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Ocampo Ponce, M. (2024). Algunos fundamentos de la filosofía realista de Santo Tomás de Aquino para una valoración de la inteligencia artificial (ia). Perseitas, 12, 72-92. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780. 4724
ALGUNOS FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA REALISTA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO PARA UNA VALORACIÓN DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL (ia)
Some foundations of the realistic philosophy of Saint Thomas Aquinas for an assessment of artificial intelligence (ai)
Artículo de reflexión derivado de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4724
Recibido: mayo 17 de 2023. Aceptado: noviembre 9 de 2023. Publicado: febrero 28 de 2024
Manuel Ocampo Ponce
Resumen
En 1956, se introdujo el término de inteligencia artificial (ia) para referirse a una tecnología que es capaz de emular las operaciones cognoscitivas del ser humano mediante el uso de sistemas computacionales y programas informáticos, con el fin de ayudar a la toma de decisiones en distintas áreas de conocimiento.
Sin embargo, se ha llegado a cuestionar si debe emplearse el calificativo de inteligencia a esos usos de la tecnología digital. También, se ha generado preocupación sobre sus implicaciones éticas, debido a que la inteligencia artificial consiste en sistemas no autónomos que no son capaces de actos libres y responsables, lo cual exige que sean guiados por personas. Por tanto, el presente trabajo tiene como objeto presentar algunos fundamentos de la filosofía realista de santo Tomás de Aquino que nos permitan hacer una valoración de la inteligencia artificial.
Palabras clave
Bien Común; Derecho; Inteligencia Artificial; Justicia; Ley; Prudencia.
Abstract
In 1956, the term artificial intelligence (ai) was introduced to refer to a technology that is capable of emulating the cognitive operations of the human being through the use of computer systems and computer programs in order to help decision-making in different areas of knowledge. However, it has been questioned whether the adjective intelligence should be used for these uses of digital technology. Concern has also been raised about its ethical implications because artificial intelligence consists of non-autonomous systems that are not capable of free and responsible acts, which requires that they be guided by people. The purpose of this paper is to present some foundations of the realistic philosophy of Saint Thomas Aquinas that allow us to make an assessment of artificial intelligence.
Keywords
Artificial Intelligence; Common Good; Justice; Law; Prudence; Right.
Estado de la cuestión
En agosto de 1956, con McCarthy, Minsky, Rocherster y Sannon, aparece por primera vez el término de inteligencia artificial ia durante una conferencia sobre la inteligencia de los computadores, en el Colegio de Dartmouth (ee. uu.) (Hardy, 2001, p. 4). En 1958, es definida como “la ciencia y la ingeniería para crear máquinas inteligentes” (Sánchez-Céspedes et al., 2020, p. 354). En el desarrollo del concepto, encontramos a quienes se refieren a la ia como “sistemas que piensan racionalmente”, lo que significa que, con base en normas aristotélicas, “utilizan la lógica como una alternativa para hacer inferencias” (Russell & Norvig, 2003, p. 15).
En 2016, Villalba Gómez, citando a Cairó (2011), menciona que desde 2011 existen cuatro enfoques para categorizar la ia: “sistemas que piensan como humanos, sistemas que piensan racionalmente, sistemas que actúan como humanos y sistemas que actúan racionalmente” (Villalba Gómez, p. 142). Dentro del desarrollo del concepto, la ia también ha sido definida como el área de la ciencia de la computación que tiene como objetivo emular las funciones cognitivas del ser humano mediante el uso de sistemas computacionales (Manyika et al., 2017).
Otros autores que se han referido a la ia son Sara Mattingly-Jordan et al. (2019), quienes la han definido en su glosario de términos Ethically Aligned Design como “la capacidad de las computadoras u otras máquinas para simular o mostrar un comportamiento inteligente” (como se cita en González & Martínez, p. 5). Dentro de las técnicas tenemos las redes neuronales, la lógica difusa, los algoritmos genéticos, los modelos basados en agentes, etc., para ayudar, principalmente, a la toma de decisiones en diferentes áreas del conocimiento (Sánchez-Céspedes et al., 2020, p. 354).
En primer lugar, podemos ver que aquellas definiciones invitan al análisis serio y profundo de la controversia que genera el sentido “análogo” con el que se ha utilizado el término inteligencia para referirse a las máquinas, lo cual ha generado preocupación ética respecto a la ia (Mourelle, 2019, Carreño, omo se cita en González & Martínez, 2020, p. 3). Se ha llegado a cuestionar el hecho de si debe emplearse el término de inteligencia a ese modo de utilizar la tecnología digital, pues son sistemas no autónomos debido a que son guiados por personas y, por lo tanto, dependientes de la naturaleza humana para decidir y solucionar problemas con independencia y racionalidad (González & Martínez, 2020, p. 6).
El problema es que no se tiene un concepto claro ni consensuado sobre lo que es la naturaleza humana, la persona y la inteligencia como facultad cognoscitiva con su objeto, sus operaciones, sus alcances y sus límites, así como tampoco se conoce su relación con otras facultades e, incluso, hábitos. La causa filosófica de esa ambigüedad se remonta a la negación de los universales, que ya había tenido lugar en la época de Platón y Aristóteles. Dicha ambigüedad posteriormente fue abordada por santo Tomás de Aquino, siglo xiii, y se agudizó en el siglo xiv con el nominalismo de Guillermo de Ockham y las nociones de los autores modernos y posmodernos, que redujeron la capacidad de la inteligencia humana para acceder al mundo real (Ocampo, 2019, p. 10).
Esos reduccionismos trajeron como consecuencia que quedaran comprometidos conceptos fundamentales como el de naturaleza, persona, inteligencia, etc. De modo que actualmente se parte de conceptos ambiguos e imprecisos sobre la naturaleza de la propia inteligencia y de su modo de operar para luego aplicar el término al uso de la tecnología, que intenta simular las operaciones de las facultades de una persona.
Para resolver ese dilema, es preciso destacar que, según Tomás de Aquino, la inteligencia humana como facultad no es una potencia puramente pasiva, sino que principalmente es potencia activa (Suma teológica, i, q. 54, a. 4, co.); es decir, capacidad real de mover a otro en cuanto tal, mientras que la ia solo puede ser potencia pasiva, esto es, capacidad de ser movido por otro en cuanto tal (Suma teológica, i, q. 2, a. 3).
Por ese motivo, resulta problemático aplicar la analogía de proporción o atribución para relacionar la inteligencia humana con la ia, debido a que la tecnología no es capaz de realizar la primera operación de la mente humana, que consiste en separar la esencia universal de los entes concretos, gracias al entendimiento agente, elaborando ideas o conceptos. Tampoco es capaz de hacer juicios en sentido estricto y de manera formal, sino solo material, uniendo, separando o combinando términos mediante cópulas y acomodando proposiciones que han sido elaboradas por la inteligencia humana o procesadas por el artefacto.
Por esa razón, los mismos estudiosos de los sistemas de ia se han dado cuenta de que dichos sistemas no pueden distinguir lo que es moralmente bueno o malo (Bossmann, 2016) ni ser sujetos de responsabilidad y deber, de modo que, en todos los casos, la responsabilidad y el deber han de recaer en las personas que generan los procesos de algoritmización. Pero eso solo se puede entender si partimos de un concepto claro que defina lo que es la persona, de cuya naturaleza racional deriva la responsabilidad y el deber. Uno de los problemas consiste en que, como en toda tecnología, las personas le pueden dar a la ia un uso bueno o malo, tanto individual como socialmente. De modo que una valoración puede hacerse en dos sentidos; primero, la consideración de la máquina en la supuesta capacidad para discernir técnica y éticamente, segundo, las personas que las manejan y que son los verdaderos sujetos de responsabilidad y de deber.
No obstante, es preciso mencionar que el debate ético no se encuentra al nivel de lo que cada uno entiende por naturaleza, por persona o por los distintos sistemas éticos, sino que más bien se centra en el empleo de herramientas de macrodatos (big data), así como en el peligro político que consiste en que pueden ir encaminados a la manipulación y a la distorsión de procesos sociales (González & Martínez, 2020, p. 3). No es difícil vislumbrar que las implicaciones éticas del uso de la ia pueden ir mucho más allá, cuando los avances científicos se desarrollan en centros de poder mundial que son capaces de manipular y controlar distintos ámbitos de la actividad individual y social, incluyendo el discurso ético (Samaniego, 2018a, 2018b; Knaus, 2017, et al.; González & Martínez, 2020, p. 3). Las consecuencias negativas por errores, la privacidad y la intimidad, la toma de decisiones morales, así como los criterios de valoración son algunos de los retos que están implícitos en el uso de la ia.
Otro aspecto por considerar es el hecho de que la ia tiene como finalidad imitar el comportamiento humano en su aspecto cognoscitivo, pero el hombre no se reduce a conocimiento, pues integra una serie de facultades que van desde lo vegetativo, pasando por la complejidad de lo sensitivo, hasta llegar a la inteligencia y la voluntad. El hombre como persona integra muchos elementos físicos, pero también cognoscitivos y apetitivos que interactúan en distintos niveles, los cuales dependen de la propia naturaleza humana y que es preciso considerarlos. Simplemente hay que recordar que santo Tomás de Aquino explica que el objeto de la inteligencia humana es lo universal y el conocimiento de lo singular depende de la reconsideración de la imagen o fantasma (Suma teológica, i, q. 84, a. 7). La situación es que las llamadas tecnologías inteligentes han pretendido conferir funciones inherentes a la capacidad de manejar emociones, lo cual implica que se integren elementos de apreciación subjetiva y de interés moral, donde la complejidad de elementos que se involucran no puede ser integrada por las máquinas.
Además, es un hecho que actualmente existen distintos sistemas éticos que dependen de lo que cada uno entienda por naturaleza humana, con lo que abundan propuestas relativistas y utilitaristas (Cifuentes & Torres, 2019, pp. 177-183; Vidal 1999, p. 168). Los distintos sistemas éticos desde los que se pretende hacer una valoración de la ia oscilan entre el formalismo ético: ética del deber (González & Martínez, 2020, p. 4); ética de la virtud (Cointe et al., 2016); la moral autónoma; el principialismo; las éticas de situación y de mínimos; el consecuencialismo ético; el pragmatismo y, en muchos casos, encontramos éticas basadas en sistemas jurídicos con leyes obtenidas por consensos, que por lo mismo varían de una sociedad a otra, hasta resultar incluso contradictorias, etc. De modo que hace falta un abordaje desde la perspectiva del realismo filosófico que sea capaz de ofrecernos criterios realistas y universalmente válidos para determinar la bondad o maldad del uso de la ia.
Hay que considerar que desde 2018 existe un estudio colectivo titulado The Malicous Use of Artificial Intelligence: Forecating, Prevention and Mitigation realizado por Brundage, M. et al. en el que se consideran varios peligros del uso de la ia, entre los que destacan la invasión de los entornos, la intimidad como en el caso del robo de identidad, publicación de contenidos falsos, manejo de predicción de comportamiento, persecución, control, la amenaza a la seguridad digital, física y política, etc. A estos podemos añadir los plagios; la vulnerabilidad de los contenidos de investigación; las falsificaciones de los contenidos, videos, conversaciones; manipulación ideológica; libertad de expresión; ciberataques a instituciones o hasta a países; monopolio tecnológico, con la posibilidad de controlar sociedades; divulgación y manejo de datos sensibles en el ámbito médico; adicciones y otros asuntos íntimos de las personas, etc., que produzcan impactos éticos, legales, sociales e, incluso, económicos y muchas otras cosas que pueden causar efectos dañinos a la sociedad. Hay quienes han mencionado que los líderes mundiales podrían amenazar a instituciones, centros urbanos, países y hasta continentes (Samaniego, 2018b). También hay quienes han afirmado que “quien se convierta en líder en esta esfera se convertirá en gobernante del mundo” (Gigova, 2017, párr. 4).
Lo que se ve es que hacen falta criterios objetivos y universalmente válidos que sirvan como referencia ética y jurídica que regulen adecuadamente el uso de la ia para el bien común de la sociedad. Uno de los puntos positivos y muy acertado, establecido en el Informe Ethically aligned designe (ieee, 2019), consiste en garantizar que la ia siempre sea orientada y controlada por el juicio humano, y nunca suceda que aquella sea la que oriente y controle al hombre. La persona debe orientar mediante mecanismos de control y evaluación que certifiquen que un sistema de algoritmos es justo, con anterioridad a su distribución.
El problema es que eso nos conduce a pensar en el hecho de que el término justicia, como objeto del derecho, exige un conocimiento profundo de lo que es el hombre en su dimensión individual y social para saber lo que es justo o no, pues si consideramos la justicia como la virtud moral o como “el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho” (Suma teológica, ii-ii, q. 58, a. 1, Resp.), es necesario conocer lo mejor posible al sujeto de la justicia para poder descubrir las leyes que la garantizan, lo cual es imposible desde sistemas reduccionistas. Lo anterior nos conduce a proponer el realismo metafísico de santo Tomás de Aquino, cuyos principios pertenecen a la herencia filosófica clásica y perenne y que pueden arrojar luz sobre los fundamentos que iluminen los criterios de una valoración de la ia.
Fundamentos tomistas para una valoración de la Inteligencia Artificial (ia)
Como hemos visto, es necesario indagar sobre un sistema ético universalmente válido y aplicable a todos los ámbitos de la actividad humana que nos proporcione los elementos para una valoración de la ia que supere el relativismo. A finales de la Edad Media, santo Tomás de Aquino desarrolló la propuesta aristotélica de la bondad moral de los actos humanos considerando la educación en la virtud y el bien común como fin de la sociedad, cuyo valor es perenne. En la obra titulada: Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, publicada en 2001 por Ediciones Universidad de Navarra, S.A, traducción de Ana Mallea, santo Tomás nos enseña que existen principios del orden moral que se presentan espontáneamente a la inteligencia humana de manera intuitiva y sin necesidad de un raciocinio argumentativo (Comentario a la Ética a Nicómaco, I, 5, n.840).
Santo Tomás nos dice que el hecho de que se presenten intuitivamente a la inteligencia principios del orden moral, sucede gracias a las facultades espirituales y a las virtudes que son cualidades estables por medio de las cuales podemos conocer lo que es la naturaleza y obrar conforme al orden establecido en ella (Comentario a la Ética a Nicómaco, VI, 4) (Suma teológica, i, q.79, a.12). Nos habla de lo primeramente justo o lo justo por naturaleza que es alcanzable por el intelecto humano, que descubre los fines propios de la naturaleza y, específicamente, de la naturaleza humana (Suma teológica, ii-ii, q. 57-79). Lo justo por naturaleza es aquello a lo que cada naturaleza tiende como sus fines propios. De modo que, en el caso del hombre, existen inclinaciones naturales a bienes/fines que le son propios, además de que posee la capacidad de alcanzar los primeros principios lógicos y ontológicos teóricos y el primer principio del orden moral, puesto que todos estos principios tienen relación con el fin propio de la naturaleza humana (Suma teológica, i-ii, q. 90, a. 2, ad. 3). Lo importante de estos principios es que actúan como fundamento indispensable en toda la actividad intelectual y moral del hombre.
Los principios del orden moral son principios del intelecto práctico que se conforman a partir de las tendencias de la naturaleza humana que Aristóteles no menciona. Entre esos principios se encuentra el tratar de sobrevivir, socializar, aprender cosas, cuidarse y cuidar a los demás, etc., que son muy importantes para una valoración moral de los actos humanos y de la ia, porque contienen lo que es naturalmente justo para el hombre y, dentro de lo naturalmente justo, destaca aquello que es primordialmente justo para él. Esos principios se fundamentan en la sindéresis, que resulta de la tendencia natural a hacer el bien y evitar el mal, de la voluntad que tiende a esos fines y a su realización (Suma teológica, i-ii, q. 62, a. 3). Sin embargo, santo Tomás de Aquino es consciente de que para una valoración moral no es suficiente la inteligencia, sino que la aplicación favorable de los principios requiere de la rectitud de la facultad apetitiva espiritual del hombre que es la voluntad (Suma teológica, i-ii, q. 56, a. 2, ad. 3).
Aquellos primeros puntos ponen de manifiesto que la ia no puede ser capaz de hacer valoraciones éticas ni ser un referente para realizarlas, porque el mismo santo Tomás de Aquino nos dice que existe una inclinación natural en el ser humano a obrar según la razón y la virtud (Suma teológica, i-ii, q. 94 a. 3) que no puede tener un artefacto por sofisticado que sea, puesto que, como lo hemos dicho antes, en él solo hay potencia pasiva. La base de la visión realista radica en el orden de las inclinaciones naturales que dependen del orden que Dios ha establecido en el Universo creado (Suma teológica, i, q. 2, a. 3). Las cosas tienen una naturaleza y un orden que depende de la sabiduría divina. Dicho orden puede ser alcanzado con las solas fuerzas de la razón humana, constituyendo una guía para el obrar humano. Lo que va contra ese orden o ley natural es vicioso o pecaminoso (Suma teológica, ii-ii, q. 30 a. 1).
Las inclinaciones que no están reguladas por la recta razón, que es la razón que se ajusta al orden objetivo de la realidad, son antinaturales porque lo natural no mueve al hombre hacia el mal (Comentario a la Ética a Nicómaco, VII, 13, 1058). Ningún artefacto puede ser criterio de moralidad de sus actos, porque solo la naturaleza racional humana es fuente del criterio de moralidad de los actos humanos, ya que dicho criterio tiene como base las inclinaciones naturales del hombre (Suma teológica, i-ii, q. 94, a. 2) que, además, son jerárquicas, en la medida que unas inclinaciones son básicas e inmediatas, y de ellas emanan derechos originarios primarios, mientras otras son más lejanas y de ellas emanan derechos derivados.
De lo anterior se sigue que, para un juicio ético, la inteligencia humana debe indagar qué es conforme o disconforme al orden natural establecido por Dios mismo, pero no solo de manera general, sino aplicando lo universal a los casos concretos (Suma teológica, i-ii, q. 72, a. 4), lo cual exige la virtud de la prudencia que es intelectual y moral. Además, santo Tomás de Aquino nos enseña que las naturalezas se deben a Dios, de modo que sus actos pueden alejarse de la naturaleza faltando a la ley que Dios estableció en la creación (Suma teológica, i-ii, q. 71, a. 2, ad. 4), cosa que, en el ejercicio de la libertad, implica que el hombre es sujeto de responsabilidad y de deber.
Solo el hombre puede desarrollar las virtudes que lo hacen bueno y hacen buena la obra que realiza, haciéndolo capaz de obrar conforme a su naturaleza, es decir, según su razón (Suma teológica, i-ii, q. 71, ad. 4). Un artefacto no puede ser sujeto de responsabilidad y deber, porque solo es capaz de alcanzar lo que es programado por el hombre para actuar de una manera determinada y comportarse según unas opciones preestablecidas o movidas por la inteligencia humana.
Por otra parte, la virtud moral humana implica que, si el hombre repite acciones en conformidad con la recta razón, la “forma racional” se imprime en el apetito de modo que es capaz de desarrollar virtudes morales (Comentario a la Ética a Nicómaco, ii, 1 n. 155), lo cual resulta inalcanzable para una tecnología que carece de facultades apetitivas. La virtud moral está en el justo medio, que no se trata de un justo medio cuantitativo ni igualitario, sino conforme a la recta razón, es decir, considerando elementos objetivos y subjetivos que hacen que el justo medio varíe según las condiciones particulares de cada persona, para lo cual se requiere criterio prudencial que exige mucho más que el de la mera naturaleza. Esto se debe a que la prudencia es una virtud intelectual y moral, tal y como lo ha manifestado santo Tomás de Aquino en el Scriptum Super Libros Sententiarum, iii, xxiii, q. 1, a. 4, Sol. ii, ad. 3, que podemos encontrar en el libro Scriptum Super Sententiis Magistri Petri Lombardi (Aquino, 1933, p. 1).
Es imposible que la ia desarrolle la virtud de la prudencia que perfecciona no solo la inteligencia, sino también la voluntad, puesto que carece de voluntad. Cuando santo Tomás de Aquino comenta la Ética Nicomaquea de Aristóteles (vi, 10, 1141b14-15), va explicando cómo la razón determina el justo medio según las circunstancias individuales de los actos. Los actos han de ser justos, es decir, conformes a la recta razón (Comentario a la Ética a Nicómaco, vi, 10, n.895), por lo que se requiere aplicar los primeros principios universales del orden moral, que están en la inteligencia humana, a las situaciones concretas.
El primer principio moral es la sindéresis, que dirigida por la prudencia ilumina a las otras virtudes morales para alcanzar los fines buenos (Suma teológica, ii-ii, q. 47, a. 6). Para la valoración moral de un acto humano, hay que considerar su fundamento más próximo, que es el objeto o fin de la obra considerada en sí misma y que está en relación con los deberes humanos. Pero, además, hay que considerar las circunstancias entre las que se encuentra el fin del agente o del que realiza la acción tal y como aparece en In duo preaecepta caritatis: Opuscula theologica, ii, n. 1168 (Aquino, 1954), lo cual resulta imposible para la ia, porque aun para la inteligencia humana resulta muy complicado y muchas veces inalcanzable.
Ley, derecho, justicia y bien común como fundamentos éticos para una valoración de la Inteligencia Artificial (ia)
Para una valoración de la ia, también es necesario considerar la vinculación entre la ley y el derecho, que constituyen el fundamento de la actividad humana justa y orientada al bien común, entendido como bien del universo entero al que todas las cosas tienden (Suma Contra Gentiles, iii, 16, 6.), a la vez que indagar si es posible que un artefacto alcance eso. Santo Tomás de Aquino nos enseña que la ley es cierta razón del derecho, de modo que lo justo y lo injusto siempre tiene que ver con la ley o el orden que establece el derecho que es el objeto de la justicia (Suma teológica, ii-ii, q. 57) y que consiste en dar a cada uno lo que es suyo, es decir, su derecho. El derecho es un hecho por el cual a alguien le corresponde algo o le es propio algo (Suma Contra Gentiles, ii, 28). Por eso, la justicia sigue al derecho y lo presupone, mientras que el derecho emana de la ley o del orden de las finalidades establecidas en la naturaleza.
El derecho como objeto de la justicia implica “cierta igualdad de proporción de la cosa exterior a la persona” (Suma teológica, ii-ii, q. 58, a. 10, Resp.). “El derecho o lo justo es algo adecuado a otro conforme a cierto modo de igualdad” (Suma teológica, ii-ii, q. 57, a. 2, Resp.). Pero esa igualdad no es únicamente cuantitativa, sino moral o cualitativa. No se trata solo de cosas, sino de considerar la igualdad bajo la razón de bien (Aristóteles, Ética Nicomáquea, lii, lecc. VII, n.322). Se trata de una perfección que cualifica la relación y lo que se debe, haciendo la acción justa.
Además, el derecho o lo que se debe a alguien, es decir, lo justo, es un bien que puede ser particular o común. De modo que lo justo particular se funda en lo justo legal, pero el bien particular se relaciona directamente con el bien común que es el verdadero bien conforme a la naturaleza de todos y cada uno de los miembros de una sociedad (De Verit. q.22, a.2) (Aristóteles, É. Nicomáquea, i, 1, 1094a25-1094b6). Por eso, los títulos jurídicos tanto en justicia distributiva como en justicia conmutativa han de ordenarse inmediata o mediatamente al bien común, que es el principio más importante del orden jurídico y del orden político, puesto que es la causa final (Suma teológica, i-ii, q. 92, a. 1, ad. 3).
Es importante agregar que, en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, santo Tomás de Aquino sostiene que el ser es análogo (dist., 19, q. 5 a. 2, ad. 1. Vol. i/1.). Como el bien es una propiedad trascendental del ser, la analogía se aplica para determinar el fin último y los medios que se requieren para alcanzar ese fin. De este modo, concluimos que el derecho o lo debido es un medio ordenado por la ley en función de un bien considerado como fin. El bien que es el derecho o lo justo ha de concretarse en acciones que se ordenan según la ley al bien común. Así, el derecho o lo que se debe a alguien y que es lo justo es objeto de la justicia y de la prudencia, porque hay que conocer la ley o el orden que establece lo que es objetivamente justo.
En este punto, es importante volver a mencionar que la prudencia es una virtud intelectual y moral, la justicia una virtud moral, y la virtud moral es virtud en sentido pleno, porque no solo nos da a conocer lo que conviene como lo hacen las virtudes intelectuales, sino que garantiza el buen uso de la facultad. Esto resulta imposible para la ia porque únicamente es capaz de imitar parcialmente las funciones intelectuales, operando de maneras predeterminadas y nunca realmente autónomas.
Para que la ia sea capaz de realizar un discernimiento moral, tendría que considerar dos actos: uno, el derecho, otro, la justica como objeto del derecho, porque una cosa es el poder jurídico y otra lo justo objetivo, que es el objeto del poder jurídico. También, tendría que ver que son distintos el derecho como la cosa justa y la ley que determina lo que es justo o no. Respecto a lo que es justo, hay una relación entre las acciones, el poder y la ley debido a que las acciones, el poder y la ley tienen como objetivo común, lo justo; estas tres cosas se vinculan con lo justo análogamente. En el orden lógico o de los conceptos, el derecho o lo justo es el analogado principal, las acciones, el poder y la ley, los analogados secundarios. Lo justo o el derecho, que es el analogado principal, incluye a los analogados secundarios tanto en el derecho considerado como objeto de la justicia (débito o crédito) o como objeto de la ley (Lamas, p. 54 ss.).
Santo Tomás de Aquino define la ley como: “Cierta ordenación de la razón al bien común, promulgada por aquel que tiene a su cargo la comunidad” (Suma teológica, i-ii, q. 90. a. 4, Resp.). De modo que se trata de una ordenación de la razón, es decir, de una regla o medida en la que la inteligencia es un primer principio de los actos humanos. Esto es así porque la razón tiene como función ordenar al fin, que es el que mueve como primer principio las acciones (Suma teológica, i-ii, q. 91, a. 2). En esa ordenación, hay dos inteligencias o razones: la humana y la que ordena todo el universo como causa de él; por tanto, hay dos leyes: la humana y la ley del universo que santo Tomás de Aquino considera como ley eterna o divina, de la que derivan todas las demás leyes y puede ser alcanzada por las solas fuerzas de la razón humana.
Lo anterior es muy importante, porque lo que los humanos vemos primero es la ley humana de la que vamos deduciendo que hay una ley divina y un Dios como fundamento último de toda ley, en cuanto Él mismo es Ley. Por eso, en el orden lógico, el derecho es anterior a la ley, pero en el orden de la perfección y la causalidad, la ley es lo primero, porque primero es el orden que ya está establecido en la naturaleza de las cosas, y de él emanan los derechos. En este caso, la ley eterna es el analogado principal con analogía de proporción o atribución intrínseca, es decir, fundada en la relación de causa-efecto y con analogía de proporcionalidad propia, fundada en distintas proporciones que se dan en el ser, porque la Inteligencia de Dios rige a todo el universo jerárquicamente (Suma teológica, i-ii, q. 91).
Posteriormente, se sigue que esa ley, cuando la descubre el hombre con su razón, se llama ley natural (Suma teológica, i-ii, q. 91, a. 2). El hombre descubre los primeros principios que regulan el orden práctico y que son evidentes por sí mismos, universales, inmutables e indispensables, que están insertos en el primer principio del orden moral, que es la sindéresis, y que se enuncia como el deber de hacer el bien y evitar el mal (De Verit. q.16, a.1). La naturaleza es el primer principio de operaciones o de actividad de los entes, pero en el hombre ese principio adquiere un carácter formal, porque gracias a su inteligencia es capaz de conocer la sindéresis y la ley natural, de la que se deducen leyes o normas que son conclusiones de algo que solo está parcialmente determinado por la ley natural, pero que el hombre tiene que aplicar a casos concretos (Suma teológica, i-ii, q. 95, a. 2).
Por eso, hay que distinguir el orden moral del jurídico, porque lo jurídico, en sentido positivo, es solo una parte de lo moral que se exige para la vida pública. Es evidente que la parte jurídica de todas las actividades humanas depende y se subordina al orden moral. También, es importante considerar la relación entre el derecho y la ley para determinar si un acto es bueno, es decir, justo. El derecho se fundamenta en la ley moral, cuyos principios son aprehendidos con evidencia inmediata e intrínseca. Los derechos pertenecen a las personas y son medios para cumplir con la ley moral. Por eso, la persona debe respetarlos, ya que son necesarios para que el hombre alcance su fin.
Para que la ia pudiera hacer una valoración moral o ética, es muy importante aclarar esos fundamentos, porque si no considera esas relaciones o las considera erróneamente, eso conduce a la negación de los derechos naturales, del orden jurídico y, en última instancia, del estado de derecho. El problema es que la ia no puede realizar autónomamente esas relaciones, pues solo hace lo que ha sido programado por una inteligencia que no puede programarla para discernir puesto que, como hemos visto, el discernimiento implica los hábitos intelectuales y también los morales como la prudencia y la justicia, que no dependen en todo de la inteligencia, sino que intervienen otras facultades.
Un último punto que ya habíamos mencionado es que, a partir de la modernidad, sobre todo con Kant, obligación y moral se identifican, y así se altera el orden (KpV A 58-59, AA V, pp. 32-33). Si la inteligencia humana no es capaz de conocer un orden moral objetivo, solo quedan los consensos sobre la base de intereses generales o de grupos para determinar lo que es justo, y ese error puede aplicarse a la ia con el peligro de que se cometan injusticias muy graves, porque la experiencia muestra que lo intersubjetivo o lo consensuado no siempre garantiza que se alcancen la verdad y el bien. En todo caso, para que la ia pueda operar rectamente, se requieren la veracidad y rectitud de los que las programan, lo cual exige la superación de los sistemas agnósticos y reduccionistas.
Conclusiones
Desde la perspectiva de santo Tomás de Aquino, la llamada ia no es inteligencia en ningún sentido, porque no es una facultad o potencia activa que tenga capacidad real de mover, sino un instrumento que solo cuenta con potencia pasiva, es decir, con capacidad de ser movido por una inteligencia y una voluntad que son facultades de un sujeto de responsabilidad y de deber, que cuente con las exigencias intelectuales y morales de una ética realista y objetiva que le permita obrar conforme a la naturaleza. Por no ser potencia activa, la ia es incapaz de realizar la primera operación de la mente humana, que es la simple aprehensión y consiste en abstraer la esencia universal a partir del conocimiento de los entes singulares, para posteriormente formular juicios que puedan ir más allá de lo que se haya programado, pues hay que destacar que un instrumento tecnológico no es capaz de desarrollar conciencia ni voluntad libre.
Aunque a la luz del pensamiento de santo Tomás de Aquino la ia no puede ser considerada inteligencia, sí se puede reconocer que se trata de una tecnología capaz de recabar y combinar datos elaborando sofisticadas estadísticas de una manera muy rápida y que pueden ser utilizadas para bien o para mal por personas que son inteligentes y libres. Por esa razón, en la programación y en la interpretación, hace falta que las personas que programan e interpretan cuenten con los principios de una ética realista y objetiva que supere el relativismo del que adolecen muchos sistemas modernos y actuales, desde los que se juzgan los actos humanos y se elaboran algoritmos.
A la luz del pensamiento de santo Tomás de Aquino, también son necesarias las virtudes intelectuales y morales que garanticen el buen uso de la tecnología, pues aun teniendo los principios realistas, para que una tecnología pueda realizar juicios éticos, debería desarrollar operaciones que pertenecen a la combinación de otras facultades sensitivas y apetitivas, así como las virtudes morales como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, que puedan garantizar el buen uso de las facultades y que solo son posibles en las personas.
Por no ser autoconsciente y libre, es decir, persona, la ia no puede ser sujeto de responsabilidad y de deber, lo cual implica una gran responsabilidad por parte de quienes las programan y las controlan. Como hemos dicho, con las bondades que pueda tener, la ia no es capaz de realizar actos morales y exige de quienes las programan una formación ética que implica las virtudes necesarias para conocer la verdad, el bien y realizarlo en los actos concretos. La responsabilidad y el deber moral solo puede depender de las personas que implementan los sistemas, de modo que se garantice un recto uso de estos.
La ia puede ser un instrumento valioso, muy útil y eficiente para procesar gran cantidad de información, elaborar estadísticas y proporcionar al hombre información muy valiosa y ordenada que puede utilizar para infinidad de cosas. Sin embargo, debido a la complejidad del conocimiento y la actividad humana, la veracidad y el buen uso de esa información dependerá siempre de las personas que programan y utilizan dicha información. De modo que, bajo la perspectiva de santo Tomás de Aquino, no se ve que sea posible que la tecnología pueda garantizar un discernimiento sobre la verdad y el bien.
Conflicto de interés
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Notas de autor
Manuel Ocampo Ponce
Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Anáhuac del Sur, Ciudad de México. Profesor investigador del Instituto de Humanidades en la Universidad Panamericana, Guadalajara, México. orcid: http://orcid.org/0000-0003-2895-3340. Correo electrónico: maocampo@up.edu.mx