estragos en la experiencia del vivir […] Cuando las experiencias dolorosas invaden la psique y ponen en jaque el principio del placer, dan lugar a experiencias de destructividad irrepresentables debido a su poder devastador en todas las direcciones, esto es, tanto en lo interno como en lo externo (Green, 2014, pp. 178-179).

Finalmente, se escriben estos fragmentos, no sin compasiva aflicción, para no aliarse con el silencio y con la muerte, ni con quienes quieren mantener oculta la maquinaria destructiva, de exterminio sistemático, a la que hemos estado sometidos por décadas, bajo discursos manipuladores de líderes crueles, poderosos e implacables que nos han quitado el acceso a la información veraz para que no tengamos posibilidad de pensar.

Conflicto de intereses

Los autores declaran la inexistencia de conflictos de intereses con institución o asociación comercial de cualquier índole.

Referencias

Aleksiévich, S. A. (2015). La guerra no tiene rostro de mujer. Debate.

Alzate Vélez, L., y Muñoz Vila, C. (2016). El reflejo de la realidad interna en el juego con la caja de arena. Revista de Psicología Universidad de Antioquia, 8(1), 111-126. https://revistas.udea.edu.co/index.php/psicologia/article/view/326896

Freud, S. (1920). Más allá del principio del placer. En S. Freud, Obras completas (Vol. 2). Biblioteca Nueva.

Freud, S. (1923). El Yo y el Ello. En S. Freud, Obras completas (Vol. 18, pp. 3-62). Amorrortu.

Freud, S. (1929-1930). El malestar en la cultura. En S. Freud, Obras completas (Vol. 8). Biblioteca Nueva.

Green, A. (1993). El trabajo de lo negativo. Amorrortu.

Green, A. (2010). El pensamiento clínico. Amorrortu.

Green, A. (2014). ¿Por qué las pulsiones de destrucción o de muerte? Amorrortu.

Green, A., y Urribarri, F. (2015). Del pensamiento clínico al paradigma contemporáneo : conversaciones. Amorrortu.

Muñoz Vila, C. (2011). Reflexiones psicoanalíticas. Pontificia Universidad Javeriana.

Muñoz Vila, C., y Torres, N. (2018). Avatares del desarrollo psíquico en la mujer maltratada. Pontificia Universidad Javeriana.

Vélez, M. C. (2007). El errar del padre. Universidad de Antioquia.

Notas de autor

Liliana Alzate Vélez

Magíster en Psicología Clínica. Psicóloga clínica y psicoorientadora de la Universidad de Antioquia, Seccional Oriente (Rionegro, Colombia). Contacto: liloalza@hotmail.com