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Gutiérrez Jordano, C. (2024). Una ética empática como fundamento de la apreciación estética no antropomorfista de los animales. Perseitas, 12. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4788
UNA ÉTICA EMPÁTICA COMO FUNDAMENTO DE LA APRECIACIÓN ESTÉTICA NO ANTROPOMORFISTA DE LOS ANIMALES
An empathic ethic as a foundation for non-anthropomorphic aesthetic appreciation of animals
Artículo de reflexión derivado de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4788
Recibido: agosto 21 de 2023. Aceptado: abril 2 de 2024. Publicado: junio 7 de 2024
Carmen Gutiérrez Jordano
Resumen
Este artículo tiene como objetivo fundamental analizar las bases de una apreciación estética de los animales en clave no antropomorfista, una con la que valorarlos en sus propios términos. Otras apreciaciones tienen un fundamento antropomórfico: la concepción de los animales desde el modelo artístico o desde nuestras necesidades evolutivas, por ejemplo. El contexto de esta investigación es doble: por una parte, la actitud antropomórfica dominante en la cultura moderna y, por otra, las nuevas iniciativas artísticas y culturales alejadas de la comprensión del ser humano como centro de todo lo que existe. La metodología empleada en este estudio es hermenéutica y dialéctica. Hermenéutica porque pretende, ante todo, comprender estas nuevas manifestaciones estéticas animalistas, y dialéctica porque para comprenderlas establecemos un debate crítico con las anteriores posicionWes antropocentristas. La conclusión del trabajo es que la apreciación estética de los animales no antropomorfista solo puede fundarse en una ética animalista. Para lograrlo, es necesario, primero, tener conciencia de nuestra tendencia antropomórfica. Y, segundo, adoptar una ética empática que nos permita acceder al punto de vista de los animales, porque solo así podremos percibirlos en sí mismos.
Palabras clave
Animales; Antropomorfismo; Apreciación; Empatía; Estética; Ética.
Abstract
The main objective of this article is to analyze the bases of an aesthetic appreciation of animals in a non-anthropomorphic key that allows us to value animals in their own terms. Other appreciations have an anthropomorphic foundation, such as understanding animals from the artistic model or from our evolutionary needs. The context of this research is twofold: on the one hand, the dominant anthropomorphic attitude in modern culture, and, on the other hand, the new artistic and cultural initiatives far from the understanding of the human being as the center of all that exists. The methodology employed in this study is hermeneutic and dialectic. Hermeneutic because it aims above all to understand these new animalistic aesthetic manifestations, and dialectic because to understand them we establish a critical debate with the previous anthropocentric positions. The conclusion of the work is that the non-anthropomorphistic aesthetic appreciation of animals can only be based on an animalistic ethics. To achieve this, first, it is necessary to be aware of our anthropomorphic tendency. And, secondly, it is necessary to adopt an empathic ethic that allows us access to the point of view of animals, because only in this way will we be able to perceive them in themselves.
Keywords
Aesthetic; Animals; Anthropomorphism; Appreciation; Empathy; Ethic.
Introducción
El saber estético se refiere al modo en que apreciamos las cosas en tanto ellas nos afectan produciéndonos placer o dolor. Esta definición necesita desarrollo, ya que una patada, por ejemplo, también nos afecta dolorosamente, pero no es una experiencia estética. Para que haya tal se necesita que la afección se produzca mediante percepción, contemplación, conciencia, representación, comunicatividad e incluso, en cierto modo, algo de reflexión. En la modernidad, la estética se ha centrado en el arte hasta el extremo de que estética y filosofía del arte han llegado a ser indistinguibles. Pero esta identificación es una limitación porque nuestras experiencias estéticas son mucho más amplias y ricas, de tal modo que exceden las que tenemos del arte. Fuera de él, tenemos experiencias estéticas de los paisajes o de los sucesos, objetos y medios cotidianos (Mandoki, 2007), y, por supuesto, también de los animales no humanos —animales, en adelante—, que son nuestro objeto de estudio. Frente al interés por el arte y la reducción de la estética a filosofía del arte, según Carlson y Berleant (2004), “la conciencia pública de la calidad y el valor estéticos del medio natural” (p. 14)es el factor que explica el interés por la estética de la naturaleza. En las últimas décadas se ha puesto de manifiesto que la estética va más allá de los límites del arte para ocuparse de esas otras dimensiones de lo real, desde los animales hasta la vida ordinaria. En suma, la mayoría de nuestras apreciaciones estéticas se dirigen no al arte, sino, más bien, a la realidad, entendiendo por tal desde la naturaleza hasta las experiencias del mundo diario del vivir humano, pasando por las distintas especies animales.
Es un hecho que los animales nos agradan y nos atraen estéticamente. El problema que nos planteamos es cuál es la apreciación estética apropiada de los animales y la naturaleza en general, o sea, nos preguntamos si los animales nos parecen bellos por sus colores, formas y movimientos, o si nos lo parecen porque satisfacen nuestros intereses, necesidades y deseos. Esto equivale a preguntar si en la estética de los animales belleza y utilidad se unen o si son separables y hay belleza al margen de nuestros intereses. En este trabajo defendemos como apreciación estética adecuada de los animales aquella que se realiza en virtud de lo que son los animales por ellos mismos, en sus propios términos, y no desde una actitud antropomórfica. La posición contraria es característica de la modernidad y la encontramos en Locke (1980), que en 1690 escribió que “la tierra que se deja totalmente en manos de la naturaleza, que no ha sido mejorada ni pastoreada, labrada ni sembrada, se llama baldía” (p. 26). Esto significa que, para él, la naturaleza no humanizada vale menos que la cultivada por el ser humano. Nuestra perspectiva pretende, en cambio, apreciar a los animales y la naturaleza por lo que son ellos mismos, por las cualidades que poseen, al margen de nosotros y con independencia de nuestro cultivo físico, histórico o cultural (Carlson, 2019). Esto significa asumir como punto de partida lo que Godlovitch (1994) denomina una “estética sin centro (acentric aesthetic)” (p. 18), libre de un patrón como el antropocentrismo, sin interferencia humana. El despliegue de esta tesis nos obliga a analizar los fundamentos de nuestras experiencias estéticas de los animales, a matizar el antiantropomorfismo y a reclamar una ética como condición de posibilidad.
Continuidad entre animales y humanos
Los seres humanos siempre nos hemos relacionado con los animales no humanos. No solo eso. Las relaciones con los animales son un síntoma del verdadero carácter de la cultura humana. Así, según Rolston (1987), “lo que hace una cultura con la fauna salvaje muestra la auténtica naturaleza de esa cultura, igual que lo hace su modo de tratar a los negros, pobres, mujeres, discapacitados o débiles” (p. 195). El trato que dispensamos a los animales se convierte en un relevante criterio de valor moral de los individuos y las sociedades. Además de depender de los animales para sobrevivir como especie, los seres humanos hemos tenido por enemigos a algunos animales, lo que nos ha obligado a desarrollar un vasto conocimiento sobre ellos. Los humanos hemos mantenido —y siguen manteniendo— hondas y complejas relaciones con los animales. Aunque no sea igual que la que sintieron nuestros antepasados primitivos, la atracción que sentimos por los animales sigue siendo muy profunda. A pesar del evidente maltrato que los humanos les hemos infligido y de la intolerable crueldad que, en demasiadas ocasiones, ha caracterizado el comportamiento de los humanos con los animales, los vínculos de los humanos y los animales han sido y son íntimos y muy significativos. Tal vez, incluso esas violentas y crueles actitudes de los humanos respecto de los animales tengan ocultas y profundas razones psicológicas y culturales. Aunque este último tema excede los intereses de este trabajo, baste decir, con Nietzsche (1981, pp. 21, 26), que la violencia contra los animales ha sido tanto una forma de combatir y neutralizar el terrible miedo que la naturaleza salvaje provocaba en la mente humana primitiva como de castigar esa naturaleza originaria de la que queremos separarnos para afirmar nuestra diferencia espiritual. Además, el propio Nietzsche (1980) descubre en la oscura conciencia humana que “la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua” (p. 75), lo que ha causado “la espiritualización y ‘divinización’ siempre crecientes de la crueldad, que atraviesan la historia entera de la cultura superior” (p. 75). De ahí que, concluye, “sin crueldad no hay fiesta, así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre” (p. 76).
A partir del siglo XVII comienza a cambiar la actitud de los seres humanos hacia los animales, los cuales dejan de ser comprendidos como máquinas cuyo único sentido era satisfacer las necesidades humanas, para ser entendidos ya como seres sensibles y sufrientes. Esta concepción del animal como ser sensible modificará la actitud humana hacia los animales y facilitará su inclusión dentro del ámbito de la moralidad y del derecho. Así, Rousseau (1982) escribió en 1754 que
se juzgará justo que también los animales participen del derecho natural y que el hombre se vea forzado hacia ellos a ciertos deberes. Parece que si yo estoy obligado a no hacer mal ninguno a mis semejantes, es menos por el hecho de que sea un ser razonable que porque es un ser sensible, cualidad que, siendo común al animal y al hombre, debe al menos darle el derecho al primero de no ser maltratado inútilmente por el segundo. (p. 199)
Presupuesta esta sensibilidad animal y contra la creencia en la superioridad humana que nos permitiría todo, Bentham, hacia 1780, no encontraba ningún motivo que justifique el maltrato cruel al que sometemos a los animales: “¿Hay alguna razón para que se nos permita atormentar a los animales? Ninguna que yo pueda ver” (Bentham, 1970, p. 282). A pesar de estos cambios, la crueldad contra los animales está bien lejos de desaparecer. Siguen existiendo mataderos industriales de animales para obtener comida, no dejamos de usar a los animales para experimentos o cosmética, los cazamos por deporte y los matamos por diversión o por placer artístico, lo cual, de acuerdo con el dictum de Rolston, no nos deja en muy buen lugar como cultura. La relación que nos conecta con los animales es paradójica: somos crueles con los animales y, al tiempo, conscientes de ellos, luchamos contra dicha crueldad. El hecho de que vivamos en la ciudad y con muy poco contacto con la naturaleza y la realidad animal fomenta este ambiguo vínculo. Nos alimentamos de carne animal, pero ya envasada, de manera que no tratamos verdaderamente con los animales, salvo con las mascotas, a las que, por supuesto, no nos comemos. El término mascota es, ciertamente, un término especista y cosificador, y, por lo tanto, no lo asumimos, pero justo lo usamos para poner de manifiesto la posición antropocentrista que cuestionamos. Esta separación real entre lo humano y lo animal, según Davies (2012), es la causa de que “seamos más sentimentales pero, al tiempo, más bárbaros en nuestro trato con los animales de lo que lo eran nuestros antepasados” (p. 70).
En suma, estas relaciones nada superficiales nos permiten hablar de una continuidad entre animales y humanos psicológica y emotiva, además de evidentemente biológica. Basándose en su teoría de los juegos de lenguaje y los campos lingüísticos, Wittgenstein (1988), en cambio, asegura que “si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender” (p. 511). Aunque el lenguaje fuera el mismo en principio, las formas de vida, los mundos de vida serían tan diferentes que los lenguajes, aunque aparentemente idénticos, significarían cosas distintas. La comprensión se haría imposible y la discontinuidad estaría asegurada. Ahora bien, la comunicación sin palabras —y a veces con ellas— entre humanos y animales es un hecho, con lo que se demuestra que, primero, a pesar de las innegables diferencias existentes entre ambos, tenemos mucho en común, y, segundo, que la continuidad es difícilmente descartable. Hallamos una buena prueba de singular comunicación en el hecho de que “tal vez sea el perro el único animal que mira hacia donde señala el dedo en lugar de mirar el dedo que señala, y el que bosteza cuando bostezamos imitando nuestro gesto” (Hare et al., 2002, p. 1635).
También los gatos se rozan con los humanos para que les den de comer, porque es su hora, o esperan a que se sienten para echarse sobre ellos. En todos estos movimientos y gestos hay una clara comunicación sentimental. El calado de los lazos entre humanos y animales es tal que podemos afirmar que forman parte de la constitución humana y que, por lo tanto, podrían incluirse en la definición misma del ser humano. Con esto no queremos dar a entender un buenismo de base en la relación entre animales y humanos, sino que hay un nexo comunicativo prerreflexivo entre ambos, igual que lo hay entre los propios humanos, lo que, sin embargo, y contra todo buenismo, no ha impedido que los humanos perpetremos crímenes horrendos en contra de los propios humanos. Solo así se explica que ya los homo sapiens de hace cien mil años se enterrasen con perros, abrazados (Wang & Tedford, 2009, pp. 155 y ss.). En la Edad Media se representaba a los perros dormidos a los pies de las camas de los señores feudales (Clutton-Brock, 1999, pp. 102 y ss.). Exclusivamente el presupuesto radical de la continuidad puede fundar el valor simbólico, religioso y ritual que poseen los animales en las culturas humanas, y que se despliega mediante la identificación con humanos o mediante su divinización. Las pinturas rupestres en las cuevas eran, sobre todo, de animales, no de árboles ni de montañas, y se pintaban muchos más animales que seres humanos (Guthrie, 2005, pp. 264 y ss.).
Los animales protagonizan las narraciones míticas de diversas tradiciones culturales. Los relatos de animales que se convierten en personas, de animales que hablan como los humanos y de los teriántropos, seres en parte animales y en parte humanos, son claros síntomas de esa continuidad esencial y radical entre lo humano y lo animal. Hay ejemplos de teriantropía en pinturas rupestres y en tallas de hace 32 000 años (Guthrie, 2005, pp. 91, 270). El dios egipcio Anubis, un hombre con cabeza de chacal, o Ganesha, de los hindúes, el dios con cabeza de elefante, son otros claros ejemplos de seres teriantrópicos. Los griegos simbolizaban a Zeus mediante un águila y el cristianismo sustituyó a los símbolos, hasta entonces tradicionales, del águila, el toro y el león por el pez, la oveja y la paloma. Otros animales usados como símbolos son el águila de Estados Unidos o el león británico. Actualmente, muchos clubes deportivos se llaman según los nombres de animales, a los que emplean como mascotas.
La apreciación estética de los animales
Entre las diferentes relaciones que los seres humanos hemos mantenido con los animales —religiosas, científicas, terapéuticas o psicológicas—, en este trabajo nos interesamos por el vínculo estético. Hay que advertir que lo estético, la apreciación estética, desempeña un papel muy significativo en la propia vida animal, al margen de los seres humanos. La atracción de la belleza es un factor clave evolutivo en la vida de los animales. Ya Darwin señaló cómo en algunos animales la belleza de las formas, colores y movimientos son medios propiamente estéticos que usan los machos para atraer a las hembras y que estas aprecian, pues consideran que la belleza masculina es síntoma de tener buenos genes y de ser idóneo para la reproducción (Darwin, 2016, pp. 118 y ss., 162). De hecho, en los pavos reales, por ejemplo, una pequeña modificación de sus bellos adornos reduce e incluso puede anular las posibilidades de apareamiento (Menninghaus, 2003, p. 156). Darwin no redujo la estimación estética animal a la simple utilidad evolutiva natural y creyó que los animales aprecian la belleza en cuanto tal, o sea, que habría una experiencia de lo estético que, al tiempo, se considera como señal de aptitud reproductiva. En la estética animal serían inseparables lo estético de la utilidad evolucionista, de manera que el placer por lo bello solo se produciría en el ámbito del deseo sexual (cf. Welsch, 2004; Miller, 2000, pp. 270 y ss.; Dutton, 2003, pp. 703 y ss.). No puede afirmarse, entonces, que el placer de los animales ante lo bello es un placer puramente estético, sino un placer sexual causado por la experiencia de lo bello. De ahí que el sentido estético de los animales se reduzca exclusivamente a sus relaciones con animales de su propia especie y no experimenten la belleza de otras especies.
No obstante, aunque la estética animal parezca limitarse al contexto sexual, Richter (1999) advierte que también puede haber cierto origen cognitivo en algunas experiencias estéticas animales. Así, hay experimentos en los que los animales muestran preferencias estéticas por formas regulares y ordenadas, frente a otras más irregulares, con lo que se probaría cierto interés cognitivo y no solo sexual (pp. 288 y ss.). Tengamos aquí presente el hecho de que los animales también son capaces de tener experiencias estéticas en relación con objetos artísticos (Mitchell, 1995; Cortés, 2019).
Los humanos apreciamos estéticamente a los animales, estimamos su apariencia como bella, fea, asquerosa, cálida, repugnante, etc. En general, “la capacidad para apreciar estéticamente elementos naturales [incluidos los animales] es un rasgo fundamental del ser humano”, que contribuye a nuestro bienestar, pues “nos sentimos mejor cuando estamos rodeados de entornos y objetos que nos proporcionan experiencias estéticas positivas” (Tafalla, 2019, p. 120; cf. Davies, 2018, pp. 1-4). No obstante, sorprende lo poco que han sido tratadas por los teóricos de la estética estas relaciones estéticas con los animales, especialmente si las comparamos con el tratamiento exhaustivo que se ha hecho de las relaciones éticas (Brady, 2009; Parsons, 2007). Aunque los animales forman parte de la naturaleza y, por lo tanto, como veremos, hay lógicas conexiones entre la estética de la naturaleza y la de los animales, es necesario advertir que la estética de la naturaleza ni es igual, ni engloba, a la estética de los animales, lo que también comprobaremos.
Nos preguntamos por la naturaleza de nuestra apreciación estética de los animales y nos planteamos si no será dicha valoración algo exclusivo de la modernidad, dado que, primero, consideramos el desinterés y la pura contemplación que le acompaña como condiciones de la experiencia estética, y, segundo, los humanos modernos, por estar menos vinculados con los animales y la naturaleza en general, tenemos una ligazón menos interesada con ellos, lo que satisface aquellas condiciones y facilita, por lo tanto, nuestra relación estética con los propios animales y la naturaleza. Nuestra tesis es que siempre los humanos hemos experimentado estéticamente a los animales —y a la naturaleza—, pero su estimación puramente estética sí es un fenómeno propiamente moderno. De hecho, el origen histórico del interés por la disciplina llamada “estética de la naturaleza” se encuentra en las tesis sobre la apreciación estética desarrolladas en el siglo XVIII por Alison, Shaftesbury, Burke y Hutcheson y fundamentadas por Kant. No podemos dudar de que los seres humanos primitivos experimentaron estéticamente a los animales, pero tampoco de que dichas experiencias eran inseparables de otros vínculos de carácter religioso, mágico o ritual. Lo estético es una dimensión esencial y universal de nuestra relación con el mundo que solo se ha autonomizado e independizado plenamente en la modernidad. La respuesta a la pregunta de por qué los animales tienen para nosotros valor estético y los estimamos estéticamente no es unitaria. Estas apreciaciones tienen, a nuestro entender, tres causas distintas. Pueden basarse, desde una perspectiva biológica, en los rasgos de los animales, o bien en nuestra comprensión de los animales como obras de arte, o finalmente en nuestras propias proyecciones antropomórficas sobre los animales. Veamos.
Apreciación de los animales en sí mismos y el problema de la distancia
En primer lugar, podemos apreciar y admirar estéticamente características propias de los animales que, además, poseen en un grado superior: por ejemplo, la agilidad, la armonía y la elegancia de los movimientos, la destreza y la fuerza. Derivamos esta posibilidad del presupuesto principal de nuestro trabajo: que “el modo correcto de experimentar estéticamente la naturaleza es responder a la naturaleza como siendo naturaleza” (Budd, 2002, p. ix); y a los animales, por lo tanto, como siendo animales, en sí mismos.
Davies (2012) reclama que ampliemos el ámbito estético para que podamos captar la identidad estética singularmente animal, ya que nuestras estimaciones están “demasiado cargadas cognoscitivamente” (p. 65) por nuestros propios conceptos. En consecuencia, cuando valoremos estéticamente a los animales no nos limitemos a las categorías tradicionales: bello o feo; ocupémonos de otras cualidades: majestuosos, imponentes, delicados, frágiles, tiernos, coloridos, monstruosos, cómicos, misteriosos, enigmáticos, interesantes, melancólicos, repugnantes, terroríficos, sublimes, etc. (Tafalla, 2017). Estas cualidades podemos valorarlas puramente en sí mismas o bien en función del servicio que les prestan a los animales para su adaptación a las necesidades de su medio. Davies (2012) confirma que
nuestra apreciación estética debe reconocer y depender de la naturaleza del animal que es su objeto. Debemos considerar los rasgos de un animal en función de su adecuación a su entorno, y es su aspecto adaptado a su situación lo que debe ser fuente de placer estético (pp. 22-23).
De este modo, distinguimos entre una estética más puramente contemplativa de los animales y otra de índole más adaptacionista, pero siempre desde la perspectiva de los propios animales y con independencia de los intereses humanos. Esta segunda dirección adaptacionista cede en favor de la perspectiva más estética, porque si la adaptación al medio fuera el criterio de lo estético, todas las adaptaciones exitosas deberían ser igualmente valiosas en lo estético, pero no es así de hecho. Los buitres, por ejemplo, están perfectamente adaptados, pero no por ello son animales que convencionalmente los consideremos modelos de belleza, ni los tengamos por estéticamente atractivos. La funcionalidad adaptativa no supone inmediatamente encanto estético.
En esta perspectiva biológica de la apreciación estética de los animales, hay otra forma de utilitarismo o adaptacionismo estético que subordina a los animales a los seres humanos y que nos remonta a tiempos primitivos. Las pinturas rupestres prueban que la vida primitiva giraba alrededor de los animales y, por ello, no se pintaban flores o montañas, sino animales. Es lógico deducir entonces que los animales suscitasen profundas emociones en los humanos y que, en consecuencia, se convirtiesen en motores de experiencias estéticas. Así como, en lo estético, valorábamos de forma positiva aquellos medios naturales que ayudaban a la supervivencia, los humanos hemos dado relevancia estética a aquellos animales que nos eran útiles para la vida y nos permitían adaptarnos mejor y sobrevivir, mientras que, en principio, los animales nocivos para la adaptación —los que podían enfermarnos, ensuciarnos o amenazarnos—- eran feos (Barrow, 2005, pp. 120 y ss.). Por último, una estética basada en los rasgos de los animales no puede estar dirigida por la imaginación, sino que debe ser una estética cognitiva, es decir, debe depender del conocimiento de los mismos (Crawford, 2004, p. 307; Matthews, 2019, pp. 680 y ss.).
Esta dicotomía entre la estimación contemplativa y la evolucionista no es radical e insalvable. El ejemplo de los grandes felinos es claro. Son animales peligrosos y, sin embargo, lejos de parecernos feos, nos resultan muy bellos, siempre que cumplamos con una de las condiciones de la contemplación estética: la distancia, que nos pone a salvo y neutraliza el peligro. Podemos ver bellas incluso a las serpientes, siempre que la distancia nos permita abstraer su peligro y la repugnancia que suelen provocarnos. La condición de posibilidad de esta experiencia estética es la abstracción de la realidad y la consecuente reducción a su pura forma. En este caso, el formalismo estético y la pura contemplación que le acompaña se imponen sobre la estética utilitarista de la adaptación. Pero no siempre ocurre así, porque con las cucarachas ni siquiera la distancia logra neutralizar el rechazo estético que social y generalmente producen, aunque pueda haber algún individuo que las considere estéticamente valiosas (Davies, 2012, pp. 76, 84).
Introducir la categoría de distancia dificulta la estética de la naturaleza, a diferencia de lo que ocurre en la estética del arte, pues naturaleza y arte son realidades muy distintas. Es un hecho que cuando apreciamos estéticamente la naturaleza, “solemos estar en la naturaleza y formamos parte de ella, y no nos enfrentamos a ella como a un cuadro en una pared” (Hepburn, 1966, p. 290). Por eso, en la estética de la naturaleza, a diferencia de la del arte, “como apreciadores, estamos inmersos en el objeto de nuestra apreciación … lo que apreciamos es también aquello desde lo que apreciamos” (Carlson, 2000, p. xii), de modo que “si nos movemos y cambiamos nuestra relación con ese objeto, entonces cambiamos el objeto mismo” (p. xii). La experiencia en la estética de la naturaleza es más íntima y envolvente, mientras que el objeto artístico está distanciado y enmarcado. Hallamos otra diferencia en el hecho de que el arte, por ser obra humana, posee una estructura y significado estéticos y culturales que limitan la libertad del observador, el cual, en cambio, es mucho más libre en la contemplación estética de la naturaleza (Budd, 2002, pp. 147 y ss.). Esta antítesis de arte y naturaleza encuentra en el artificio humano del jardín una mediación o fusión (Berleant, 2004, p. 86), como si el ser humano pretendiese civilizar la naturaleza, humanizarla, y, al tiempo, mostrar que el arte puede autotrascenderse para ser naturaleza.
En cambio, la distancia es una condición necesaria en la experiencia habitual de los objetos artísticos, aunque hay ejemplos del arte contemporáneo que cuestionan esa necesidad. Ahora bien, la distancia compromete la estética de la naturaleza, pero no la estética de los animales, dada la diferencia que, como advertimos, existe entre ambas. Los animales están inmersos en la naturaleza, al igual que nosotros, aunque mediante el esfuerzo de la desconexión podemos establecer distancia con ella. Contra esta estética basada en la lógica utilitarista de evolución y adaptación humanas, observamos que los animales más valorados estéticamente, verdaderos modelos de belleza, son, al tiempo, inútiles para nuestro interés evolutivo, como las mariposas o los cisnes. Otra objeción a este utilitarismo que asegura que aprobamos estéticamente los animales útiles sugiere que, más útil que el animal con el que se hace la comida, sería esa comida hecha y envasada, la cual, entonces, debería despertar nuestro favor estético. En suma, la relación puramente estética con los animales, libre de nuestros intereses, pesa más que nuestras utilidades evolucionistas, lo que también nos permite aventurar que nuestras apreciaciones estéticas actuales se separan de la de los humanos primitivos; sin duda, experimentaban estéticamente a los animales, pero llevaban una vida más ligada a los animales para sobrevivir y los intereses podían, razonablemente, afectar las estimaciones estéticas.
El modelo artístico de apreciación y la experiencia del misterio
En segundo lugar, existe una valoración estética de los animales no basada en lo biológico —sea con independencia del ser humano, sea en clave utilitarista—, sino en la propia cultura humana: apreciamos estéticamente a los animales en tanto los concebimos como obras de arte. Esta actitud es consecuencia de la comprensión general de la naturaleza como si fuera arte y de la semejanza en las formas de apreciarlas respectivamente (Carlson & Berleant, 2004, p. 25).
En el tradicional dilema de si la naturaleza nos parece bella porque se parece al arte o el arte porque se asemeja a la naturaleza, esta perspectiva se ha inclinado por la primera opción. Basándose en el paralelismo entre el dios creador y el artista, entiende que, al igual que el artista crea sus obras, dios ha creado la naturaleza y los animales en ella como si fueran obras de arte. Al margen de cualquier creencia religiosa, podemos emplear metafóricamente ese esquema y comprender los animales como obras de arte creadas por la propia naturaleza devenida artista. Lo mismo nos ocurre con los paisajes. Ante un paisaje natural podemos actuar igual que ante ese mismo paisaje pintado y estimarlo como una obra de arte. Así vemos los gatos pintados por Chardin, y los mismos gatos reales también podríamos verlos como si se tratasen de obras pintadas. Ante cualquier realidad, ante cualquier animal vivo, podemos adoptar una actitud contemplativa, estética, y experimentarlo como si fuese una obra artística.
La condición para ello es desconectar nuestra actitud interesada y utilitaria, introducir distancia y reducirnos a su pura forma. Zangwill (1995) afirma que ante “la elegante y delicada belleza de un oso polar bajo el agua, nadando”, podemos considerarlo solo como un ser vivo, como un objeto natural, pero también como una obra de arte, “como un objeto bello, pues tiene una indudable belleza formal como puro espectáculo” (p. 116). Aunque esta comprensión de los animales y de la naturaleza en general desde la perspectiva artística tiene un carácter formalista, en el fondo, presupone una actitud antropomórfica que “renuncia a comprender la naturaleza en [cuanto tal], que renuncia a una apreciación estética de la naturaleza como naturaleza” (Budd, 2002, p. 2). Nosotros, en cambio, defendemos una actitud que se adapte a las características propias de los animales y la naturaleza, de manera que, si “la apreciación estética del arte es la apreciación del arte como arte, así la apreciación estética de la naturaleza es la apreciación estética de la naturaleza como naturaleza” (p. 91). Por lo tanto, a pesar de las diferencias relevantes que encontramos entre arte y naturaleza, la apreciación apropiada de una obra de arte nos debe enseñar cómo ha de ser una adecuada apreciación estética de los animales y de la naturaleza. En este sentido, Saito (2004, p. 141) advierte que, si la apreciación de cada obra artística debe hacerse en sus propios términos, es decir, que no se puede valorar la literatura medieval desde la kafkiana, lo mismo hay que hacer con los animales y estimarlos estéticamente en sus rasgos constitutivos.
En su innovador trabajo de 1979 sobre la apreciación de la naturaleza, Carlson destacó el predominio de dos modelos de apreciación de la naturaleza que están basados en la apreciación de las obras de arte. Por un lado, el modelo del objeto, que consiste en apreciar cada objeto natural como un objeto aislado de su medio, reduciéndolo a las cualidades sensibles. Por otro, el modelo del paisaje o del escenario, que considera a la naturaleza como un paisaje, un escenario, un panorama estructurado desde una perspectiva. Frente a ellos, Carlson cree necesario adoptar un “modelo que se centre en los rasgos propios de la naturaleza y que se libere de las limitaciones que impone la obra de arte” a la apreciación estética (Carlson, 2019, pp. 669 y ss.; cf. Budd, 2002, pp. 130-133). Dicho modelo vale también para los animales. Carroll (1993, p. 245) propone un modelo causal también de carácter antropomórfico, según el cual la apreciación estética de la naturaleza se realiza en virtud de las emociones provocadas por la naturaleza.
Al margen de estos esquemas estéticos de relación con la naturaleza, existe otra forma de aproximarse a ella y a los animales, desde la categoría de misterio. Este modelo es el único posible cuando se sostiene que la naturaleza es distante, extraña e incognoscible en último término. Es fruto de una actitud soberbia y arrogante presuponer que la naturaleza —y los animales en ella— se ajusta a nuestra estructura cognitiva y es perfectamente cognoscible. Esta perspectiva cientificista representaría una intolerable forma de antropocentrismo. De ahí que, para Godlovitch (1994), “la experiencia y la apreciación más apropiadas de la naturaleza sea entenderla como misterio, inefabilidad y milagro” (p. 26). Entonces, “la única experiencia adecuada de la naturaleza es de misterio, lo que implica un estado de incomprensión apreciativa” (Carlson, 2000, p. 7).
Esta experiencia del misterio, es decir, de distancia y, al tiempo, de cercanía, tan propia de lo misterioso, es perfectamente aplicable a las relaciones con los animales. Lo que no compartimos con Carlson es que la incognoscibilidad de la naturaleza la sitúe más allá de la apreciación estética, ni que “el modelo del misterio abandona completamente el ámbito de la estética” (Carlson, 2000, p. 8) y representa más bien “un enfoque religioso de la naturaleza” (p. 8). Al contrario, sostenemos que el misterio es una experiencia estética de primer orden, que la estética no puede reducirse a lo cognitivo, que es posible apreciar estéticamente lo que no se puede conocer, y que no existe incompatibilidad entre lo estético y lo religioso. Pero nuestra posición tampoco se alinea totalmente con la postura anticientífica de Godlovitch. Afirmar que la ciencia es antropocéntrica e impugnarla por ello, como hace Godlovitch, equivale a hacer imposible cualquier conocimiento, pues todo nuestro conocer se realiza inevitablemente desde nosotros. De hecho, con Saito (2004), defendemos “la conveniencia de referirse a la ciencia en nuestra apreciación estética de la naturaleza” (p. 146), que solo ha sido cuestionada por “quienes sostienen que la ciencia es antropocéntrica” (p. 146). Por lo tanto, creemos que no son incompatibles, por una parte, la defensa de que no es negativo que nuestras apreciaciones estéticas de la naturaleza y los animales estén informadas y basadas en conocimientos y, por otra parte, la creencia de que el misterio que caracteriza nuestra experiencia de la naturaleza y los animales incrementa la riqueza de las experiencias estéticas que tenemos de ellos y nos previene contra los excesos del antropocentrismo. Para justificar la apreciación estética de los animales y la naturaleza considerados en su propia índole, que es la tesis que defendemos, es indispensable el conocimiento de los mismos (Carlson, 1981, p. 25).
Apreciación estética antropomórfica
En tercer lugar, también podemos considerar en términos estéticos a los animales por rasgos humanos que proyectamos de forma indebida sobre ellos y que en realidad no tienen. Con independencia de que muchos animales poseen en efecto capacidades psicológicas y emocionales como los humanos (Bekoff, 2024; Low, 2012, pp. 1-2), se trata de una antropomorfización estética. Así, en virtud de esta proyección estética, creemos que los animales tienen una personalidad, autoconciencia, estilo vital, capacidad de empatizar y de inteligir, y sentimientos como tristeza o esperanza, en el mismo sentido que los humanos. Considerar que las lechuzas son sabias o que las hormigas son muy diligentes no son sino proyecciones antropomórficas. Los estetizamos humanizándolos, en vez de sentirlos tal y como son ellos mismos. Primero antropomorfizamos a los animales y luego los estimamos en términos estéticos en virtud de esas proyecciones. Vemos más valiosos aquellos animales que se nos parecen. El caso más notorio es el de los bebés humanos que, considerados habitualmente ejemplos estéticos, empleamos como modelos, de manera que vemos bellos a los animales que poseen rasgos parecidos a los de los bebés. Así, ojos y cabeza grandes y piel suave devienen valores estéticos excelentes. Basándose en la estética del bebé, los personajes de Disney tienen estas características y se aseguran nuestra aprobación. Gould (1980) escribe que
muchos animales poseen algunos rasgos que también comparten los bebés humanos, pero no los adultos humanos … Nos sentimos atraídos por ellos, nos detenemos a admirarlos en la naturaleza, mientras que rechazamos a sus parientes de ojos pequeños y hocico largo. (p. 102)
De acuerdo con esta atracción estética, añade, el personaje Mickey Mouse pasó de ser “un animal de ojos pequeños y hocico largo” (Gould, 1980, p. 102) a tener el aspecto del bebé humano, con una apariencia mucho más joven, rasgos redondeados y ojos grandes, un cambio que tuvo una recepción muy positiva por el público.
Al parecido estético entre humanos y animales subyace una idea más fundamental. Los animales que se nos parecen nos resultan más bellos porque creemos que con ellos vamos a poder comunicarnos: “Tenemos la propensión a favorecer a las especies con las que tenemos la ilusión de que nos podemos comunicar” (Herzog & Burghardt, 1988, p. 80). Tras la antropomorfización estética late el deseo de la comunicación con algunos animales. Entre humanos, a veces nos comunicamos sin palabras y tenemos la esperanza de poder hacer lo mismo con algunos animales; la familiaridad estética se presenta como el signo de esta soñada empatía. Ahora bien, sin discutir el lenguaje de los animales y la ampliación de la esfera comunicativa más allá del habla, hacia otras formas sensibles, temas que exceden nuestros límites, podemos asegurar que los animales se comunican con nosotros, aunque no sea del mismo modo como nos comunicamos con otros humanos. Esta comunicación, por básica y mínima que sea, ha permitido a Haraway (2008) preguntarse por la posibilidad de “cómo podemos humanos y animales crear un mundo juntos” (p. 20).
Otro factor antropológico que puede intervenir en la apreciación estética animal, según Rusow (1981), es que las especies raras, escasas o en peligro de extinción causan mayor placer estético que las más comunes. A esta tesis, que considera la rareza como fundamento de valoración estética, objetamos que, aunque de repente casi no quedasen cucarachas, no por ello, en general, se las estimaría estéticamente.
Como síntesis general de las tres formas de apreciación estética de los animales, podemos advertir, primero, que todas reproducen un esquema antropomórfico, salvo aquella que se fundamenta en los rasgos propios de los animales y hemos denominado biológica. Y, segundo, que es errónea la disyuntiva de si la experiencia estética animal se basa en lo funcional, a consecuencia de intereses humanos, o si resulta valiosa en sí. Lo estético en sí y la funcionalidad no tienen que excluirse. A pesar de que expliquemos funcional y evolutivamente nuestro interés estético por los animales, de que lo justifiquemos apelando a nuestros intereses, a la utilidad de los rasgos de los animales para los humanos primitivos o para nosotros, o al hecho de que se nos parecen, o son raros, o los entendemos como objetos artísticos, a pesar de todo ello, de ahí no se deduce que esta justificación utilitarista o antropologista constituya siempre la experiencia estética. Podemos ver un animal o un paisaje y que nos parezcan bellos en sí, sin que en dicha estimación intervengan nuestros intereses y las utilidades que pudiéramos obtener de ellos. Ciertamente, también pueden entrar en juego nuestros intereses y derivar lo estético de lo utilitario. Nuestra tesis es que, además de esta razonable posición funcionalista, también podemos ver de hecho a los animales como bellos en sí mismos. Utilitarismo y, llamémoslo así, esteticismo son conciliables, su exclusión es falsa.
Es necesario precisar que es un error sostener de entrada que el punto de vista antropocéntrico imposibilita la adecuada apreciación estética de los animales, ya que realmente estaríamos valorando nuestras propias apreciaciones y juicios sobre la estética de los animales y no a ellos mismos, libres de todo prejuicio antropocentrista. En primer lugar, esta tesis presupone un principio epistemológico propio de un objetivismo idealista que no compartimos. Ese principio asegura que cualquier conocimiento planteado desde un punto de vista es ya subjetivista y erróneo, pero entonces solo nos quedan dos alternativas: o bien solo hay conocimientos elaborados desde puntos de vista concretos y, por lo tanto, no hay posibilidad de conocimiento, pues todos son falsos; o bien creer que podemos trascender todos los puntos de vista, elaborar el conocimiento desde una posición trascendental y, así, acceder a lo absolutamente verdadero. Frente a este dilema, aseguramos un tercer camino que consiste en afirmar, primero, que solo hay conocimiento desde puntos de vista concretos y, segundo, que estos puntos de vista no son falsos, sino más bien la única posibilidad humana de conocer. No será un conocimiento absoluto y definitivo, no puede serlo, pero es el conocimiento que está a nuestro alcance como seres finitos. Será un conocimiento parcial, pero un conocimiento.
En segundo lugar, esa tesis olvida que, desde luego, no podemos dejar de ser humanos y que nuestro conocer, queramos o no, siempre estará marcado por nuestra humanidad. Es inevitable, apreciamos desde nosotros, desde nuestra cultura y educación. En los animales y en los paisajes buscamos lo formalmente bello, grandioso, interesante, espectacular, etc., pero todas estas categorías están subordinadas a la mentalidad previa del observador, que suele estar predeterminada por una serie de tópicos, como ocurre en el caso del turista (cf. Saito, 2004, p. 143). Por ello, compartimos la tesis de Wolloch (2006), según la cual “el antiantropocentrismo es un punto de vista imposible para los humanos” (p. 14). Pero conocer desde nuestra perspectiva como seres humanos no implica creer que, por ello, solo nos conocemos a nosotros mismos. El puro objetivismo epistemológico quedó ya impugnado desde Kant: todo conocimiento se ejerce desde una subjetividad interpretativa. Pero de ahí no debe deducirse la nihilización total del conocimiento.
El problema no es tanto el antropocentrismo como el hecho de no ser consciente de él. Si conocemos desde nosotros como humanos —y no tenemos otra forma de conocer— y somos conscientes de ello, podremos volver sobre nuestras interpretaciones para refrenar los excesos antropocentristas que cometamos y someter el conocimiento a la disciplina de las cosas que pretendemos comprender. De ahí que el antiantropocentrismo no se pueda definir como el hecho absolutamente imposible de que
un ser humano perciba de forma no humana, sino que más bien debe percibirse como el intento de minimizar los efectos del punto de vista antropocéntrico, y adoptar en la medida de lo posible el tipo de actitud menos antropocéntrica hacia los animales (Wolloch, 2006, p. 14).
Ha sido el pensamiento posthumanista lo que ha hecho posible la superación del antropocentrismo y el cuestionamiento del orden jerárquico humanista, origen de la explotación y aniquilación de la diversidad de formas de vida. Contra el antropocentrismo, el posthumanismo sostiene estas tesis sobre la comprensión del ser humano como una especie más entre el resto de las especies (Pepperell, 1995, pp. 11-26; Braidotti, 2013, pp. 17-29; Marchesini, 2018, pp. 81-86).
Esto implica que también el posthumanismo es lo que nos ha permitido superar el sesgo especista discriminador que elevaba al ser humano y sus intereses por encima del resto de especies y sus necesidades (Singer, 2002, pp. 185-212). Con la introducción y valoración principal de los derechos animales, este antiespecismo posthumanista se ha convertido en una nueva ética y política renovadora de nuestra idea de la democracia (Cavalieri 2016; O’Sullivan, 2015).
Ética de la empatía
La tesis de nuestro trabajo es que la apreciación estética apropiada de los animales se realiza desde ellos mismos. Pero esta tesis no puede fundarse si nos limitamos al ámbito estético. Solo es posible aquella apreciación estética adecuada si previamente nuestra voluntad asume empáticamente someterse a la guía de los animales y de la naturaleza, abandonando la perspectiva antropocéntrica, porque solo así podremos comprender al otro animal. Ahora bien, este acto de voluntad de carácter empático pertenece al plano ético. En efecto, la apreciación estética apropiada de los animales y de la naturaleza presupone la actitud ética de “escuchar la propia historia de la naturaleza y apreciarla en sus propios términos, en lugar de imponerle nuestra historia” (Saito, 2004, p. 142). La apreciación estética guiada por la pretensión de comprender los animales por lo que son es imposible sin una ética de la empatía que atienda, respete y se someta a la perspectiva de los animales y la naturaleza. Saito (2004) escribe que “la apreciación estética adecuada de la naturaleza debe incorporar una capacidad moral para reconocer y respetar la naturaleza como poseedora de su propia realidad al margen de nuestra presencia” (p. 151). La valoración estética de los animales en sí mismos no puede terminar en esteticismo, sino que tras ella tiene que haber una posición moral. Solo una ética animalista, libre en la medida de lo posible de prejuicios antropomorfistas, podrá fundar una estética de los animales en sí mismos.
En la apreciación estética hay enfoques más exclusivamente estéticos y otros con una perspectiva más ética. Parsons y Carlson condenan tanto las visiones de carácter simbólico como las formalistas debido a su esteticismo de fondo, porque “estos enfoques suponen relacionarse con los animales de una manera superficial y por ello moralmente inadecuada” (Parsons & Carlson, 2008, p. 116; Parsons, 2007). La incorrección moral se debe a que el nexo está dominado por una comprensión humanista, de manera que relacionarse con el animal equivaldría a antropomorfizarlo, a no respetar por tanto su animalidad. Aunque el problema de la ética animal es muy amplio y complejo y no podemos abarcarlo totalmente (Horta, 2017; Torres, 2022), es necesario advertir que, en efecto, los animales no son agentes morales, pero sí que pueden ser, lamentablemente, tratados de forma inmoral por los seres humanos, cuando no se les respeta en sí mismos y se les cosifica desde nuestras categorías. Pues bien, el tratamiento simbólico y formalista radical de los animales es una forma inmoral de esteticismo. Cuando se le corta el pelo de la cola a un gato menos la punta porque se considera que es bonito, estético, el gato es convertido en mero objeto de nuestra discutible concepción de lo agradable. En virtud de nuestra actitud estética, el gato es desanimalizado, reducido a cosa a nuestra disposición, no es respetado en sus términos.
Esto no significa que no sea posible apreciar estéticamente a los animales sin incurrir en la inmoralidad del antropomorfismo. Los animales son maltratados por los seres humanos, pero, con Davies (2012), dudamos de que haya “un nexo directo entre ese hecho y la adopción de una actitud estética parcial o superficial ante el animal” (p. 23). Las relaciones con los animales no se reducen al dualismo radical de tener que elegir entre un nexo ético con ellos —y, por lo tanto, libre de toda estética— y un vínculo estético puro —exento, entonces, de toda moral—, como si ética y estética fuesen inconciliables. Al contrario, pretendemos mostrar una apreciación estética y ética de los animales alejada del antropomorfismo. El principio ético de cualquier relación estética con los animales en la que se pretenda evitar desviaciones antropomórficas no puede ser otro que la afirmación de que los animales deben ser respetados por sí mismos. Podemos tener experiencias estéticas de animales sin que ello implique sospecha moral. Davies (2012, p. 23) precisa que podemos gozar en términos estéticos, por ejemplo, de un pájaro en movimiento, como si fuera una “escultura móvil”, y admitir que dicha experiencia sea superficial y poco profunda, pero no moralmente irrespetuosa. Lo sería si acarrease falta de respeto al animal en sí mismo, lo que ocurría en el ejemplo del gato. Más terrible sería, es evidente, si a partir de experiencias estéticas acerca de la belleza animal abrazamos posiciones que nos lleven a exterminar a los animales que nos parezcan repugnantes o feos. Pero la apreciación estética, por superficial que sea, si respeta al animal, no es condenable en la ética. El problema moral se plantea cuando adoptamos sesgos irrespetuosos a favor de los animales bellos y en contra de los feos. Un asunto aparte es la dependencia en que se encuentra nuestro gusto estético respecto de nuestras aversiones más o menos naturales y espontáneas. Los humanos experimentamos un rechazo natural por las serpientes, por ejemplo, y por eso mismo solemos encontrarlas feas (Dutton, 2009; Kramnick, 2011).
Conclusión
En este trabajo hemos defendido como apreciación estética adecuada de los animales aquella que los trata en sus propios términos, libre de prejuicios antropomórficos. Bien sabemos que no hay posibilidad de liberarse absolutamente del antropomorfismo. Pretenderlo sería un idealismo absurdo. Pero no es eso lo que planteamos. Lo que consideramos razonable reclamar es la conciencia de nuestro inevitable prejuicio antropomorfista, porque solo ella nos puede prevenir de la antropomorfización desaforada e injusta de los animales. Esa conciencia es lo que más nos acercará a la estimación estética justa de los animales. Ahora bien, no puede haber apreciación estética centrada en los animales sin una ética verdaderamente empática, porque solo así, con ojos morales y sensibles que se pongan en el lugar del otro animal, percibiremos verdaderamente a los animales en su singularidad. Solo una ética altruista de la empatía puede fundamentar una estética animalista que estime a los animales en sí mismos.
Conflicto de interés
La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.
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Nota del autor
Carmen Gutiérrez Jordano
Máster Universitario en Arte: Idea y Producción, Universidad de Sevilla. Investigadora del grupo Observatorio de paisajes–HUM-٨٤١, Universidad de Sevilla, Sevilla-España. Correo electrónico: carmengutierrezjordano@gmail.com, cgutierrez@us.es, ORCID: https://orcid.org/٠٠٠٠-٠٠٠٢-٠٩٩٠-٢٢٠٩