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Quiceno Osorio, J. D. (2023). Perdón y persona humana: una reflexión sobre la distinción entre aceptación, liberación, perdón y reconciliación a partir de su carácter interpersonal. Perseitas, 11. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4683

PERDÓN Y PERSONA HUMANA: UNA REFLEXIÓN SOBRE LA DISTINCIÓN ENTRE ACEPTACIÓN, LIBERACIÓN, PERDÓN Y RECONCILIACIÓN A PARTIR DE SU CARÁCTER INTERPERSONAL

Forgiveness and the human person: a reflection on the distinction between acceptance, liberation, forgiveness and reconciliation based on their interpersonal character

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4683

Recibido: marzo 16 de 2023. Aceptado: mayo 16 de 2023. Publicado: junio 7 de 2023

Juan David Quiceno Osorio

Resumen

La cultura contemporánea y el contexto marcado por conflictos en el que residimos actualmente exigen el perdón. Especialmente, porque representa el camino a través del cual el ser humano lucha contra el mal. Sin embargo, el perdón se ha erosionado debido a los malentendidos asociados con su aplicación en la psicología y la vida pública. En este sentido, este artículo busca proporcionar una definición del perdón desde su carácter interpersonal. En otras palabras, en este trabajo afirmamos que es en los encuentros cara a cara donde las personas enfrentan el mal, manifiestan su condición de personas y también la esfera de gratuidad a la que responde su realidad más íntima. Así, comenzaremos con la definición común del perdón y examinaremos cada uno de sus elementos constituyentes para presentar una configuración lo más completa posible de su realidad. Esta configuración servirá como un arquetipo para distinguir el perdón de la aceptación de sí, la liberación de sí y la reconciliación. Estas distinciones proponen la idea de que el perdón surge genuinamente de las relaciones interpersonales, allí donde un individuo pide el don de la liberación del mal cometido y otro lo concede libremente.

Palabras clave

Aceptación; Interpersonalidad; Liberación; Perdón; Persona; Reconciliación.

Abstract

Contemporary culture and the conflict-laden context in which we currently reside demand forgiveness. This is particularly vital as it represents the path through which humans combat evil. However, the act of forgiveness has eroded due to the misconceptions associated with its application in psychology and public life. In this regard, this article seeks to provide a definition of forgiveness from his interpersonal character. In other words, this work affirms that it is in face-to-face encounters where persons confront evil, manifest their status as persons, and also the realm of gratuitousness to which their innermost reality responds. Thus, we will begin with the common definition of forgiveness and scrutinize each of its constituent elements to present as comprehensive a portrayal as possible of its reality. This portrayal will serve as an archetype for distinguishing forgiveness from self-acceptance, self-liberation, and reconciliation. These distinctions propose the idea that forgiveness genuinely emerges from interpersonal relationships, where one person asks for the gift of freedom from the committed evil, and another freely grants it.

Keywords

Acceptance; Forgiveness; Interpersonally; Liberation; Person; Reconciliation.

Introducción

Un acto, y a veces una palabra, basta para cambiar cualquier constelación. (Arendt, 2005, p. 218)

El problema del perdón está intrínsecamente ligado al misterio de la existencia humana y a nuestra condición de personas porque, por un lado, el perdón tiene que hacer cuentas con la realidad del mal. Es decir, el ser humano parece el único ser capaz de tomar conciencia del mal y, además, de causarlo intencionalmente. Se trata de una realidad sobre la que hemos reflexionado por siglos, y que sigue y seguirá siendo piedra de tropiezo para cada ser humano concreto. Por eso la reflexión del perdón toca las heridas de la historia y pone en frente una realidad profundamente humana. Por el otro lado, el perdón es un acto en el cual se muestra todo el poder milagroso del discurso, la necesidad de la relación con la alteridad y, en última instancia, la presencia de aquello que lo trasciende. Dada la magnitud casi sin límites del mal, que parece tener lugar “entre los hombres” (Arendt, 2005, p. 225), solo algo más allá del orden humano se muestra con el poder de contenerlo. Por eso, el perdón se ha asociado rápidamente al ámbito religioso. Es decir, al ámbito de la relación del ser humano con lo trascendente.

En referencia a la primera idea expuesta, hay que decir que el mal es una realidad sumamente difícil de comprender, más aún cuando se padece en primera persona. Esa complejidad teórica y práctica impide que cuando se habla del perdón se pueda distinguir fácilmente el plano en que se desarrolla cada una de sus dinámicas.1 Por eso se evita que, al hacer un discurso teórico sobre el problema del mal y el perdón, se pierda de vista la vida concreta de los seres humanos, pues en ella el mal tiene la capacidad para asfixiar sin piedad y otorgar o pedir perdón puede ser sumamente complicado. Cuando nos arrancan a alguien usando violencia, padecemos una enfermedad o un dolor crónico por un error ajeno, ofenden nuestra dignidad o nos agravian públicamente, no parece tan sencillo distinguir entre lo que es fruto de las consecuencias del uso de nuestra libertad, de la libertad de los otros, del destino, las circunstancias o el principio responsable que se invoque.

Tampoco es simple distinguir el mal objetivo que causamos o nos causan de la experiencia subjetiva que desencadena. No todos experimentan los mismos males con igual intensidad. Perder un bien material preciado por la razón que sea puede ser un mal que causa dolor. Sin embargo, para quien tiene otros bienes parecidos puede ser un mal menor, mientras para quien tiene ese solo bien, la pérdida puede resultar una verdadera catástrofe. El asunto no es cuantitativo, sino que el mal se experimenta con mayor o menor intensidad según la propia realidad, contexto y forma de interpretarlo. Asumiendo esto como un hecho, bien se puede decir que vivimos en un contexto débil frente al mal y por eso con menos capacidad para perdonar. Vivimos en un tiempo que ha abusado y desgastado su capacidad de dar y pedir perdón.

No obstante, el aspecto existencial del perdón y del mal no puede hacernos perder de vista que su realidad reclama un grado de definición. Sin contorno, sin límite, el mal no se puede comprender y se le deja campo libre para que siga operando y alterando el entramado de las relaciones humanas. Pedir perdón y perdonar proponen, en ese sentido, un proceso de delimitación que hace a la persona capaz de reconocer el mal sufrido,2 de reconocerse y reconocer al otro en tanto personas, reconocer la experiencia del mal y la forma de afrontarla, aceptarla, enmendarla e integrarla en la propia trama de vida.

Esta necesidad de contorno es fruto del poder milagroso del discurso. El perdón como acto de discurso manifiesta la capacidad de circunscribir el mal causado e, incluso, de evaporarlo. El perdón, por ello, es un acto propiamente personal y nace de la gratuidad del orden interpersonal, de la conciencia moral y de la potencia de la libertad. Es claro que las consecuencias del mal son irrevocables. Algunos casos son más representativos en este aspecto. La vida, por ejemplo. Una vez que hemos perdido un familiar por causa de la violencia, no hay posibilidad alguna de que la justicia satisfaga el desequilibrio y el dolor que causa la muerte. Sin embargo, el perdón pone un límite al mal, lo convierte en algo objetivo, y redimensiona la experiencia personal. Por eso, el ser humano inicia un proceso (Crespo, 2016, p. 69) a través del que se va liberando de los sentimientos asociados a la actuación y padecimiento del mal (Cázares-Blanco, 2020, p. 50), es decir, la vergüenza, la culpa, la rabia, el deseo de venganza, el deseo de olvido, el autoengaño, etc. Con ello, separa al otro de su acción, deja de verlo como el objeto que desencadena su dolor y frustración, y le devuelve el estatus de persona. Lo ve como otro de sí. No como el que ha cometido un mal, sino como a quien se le puede liberar de él. La mirada personal se reestablece.

Este modo de comprender el perdón pone sobre la mesa el hecho de que se necesita la presencia del otro. Al igual que otros actos propios de la persona, no se puede realizar solo para sí. El perdón reclama la gratuidad de la petición y la gratuidad de la recepción. Sin estas disposiciones, no aparece propiamente, sino que lo hacen distintas formas de justificación, ahogo del sentimiento de culpa o mera compasión. El perdón es un acto interpersonal.

Serán estos aspectos los primeros que analizaremos. Es decir, por un lado, la relación entre persona, acto y perdón y, por otro, el aspecto relacional del perdón que manifiesta al ser humano como éticamente responsable frente a los otros y frente a Dios. De esta manera puede emerger lo que denominamos el sentido propio del perdón. Con ello podremos distinguirlo de la aceptación del mal cometido, del ejercicio de liberación del resentimiento o de la culpa y también de la reconciliación. El perdón no supone restaurar un orden previo, supone un nuevo inicio. En ese sentido, perdonar no significa que “todo vuelve a ser como antes”. En el perdón hay algo de memoria, en tanto se libera el mal pasado, y algo de promesa, en tanto se propone actuar de otro modo. Veremos así en qué modo es un acto que cuenta con el tiempo y que supone un contacto con las discontinuidades fenomenológicas temporales que evocan la nostalgia de lo eterno.3

Persona y acción

Dado que la reflexión del perdón ha asumido una equivocidad debido a la diversidad de perspectivas con las que se ha abordado, consideramos que sería pertinente partir de una definición común del perdón para presentar sus elementos a la par que delimitamos su realidad más propia. En ese sentido, el diccionario es un aliado perfecto. La RAE en sus dos acepciones iniciales indica que el perdón es “acción de perdonar” y “remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente” (Real Academia Española, s.f., definiciones 1-2). Estas definiciones arrojan algunos aspectos fundamentales sobre la naturaleza del perdón que podemos escrutar cuidadosamente.

En primer lugar, se define el perdón como una acción, lo que marca su tipo de realidad. La acción es propia de los seres humanos en cuanto implica algunos de sus atributos personales en sentido clásico: la conciencia y la libertad.4 Los animales actúan sobre el mundo, lo usan según sus necesidades e incluso, pueden llegar a utilizar algunos materiales como herramientas para alcanzar sus propios fines. El ser humano, además de este tipo de actividad que normalmente llamamos técnica, puede también transformar el mundo que lo rodea (tecnología) y realizar actos que solo competen a su realidad de ser humano (moralidad, cultura, religión). Así, por un lado, puede realizar obras con la materia a disposición que asumen una forma específica y determinada. En este tipo de acción que hoy denominamos tecnología se fabrica algo, se pone en el mundo y los seres humanos se hacen responsables en forma directa por él, aunque pueda ser usado o interpretado en diversos modos en tanto adquiere una cierta autonomía frente a su fabricador. Por el otro lado, los actos humanos implican la realidad entre las personas. Por eso, los reconocemos como morales, culturales o religiosos. Es decir, causan algo bueno o malo en los otros o en mí en tanto seres personales que puede desencadenar múltiples consecuencias o puede perdurar entre los hombres de múltiples maneras, por ejemplo, en forma de herida, dolor, memoria, arte, historia, piedad, liturgia, etc.

Dado que tanto lo moral, cultural y religioso como lo técnico y lo tecnológico son formas de manifestación humana,5 todo lo que hace el ser humano se puede llamar acción, aunque su calificación pueda especificar el modo de realización y las consecuencias que se desencadenan. En el caso de la técnica y la tecnología, aparentemente más visibles, en el primer caso, más perdurables, pero supuestamente más invisibles.

Además de este carácter de exposición de la persona a través de su ser causa de algo en el mundo que desencadena una serie de consecuencias en grados visibles e invisibles, la acción exige, en segundo lugar, la presencia de otras personas. Es más, sin personas no hay acción. La acción es un producto propiamente personal. Así también piensa Arendt (2005) cuando dice que

la acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en aislamiento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad de actuar. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere de la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto aislado. (p. 216)

Según Arendt, las acciones son propiamente lo que manifiesta la posición del ser humano en el mundo, nunca aislado, sino puesto siempre en trama, en un mundo configurado y, en nuestros términos, en comunidad. Hay que agregar a esto que incluso si estas acciones fueran realizadas en forma aislada, donde nadie ve, no dejan de manifestar la exigencia de la presencia de los otros. En tal caso, la presencia es inmanente y necesita una explicación ontológica de carácter ulterior que no abordaremos en este estudio.

En tercer lugar, aunque esto queda un poco velado en la definición que hemos asumido como hoja de ruta, el perdón es una acción de tipo discursiva. Se perdona con la palabra. La expresión te perdono tiene la fuerza para causar un evento que, en este caso, reconocemos como remisión de la pena, ofensa, deuda u obligación adquirida. El perdón, como acción discursiva, es performativo, como diría Austin (1962), lo que significa que causa o realiza lo que dice (pp. 6-7). Es también pragmático, como mencionaría Searle (1969), ya que compromete intencionalmente al agente (p. 30). Además, es hermenéutico,6 en línea con las ideas de Ricoeur (2000), ya que revela la concepción del sí mismo en lo dicho. Asimismo, se puede entender como una experiencia personal, siguiendo la perspectiva de Wojtyla (2011), en cuanto expone el poder que es propio solo de los seres humanos y los muestra como personas (pp. 41-42). Además, cabe agregar que el perdón es interpersonal, ya que se realiza a partir de la diferencia personal y tiene el poder de unir y distinguir de manera máxima a las personas.

En esta medida, la dimensión discursiva del perdón muestra uno de sus aspectos esenciales: su eficiencia performativa depende de la relación. El perdón solo existe cuando pone frente a frente a dos personas. Una que, confesando su mal, pide perdón, y otra que perdona; una que ha sido ofendida y otra que ha ofendido; una que libera y otra que es liberada del mal realizado. La acción discursiva que remite, satisface o libera de una ofensa, obligación o deuda es eficiente y eficaz porque un ser humano libre y consciente pide perdón por la espontaneidad de su corazón, y porque otro ser humano libre y consciente acepta entregar el don de la libertad sobre el mal cometido a pesar de que eso suponga un grado de injusticia.

Al llegar a este punto de la argumentación, nos sentimos conducidos a preguntarnos naturalmente de dónde surge la eficiencia del perdón. Aunque aquí ya abandonamos la definición de la RAE, debemos dar un paso adelante en reconocer que quizá hay algo que se pierde al remitir la deuda del otro, si bien no siempre en su totalidad. En ese sentido, el perdón, como el acto de liberar al otro del mal cometido tiene, en cuarto lugar, un elemento de dar sin esperar nada a cambio o, en otros términos, de gratuidad. Es más, su potencia parece provenir de la gratuidad. Por eso aparece emparentado con algunos otros actos interpersonales que provienen de ese orden como el amor, la empatía, la hospitalidad, la promesa, etc. En ese sentido, el perdón está más allá del desinterés y de la utilidad, y se diferencia del olvido (dejar pasar), de la justificación (proponerse razones para no romper la relación con el otro por simpatía), de mitigar las emociones negativas (liberación interior) o del deseo de venganza (deseo de pagar con la misma moneda o dañar al otro para satisfacer la propia ira u odio). El perdón es un ejercicio de magnanimidad máxima, interna y externa. No excusa del enfrentamiento con el otro cara a cara, de pedir el perdón, y supone una disposición de desprendimiento que hace posible que al decir te perdono el mal sea arrancado desde su raíz. Aquí el perdón encuentra su parentela con la nobleza misma del ser humano, con su bondad original y su capacidad para hacer el bien por encima del mal. Si bien el perdón se pide (es condicionado y, en ese sentido, propone un vínculo casi ineludible cuando el perdón es honesto), esa petición surge de la gratuidad. En ese sentido, sin esa nobleza que aparece como constitutiva de la existencia,7 no habría posibilidad alguna de que el ser humano pueda perdonar a alguien. Por eso, su conexión con lo que lo precede. No se adquiere el poder de perdonar, como no se adquiere el ser persona (Serretti, 2008, pp. 93-100), sino que se tiene por constitución, porque se ha recibido y porque cada acto personal manifiesta el origen del cual se proviene.

La gratuidad del perdón es en el fondo una manera de liberar, de decidir dejar ir gratis lo que el otro ha tomado sin nuestro permiso. Así, aparece en quinto lugar, que el perdón remite, salda, extingue una falta, un vacío, una deuda contraída por el mal cometido. Aunque esta remisión causa una liberación en dos direcciones. Tanto en el que lo ofrece como en el que lo recibe. El fruto del perdón, por ello, permite que se puedan emprender nuevos cursos de acción (Arendt, 2005, p. 265). Sin embargo, habrá que preguntarnos a qué tipo de liberación nos referimos y si en ella está incluida la posibilidad de separar a la persona de sus actos. ¿Se juzgan los actos y no la persona? O como se dice coloquialmente, ¿se perdona al pecador y no el pecado?

Estas preguntas, que surgen de dilemas éticos de la experiencia común, parecen indicar los dos órdenes en los que se juega el problema del perdón. Nuestra idea es que la interpersonalidad del perdón es la clave de interpretación de esta cuestión. Como decíamos, el perdón es un acto que, al manifestar la esencia relacional de la persona, tiene la capacidad para unir y distinguir simultáneamente. Se perdona a la persona como responsable de algo y, al hacer eficiente este poder humano, se indica que la dignidad humana está por encima de la maldad de sus actos. En ese sentido, se mantiene la unidad dinámica de la persona con sus actos —pues la persona no puede existir sin su naturaleza y la perfección de la naturaleza es la perfección de la persona— pero se manifiesta la trascendencia de la persona sobre cualquier objetivación natural u operativa. Con ello, además, se corrobora el hecho de que el perdonar se erige sobre un juicio inicialmente objetivo y verdadero que permite vislumbrar la naturaleza humana en su contexto y notar que, a pesar de ello, ese juicio es siempre imperfecto e insuficiente en referencia al ser de la persona.8 En consecuencia, cuando se habla de desligar a la persona de sus actos, se refiere estrictamente al hecho de que quien perdona y quienes son perdonados recuperan la dynamis para emprender actos nuevos sin estar atascados en el pasado, pero el acto y ciertas consecuencias seguirán siendo parte de su historia. Por eso se suele decir que, en el perdón, grosso modo, se desliga al agente de su acto o, en otras palabras, “se perdona al culpable, dejando presente lo imperdonable del acto” (Lythgoe, 2008, p. 45).9 El fruto de esta acción es el crecimiento de la libertad. Se es nuevamente libre para. Lo hecho se integra en la trama de los agentes y pacientes implicados, en su identidad, pero ahora es posible que deje de ser un peso que impida que la existencia humana continúe el movimiento hacia su finalidad.

La libertad que propone el perdón no siempre ocurre de inmediato, sino que en buena parte de las circunstancias de la vida supone, además, un trabajo de duelo. Se debe dejar ir para poder aceptar e integrar el pasado con dignidad.10 De otro modo, el ser humano se hace esclavo de sus actos e incapaz de desenvolverse de otra manera. En palabras de Escríbar Wicks (2011), “si no contáramos con el perdón liberador, quedaríamos para siempre amarrados a un solo acto, de cuyas consecuencias indefinidamente multiplicadas, jamás podríamos liberarnos” (p. 27). Aunque habría que agregar que, si no contáramos con el poder creativo de la libertad, no podríamos imaginar un futuro distinto. Es decir, “el pasado queda abolido cuando ya no podemos recogerlo activamente o sea proyectarlo, ni para retenerlo, ni para borrarlo” (Begué, 2011, p. 6). En efecto, cuando se queda atrapada en el pasado, parece debilitarse la fuerza innovadora de la persona y, tanto quien comete el daño como quien lo padece, se hace casi incapaz de proyectarse al futuro. Por eso, la consecuencia del perdón se da simultáneamente en el agente y en el paciente. Liberar es, así, el efecto del perdón que es capaz de unir y separar a las personas, sus actos y sus vidas dentro de la historia.

Recapitulando los cinco elementos analizados a partir de la definición común en castellano del perdón, decimos que se trata, entonces, de una acción discursiva, interpersonal y gratuita, que distingue y libera a las personas del mal y las reconstituye en su dignidad. Con estos elementos, en los que se podría profundizar con mucho mayor detalle desde distintas perspectivas complementarias, es posible distinguir el perdón de ciertos usos impropios, hoy comunes, de actos que se le asemejan. En particular dos. En primer lugar, los actos de aceptación y liberación personal que algunos psicólogos se empeñan en llamar perdón a sí mismo. En segundo lugar, los actos públicos o legislativos con los que se condonan deudas, se aminoran penas y se busca la paz social que se puede denominar perdón social. Se trata de una discusión que filosóficamente ha tenido una enorme importancia en el último siglo a partir de la Segunda Guerra Mundial y de la que emerge la diferencia entre el perdón y la reconciliación.

Aceptar y liberarse

Cuando nos ocurre una desgracia y nos reconocemos como responsables de haber dañado a alguien que queríamos o de haber arruinado nuestras propias posibilidades, resulta coherente preguntarse si no solo es posible pedir perdón a quien hemos hecho daño, sino a nosotros mismos. Este es, a grandes rasgos, el uso terapéutico de lo que se ha denominado el perdón a sí mismo (Prieto-Ursúa y Echegoyen, 2015, p. 230). Nos sentimos agredidos por nosotros mismos, dañados por nuestros actos o por la falta de voluntad para realizarlos. Esto desata ira, fastidio, rabia contra sí mismo y genera, en buena parte de los casos, dos polos bastante marcados.11 Uno más pasivo y otro más activo. En el primer caso, la persona parece derrotada por la imagen dañada de sí misma, lo que normalmente la hunde en la desidia y la depresión. En el segundo caso, la persona lucha activamente por cubrir el rostro desagradable que ve en sus faltas, lo que normalmente la hace estar ansiosa y con una actitud nerviosa frente a la contrariedad.

Frente a este panorama, la psicología positiva, aun con sus reticencias, encuentra en el perdón un aliado que trae consecuencias positivas a la salud mental (Peterson et al., 2017). En otras palabras, la persona podría “perdonarse a sí misma”, perdonarse por aquellos actos que han traído consecuencias negativas a su vida o a la de las personas que quiere y ha herido. Esto le trae una sensación de bienestar y un estar de acuerdo consigo misma.12 Se encuentra una sana paz al no estar ni frente a un potencial agresor ni frente a una continua víctima. La persona se libera a sí misma de la culpa, restaura su imagen rota y recupera la libertad frente a sí y a los otros. De esa manera, parece que cambia su comportamiento y reemprende su camino, dejando de lado los lastres que se lo hacían más difícil.

Este modo de abordar el perdón tiene evidentes bondades para la salud psicológica de las personas. Sin embargo, hay que decir que no es perdón en el sentido más estricto. Le faltan aspectos importantísimos para denominarse tal y, sobre todo, genera el riesgo de banalizar el perdón. No porque lo implicado en ese proceso, como reconocer las propias faltas y querer enmendarse sea fácil, sino porque el cara a cara que exige el perdonar, implica una disposición que no todos tienen, desnuda las reales intenciones del corazón y libera al ser humano del egocentrismo que contradice su naturaleza. Así, al autoperdón le falta definir en qué sentido la persona misma podría considerarse simultáneamente agresor y víctima, por un lado, y cómo entra en juego la gratuidad de su realidad por otro.

En el primer caso, la persona se puede considerar de forma predominante víctima o agresor. Sin embargo, cuando se considera víctima, seguramente no lo es de las circunstancias impersonales, sino de sí mismo. La persona se agrede con su desgobierno. Considerarse víctima, que en algunos otros casos está ligado a transferencias de culpabilidad o al dolor que produce el mal padecido, es una forma de manifestar la incapacidad para salir adelante por los propios medios. Se está en estado de víctima cuando la pasividad es máxima, cuando el otro ejerce un poder sobre sí que aminora, daña y del que no es posible defenderse adecuadamente. En ese sentido, al declararse víctima de sí mismo, la persona dice que no puede defenderse adecuadamente de su realidad o más claramente, de sus vicios, pensamientos y emociones. Por eso es importante decir que el perdón a sí mismo en este caso es más propiamente un proceso de reconocimiento de sí que lleva a la aceptación. La persona empieza a verse nuevamente como es, se reconoce y acepta su realidad; para ello la terapia en tercera persona puede ser sumamente útil. Para poder seguir adelante y recuperar el poder cedido al desgobierno de sí misma, se necesita siempre, como primer paso, reconocer que hay algo que se ha hecho mal y que ello es lo que causa el propio sufrimiento. Afrontar esa debilidad que rompe con la propia imagen es el camino mismo de la aceptación de sí.13

Cuando, en cambio, la persona se considera agresora de sí, en el fondo se ve con una fuerza que no puede contener. Ejerce violencia sobre sí misma y se castiga justicieramente. La persona es jueza implacable de sus actos y cualquier error o daño le resulta intolerable. Es claro que esta forma de verse a sí misma frente al mal realizado, porta consigo una enorme ira y un deseo de venganza que se encarniza sin tregua sobre la propia persona. Se está en estado de agresor en actividad máxima, el ataque sobre sí parece la mejor manera de defenderse del mal causado y del error que permanece en forma de culpa o dolor moral. Detrás de esto suele haber una imagen rota de sí que se quiere mantener a toda costa. En algunos casos sobrevalorada y, en otros, profundamente aminorada. Quizá, en realidad la persona no se perdona a sí misma por esta agresión, sino que propiamente se libera de ella.

Esta liberación se explica mejor con los actos que se hacen para que el daño que otras personas nos han causado —y no han querido o no han podido pedirnos perdón por distintas razones— se vaya. En otras palabras, dado que no se les puede perdonar porque no han pedido esa gracia, la persona toma la decisión de liberarse de su mal para que no le cause más daño. Así, nos liberamos de su dominio y con ello, la ira se troca en compasión. Sería lo mismo que sucede cuando la persona se considera agresora de sí misma. Es decir, lo que realmente ocurre es que la persona decide liberarse de su propio entrampamiento. Esto no es propiamente perdón dado que, al considerarse su propia agresora, la persona pretende evitar a toda costa reconocer su vulnerabilidad. En ese sentido, es importante decir que el perdón a sí mismo en este caso es más bien un proceso de reconocimiento de sí que lleva a la liberación. La persona restablece la mirada sobre sí, deja de experimentar su vulnerabilidad como algo intolerable y empieza a reconocer sus debilidades como parte de su vida. Así, aminora su deseo de dominio y su ira se va evaporando, a la par que experimenta nuevamente libertad sobre sí.

Estos procesos, que hemos descrito con una aproximación psicológica, nos sirven para mostrar el punto sobre el que insistimos: el perdón es un acto reservado para el cara a cara, no existe el perdón a sí mismo.14 Lo que la psicología denomina perdón a sí mismo son procesos de aceptación y liberación. De esta forma, al perdón a sí mismo le falta la diferencia personal y, como diremos a continuación, esto se expresa en la falta de gratuidad tanto de su donación como de su recepción.15

El perdón implica, como ya se sabe, la libertad. En el perdón a sí mismo hace falta, no la conciencia del mal, sino la libertad de que el perdón sea rechazado. Puedo no querer pedir perdón y el otro puede rechazar mi pedido. El perdón está sujeto a la impredecibilidad de la libertad humana. Puedo no recibir el perdón y no desligarme del mal cometido, aunque bien podría interiormente liberarme de ello. El perdón se emparenta así a los actos que invocan la gratuidad como su fuente originaria. Esto es lo que parece conducir a Derrida (2015), mientras analiza los textos de Jankélévitch, a afirmar que el perdón solo surge del reconocimiento de que lo hecho es imperdonable (p. 48). Aunque con ello convierta la cuestión del perdón en algo casi prohibitivo y solo apto para algunos hombres de nobleza extraordinaria. Ricoeur (2000) parece del mismo parecer cuando analiza el amor y el perdón a los enemigos que Jesús propone como verdadera manifestación de la identidad cristiana. Quien merece lo mejor del ser humano no es su cercano o su amigo, sino su lejano y enemigo. En el amor a quien no lo merece o no se le debe, se manifiesta el completo desinterés de la naturaleza del perdón (pp. 615-616). Solo en la ruptura con la reciprocidad, con el deber o el intercambio mercantil es posible encontrar la naturaleza gratuita del perdón.

Aunque estos pueden ser ámbitos en donde la gratuidad del perdón y la manifestación de la asimetría entre los hombres alcanza un altísimo pico, no es necesario llevar la cuestión hasta ese punto. Tampoco abolir la reciprocidad o su carácter condicionado. Convertir el perdón en algo imposible es algo igual de pernicioso que banalizarlo. No obstante, estos razonamientos sirven para desnudar el hecho de que el perdón solo es posible porque es gratuito, no utilitario ni instrumental ni al bienestar, ni a la paz, ni a la comodidad social ni incluso a que alguien lo pida honestamente.16 Es decir, podemos pedir perdón y no recibirlo o podemos querer ofrecer el perdón y que no nos sea pedido. Por eso, ni la gratuidad ni la condicionalidad son contradictorias, aunque lo parezcan y supongan una dificultad que solo se resuelve con una adecuada visión de la relación entre lo natural y lo personal. En ese sentido, se trata de dos órdenes compenetrados que, sin embargo, no se extinguen mutuamente. Es decir, el perdón exige ser pedido, pero solo se pide o se entrega libre y gratuitamente. Esto sirve también para aclarar que la gratuidad del perdón surge de nuestro carácter personal. En atención a esto, se podría reconocer que el poder de perdonar no se adquiere ni con el tiempo ni con la pureza de la intención, aunque se pueda crecer en la disposición para ello, sino que es constitutivo de la persona, proviene de su ser experimentado para la comunión. De esa manera, puede dar y recibir perdón, puede no querer darlo y negarlo, incluso si lo ensucia esperando furtivamente algo a cambio.

En esta gratuidad se manifiesta el doble orden del perdón y su carácter interpersonal. Por un lado, es algo que el ser humano tiene al alcance de la mano. Por otro, es tan insondable como su ser personal mismo. De aquí que el orden de la gratuidad no destruya la justicia o la reciprocidad, por el contrario, las supone para conducirlas a su verdadera finalidad. Por eso no exige la pureza absoluta del corazón, pero tampoco tolera la hipocresía; existe como acción que personaliza. Lleva al ser humano hacia la realización de su ser a pesar de sus imperfecciones. Así, lo asimétrico del perdón aparece como incondicionado (Ivic, 2021, p. 7) sin por ello hacer imposible que los hombres puedan pedirse perdón mutuamente por daños “menores” o por aquellos “injustificables”.17 Mientras estén frente a frente los seres humanos podrán siempre pedirse perdón y allí aparecerá la verdad de sí-mismos confrontada con la mirada del otro; por eso la confesión de los secretos del corazón es liberadora.

Perdón y reconciliación

El perdón tampoco es reconciliación.18 Son dos acciones ligadas dentro de las dinámicas de las relaciones humanas, pero tienen algunas diferencias fundamentales que deben ser remarcadas por el bien de ciertos procesos interpersonales y sociales que continuamente se viven en la historia de la humanidad. Esto si inicialmente consideramos la reconciliación como una acción pública de restauración de las relaciones originarias. Es decir, si la reconciliación de la guerra o de la separación, por ejemplo, fuese la paz o la unión respectivamente, entonces la reconciliación implicaría, en ese sentido, un volver a un estado original perdido por causa de una agresión, un daño o un proceso de desavenencias que termina en una ruptura en la que también participan terceros.

Como bien han mostrado varios autores, el perdón no implica necesariamente la restauración de las relaciones originarias (Sandrin, 2014, p. 51ss). Se puede perdonar la infidelidad de una pareja o la deslealtad de un amigo, pero no significa que las relaciones vuelvan a ser como antes. En algunos casos, esto nunca sucede. Por eso el perdón puede instaurar un proceso que tiene como finalidad la reconciliación y esta, a su vez, instaura un proceso de perfeccionamiento de las relaciones humanas. Sin embargo, queda claro que raras cosas comienzan nuevamente de cero. Al menos, no para los seres humanos. Por eso la reconciliación tampoco es una mera restauración de las relaciones originarias, pues en el fondo lo que propone más bien es una recapitulación que marca el nuevo inicio de una vía larga de comunión, que probablemente nunca estará del todo terminada. La reconciliación acentúa el carácter ético, político y teológico de la existencia personal. El mal dejará siempre sus heridas en la historia de los hombres. La acción de la reconciliación no apunta a borrarlas, sino a sanarlas e integrarlas en el camino de las sociedades y de toda la humanidad hacia su finalidad última. El sentido de la reconciliación parece ser que el bien reine entre los hombres por encima del mal causado por las continuas agresiones, lo cual no puede suponer, en ninguna circunstancia, forzar o instrumentalizar el perdón. Es decir, exige procesos distintos que para algunos toman más tiempo, en los que no se puede pretender que todos ganen o pierdan por igual19 y en los que los seres humanos siguen siendo libres para dar o recibir el perdón. De aquí que la reconciliación conecte con la nobleza esencial de la persona que habíamos mencionado, pero no en cuanto la precede, sino en cuanto la trasciende. El ser humano busca la reconciliación como busca el perfeccionamiento de su ser personal. Cada uno de sus actos en esta dirección manifiesta la finalidad inmanente y trascendente a la que está orientada toda su existencia personal. La reconciliación debe ser gratuita como el perdón. Por eso cuando hay intereses humanos demasiado explícitos, los procesos políticos de reconciliación suelen autodestruirse.

En esa medida la reconciliación exige, entonces, el perdón, aunque sea solo políticamente representativo, mientras el perdón no exige necesariamente la reconciliación. Esta distinción parece importante para exponer un punto fundamental: las peticiones públicas de perdón no son perdón en sentido estricto, aunque sus finalidades coincidan en la reconciliación de los hombres con los hombres y de los hombres con Dios. Es decir, los actos públicos proponen el camino de la reconciliación usando ciertas facultades propias de las instituciones para tomar decisiones en favor de un nuevo inicio. En ese proceso, lo normal es que al principio no todos estén de acuerdo. Especialmente porque, tanto para perdonar como para reconciliarse, el agresor debe mostrarse como mínimo confiable, es decir, creíble y capaz de cumplir sus deseos de no causar algún daño de nuevo.20 Sería muy sano que los agresores mostraran arrepentimiento e, incluso, que fueran capaces de renunciar a las ventajas que les concede su posición violenta. Pero esto no siempre sucede, por eso naturalmente los que se consideran víctimas tienden a rechazar este tipo de actos por considerarlos formas de revictimización y promoción de la impunidad. Sin embargo, si alguna de las partes —aunque desafortunadamente suelen ser siempre los que más sufren— no se desprende de sus deseos, las sociedades e instituciones humanas vivirán de la esquizofrenia que supone, por un lado, el resentimiento y la venganza (Gibu Shimabukuro, 2016, p. 10) y, por otro, el deseo intrínseco de comunión humana que experimentamos y conocemos por sentido común (Serretti, 2011, p. 29).

La naturaleza interpersonal del perdón impide que se confunda, entonces, con la reconciliación social que buscan ciertos actos representativos en donde “el Estado perdona a nombre de las víctimas” (Muñoz, 2012, p. 317).21 Como comenta Ricoeur (2000) haciendo alusión a este tipo de actos: “la paradoja es que las instituciones no tienen conciencia moral y que son sus representantes quienes, hablando en su nombre, les confieren algo así como su nombre propio y, con éste, una culpabilidad histórica” (p. 611). Además, dicho perdón es falso en tanto se otorga, probablemente, en nombre de personas que las instituciones o los lideres políticos quizá no representen y que “no nos han afligido mal alguno. En ese sentido, hablamos de un falso perdón sin fundamento objetivo” (Cf. Crespo, 2016, p. 86).

Eso no significa que estos actos representativos no sean necesarios e importantes para lograr la reconciliación. Al contrario, el proceso de reconciliación los exige en tanto abren un camino en el que, potencialmente, víctimas y agresores pueden aceptarse, liberarse, perdonarse y reconciliarse mutuamente. Este es un proceso que no es solo de las sociedades en guerra o que viven en conflicto, sino de la humanidad misma (Prada y Ruiz, 2021, p. 7). Pero se acepta entrar en un proceso de reconciliación en el que los seres humanos deben ganar su credibilidad con esfuerzo y virtud. Para que haya reconciliación es imperativo que se viva como perdonado, es decir, libre de las ataduras del mal y realizando cotidianamente la promesa de la no agresión. Esto no implica que las cosas volverán a ser como antes, quizá las parejas nunca vuelvan, las amistades nunca se recuperen o las familias no vuelvan a integrarse. Sin embargo, experimentarán la libertad que les permite iniciar un nuevo camino mirando el pasado sanamente para recordar sus yerros como enseñanzas y convirtiendo el futuro en una oportunidad de perfeccionamiento.

Para algunos la distancia entre el perdón y la reconciliación no se suturará en el tiempo; deberán esperar la fuente misma de la unidad que supone un nuevo inicio, pero donde la comunión no tendrá ya brechas.

Conclusión

Hemos intentado mostrar que el perdón es un acto personal. Es posible porque somos personas, y nuestro origen y finalidad están más allá de nuestro poder, pero al mismo tiempo nos constituyen. Esto es otra forma de decir que el perdón existe no porque haya males imperdonables que desafían el corazón humano y lo llevan al desinterés absoluto, sino porque es el orden propio de su ser persona. El poder del perdón no es algo que el ser humano podría adquirir en el tiempo, precisamente porque manifiesta una trascendencia por sobre lo objetivo de la naturaleza, los juicios humanos y los actos de reciprocidad en cualquiera de sus formas.

El perdón, además, es interpersonal. Es decir, solo existe porque pone a las personas cara a cara, en condiciones de confesar sus acciones y sentir vergüenza por las intenciones secretas de su corazón —aunque no en todos los casos— y a exponerse, a través del discurso, al posible dolor y frustración que causa ser rechazado por la libertad del otro. “El perdón supone enfrentarse realmente al mal” (Martín González & Fuentes, 2012, p. 486). Solo de esa manera es posible que los seres humanos alcancen la libertad que buscan y puedan emprender nuevos cursos de acción, habiendo sanado las heridas de su corazón e intentado reconciliar aquellas de las sociedades humanas.

En este sentido, quisimos establecer la interpersonalidad como la llave que permite descubrir el sentido propio del perdón. La interpersonalidad del perdón muestra su capacidad para suturar las heridas entre los hombres y para distinguirlos de la objetividad de sus actos y entre sí. Abordamos el perdón de esta manera porque pensamos que se manifiesta su realidad relacional más estricta y se puede distinguir de algunos usos actuales que se dan en psicología y en política. En ambos casos, teniendo positivas y loables intenciones, se corre el riesgo de desnaturalizar su realidad y someternos con ello a la imposibilidad de acabar realmente con el mal. Desde estos dos abordajes, se puede decir que el núcleo interpersonal del perdón se muestra como central y primario frente a un polo más interior y otro más exterior.

De esa manera, intentamos llevar la argumentación hacia la distinción entre aceptación de sí, liberación del otro, perdón en sentido estricto y reconciliación. Insistimos en que no existe lo que la psicología llama perdón a sí mismo, aunque hay en esas ideas elementos que permiten analogías cercanas. Es por eso que, dentro de las dinámicas psíquicas, intentamos mostrar que, según la predominancia de la ruptura interior, el ser humano debe lidiar con sus sufrimientos buscando aceptarlos y aceptarse, o buscando liberarse del castigo que él mismo se inflige.

Por último, expusimos la diferencia entre perdón y reconciliación que nos trasladó al ámbito más público de la discusión. La reconciliación es una noción más amplia que la del perdón. El perdón mira la reconciliación, pero no la exige. La reconciliación, por su parte, introduce una dinámica de unidad que suele trascender las generaciones y el tiempo mismo de los hombres. Por esta razón es como un proceso que, pudiendo partir de un acto público representativo, es en realidad el punto de partida para que el perdón exista honestamente entre los hombres. En consecuencia, más que un volver a las relaciones como estaban antes, lo que hace es proponer un nuevo inicio en el que se pueda alcanzar de forma más perfecta aquello que se rompió en el origen.

Sin duda todo esto mostraría la contracara teológica de este asunto. Un abordaje que supondría otros elementos para considerar el perdón, pero que podrían explicar mejor tanto la altura del perdón —es decir su capacidad para abordar lo imperdonable de la falta— y su capacidad de lidiar con el mal. Ese vínculo teológico quizá pueda dar mejor razón de la singularidad de la capacidad humana de evaporar el mal con tan solo pronunciar un honesto te perdono, haciéndolo más personal (Millán-Ghisleri & Ahedo-Ruiz, 2023, p. 78), y liberándolo para buscar la verdad y el bien que trasciende su naturaleza humana. Será ocasión para profundizar en ello en otras investigaciones.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

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Notas del autor

Juan David Quiceno Osorio

Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, España. Profesor en la Universidad Católica San Pablo, Arequipa, Perú. Coordina el grupo de investigación Antropología y Psicología en la misma universidad. ORCiD: https://orcid.org/0000-0002-3668-3830. Correo electrónico: jdquiceno@ucsp.edu.pe


1 El pensamiento de Roldán (2004) a este respecto es sumamente iluminador, pues, propone pensar el mal sin que sea la última realidad y, al mismo tiempo, dándole carácter de herida en la existencia humana: “La idea de que hay un mal originario o de que el mismo Dios es causa del pecado, ‘es un camino imposible, un camino de huida, un callejón sin salida’. Implica, claro está, al convertir al mal en una positividad, en un absoluto, negarle su carácter de herida, de injusticia, de falta y, por lo tanto, su terribilidad; implica también la anulación de toda posibilidad de protesta y de lucha. En otras palabras, si el mal es inevitable y trágico, se convierte en algo ‘inocuo en el fondo’. Tragedia e inocuidad son categorías que se convierten con respecto al mal. El mal sólo es realmente doloroso e injusto si no es la última realidad” (p. 509).

2 Jankélévitch (1987) basa en este hecho que el holocausto no pueda ser perdonado. Es decir, que lo que sucedió en los campos de concentración no se puede nominar, no se puede definir, porque escapa a toda lógica humana (p. 21).

3 En ese sentido, como Ricoeur (2013) interpreta la lectura de las memorias agustinianas, “la distentio animi ya no significa solo la ‘solución’ de las aporías de la medida del tiempo; expresa también el desgarro del alma privado de la estabilidad del eterno presente” (p. 75).

4 De hecho, esto marca la diferencia entre pedir perdón y disculparse. En el segundo caso, dado que se causa un mal de forma involuntaria, no se exige el perdón en tanto la intención del acto no tiene como fin el dañar al otro, sino que este surge como un accidente. Se puede leer al respecto Lopes (2021, p. 462).

5 Por eso, ningún otro ser vivo puede perdonar. Tampoco una máquina o una inteligencia artificial. De hecho, si se le pregunta a la hoy famosa inteligencia artificial de Chat GPT si puede perdonar, está programada para responder que es una prerrogativa propiamente humana.

6 Por ejemplo, causar el mal al otro porta una interpretación de su realidad y, por tanto, de la mía, ya que ostentamos la misma condición. “En el acto de infligir un mal se esconde un mensaje. La persona que inflige un mal le dice con su acto a la víctima que ésta [sic] ‘no es importante’, que no merece ser tratada mejor” (Crespo, 2016, p. 90).

7 Ricoeur (2000) piensa que, dado que el perdón existe y surge de la posibilidad de perdonar lo imperdonable, entonces, siendo la persona su origen, la fuente de ese poder manifiesto, tiene una altura que trasciende la profundidad de la falta. En palabras del autor, “el origen, sin duda, es sólo una persona, en el sentido de que es fuente de personalización. Pero, el principio, recuerda Stanilas Breton, no es nada de lo que procede de él” (p. 595).

8 El análisis de la interpersonalidad del perdón sale al paso al problema de la agencia a través de la noción de responsabilidad. Esta forma de ver el problema se opone directamente al nihilismo que aboga por el relativismo moral y, especialmente, al empirismo detrás de las posturas utilitaristas y las ficciones científicas contemporáneas que hacen al ser humano un mero flujo de experiencias objetivables.

9 Sin duda el perdón propone la idea de imputabilidad, de atribuir un acto a un agente, pero más propiamente nos pone frente a la idea de responsabilidad, de que una persona se haga cargo del daño que ha hecho a otro (Escríbar Wicks, 2011, p. 25).

10 En este punto encuentran espacio los diferentes usos terapéuticos y algunos estudios neuronales que puedan mostrar cómo es el proceso de liberación del sufrimiento padecido y cuáles son los efectos positivos en el ámbito biológico y psicológico de perdonar (Ricciardi et al., 2013). Lo interesante de estos estudios es que muestran cómo el perdón causa bienestar emocional en los involucrados, permite finalizar vínculos destructivos, restaura la confianza en sí mismos, mejora la autoestima e incluso reduce la posibilidad de depresión (López Pell et al., 2008).

11 Claramente entre estos polos se dan otras actitudes que intentan ocultar el daño o la culpa. Nos referimos a la autojustificación, el olvido,a la indiferencia, la relativización, etc.

12 Enright (1996) define el perdón a sí mismo (self-forgiveness) como: “a willingness to abandon self-resentment in the face of one’s own acknowledged objective wrong, while fostering compassion, generosity, and love toward oneself [la voluntad de abandonar el resentimiento-a-sí frente al reconocimiento del propio error objetivo, fomentando al mismo tiempo la compasión, generosidad y amor hacia uno mismo]” (p. 116). Frente a esta definición hay que decir que al perdón a sí-mismo no le falta voluntad o decisión, sino la fuerza eficiente de la relación. Por eso, la confusión que presenta Enright, con la enorme bondad y calidad de su trabajo, es en buena parte la de la psicología positiva. Especialmente en tanto convierten nociones fundamentales de la vida humana en instrumentos de bienestar. Al perdón, más allá de que tenga evidentes bondades terapéuticas, lo que no le sobra es incomodidad y frustración. Enright parece consciente de ello cuando intenta hacer una defensa teológica y psicológica de este tipo de acción tratándola de alejar del narcisismo (Kim & Enright 2014, p. 261). Sin embargo, la argumentación nos parece bastante débil, especialmente por un punto que está presente en toda la tradición cristiana a la que hace referencia y en la vida cotidiana del ser humano: ni Dios ni nadie per-dona a quien no le pide tal don.

13 Guardini (1960) pone de manifiesto cómo se da esta confrontación: “[No] puedo evadirme de lo malo que hay en mí: malas disposiciones, costumbres consolidadas, culpa acumulada. Debo aceptarlo y hacer frente a ello: así soy… esto he hecho … No con rebeldía; eso no es aceptación: es endurecimiento. Sino en verdad, porque sólo ella lleva más allá del mal: soy así, pero quiero llegar a ser de otro modo” (p. 23).

14 Arendt (2005) y Ricoeur (2000), por otras razones similares, aunque en su núcleo distintas, son de nuestro mismo parecer cuando dicen: “por el hecho de que el mismo quien, revelado en la acción y en el discurso, sigue siendo también el sujeto del perdón es la razón más profunda de por qué nadie puede perdonarse a sí mismo; aquí, al igual que por lo general en la acción y en el discurso, dependemos de los demás, ante quienes aparecemos con una distinción que nosotros somos incapaces de captar. Encerrados en nosotros mismos, nunca podríamos perdonarnos ningún fallo o transgresión debido a que careceríamos de la experiencia de la persona por cuyo amor uno puede perdonar” (Arendt 2005, p. 261). “La hipótesis de un perdón ejercido a sí mismo crea un doble problema. Por una parte, la dualidad de los roles de agresor y de víctima resiste a la interiorización total; solo otro puede perdonar, la víctima. Por otra parte, y esta reserva es decisiva, la diferencia de altura entre el perdón y la confesión de la falta ya no es reconocida en una relación cuya estructura vertical es proyectada sobre una correlación horizontal” (Ricoeur 2000, p. 612).

15 Crespo (2016) es de nuestro mismo parecer. Además, propone un argumento más que encuentra en von Hildebrand y que pone el acento sobre el objeto del perdón. En palabras del autor, “la clave para el reconocimiento de la incorrección del concepto de ‘perdón a sí mismo’ es, a mi entender, doble. Por un lado, se trata del reconocimiento de que aquí subyace una falsa definición del objeto del perdón. Suele pensarse que éste es el disvalor moral del acto de infligir un mal objetivo. Pero esto no es precisamente ‘lo’ que perdonamos. El objeto del perdón es, más bien, el mal objetivo infligido y no el disvalor moral de la acción. Esto muestra claramente la necesidad de introducir una distinción fundamental entre el disvalor moral del acto de infligir un mal objetivo y el mal objetivo mismo (…) Por otro lado, (…), el supuesto ‘perdón a sí mismo’ pasa por alto el que el perdón apunta a una relación moral entre dos personas” (pp. 38-39).

16 Por un lado, para algunos autores debemos pedir y cumplir ciertas condiciones para poder ser perdonados (aquí se podría decir que la interpersonalidad por la que abogamos sería una de ellas, aunque más que una condición del perdón es la realidad que le permite subsistir). Otros autores, por su parte, arguyen que el perdón es gratuito e incondicionado porque se otorga a quién no lo merece, no lo pide y ni siquiera hay esperanza de que cambie su conducta. Por eso, como diría Jacobi, es como un salto al vacío. Sin embargo, no se necesita abolir ninguna de las dos visiones si se considera por un lado que la gratuidad surge de la libre iniciativa de la persona humana —no del tipo del mal padecido o de las manifestaciones de autenticidad de la petición— sin que ello elimine la necesidad de pedirlo y, en esa medida, sea condicionado. Sin petición no hay posibilidad de gratuidad, pero sin el orden de la gratuidad, el perdón no existiría. Como comenta Cázares Blanco (2020), el problema de las dos visiones del perdón surgiría de intentar conciliar dos convicciones que se consideran contrapuestas, pero que en realidad están mal dispuestas de partida (p. 42). Por un lado, es importante considerar que existen diversos tipos de relaciones de reciprocidad, por otro, el purismo absoluto parece excluir el hecho de que el perdón abre un proceso de purificación y, potencialmente, de reconciliación.

17 Si se nos permite un apunte teológico, los males de la humanidad seguirán siendo innominables, injustificables e, incluso, incomprensibles. Esto es porque el mal tiene una profundidad que solo podemos explicar metafóricamente. Es decir, como humanos debemos saber que el mal todavía tiene posibilidades amplias para ser peor. Lo insondable de este asunto se encuentra en la figura del pecado original. Comer del fruto prohibido es una figura tan ordinaria que por momentos se pierde de vista que lo que está implicado en ello es una ruptura tan radical con la fuente del bien, que el mal tiene la posibilidad de desencadenar todas sus potencias contra el ser humano. En síntesis, todo lo que está allí contenido no se alcanzará a comprender ni con los males más sádicos y crueles. Por eso, el perdón, en el cristianismo, vive del misterio de la encarnación, muerte y resurrección del hijo de Dios.

18 Como intentan demostrar Esparza y Diez Bosch (2021), en esto radica la confusión que lleva a Arendt, y podemos incluir que también a Jankélévitch, a confundir la imprescriptibilidad de ciertos delitos con la imposibilidad de perdonar. Los autores muestran, además, que la confusión supone que, al convertir el perdón en un acto político, Arendt distorsiona la originalidad del perdón cristiano y lo asocia a algunas formas de liberación de la deuda que ya se presentan en el mundo pre-cristiano (p. 63ss).

19 Además, como comentan Dans-Álvarez-de-Sotomayor y Muñiz-Álvarez (2021), no se puede pretender un corte homogéneo para todos. El mal no permite ni que exista una pena o castigo igual para todos, ni tampoco “una receta prefabricada para casos similares” (p. 17).

20 De hecho, sin un cambio de actitud o comportamiento, parece que no es posible reestablecer las relaciones humanas. Como piensa Enright (1996), “reconciliation requires a behavioral change on the part of the offender when his or her behavior is injurious[la reconciliación exige un cambio por parte del ofensor cuando su comportamiento causa daño]” (p. 109).

21 La cita continúa denunciando los problemas éticos detrás de estas opciones políticas: “el estado perdona en nombre de las víctimas sin darles verdaderamente voz en dicho proceso. El problema ético, que dicho procedimiento trae consigo, se hace visible cuando el perdón parece fomentar así la impunidad, legalmente justificada en la soberanía del Estado, o cuando se le confunde con la amnistía, el juicio, el castigo o la reparación” (Muñoz, 2012, p. 317).