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Garrido, V. (2024). Inconsciente ideológico, ethos histórico y afecto: las formas históricas de la individualidad y la problematización del barroco. Perseitas, 12. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4805

 

 

INCONSCIENTE IDEOLÓGICO, ETHOS HISTÓRICO Y AFECTO: LAS FORMAS HISTÓRICAS DE LA INDIVIDUALIDAD Y LA PROBLEMATIZACIÓN DEL BARROCO

Ideological unconscious, historical ethos and affect: the historical forms of individuality and the problematization of the baroque

Artículo de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4805

Recibido: octubre 9 de 2023. Aceptado: abril 11 de 2024. Publicado: julio 19 de 2024

Violeta Garrido

Resumen

El artículo presenta los principales estudios de Juan Carlos Rodríguez (1993, 2017), Fredric Jameson (2013, 2015) y Bolívar Echeverría (1996, 1998) que abordan el surgimiento de la modernidad, su impacto en la esfera de la cultura y la subsiguiente constitución de un tipo específico de individualidad. A partir de ciertos conceptos clave, aquellos ofrecen una explicación de las relaciones entre la economía de mercado que empieza a surgir en la transición que va del feudalismo al capitalismo y ciertas disposiciones que aparecen en determinados productos culturales y comienzan a considerar al individuo como un sujeto que se autodetermina libremente, lo que da cuenta del hecho de que la ideología manifiesta un carácter constructivo. Analizando similitudes y diferencias, el texto propone una lectura complementaria de todos ellos argumentando que hacen referencia, de formas originales, a un fenómeno común.

Palabras clave

Barroco; Bolívar Echeverría; Capitalismo; Fredric Jameson; Juan Carlos Rodríguez; Modos de subjetivación; Sujeto.

Abstract

The article presents the studies of Juan Carlos Rodríguez, Fredric Jameson, and Bolívar Echeverría who address the emergence of modernity, its impact on the sphere of culture and the subsequent constitution of a specific type of individuality. On the basis of certain key concepts, they offer an explanation of the relationship between the market economy that begins to emerge in the transition from feudalism to capitalism and certain dispositions that appear in certain cultural products to consider the individual as a freely self-determining subject, taking into account the fact that ideology manifests a constructive character. Analyzing similarities and differences, the text proposes a complementary reading of all of them, arguing that they refer, in original ways, to a common phenomenon.

Keywords

Baroque; Bolívar Echeverría; Capitalism; Fredric Jameson; Juan Carlos Rodríguez; Modes of subjectivation; Subject.

 

Introducción

En «L’objet du Capital», el primero de los capítulos que componen Lire le Capital, Althusser (1965) señala que el debate sobre el papel del individuo en la historia revelaba, en realidad, un problema de calado para la teoría de la historia: el de las formas de existencia históricas de la individualidad. La obra económica de Karl Marx (2010), continúa exponiendo aquel, nos dota de las herramientas necesarias para situar dicho problema al definir diferentes formas de individualidad, asociándolas a las funciones específicas impuestas por la división del trabajo (Althusser & Balibar, 1973, p. 140).

Sin embargo, advierte también que la existencia histórica de la individualidad en un modo de producción dado no es algo identificable a simple vista, sino que se trata de un concepto que necesitaba ser “construido”. Partiendo de esa premisa, lo que se propone en las páginas que siguen es precisamente contribuir a la elucidación teórica de la manera en que operan, al menos a partir del advenimiento de la modernidad, esas formas históricas de la individualidad, especialmente la figura del sujeto, y en qué consiste su singular ligazón con los modos de producción económicos según los autores propuestos puesto que las citadas observaciones de Althusser (1973), a este respecto, constituyen solo indicaciones programáticas que no se desarrollaron ulteriormente.

Intentando profundizar en lo que apuntaba Althusser (1973), Balibar (1973) en la misma obra se concentra en el carácter “diferencial” de esas formas de individualidad. La relación con las fuerzas productivas instaura a su modo de ver dos formas distintas de individualidad relativas a la figura del “trabajador”: el dominio individual de los medios de producción genera en efecto un individuo en el sentido habitual del término, mientras que el dominio social de los medios de producción tiene, de acuerdo con Marx, la capacidad de engendrar un “trabajador colectivo” (pp. 274-275).

En cualquier caso, es posible concretar esa mirada. Cabe pensar, con un Balibar (1995) algo posterior, que al igual que a lo largo de la historia se suceden diversos modos de producción, existen paralelamente modes of subjection que operan en el nivel ideológico. La existencia de estos últimos permite que la materialidad de los primeros se encarne y, a la inversa, que los efectos de la realidad ideológica de los segundos solo sean verdaderamente captados a través del funcionamiento del modo económico general.En relación con ello, de todo lo antedicho se desprende una idea elemental sobre la que es preciso seguir indagando: cada práctica en el terreno de la producción origina formas históricas de individualidad que le son propias.

A propósito, Fredric Jameson (2019) considera que la principal virtud de la noción de ideología radica en su gran capacidad para combinar la historia y el funcionamiento objetivo del mecanismo socioeconómico con la construcción de la subjetividad. Así pues, lo que aquí nos interesa explorar es justamente esa función constructiva de la ideología, es decir, su aptitud para dar forma narrativa a la existencia humana —convirtiéndose, de esta manera, en algo más que un mero sistema de ideas o una plataforma de “falsa conciencia”— y, más ampliamente, también su idoneidad para hacer algo más comprensible la enrevesada relación entre la cultura y el contexto económico.

Concebir, como hace Rodríguez (2022), que la ideología es un dispositivo eminentemente narrativo significa asumir que dicha instancia actúa posibilitando la conformación de un relato de la propia vida, a través del cual el conjunto de “funciones” que esta adquiere en los sistemas de explotación en los que se asienta cobra sentido.La individualidad es ese “relato de vida” en su versión conceptualizada, lo que sin duda contiene algunas especificidades por tener en cuenta; en primer lugar, que la correspondencia entre un modo de producción dado y sus soportes imaginarios no es en absoluto unívoca. El hispanista John Beverley (2008) pone el ejemplo del Lazarillo de Tormes (publicado en 1554), un texto que esboza el contrasentido de que, siendo para buena parte de la crítica la primera novela moderna, se enuncia desde una sociedad —la castellana— históricamente marcada por su relativo atraso, con respecto al desarrollo del capitalismo.

Aquel aparente desfase señala la existencia de una dislocación que clausura definitivamente cualquier mecanicismo: la modernidad surge del “capital imaginario” del feudalismo porque, de hecho, la autonomía que se da entre los niveles constitutivos de una formación social permite pensar, todavía con Althusser (1973), que no existe una lógica precisa que consiga explicar satisfactoriamente del todo cómo se amalgaman los elementos procedentes de los distintos modos de producción que se congregan en la formación social considerada. Por tanto, lo que necesita ser estudiado en profundidad es en qué medida una observación tal afecta a la configuración de las subjetividades humanas.

En principio, se podría sostener que la noción de vanishing mediator propuesta por Jameson (1973) arroja luz sobre la cuestión planteada. El mediador evanescente vendría a ser ese agente que cataliza los mundos posibles que se perfilan en el horizonte para su encuentro y aleación con los realmente existentes. En una lectura original greimasiana del clásico trabajo de Max Weber sobre el surgimiento del capitalismo, Jameson (1973) identifica una serie de figuras o instituciones que son capaces de mediar en las contradicciones básicas entre dos formaciones sociales, posibilitando la transición histórica al asimilar ciertos aspectos de esa oposición mientras rechazan otros.

El protestantismo en particular, en su función mediadora, facilitó el desmantelamiento sistemático de las estructuras religiosas medievales y su consiguiente reemplazo por las seculares. En otras palabras, la doctrina de Martín Lutero consiguió que la lógica racionalizadora, que ya existía en los monasterios medievales, se expandiese al resto de esferas de la vida social y, una vez cumplida su misión histórica, procedió a “desvanecerse”. Paradójicamente, la transición hacia la modernidad secularizada se produjo “not by making life less religious but by making it more so [no volver menos religiosa la vida sino por hacerla aún más religiosa]” (Jameson, 1973, p. 76), o sea, potenciando hacia el exterior una parte de los valores que caracterizaban positivamente a las instituciones religiosas de épocas precedentes.

Para el autor norteamericano, esta visión de los hechos es perfectamente compatible con el modelo marxiano de comprensión de las revoluciones de 1789 y 1848, en las cuales el rol de mediador evanescente lo cumplieron el jacobinismo y el imperio respectivamente. En consecuencia, el reino de los fines weberiano puede asociarse, en su planteamiento, a la superestructura marxiana y, el reino de los medios, a la estructura. Así, la superestructura encuentra su función neurálgica en la mediación de los cambios en la estructura. A continuación, estudiaré cómo se relaciona lo anterior con la eclosión de nuevos patrones de intelección y de expresión de la subjetividad.

Los términos de una transición hacia el sujeto

El patrón explicativo, que acaba de describirse, conforma una hipótesis nada desdeñable que se encuentra habitualmente en el tradicional debate sobre la transición entre modos de producción, donde se hace evidente la naturaleza heterogénea de las formaciones sociales. No obstante, lo cierto es que, desde esa perspectiva, el procedimiento a gran escala, por el cual los cambios en el nivel superestructural impactan de manera específica en los individuos, no parece descifrarse completamente.

En una interpretación inversa a la que ofrecía el sociólogo alemán, el trabajo temprano de Juan Carlos Rodríguez (2017) propone que no es el “espíritu” capitalista vinculado al protestantismo lo que impulsa la industria gracias a la difusión de la racionalización, sino que son las relaciones sociales mercantiles las que propician la aparición de los movimientos reformistas religiosos.Y, lo que es más, estos últimos consisten en una tematización superestructural concreta de la ideología burguesa de la primera fase del capitalismo mercantil.

El carácter contradictorio del protestantismo, que es, por tanto, un “intento de respuesta, desde el ámbito religioso, a las nuevas condiciones objetivas de vida” (Rodríguez, 2017, p. 358), viene dado, entonces, por el hecho de que, estrictamente, no es un fenómeno ni burgués ni feudal, lo cual lo sitúa a medio camino entre dos modos de subjetivación distintos; por un lado, para los reformistas el ser humano ya es solo siervo de Dios, pero sigue siendo “siervo” al fin y al cabo. Por otro, las relaciones capitalistas exigen la presencia de “sujetos libres” para poder desarrollarse plenamente en el plano del intercambio mercantil, por eso sus representantes defienden aspectos de una individualidad notable como la lectura privada de las sagradas escrituras, por citar un ejemplo.

En virtud de todo ello, tiene sentido postular que, en la aproximación de Rodríguez (2017), no existen figuras mediadoras con fecha de caducidad que estimulan la transición absorbiendo lo conveniente y expeliendo lo disfuncional, sino “matrices ideológicas” en liza que son coherentes respecto a los modos de producción que las generan. Por esa razón, sostengo que tal posición teórica entraña una consideración del modo de producción en sentido amplio, esto es, ligada al convencimiento de que existen niveles ideológicos acoplados a cada modo de producción y que el término “transición” hace referencia al espacio del conflicto por la dominancia de uno de ellos, que es también un momento de lucha por una definición particular de la individualidad.

En términos similares, Terry Eagleton (2006a) reflexionaba cuando proponía, en una de sus primeras obras, que en una formación social dada coexisten varios modos de producción literaria que ponen en juego ideologías estéticas y autoriales diferentes. Cierta producción literaria artesanal pervive con sus valores asociados, aunque minoritariamente en nuestras sociedades, junto al mercado editorial capitalista, por ejemplo. Aun así, Jameson (2013, 2015) y Rodríguez (1993, 2017) no están en realidad tan lejos.

Pueyo Zoco (2012) ha demostrado que es posible hibridar el modelo jamesoniano con las aportaciones de Rodríguez (1993, 2017) y de cierto althusserianismo para explicar el paso a la modernidad en España a partir de los siglos xvi y xvii. Aquel investigador argumenta que fue la “negatividad interior” (p. 152) del propio orden feudal —la exacerbación o universalización de sus rasgos a través de mediadores evanescentes como la institución del Consejo Real o la figura del hidalgo, con los que se pretendía fortalecer la dicotomía señor/siervo nombrando al rey como máximo señor— lo que terminó beneficiando de manera cada vez más acusada, por medio del absolutismo, a la burguesía ciudadana.

De esta suerte, y debiendo tal vez refrendarse lo que sigue en una investigación específica, sería posible imaginar, atendiendo a los anteriores ejemplos, una situación en la que los mediadores evanescentes de transición fuesen aquellos agentes que, más que encarnar esencialmente valores de carácter “superestructural”, representasen algún tipo de innovación en el plano de las relaciones sociales o productivas. En otra parte más tardía de su obra, Jameson (2015) se muestra algo más sensible a la aparición de las relaciones mercantiles y llama la atención sobre el hecho de que la secularización que trajo consigo la modernidad convirtió la religión en una suerte de producto susceptible de “venderse” en el mercado, cuya lógica, basada en la competencia, empujó a aquella a diversificarse en múltiples corrientes.

La respuesta católica al protestantismo, el Concilio de Trento, se entiende de este modo como una estrategia enmarcada en la rivalidad. Esta confrontación confirma precisamente el gran auge de la esfera pública y el afianzamiento de una cultura de masas (el barroco) con la que acaba por expirar lo fundamental del feudalismo, pero cuyos referentes formales de creación conservarán todavía, como es habitual en una etapa de transición, ciertos resabios feudales. A título de ejemplo, se podría mencionar que la representación barroca del cuerpo humano, que buscaba ofrecer un enfoque afirmativo del individuo, encontró su principal exponente en el cuerpo de Cristo, con el que se experimentaron todas las posturas y perspectivas, incluso las más innobles.

Según nos parece, en la misma línea debe inscribirse el más que probable atrevimiento de Caravaggio que consiste en representar la muerte de la Virgen tomando como modelo el cuerpo de una mujer vulgar. Todo ello formó parte de un ejercicio que coadyuvó a la representación anatómicamente correcta del cuerpo, lo que resultó en la consolidación de aquello que Jameson (2013) denomina, contemplando la pintura Sansón y Dalila (1609-1610) de Rubens, el “cuerpo narrativo”: un primer momento realista que, según se verá más adelante, permitió la expresión alegórica de las oposiciones ideológicas entre las que nació la sociedad burguesa (la belleza contra lo sublime, el Estado contra el terror, lo público contra lo privado, etc.).

En cualquier caso, rescato este conjunto de explicaciones porque con el proceso de estabilización, en el nivel de la ideología y de la dialéctica privado/público que responde, a su vez, al ejercicio dominante del nivel político durante el absolutismo, comienza a emerger más claramente el conflicto entre la burguesía y la nobleza.La tesis de Rodríguez (2017), en relación con este asunto, contempla que la literatura de la época es el emplazamiento privilegiado para observar cómo se afianza la esfera (pública) de la divulgación cortesana, de la publicación y de la representación de las obras. Esto remite, en última instancia, a la materialización de un espacio ideológico que legitima la existencia de una nueva forma de individualidad histórica caracterizada por establecer vínculos contractuales con su entorno.

Aquella nueva forma histórica de la individualidad se traspone o se expresa de una manera muy específica en el campo literario con un autor que expresa libremente, a través de la escritura, su mundo interior (individual, único, etc.) y, por ende, su valor, y cuya condición de posibilidad general —o lo que aquella figura sanciona— es el “sujeto” que actúa o actuará en el incipiente mercado de trabajo. En este sentido, tanto Rodríguez (1993, 2017) como Jameson (2013, 2015) reconocen que el barroco es un periodo crucial en el fortalecimiento de esa subjetividad basada en la libre autodeterminación, cuyo desarrollo no fue desde luego uniforme, como se verá.

Este último teórico afirma, a causa de esas razones relativas a la pluralización “mercantil” del hecho religioso que venimos refiriendo, que la subjetividad religiosa pasó a ser una forma de subjetividad entre otras. Esas otras subjetividades se vehiculaban de forma preeminente a través del arte y, particularmente, del teatro, pues aún no habían encontrado del todo el acceso a la narrativa. Es interesante advertir, primero, que para Jameson (2015) la narrativa es el medio preferente para la expresión de la individualidad moderna. Segundo, que existe en su trabajo una comprensión conflictual o, al menos, “competencial”, por decirlo de alguna manera, del modo en el que se propagaban las diferentes subjetividades de las formaciones sociales auspiciadas bajo la etiqueta de lo barroco. Conviene detenerse en ello.

La teatralidad materializó, entonces, una fase especialmente relevante en el camino hacia la narrativización de la experiencia, que es el resultado, en la lectura de Jameson (2015), de la secularización total de la sociedad, aunque otras aproximaciones subrayan el carácter ambivalente de la secularización barroca, a medio camino entre la inmanencia propia de la modernidad y la pervivencia de elementos sagrados. El apogeo del teatro (isabelino, calderoniano, clasicista francés, de la commedia dell’arte) representó, también en el razonamiento materialista desplegado por Rodríguez (2017), el interregno entre las relaciones feudales y las burguesas. La constitución de la escena es inseparable de la aparición del espacio público y, consecuentemente, del “público” que, como reverso necesario de la figura del “autor”, comenta y juzga libremente las obras, lo cual señala, a su vez, la presencia efectiva de un mercado en el que se produce algún tipo de intercambio.

Aquellas prácticas que se desplegaban en el campo cultural estaban en consonancia con las compulsiones hacia la competición, la maximización de beneficios y la acumulación que, según Meiksins Wood (2012), terminarían caracterizando al capitalismo. Dicha estructura escénica autonomizada aparece en las formaciones sociales que transitan hacia el dominio burgués porque, en virtud de lo anterior, ponen en juego una valiosa problematización de lo político, o sea, de los asuntos públicos. Puede pensarse, a este respecto, que la profunda condición funesta exhibida en la Phèdre de Racine (1677), por poner un ejemplo, radica en el hecho de que entonces la esfera de la legalidad estaba perdiendo su forma tradicional y, a la espera de la emergencia de una nueva, aquella sancionaba como socialmente aberrante la conducta de Fedra.

En España, donde la nobleza era hegemónica en las estructuras del Estado, la escena se nutría de temáticas feudalizantes (la sangre, el honor, los conflictos de linaje), pero, pese a ello, participaba del nuevo modelo escénico —que no existía propiamente en el feudalismo— porque no controlaba, nuevamente en palabras de Rodríguez (2017), la “epistemología de base” (p. 57) sobre la que se erigía una moderna concepción del mundo (lo que hemos designado, siguiendo al autor, como la dialéctica privado/público).

De esa contradicción se infiere, pues, que existían al menos dos ópticas ideológicas configuradas al calor del impacto que el dominio de lo político produjo sobre las relaciones sociales. Esas dos elaboraciones ideológicas: la feudalizante y la burguesa, que operaban en una misma realidad buscando adecuarse intuitivamente al modo de producción que les resultaba más coherente, proponían dos tipos de individualidad muy diferentes. Aunque nos ocuparemos de ellas más adelante, es preciso destacar ahora una idea cardinal: que ambos tipos de individualidades dieron pie a formas culturales específicas que a veces se presentaban, como se dijo anteriormente, en unos moldes ajenos.

El discurso dramático calderoniano del desengaño ponía en cuestión la imperfección del mundo sublunar (lo que en el feudalismo ayudaba a explicar y a justificar la fuerte jerarquización social), pero lo hacía utilizando la estructura claramente pública de la escena; podría decirse, incluso, que la existencia misma del “desengaño barroco” prueba la existencia de otras visiones ideológicas —las cuales funcionaban como expresión o legitimación de otras potenciales subjetividades— que abogaban por la aceptación y por el goce de los fenómenos, contra lo cual el tema del “desengaño” representaba una suerte de reacción epistémica.

Igualmente, en las historias de caballerías de Amadís de Gaula (1508) o de Tirant lo Blanch (1490) ya no se valora solamente el hecho de ser un buen vasallo, sino que se tienen en cuenta las “virtudes” del “alma” (amor, gentileza, etc.) que remiten a la interioridad del sujeto, aunque aún solo entre la nobleza. Es esta última temática ideológica la que irá prevaleciendo en las sociedades occidentales al proponer, adentrándose en el terreno de la lucha de clases, la posibilidad de un “alma bella” no vasallática, es decir, autónoma e independiente del señor, sea este un noble o Dios.

Volviendo al papel que ostentó la narrativa en el tema que nos ocupa, es preciso recordar que, en los estudios consagrados a la literatura picaresca, la cual se manifiesta ya narrativamente en España a partir del siglo xvi, Rodríguez (1993) insiste en que con ella se consolida, no sin contradicciones internas e inestabilidades ideológicas, el relato biográfico, es decir, el soporte textual de una supuesta “vida propia” relativamente anónima, pero sustentada, y esto es lo importante, en un fuerte sentido yoico fortalecido en las situaciones de pobreza, que hace saltar por los aires los principios ideológicos y religiosos del linaje que regían durante el feudalismo, y que una parte del teatro y de la poesía también atacaban, como se ha visto.

De alguna manera, esta interpretación converge con la argumentación de Jameson (2013), según la cual la narrativa (particularmente la realista) funcionará contribuyendo a la erradicación de las estructuras y de los valores psíquicos heredados (en este caso, feudalizantes) y, al cumplir la misión de “reprogramar” la vida para su funcionamiento en el capitalismo de mercado, será la forma más cómoda para el despliegue del sujeto porque su configuración misma establece la distinción, aludida más arriba en términos semejantes, entre “interioridades”: sujeto biográfico, autor, lector, personajes, etc. (Jameson, 1989, p. 124). Empero, antes de concentrarnos en los elementos constitutivos del modo de subjetivación propiamente burgués, sería oportuno profundizar un poco más en los caminos multiformes que atravesó el posfeudalismo en su progresiva aproximación a aquel.

El Barroco como principio de ordenamiento ideológico

La postura que, en resumidas cuentas, plantea que el sujeto burgués emerge más sólidamente a través de la narrativa —picaresca, realista o con otra etiqueta— podría confrontarse, complementarse o enriquecerse con lo que me parece una categorización cuatripartita de los modos de subjetivación; a saber, la ofrecida por Bolívar Echeverría (1998) a partir de su consideración sobre el Barroco. Hasta ahora, tanto Jameson como Rodríguez parecen insistir en que el Barroco fue un periodo transicional de vital importancia para esa conceptualización específica del individuo que conocemos como “sujeto burgués”.

Echeverría (1996, 1998), por su parte, coincide en entender que el Barroco no es tanto una época concreta de la historia del arte o de la literatura como sí una herramienta analítica de la historia cultural. En concreto, que su estudio puede contribuir a delinear una totalización histórica necesaria para la adecuada comprensión de la civilización humana. Asimismo, propone, aunque ampliando el foco territorial, que el tipo de individualidad que se forja en esa etapa, que finalmente acaba imperando, es uno entre otros posibles. Lo que caracteriza al planteamiento de Echeverría, frente al de Jameson (2013, 2015) y al de Rodríguez (1993, 2017), es su apuesta por la recuperación crítica en la actualidad del legado de uno de esos modos de subjetivación, con el fin de afrontar paródicamente la crisis sistémica del capitalismo tardío y de la modernidad.

Lo que el teórico ecuatoriano denomina “ethos histórico” define el principio estructural de construcción del mundo de la vida: lo que “hace vivible lo invivible” y ayuda a interiorizar unas condiciones materiales dadas, o sea, aquello que media en la contradicción, fundante de la sociedad capitalista, entre el valor de uso y el valor de cambio, que genera espacios espontáneos de coherencia y de consenso respecto de las condiciones de vida en las que se socializan los individuos. La similitud que este concepto mantiene con el funcionamiento inconsciente de la ideología según Rodríguez (2017) se hace evidente, pues para el español la ideología produce asimismo valores positivamente afirmativos.

Ambos pensadores se vinculan también por la incomodidad que muestran a propósito del tratamiento weberiano del “espíritu del capitalismo”, que fructifica en un comportamiento humano ambicioso y racionalizador y que da lugar a una determinada organización social de las fuerzas productivas. El sujeto identificado o congruente con dicho programa estaría imbuido de un “ethos realista” a través del cual el proceso de valorización del valor se presentaría como la única realidad social imaginable. Este sería, si lo trasladamos a nuestros términos, el carácter constitutivo del modo de subjetivación plenamente burgués.

Aunque en la propuesta de Echeverría (1998) se consideran otros ethos que legitiman de una u otra forma el proceder capitalista —como el romántico y el clásico—, permítaseme destacar aquel que surge con prominencia en verdadera tensión con el ethos realista: un modo de subjetivación que no borra ni niega la contradicción fundamental (ya aludida) de la vida capitalista, pues es otro principio de ordenamiento pensado para vivir en y con el capitalismo, pero que, mediante un lenguaje formal sobrecargado, contradictorio y desbordante se resiste a aceptarla completamente, revitalizando el conflicto que lo origina (Echeverría, 1998, p. 40).

Este “ethos barroco” habría brillado con especial intensidad durante el siglo xvii en el espacio católico y, sobre todo, en el territorio americano colonizado por los españoles, en lo que fue un intento de la Iglesia católica por revitalizar la fe frente al proyecto individualista abstracto del capital y del reformismo. En particular, se habría alimentado del mestizaje cultural y de la combinación de códigos semióticos entre los europeos y la población prehispánica que, luego, se convertiría en criolla.

En el programa categorial de Rodríguez (2017), el dispositivo que insufla vida a los modos de subjetivación no se denomina “ethos histórico”, sino “inconsciente ideológico”, pero, este, de manera similar a los ethos propuestos por Echeverría (1996), convive con sus diferentes expresiones en posición dominante o dominada dentro de un todo social complejo que, anteriormente, designamos como formación social. En particular, la novedosa actitud de la picaresca, de la poesía petrarquista o del teatro shakespeariano, que ya hemos ilustrado en páginas precedentes, recibe el nombre de “animismo” por cuanto pone en el centro el contenido subjetivo del “alma” del individuo.

Aunque hubiera adaptaciones mutuas, la antítesis de esta configuración ideológica fue el “organicismo”, inconsciente ideológico desde el que se concibe a la sociedad como un cuerpo orgánico en el que cada elemento/estamento ocupa su lugar “natural”. El inconsciente ideológico y el ethos histórico —a los que me gustaría englobar, sin renunciar a la especificidad de cada uno, en la denominación de “modos de subjetivación”— convergen en dos puntos: el primero, es la apropiación situada, es decir, la relectura, que hacen del pasado, que permite una reinterpretación de la cultura favorable a los ritmos de cada coyuntura histórica. Como explicó Jameson (2013) y ya mencioné, Rubens se sirve de los mitos bíblicos para exhibir unas figuras humanas que por modernas son muy distintas de los tipos judíos en los que estos se basan. El segundo aspecto concomitante y, tal vez, el más importante, es que ambos presentan variaciones en función de diversos indicadores relativos al modo de producción de la época que se considere.

El ethos barroco debe relacionarse, así, con la aparición de una economía que dejaba de basarse exclusivamente en la extracción de metales preciosos del suelo americano (la llamada “encomienda”) y se orientaba también hacia la producción de objetos manufacturados y de productos agrícolas y a la relación comercial entre centros de producción. El modo de producción de transición frente al que el ethos barroco reaccionó era el que funcionaba en la hacienda, un centro de producción ya claramente mercantil en el que existía compraventa de fuerza de trabajo, pero en el que, no obstante, pervivían relaciones sociales de tipo servil. El objetivo de esta organización económica, que podría entenderse vinculada al totalizador ethos realista, era “rehacer” a Europa fuera del continente europeo (Echeverría, 1998, pp. 63-64).

Para Echeverría (1998), el ethos barroco, en el que se sustentó el proyecto modernizador de la Compañía de Jesús en América y que en buena medida se convirtió en una tentativa fracasada, se rebeló contra la aparición del dinero como capital y, por tanto, contra el advenimiento del mercado en cuanto espacio de socialización predilecto de los sujetos, que desbancaba a la iglesia como centro de la comunidad, y lo hizo articulando estrategias de huida hacia el plano de lo imaginario.

En este sentido, Echeverría (1998) interpreta que la particular envergadura que adquirió el arte durante el Barroco formaba parte de una táctica de estetización desmesurada de la vida cotidiana, por la cual se desviaba la energía productiva de manera esteticista y ritualística hacia dominios no invadidos, al menos todavía por el productivismo en un sentido capitalista.Un punto de vista similar, aunque preñado de lirismo, llevó a Lezama Lima (2005) a afirmar que el Barroco fue el “arte de la contraconquista” (p. 112).

Lo que me interesa recalcar es que esta modernidad barroca y, específicamente, católica, pese a que en apariencia rechazaba la tiranía del valor de cambio, llegó por medios distintos a un lugar prácticamente idéntico al señalado por Jameson y Rodríguez porque, en definitiva, no dejaba de ser una versión de la modernidad en sí misma que tuvo también consecuencias secularizantes y profundamente egotizantes: la constitución de un tipo de individuo que reafirmaba su propia necesidad y reivindicaba su propio carácter de mediador (de la gracia divina); es decir, un sujeto libremente determinado, etc.

Pero, en este caso, eso se hacía con el pertrecho de la teología jesuita, que propugnaba la vigencia del libre albedrío en un momento en el que este se encontraba profundamente menoscabado por la idea de la predestinación. Si el sentido y el valor de toda acción individual se encuentran determinados, argumentaban teólogos como Luis de Molina o Francisco Suárez, quiere decirse que la obra de Dios está ya terminada y, por consiguiente, no hay Dios en acto y la iglesia resulta superflua, perdiéndose de este modo la condición de posibilidad de la virtud (Echeverría, 1998).

Se podría decir que esta subjetividad barroca buscaba colmar una falta, la de la comunidad destruida por los imperativos mercantiles cada vez más hegemónicos, por medio de la lucha en el mundo y por el mundo para garantizar la salvación. El gesto supremo en favor de la libertad individual del sujeto lo constituían en ese contexto los llamamientos de Baltasar Gracián a la trascendencia o, en el plano artístico, la actitud escapista respecto de la realidad terrenal, puesta en juego por el misticismo escultórico de Bernini, por poner un par de ejemplos que enseguida desarrollaré. Se hace necesario, por último, reparar en las prácticas o, por mejor decir, en los esquemas cognitivos a través de los cuales el modo de subjetivación burgués, que se estableció como definitivamente dominante hacia el final de las etapas transicionales de convivencia entre los modos de producción feudal y capitalista, empezó a producir a los sujetos.

En el principio (del sujeto) era el cuerpo

Los modos de subjetivación de raíz católica y protestante analizados coincidían pese a su polifonía interna en algo esencial: la significación adquirida por el cuerpo, que se convirtió a partir de entonces en un elemento imprescindible de autoafirmación individual para la burguesía en ebullición. Como se ha afanado en señalar Moreno Pestaña (2022) en referencia al asunto que nos concierne, se trata de algo que, aunque fuera abordado extraordinariamente por Foucault (1976) en la conocida Histoire de la sexualité, Juan Carlos Rodríguez vislumbró dos años antes, en 1974.

Por esta razón, no es casual que la estética, como disciplina que hace de lo sensorial y de lo sensible un objeto teórico, se convirtiera en un elemento central del pensamiento burgués, según apunta el extenso estudio de Eagleton (2006b); pero no solo, también la metafísica se apoyó de manera muy destacada en el cuerpo, como lo demuestra el hecho de que el cogito cartesiano, por ejemplo, se consolidara como apuesta debido a que, aunque engañosamente, se piensa y se siente con el cuerpo, lo que quiere decir que el discurso del cuerpo que definiremos a continuación ya se había impuesto en mayor o menor grado (Rodríguez, 2022).

Es cierto que el discurso estético, nos dice Eagleton (2006b), al hablar sobre el arte y sobre su impacto en los cuerpos, está en realidad ocupándose de cuestiones tan variadas como la libertad, la legalidad, la autonomía, la autodeterminación, la universalidad, etc., temas que indudablemente resuenan en el imaginario de lo que se considera constitutivo del “sujeto” como forma de individualidad histórica. Así pues, lo estético, que es una disposición (auto)reflexiva en firme ligazón con la materialidad del cuerpo, empezó a desempeñar una función favorable a la burguesía en las luchas de clases acontecidas en los albores del capitalismo.

Una burguesía, en principio profundamente atrasada e ineficaz en su lucha contra el absolutismo como la alemana, entre otras, fue capaz de desarrollar a partir del siglo xviii una modalidad cognoscitiva que, partiendo de un dilema inherente al poder absolutista —comprenderse a sí mismo, por un lado, y, por otro, evitar la rebelión de las clases subalternas, esto es, ganar hegemonía—, derivó en un nuevo concepto de legalidad y de poder político que proyectaba la visión de un orden universal de sujetos libres, iguales y autónomos que obedecían únicamente a la autoridad de su propia voluntad (de la misma forma que la obra de arte parecía encontrar la ley que la explicara en su propia identidad, sin necesidad de someterse a ningún poder externo).

La postura de Eagleton (2006b) está en consonancia con algunas de las investigaciones consignadas a lo largo de estas páginas, pues plantea que la subjetividad humana moderna prosperó justamente porque las capas intelectuales vinculadas al naciente orden político capitalista no dejaron de lado el campo “tangible de lo ‘vivido’, de todo lo que pertenece a la vida somática y material de una sociedad” (pp. 58-59), sino que construyeron con ello un sentido que reforzaba la dinámica de la producción económica.

De nuevo, en este punto, es conveniente trazar el mapa de los recorridos teóricos que transitaron nuestros autores de referencia hasta llegar a la convicción de que la individualidad burguesa manifestaba una disposición particular sobre el cuerpo que remitía en paralelo a una realidad cambiante en la esfera del modo de producción. Empezaré ilustrando el razonamiento del propio Eagleton (2006b) con uno de sus ejemplos. Para este autor, la teoría estética, término que abarca numerosas preocupaciones y que no termina de definir explícitamente ninguna, es una categoría mediadora entre la idea del cuerpo y las temáticas políticas. Aunque se conforme a partir de muy diferentes vertientes, por lo general hace pasar al poder burgués por uno que parece estar naturalmente de acuerdo con los impulsos espontáneos del cuerpo, con su sensibilidad y sus afectos, disolviendo su carácter de ley en un hábito irreflexivo que se identifica con el bienestar del sujeto humano.

Hume (2006), por ejemplo, demostraba en sus Ensayos políticos cierta conciencia de la condición ficticia de la economía burguesa. Aquel consideraba que la propiedad no es un atributo de los objetos, sino el resultado de nuestros sentimientos, pero, ello, es así porque la imaginación humana funciona metonímicamente o a través de correspondencias, o sea, convirtiendo en permanente un estado de cosas que no es sino el resultado de una situación concreta en un momento determinado.

En otras palabras, por una suerte de “economía instintiva de la mente”, el ser humano asocia consigo mismo los objetos que son contiguos a sus posesiones y a su espacio (como el trabajo de los siervos o los frutos de un huerto), por lo que siempre hay alguna relación precedente que fundamenta cualquier derecho de propiedad (Eagleton, 2006b).

Por su parte, Echeverría (1998) convenía en que el ethos barroco, en la particular visión jesuita, desarrollaba una nueva lectura del cuerpo que lo concebía como aparato para el despliegue de los apetitos sobre el escenario del mundo. La defensa de la creación, como un acto en proceso que no está decidido de antemano, pasaba por la articulación de una estrategia centrada en el disfrute del cuerpo: como la capacidad de decidir y de elegir del ser humano puede triunfar aún sobre el pecado, no es necesario renunciar a las “trampas” que el cuerpo pone sobre el alma, sino encontrar los espacios propicios en ellas para la salvación de esta. Cualquier utilización del cuerpo, por decirlo sencillamente, puede ser admisible a condición de que contribuya a la salvación del alma.

Los imponentes Éxtasis de Bernini representan una vía para conciliar positivamente los dos ámbitos: la posesión mística del alma sobre el cuerpo, en cuyo placer se identifica la presencia divina. Eso, sin duda, conforma una erótica que se exponía en los textos de los poetas místicos, como la consecuencia de una relación amorosa (más adelante abordaremos la importancia de tal vínculo en la configuración del sujeto). Así, hasta lo más irrepresentable accede a concretarse a través del cuerpo, hasta generar la sensación de que el mundo es una prolongación del cuerpo inseparable del sujeto. Esta apreciación sobre el cuerpo plantea la existencia, recalcada nuevamente por Echeverría (1998), de una conexión metonímica (por posesión corporal) entre el hecho religioso y el individuo. De este modo, la experiencia de la religiosidad se individualiza por mediación de las sensaciones corporales.

El inconsciente ideológico animista propuesto por Rodríguez (2017) entrañaba, asimismo, una valoración afirmativa del cuerpo, que es lo que se convirtió verdaderamente en seña distintiva del modo de subjetivación burgués en cualquiera de sus lecturas. El inconsciente ideológico organicista, que se segregaba desde el seno de las relaciones feudales, no ignoraba en absoluto la existencia del cuerpo, pero articulaba sobre él una visión fundamentalmente despreciativa, entendiéndolo desde el prisma religioso como una prueba de la corrupción que caracterizaba al ser humano desde su “caída” en el pecado (Rodríguez, 2022). Aquello instauraba un orden jerárquico que corroboraba lo que ocurría en la producción, donde los individuos debían entregar una gran parte de los frutos de su trabajo a entidades superiores, fundamentalmente la iglesia y los señores.

Esta consideración peyorativa del cuerpo, si bien, como se verá, dejó de ser dominante en las formaciones sociales occidentales, pervivió en expresiones ideológicas secundarias que llegan incluso hasta nuestros días, particularmente, un cierto tipo de humor basado en la burla acerca de los “defectos” físicos y corporales que, en última instancia, pueden llevar a legitimar comportamientos racistas. Dicha reminiscencia, por cierto, ofrece precisamente una idea de interés sobre la que es preciso insistir: no existen modos de subjetivación puros en la realidad práctica, antes bien, y aunque un determinado inconsciente o ethos ejerza la posición dominante, un modo de subjetivación se halla atravesado en su lógica interna por múltiples directrices que pueden llegar incluso a ser contradictorias entre sí.

Como decía, el animismo, que es un neoplatonismo practicado sobre todo por la primera burguesía italiana gracias a temáticas rupturistas anteriores, predicaba la existencia de la virtud interior al alcance de cualquier individuo que mostrara un determinado comportamiento. Esta se manifestaba en la belleza corporal: el cuerpo expresaba o dejaba transparentar el alma virtuosa y, en ese sentido, era bello. Así, la belleza no tenía que ver con la proporción orgánica de los cuerpos o con su armonía física, sino con la potencia de su expresión individual, que podía medirse artísticamente o por la profusión de sentimientos (Rodríguez, 2017).

El deseo amoroso será la principal fuente de esta expresividad liberadora del alma, pues, a través de él, se superarán todas las contradicciones de la materia y se recuperará la unidad primigenia universal en sentido platónico, lo que nos remite de nuevo a la erótica avasalladora de la mística católica —plagada de referencias abiertamente corporales: penetraciones, desmayos, heridas placenteras, etc.— y, a la vez, al espacio “privado” de la reproducción que será esencial para el mantenimiento de la sociedad burguesa.

La relación amorosa se plantea, asimismo, como un pacto entre almas privadas que, análogamente a lo que sucede en el mercado con el trabajo, el dinero y demás mercancías, se “intercambian” libremente y exteriorizan así su condición virtuosa. Por otro lado, es en el discurso amoroso de tintes románticos donde los sujetos se definen ontológicamente y reclaman su identidad en cuanto que individuos. Recuérdese, a este respecto, aquel parlamento de Julieta: “O Romeo, Romeo, wherefore art thou Romeo? / Deny thy father and refuse thy name, / Or if thou wilt not, be but sworn my love, / And I’ll no longer be a Capulet [¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre; o, si no quieres, júrame tan sólo que me amas, y dejaré yo de ser una Capuleto] (Shakespeare, 2016, p. 141).

Por un recorrido similar discurre el pensamiento de Jameson (2013), quien, avanzando un poco más en el tiempo, identifica que la forma de subjetividad que se está configurando con el modo de producción capitalista, y que cuaja de manera definitiva en la narrativa como forma cultural de adaptación a los nuevos requerimientos del mercado, se articula mediante “afectos” o sensaciones corporales. Esta denominación, distinta de la emoción —más tradicional, históricamente variable y con acceso a la conciencia—, aspira a dar nombre al conjunto de sensaciones de activación corporal que no lo tienen, y que empiezan a surgir en las narrativas de mediados del siglo xix (y tal vez en el impresionismo pictórico).

Se trata de experiencias sensoriales complejas que se abren paso en la esfera del lenguaje gracias, entre otras cosas, a esas sinestesias que le eran tan caras, por ejemplo, a Baudelaire. Si Jameson (2015) reclama la necesidad de una nueva historia del cuerpo burgués es porque el afecto se plantea como un fenómeno existencial vinculado a una clase social que habita nuevas formas de vida cotidiana completamente secularizadas.

Los afectos marcan la aparición histórica del cuerpo burgués introduciendo una serie de formas que, sin ser especialmente más concretas, superan el ámbito de actuación de las emociones, porque recorren toda la gama de estados anónimos: los afectos recogen datos de los sentidos, se expresan, sobre todo, a través de la descripción, varían en intensidad y singularidad, instalan una sensación de presente perpetuo, todo ello lo registran en el cuerpo. Se hace imposible no recordar, en este sentido, la experiencia del shock que Benjamin (2002) vinculaba a la generalización del espacio urbano, esa “reserva de energía eléctrica” experimentada sensorialmente por el individuo al internarse en la multitud. El shock ya no es solo la neurosis derivada de la guerra; se ha convertido en la norma de la vida moderna, donde los cuerpos están constantemente (sobre)tensionados por los ritmos maquínicos del sistema fabril y por los estímulos permanentes del intercambio.

Esta lectura de los afectos se bosqueja a partir de ciertas novelas, como las de Zola, en las que se trasluce un “impulso escénico” que amenaza con disolver la linealidad del tiempo propia del relato en un presente existencial —el de la sociedad burguesa, que queda así naturalizada— en constante expansión de sensaciones e intensidades (Laughlin, 2019). En Le Ventre de Paris, por ejemplo, algunas descripciones reproducen casi cinematográficamente el variado catálogo de imágenes, sonidos y olores del mercado urbano de Les Halles. La manera en la que, según Jameson (2013), la captación lingüística de esos afectos se traduce en una progresiva autonomización de estos, respecto del cuerpo que acaba por convertirlos en una realidad alegórica podría motivar otro estudio específico. Eso, sin embargo, no contradice la tesis sobre la centralidad del cuerpo expuesta en estas páginas, ya que esa abstracción del lenguaje bien pudiera ser un intento de aproximación a esa otra abstracción fantasmagórica, la de la mercancía, que recorre el mercado (el parisino y cualquier otro mercado capitalista).

Conclusiones

Este trabajo se proponía dar los primeros pasos en el desarrollo teórico de una de las modalidades de lo que Jameson (2010), en otro lugar, denominó “the Imaginary of modes of production [el imaginario de los modos de producción]” (p. 244) que, sin duda, aún reclama una sistematización y una historia propias. Lo que me interesaba era indagar en una interpretación política de los fenómenos culturales, puesto que es en ellos donde tienen lugar las tentativas de resolución simbólica de los conflictos políticos y sociales, objeto de estudio central, por ejemplo, de la filosofía política.

Para ello, procedimos a poner en común nociones provenientes de un mismo espacio de reflexión de raigambre marxista —inconsciente ideológico, ethos histórico y afecto, principalmente—, pero nunca antes ensambladas como partes o piezas de un mismo aparato conceptual, que hemos designado provisionalmente, inspirándonos en Balibar (1995), como “modo de subjetivación”. Se trata, por tanto, solamente de una primera aproximación al tema que debe continuarse en investigaciones por venir, donde se tomen en cuenta los trabajos ya realizados sobre la construcción de identidades y de subjetividades en relación con las formas de intercambio mercantil, así como los debates específicos en torno al Barroco de años recientes, especialmente interesantes en el contexto latinoamericano.

Los autores que he convocado a lo largo de estas páginas presentaban, en definitiva, tres ejercicios diferentes de periodización cultural que tenían el objetivo de narrativizar la experiencia histórica. Las tres coinciden en lo esencial, pues entienden que los modos de producción económicos funcionan en la historia —esto es, aseguran su fuente de extracción de plustrabajo—, lo que genera consensos amplios gracias a la acción de los modos de producción cultural, a través de los cuales se fabrica el sentido del yo en cada época. Ese sentido del yo es lo que el modo de subjetivación conceptualiza. En otro sentido, lo que estos autores ponen en práctica no son meras interpretaciones de los productos culturales, sino, ante todo, una problematización de las interpretaciones sedimentadas por la tradición (sobre el Siglo de Oro, el Barroco o el Realismo) —aquello que Jameson (1988) bautizó como “metacomentario” (p. 13).

De lo cual se sigue que las formas históricas de la individualidad no son, como observó Echeverría (1998), sustancias o principios del ser, sino más bien “estados de código” (p. 45), es decir, configuraciones ideológicas específicas y sobre determinadas que formalizan los comportamientos de los individuos y, a la vez, se dejan transformar por ellos, constituyendo espacios transicionales de mixtura como el que hemos analizado, donde pueden identificarse tanto la pervivencia de modelos anteriores como las trazas de aquellos que no han surgido todavía. Así, de todo lo expuesto se deriva la idea, sencilla pero elemental, de que el sujeto, como forma histórica de individualidad, no ha existido siempre (Rodríguez, 2017).

El individuo libremente autodeterminado despunta cuando los modos de producción capitalistas se consolidan tras las revoluciones burguesas, aunque la lucha cultural de la burguesía por imponer su modelo de vida empieza antes, tanto en la vertiente católica como en la protestante. Los análisis traídos a colación aspiran a desvelar que la libertad personal y la autorrealización prometidas por la sociedad burguesa, que se materializan en una vivencia apasionada y sobreestimulada del cuerpo, están en armonía con las operaciones materiales que suceden en el mercado a partir de entonces, aunque, en realidad, lo que existe es una mercantilización generalizada bajo la forma de una dominación abstracta del capital que separa física y simbólicamente a los productores del producto de su trabajo.

Puede pensarse, además, aunque debería investigarse en profundidad, que existieron por tanto modos de subjetivación previos (feudales y esclavistas, entre otros). Como se ha intentado mostrar, los procesos de subjetivación no se producen simplemente en virtud de la autodeterminación de los individuos, lo que requeriría que estos se situaran en el origen (fuera o antes del proceso), y fueran tanto el motor como los beneficiarios. La filosofía política —mediante la noción de ideología en cuanto estructura representacional— ayuda a concebirlos como procesos animados por condicionantes exteriores (aparatos ideológicos y culturales) que se fraguan aludiendo a imaginarios de vida, lo que no deja de ser una forma sutil de consentimiento que genera significados compartidos operativos en las diferentes coyunturas económicas (inconsciente ideológico o político).

Conflicto de interés

La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

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Notas del autor

Violeta Garrido

Máster en Sciences humaines et sociales mention littérature por la Écoles de hautes études en sciences sociales de París. Investigadora predoctoral contratada en el Departamento de Filosofía I de la Universidad de Granada, España. Miembro del grupo de investigación “Filosofía social: análisis crítico de la sociedad y de la cultura”. Correo electrónico: violetagarrido@ugr.es, ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8678-8390


  1. 1 Para referirme a ese proceso, en lo que sigue utilizaré la expresión “modo de subjetivación”, que a mi entender recoge mejor la capacidad de agencia y la creatividad de los individuos, incluso en condiciones estructuralmente delimitadas. Subjection (sujeción) ostenta un sentido etimológico excesivamente centrado en la sumisión pasiva a un poder.

  2. 2 Es bien conocido que, para Jameson (1988), esta narrativización de la historia, gracias a la cual los individuos conciben su realidad vivida, se produce en esa instancia que conceptualiza como “inconsciente político” (p. 30). Un análisis comparativo entre dicho concepto y el de “inconsciente ideológico” desarrollado por Rodríguez (2022) desbordaría la capacidad de este artículo. Una primera exploración del problema, que sin duda debe continuar, ha sido realizada por Read (2018).

  3. 3 Este es un debate historiográfico sobre el que no podemos extendernos, pero baste señalar que Hobsbawm (1988) también argumenta, contra interpretaciones como la de Weber (2001), que la revolución industrial inglesa no fue llevada a cabo por empresarios especialmente innovadores. En realidad, el objetivo de los empresarios no era la industrialización per se, sino la acumulación de beneficios, para lo cual la industrialización apareció como un medio propicio —pero lo podría haber sido cualquier otro—. Así, la ideología se adapta a los negocios, aunque, en cierto modo, los negocios sigan a la ideología.

  4. 4 El argumento se apoya en la tesis althusseriana referida a la autonomía relativa de los niveles de la formación social, donde la predominancia y la determinación última —que corresponde siempre al modo de producción— pueden diferir en las formaciones sociales precapitalistas. Lo cual, sin duda, se inspira en la reflexión de Marx (2010): “Lo indiscutible es que ni la Edad Media pudo vivir de catolicismo ni el mundo antiguo de política. Es, a la inversa, el modo y manera en que la primera y el segundo se ganaban la vida lo que explica por qué en un caso la política y en el otro el catolicismo desempeñaron un papel protagónico” (p. 100).

  5. 5 Como los ejemplos referidos, la picaresca también insertaba un contenido novedoso en una estructura narrativa con ciertos tintes feudalizantes: los textos comenzaban aludiendo a un “principio temporal” de lo biográfico (el linaje), pero, dado que el pícaro carecía de linaje por definición, ello suponía una crítica paródica o directamente un rechazo a tales principios sanguíneos (Rodríguez, 1993, p. 83). Por otro lado, sin embargo, en muchas ocasiones las clases populares eran retratadas como el resultado irremediable de la corrupción de la aristocracia por los nuevos valores de mercado.

  6. 6 Si bien Jameson (2004) discrepa de la idea subyacente a esa sugerencia de que puedan pensarse modernidades alternativas a la impuesta por el capitalismo mundial, el impulso utópico de la lectura presentista de Echeverría (1996, 1998), reconsiderar el Barroco en lo que tiene de resistencia a los principios capitalistas, no está lejos del interés en lo utópico manifestado por Jameson (2009) a lo largo de su trayectoria, aunque no cabe explayarse sobre ello ahora.

  7. 7 Me parece que Eagleton (2001) ofrece otra interpretación plausible de este “giro estético” del barroco que no entra necesariamente en contradicción con la propuesta de Echeverría. En La idea de cultura, el teórico inglés argumenta que la cultura sustituyó a la religión como nexo entre la experiencia personal y los grandes interrogantes de la existencia en un momento en el que aquella se hallaba debilitada definitivamente debido a los envites secularizadores de la modernidad (también la católica).

  8. 8 Por extensión, eso explica que los pensadores interesados en dilucidar el funcionamiento de los modos de subjetivación —y sobre todo de aquel que históricamente precede a nuestra época— presten tanta atención a los productos artísticos, literarios y culturales en general, ya que es en el cuerpo y a través de él como se reciben e integran sus mensajes y se introyecta una determinada concepción del “yo”.

  9. 9 El reverso de dicha estructura metonímica marcadamente católica es la experiencia metafórica de la visión intelectual, más propia de las versiones reformistas del cristianismo. En cualquiera de los casos, la época es testigo de un fuerte repliegue autoconsciente hacia la interioridad, lo que nos parece la condición de posibilidad del “sujeto” como categoría psicosocial.

  10. 10 Rodríguez (2017) sitúa la condición de posibilidad del animismo en un pensamiento originado en la matriz propia del feudalismo: el agustinismo de Lutero, que atacaba la idea de la iglesia como un cuerpo orgánico. La ideología caballeresco-cortesana también sentó las bases para el desarrollo del animismo al insistir, como se señaló, en la virtud moral interior.

  11. 11 Jameson (2015) sostiene que, antes de la era burguesa, el aparato literario era incapaz de registrar o estaba mal preparado para registrar los tipos de sensaciones que aquí se designan como afectos. Desde luego, se trata de una afirmación que merecería un desarrollo exclusivo, pero ante la cual no podemos detenernos.

  12. 12 Ello no quiere decir que los sujetos estén condenados a socializarse exclusivamente en y desde la alienación. Eagleton (2006) insiste, particularmente, en la idea de que describir una forma como histórica implica siempre la capacidad de hacer algo con eso que la constituye. De hecho, el teórico cree que la estética y la vivencia del cuerpo que hemos descrito plantean una base antropológica para la oposición revolucionaria a la utilidad burguesa.