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Zuluaga Mesa, D. E. (2024). Exhumación. Perseitas, 12. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780. 4789

 

EXHUMACIÓN

Exhumation

Espacio literario

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4789

Recibido: agosto 22 de 2023. Aceptado: diciembre 13 de 2023. Publicado: abril 12 de 2024

David Esteban Zuluaga Mesa

Cuando era niño oía hablar a los más grandes acerca de unos hombres que vivían debajo de la tierra. Y cuando lo comentaban, sentía extrañeza y pensaba en lo poco probable que podría resultar tal condición. Ya la biología de la escuela me lo había enseñado: necesitamos del aire; por lo tanto, vivir debajo de la tierra no era una posibilidad para mí. Sin embargo, lo desconcertante de su gesto cuando lo comentaban hacía que yo dudara de lo que en mi cabeza parecía ser una certeza.

El tiempo pasó y me olvidé de esa idea. Me dediqué a vivir, a vivir como grande, y un día cualquiera salí de mi casa con una pala y una pequeña pero pesada mochila, caminé por un tiempo —no muy largo, no muy corto— hasta internarme en un nutrido campo de pomas. Me detuve, contemplé un poco el paisaje, sentí los olores frutales y después de un rato tomé la pala e hice un pequeño agujero en el que, en lugar de depositar la pequeña maleta que cargaba, arrojé, con algo de indiferencia, algunas de las cosas que me acompañaban: el buen humor, la conversación amena, la bondad, la nobleza, el valor de las pequeñas cosas, la sencillez, el amor propio, la humanidad, la empatía, la amistad, la felicidad, el amor.

Viví un tiempo más y luego de caminar por los lugares acostumbrados quise desviarme un poco y una fuerza invisible me detuvo y me mantuvo en un curso que yo no había dispuesto para mi vida. Cuando quise decidir un curso propio, me di cuenta de que tenía los ojos llenos de tierra, no tanto como para estar ciego, pero sí como para ver solo sombras; también me di cuenta de que la respiración me alcanzaba apenas para estar vivo. Y que con el pasar de los días ese hueco que yo mismo había cavado se hacía más profundo, más y más sofocante.

Debo decirlo con claridad: no me gusta vivir debajo de la tierra, no me gusta moverme entre las lombrices, ni estar entre las sombras. Muy al contrario, me gusta vivir un poco más que solo respirar, disfrutar de la luz, de los olores frescos. Por eso quise volver sobre mí, pero era turbio el panorama y el número de personas que como yo vivían debajo de la tierra era en realidad aterrador. Aun así, desgarré algo de tierra con mis dedos espirituales tratando de salir de la tumba que yo mismo había cavado.

En principio, sentí que era poco lo que se había logrado. Sin embargo, la magia le hace justicia a lo que con dedos y uñas hace mover el alma. Y un día en el que procuraba retirar la tierra de mis ojos llego a mí un suave aliento en forma de palabra que me hizo volver a considerar el valor y la profundidad de lo que pensamos que son las pequeñas cosas. Valoré no solo el encanto de ese aliento, sino también la profunda oscuridad que me apresaba y poco a poco conocí el verdor de un campo fecundo en el que se agita la vida en todas sus formas y colores.

Viví un tiempo más, limpié mis ojos a diario, incluso varias veces al día, para contemplar ese verdor y sus formas múltiples. Trataba de procurarme un poco de aire y en cada bocanada llegaban a mí los aromas de ese campo florecido. Y un día en el que me gobernaba el silencio, descubrí que mi boca estaba lista para pronunciar algunas palabras. Corrí a contarle a ese campo verde del despertar de mi palabra y de lo encantador que me resultaba su aliento. Ese día recuperé la conversación amena y tranquila y descubrí que mi boca estaba lista para pronunciar algunas palabras capaces de habitar su aliento.

Hubo un día en el que mi despertar fue distinto: estabas tú, campo verde, limpiando mis ojos. Me sonrojé cuando pude verte de cerca, también sentir tu aliento dirigirse a mí y pude ver tus labios pronunciando palabras amorosas y coloridas. Ese día recuperé mi sonrisa y el buen humor. Y deseé despertar todos los días con la claridad de ese gesto que, además, me permitió reconocer en ese campo verde, como una ráfaga, la bondad, la nobleza, la sencillez, la humanidad y la empatía, que se quedaron grabadas en los ecos de su mirada y su mirada en mi memoria. Y descubrí de pronto que hay personas que pueden más que respirar. También aprendí que vivir más que respirar no significa ausencia de dolor y que el verdor tiene matices. Y aprendí aún más: que esos matices forjan los campos y los hacen fecundos.

Hubo, sin embargo, un tiempo en el que ese campo verde no estuvo más y me sentí profundamente triste y pensé en la fugacidad de la vida y la imperfección de la felicidad, en el efímero engaño de lo aparente. Reventé con rabia y frustración algunas ataduras que me impedían caminar y decidí correr, correr lejos de todo para internarme en un mi hiperbóreo con el que recuperé, luego de un gran estallido, el amor propio y la felicidad, una suerte de cosmos en el que se congregaba la aventura de mi vida.

Caminé entonces desprevenido, viviendo más que respirando, agradecido con la vida por el verdor y las sombras, por la ausencia de sentido y por ese aliento que un día llegó para enseñarme las múltiples formas en que florece la vida y lo nutricia y creativa que puede llegar a ser cuando sabiendo de nosotros mismos nos permitimos el encuentro con el otro. Ahí, en esa florescencia, fue donde brindé por la vida y reafirmé, como nunca pude hacerlo en la infancia, que, efectivamente, aun hoy hay personas viven debajo de la tierra.

 

Notas de autor

David Esteban Zuluaga Mesa

Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín. Director del Doctorado en Educación y miembro del grupo de investigación Filosofía y Teología Crítica de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, Colombia. Correo electrónico: david.zuluagame@amigo.edu.co, ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8975-5957