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González Suárez, L. (2024). La idolatría en la inculturación del evangelio. Reflexiones filosófico-teológicas sobre la relación entre evangelio y cultura. Perseitas, 12. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4681
LA IDOLATRÍA EN LA INCULTURACIÓN DEL EVANGELIO. REFLEXIONES FILOSÓFICO-TEOLÓGICAS SOBRE LA RELACIÓN ENTRE EVANGELIO Y CULTURA
Idolatry in the inculturation of the gospel. Philosophical-theological reflections on the relationship between gospel and culture
Artículo de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4681
Recibido: marzo 9 de 2024. Aceptado: febrero 8 de 2024. Publicado: mayo 20 de 2024
Lucero González Suárez
Resumen
En el artículo se ofrece un análisis crítico de la misión como inculturación del Evangelio, desde una perspectiva filosófico-teológica. Para comenzar, se exponen las deficiencias de la evangelización colonizadora en América. Posteriormente, se proponen dos posibles sentidos de la plantatio ecclesiae como meta de la misión. En tercer lugar, se esclarece la manera en la que se entiende la relación entre Evangelio y cultura en la Nueva Evangelización. La tesis por demostrar es que el principal problema al que está expuesta la inculturación del Evangelio es la idolatría.
Palabras clave
Cultura; Evangelio; Evangelización; Idolatría; Inculturación; Misión.
Abstract
The article offers a critical analysis of the mission as inculturation of the gospel, from a philosophical-theological perspective. To begin with, the shortcomings of the colonizing evangelization in America are exposed. Subsequentlu, two possible meanings of plantatio ecclesiae are proposed as the goal of the mission. Thirdly, the way in which the relationship between gospel and culture is understood in the New Evangelization is clarified. The thesis to be demonstrated is that the main problem to which he inculturation of the gospel is exposed is idolatry.
Keywords
Culture; Idolatry; Inculturation; Evangelism; Gospel; Mission.
Introducción
El Concilio Vaticano II promovió una serie de transformaciones con el objetivo de que la Iglesia del siglo XX anunciara el Evangelio a la sociedad moderna. Juan XXIII quería “hacer entrar a la Iglesia en la historia” (Sota, 1996, p. 15). El propósito último era poner al alcance del hombre moderno el “patrimonio de fe que la Iglesia tiene el deber de preservar en toda su pureza … de una manera comprensible y persuasiva” (EN 3), de modo que reconociera su relevancia.
A causa de la separación Iglesia-Estado, la primera pierde su puesto hegemónico. A partir de entonces, en Occidente, el fundamento de la vida social no procede ya del cristianismo. El ámbito social se fragmenta en esferas, cada una de las cuales tiene que desarrollar un discurso que legitime su existencia. Tal exigencia también aplica para la Iglesia. Puesto que, en el nuevo escenario, se ve en la necesidad de exhibir su razón de ser en el mundo moderno.
La secularización pone al descubierto que, para cumplir con su tarea evangelizadora, la Iglesia está forzada a dialogar con las culturas. Dicho reconocimiento abre paso a un proyecto cuya meta es responder a un conflicto. A saber: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo […] hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas” (EN 20).
El diálogo Evangelio-cultura es deseable, pero entraña riesgos. El principal de ellos es hacer de la cultura —de la que el hombre es autor y promotor (GS 55), puesto que dimana de su “naturaleza racional y social” (GS 59)— el criterio de pertinencia de la revelación, entendida como manifestación del misterio de la voluntad divina (DV 2).
Las páginas que siguen constituyen una reflexión filosófico-teológica sobre la inculturación del Evangelio. En primera instancia, se exponen las deficiencias de la misión colonizadora de América, derivadas de la identificación de los procesos evangelizador y civilizatorio. En segundo término, se proponen dos posibles sentidos de la plantatio ecclesiae como meta de la misión. En tercer lugar, se esclarece la relación entre Evangelio y cultura en la Nueva Evangelización. A continuación, se muestra que el fundamento de la evangelización es la Encarnación. Por último, se describen los rasgos esenciales de la idolatría en la inculturación del Evangelio.
La tesis por demostrar es que, para que la inculturación del Evangelio cumpla cabalmente su objetivo, es preciso identificar el peligro de la idolatría.
La evangelización como proceso colonizador
El término misión no aparece en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, “el campo semántico de la actividad y reflexión misionera se encuentra en las palabras y la fe de los profetas y patriarcas, los Apóstoles y las discípulas. Ambos testamentos hablan de la fe y del testimonio” (Suess, 2007, p. 19). El profeta es un enviado de Yahvé.
Los patriarcas son los fundadores de las tribus existentes bajo el poder de David. De entre ellos, destaca Abraham, quien tras escuchar el llamado de Yahvé (Gn 12, 1. 3) abandonó su patria para fundar un pueblo santo.
En el Evangelio según san Lucas se narra que “Jesús reunió a sus doce discípulos y, después de darles poder y autoridad para expulsar a todos los demonios, y para sanar enfermedades, los envió a predicar el reino de Dios y a sanar a los enfermos” (Lc 9, 1-2). El envío de los apóstoles coincide con la razón de ser del envío de Jesús por parte del Padre: restaurar Israel (Lc 1, 68-79).
El Nuevo Testamento recoge las experiencias de quienes llegaron a ser contemporáneos de Cristo porque su existencia se vio afectada por el encuentro con el Crucificado (Heidegger, 2001, p. 55). Allí no se habla de misión, sino de envío de los discípulos a los confines del mundo para generar “conversiones en el aquí y ahora de la historia, al único salvador Jesucristo” (Suess, 2007, p. 18).
En principio, la salvación se dirige a Israel. El anuncio del Reino se dirige a sus compatriotas. Nazaret es la primera destinataria de la salvación, pero también es la primera en resistirse al designio salvífico de Dios.
El rechazo por parte de Nazaret (Lc 6, 1-5) de quien fuera enviado por el Padre como “luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32) provoca que la predicación de Jesús se dirija los judíos de toda Galilea. Allí se desarrolla la mayor parte de su ministerio.
Tras la muerte y la resurrección de Cristo, se da una trasposición de la misión. El Padre envía al Hijo al mundo para que “mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud ... para que por ellas os hiciérais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 3-4). El Hijo envía a los discípulos, diciéndoles: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15).
La evangelización tiene por fin anunciar la salvación a todos los pueblos del mundo. El establecimiento en tierras lejanas de los agentes evangelizadores pretendía presentar a los gentiles la religión verdadera. Nada hay de reprochable en tal propósito. El problema surge cuando, con base en la verdad del Evangelio, se pretende legitimar la destrucción cultural.
La evangelización de América estuvo justificada por un concepto unívoco de religión, que identificaba la esencia de esta con el cristianismo. Partiendo de esa idea, la relevancia de otras prácticas culturales, a las que se les negaba el nombre de religiones, dependía de su proximidad a la revelación. Tal modo de concebir la religión es indisociable del concepto jerárquico de cultura (Bauman, 2002).
A la contraposición entre religión y superstición subyacen los conceptos de civilización y barbarie. Tal oposición solo adquiere sentido en el marco de una “filosofía de la historia que suponga no sólo la ‘diferencia cultural’ como un hecho ya dado, sino también, algún modelo ‘heurístico’ de perfección que dicte las pautas o el camino por el cual los pueblos deban orientarse” (Lepe-Carrión, 2012, p. 83).
A nadie se le oculta la herencia colonial del concepto de misión,que la vincula con la imposición violenta de la verdadera religión. La misión confundió “la Buena Noticia del Evangelio con la mala noticia de la civilización” (Suess, 1995, p. 84). En general, los misioneros pensaban que, para inculcar la creencia en el único Dios vivo, era indispensable imponer su propio estilo de vida. Así fue como la “cristiandad europea se confundió con la cultura europea” (Dussel, 1983, p. 281).
El concepto de civilización aparece en el siglo XVIII, pero tiene como antecedentes “la politeia griega, la civitas latina, o la civiltá italiana, en tanto negación sistemática de aquella diversidad cultural ajena a las costumbres y valores propios” (Lepe-Carrión, 2012, p. 64). La oposición entre civilización y barbarie es un mecanismo legitimador del exterminio de todas aquellas formas de humanidad que no se adecuen al propio proyecto cultural de autorrealización.
Para identificar la génesis de tal prejuicio es necesario recordar que, según Aristóteles, “ser esclavo y ser bárbaro es lo mismo por naturaleza” (Aristóteles, 2005, 1252b). El esclavo participa del logos en la medida en que puede entender las órdenes del amo, pero no es capaz de deliberar, por lo que no puede tomar decisiones relativas a la autorregulación y el gobierno de los otros. El pseudoargumento aristotélico se sostiene sobre un principio de la filosofía natural: a cada entidad le corresponde un tipo de operación. Concepción que, aunada al principio de que la justicia exige que “lo inferior se someta a lo superior”, desemboca en que el hombre inferior debe asumir su rol de esclavo.
Civilización es una idea “etnocéntrica —sin duda—, propia de comunidades aquejadas de un localismo estrecho, ignorante y a menudo feroz” (Lepe-Carrión, 2012, p. 64). Civilizar es un proyecto que se funda en la autoconfirmación de la Europa moderna como culmen de la historia universal.
Quien piensa que hay una sola forma válida de realizar la humanidad —la civilización—, también creerá que el cristianismo es la “religión verdadera” y que las prácticas y creencias de otros pueblos vinculadas a la relación con lo divino no pasan de ser supersticiones abominables.
¿Bajo qué circunstancias se da el paso de la afirmación de la propia superioridad cultural y religiosa al sometimiento violento de otros pueblos? Cuando una comunidad política está convencida de que: 1. Posee el conocimiento absoluto de la verdad; 2. Todo aquel que no comparta su cosmovisión religiosa está inmerso en la barbarie. Se denomina bárbaros “a los que rechazan la recta razón y el modo común de vida de los hombres” (De Acosta, 1954, p. 392). Afirmación en la que se da por supuesto que la “recta razón” es, sin duda alguna, la racionalidad occidental;3. Para que todos se salven, es forzoso que los bárbaros sean instruidos sobre la verdadera religión.
La terrible confusión entre evangelización y civilización deriva en la destrucción de “la identidad de los otros a través de una colonización que impone el propio modo de ser como normativo” (Suess, 1995, pp. 193-194). Destrucción que se legitima en el prejuicio de la propia superioridad, arraigada en las filosofías políticas y en las filosofías de la historia antiguas, medievales y modernas.
Las religiones indígenas fueron consideradas por los frailes evangelizadores como obra del demonio. En palabras de Motolinía: “En cada pueblo tenían un ídolo o demonio, al cual principalmente como su abogado tenían y llamaban, y a éste honraban” (1995, p. 200). Durán contrapone la divina ley de la religión cristiana a los “antiguos engaños y supersticiones” (2002, p. 15) de los naturales.
Entre los teóricos de la primera evangelización, aparecieron dos posturas contrapuestas. La mayoría propone como
necesarias las estructuras coloniales y hasta la violencia de la conquista como condición de posibilidad de la evangelización ... algunos optaron por evangelizar con autonomía relativa o absoluta (este último fue el caso de las Reducciones) de las estructuras de la cristiandad, y más allá de la violencia. (Dussel, 1983, p. 342)
Según el primer enfoque, para infundir la fe en los pueblos conquistados era necesario eliminar su identidad cultural; hacer tabula rasa.
Ahora bien, ¿la dominación política y económica de los no cristianos posee algún fundamento evangélico? El cristianismo es una religión de alcance universal que no favorece ningún tipo de discriminación por razones de identidad cultural o condición social. Por la fe, “Ya no hay judíos ni griegos; no hay esclavos ni libres; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Todo hombre es destinatario de la salvación. No tiene sentido apelar a la propia superioridad para legitimar la invasión, ni la destrucción de otras culturas.
Ser cristiano no exige adoptar las costumbres y tradiciones de la cultura judía, ni de ninguna otra. Es verdad que, por su origen, el Evangelio está ligado a ella; pero no es su patrimonio exclusivo. El apóstol de los gentiles se pregunta: “¿Tenemos los judíos ventaja? ¡De ninguna manera! Porque acabamos de probar que todos, tanto judíos como griegos, están bajo pecado” (Rom 3, 9). Puesto que todos hemos pecado, Cristo murió por todos, para nuestra justificación. Judíos, griegos y todos los demás pueblos son justificados mediante la fe en Jesucristo (Rom 3, 21-26; Gal 2, 15-16; Gal 3, 15-19).
San Pablo desliga Evangelio y Ley. Para ello, argumenta a favor de la predicación a los gentiles. Solo si la ley es abolida en favor del Evangelio, los usos y costumbres judíos pueden ser relativizados. Para el cristiano auténtico, resulta evidente que el Evangelio “es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío primeramente y también del griego” (Rom 1, 16). Cuando eso sucede, en una misma comunidad pueden convivir judíos y gentiles.
La misión como plantatio ecclesiae: dos posibles interpretaciones
En un sentido no esencial, “plantar Iglesias” significa establecer en otras tierras una institución religiosa, cuya génesis está ligada a la historia de Occidente. Institución a la que es inherente una determinada estructura y función social, cuya conservación, fortalecimiento y expansión serían los objetivos de la misión.
En tal sentido, el éxito de la plantatio ecclesiae consistiría en la adhesión de los fieles a dicha institución, independientemente de si lo hacen voluntariamente o son forzados a ello. Interpretación que se apoya en un concepto de religión que reduce a esta última a la participación en las acciones públicas de culto —relegere— y deja fuera de toda consideración el proyecto existencial de unión con Dios.
¿Con base en qué se afirma que el objetivo de la misión es la plantatio ecclesiae, conforme a la acepción antes presentada? El eclesiocentrismo exclusivista se funda en el dogma Extra ecclesiam nulla salus, mediante el cual se expresa la convicción de que la Iglesia católica es depositaria y administradora absoluta de la salvación. Motivo por el cual,
ninguno de aquellos que se encuentran fuera de la Iglesia Católica, no solo los paganos, sino también los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán participar en la vida eterna … aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica. (DH 1351)
Lo cual quiere decir que la adhesión a la Iglesia, en su acepción jurídico-sociológica, es más importante para la salvación que el seguimiento de Cristo.
Asimismo, de la interpretación del dogma se sigue que se encuentran excluidas de la salvación las personas que
salen de la Iglesia, único camino de salvación —es el caso de herejes y cismáticos—, y a las que rechazan entrar en la Iglesia por el Bautismo; y, en última instancia, a todas las que de hecho no entran en la Iglesia y no viven con arreglo a los preceptos de Cristo. (Rodríguez, 1982, p. 809)
La Iglesia es el único camino de salvación. Mas el camino no es la meta
Entrar en contacto con Dios y alcanzar la salvación no es algo que el hombre consiga con solo desearlo. La religión cristiana constituye un sistema de mediaciones salvíficas, de entre las cuales destaca la Iglesia. El propio Jesús, “al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (Cf. Mc 16,16; Io 3, 5) confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia” (LG 14).
La utilización de las mediaciones que la Iglesia pone a su alcance permite al hombre desplazarse de una situación vital que se define por el reconocimiento del pecado a la unión de semejanza amorosa con Cristo. Pero el valor de las mediaciones religiosas no es autorreferencial.
Gracias a la Iglesia Católica “puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos” (UR 3). La Iglesia es un auxilio indispensable para la fe. Por lo cual se afirma que herejes y cismáticos renuncian a la salvación si, “conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios, a través de Jesucristo como necesaria [… se niegan] a entrar o perseverar en ella” (LG 14).
La Iglesia es signo e instrumento de salvación. Sin embargo, la adhesión a la Iglesia no constituye el sentido último de la vida cristiana. En el Nuevo Testamento, “no está expresamente afirmada la exclusividad de la Iglesia en orden a la salvación” (Rodríguez, 1982, p. 809), en su acepción sociológica.
Grave error es decir que “los que se salvan se salvan en y por la Iglesia” (Rodríguez, 1982, p. 811). La salvación se da en y por Cristo; solo de forma remota e indirecta, debido a la Iglesia. Únicamente Cristo es el mediador y la mediación absoluta de la salvación porque, conforme a su humanidad, es camino; pero, conforme a su divinidad, es la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).
El Evangelio según san Juan señala a la letra: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). El envío del Hijo, por parte del Padre, tiene por causa el amor al mundo-sociedad. El fin último del envío es la participación en la vida eterna, que se ofrece al hombre por la entrega amorosa del Hijo (Jn 10, 10). La vida eterna consiste en “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17, 3). “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4, 16). La expresión máxima del amor es la cruz. Y el único medio adecuado para conocer el amor divino es la fe, entendida como renacimiento en el Espíritu (Jn 3, 3). Conocer a Dios por fe es amar a Dios y al prójimo como Cristo lo hizo, desde la dureza de la cruz.
La fe, que “consiste en un ver al Crucificado” (León-Dufour, 1989, p. 242), no es un don que dependa de la Iglesia otorgar, negar ni administrar. Ningún individuo o comunidad puede dar la fe a alguien más. La fe es una virtud infusa por gracia que, para ser recibida, requiere de ciertas disposiciones existenciales.
Desarrollar tales disposiciones significa hacer lo propio para purificarse —fase activa— y dejarse purificar por Dios mismo —fase pasiva del proceso místico-religioso— de todo movimiento — de la inteligencia, la voluntad y la memoria— que no conduzca directamente a la unión con Dios. Para estar limpio de todo aquello que impide la unión con Dios, es imprescindible recorrer un arduo camino de perfeccionamiento espiritual. Para lo cual es necesario valerse de los medios de salvación que la Iglesia provee.
Para comprender el auténtico sentido de la plantatio ecclesiae, conviene interpretar la parábola del sembrador desde la perspectiva misionológica. El Evangelio es la semilla que los misioneros plantan en diversas tierras y el fruto de esa actividad es la aparición de las Iglesias-comunidades de fe. El ciclo de siembra y cosecha, con el cual se compara la acción evangelizadora, se encuentra conformado por las siguientes fases:
- El arado de las tierras-pueblos, que consiste en remover los obstáculos que impiden la buena siembra. Mismos que el evangelizador identifica gracias a la convivencia prolongada con la comunidad donde se desarrolla su actividad.
- La siembra de la semilla, que es la predicación de la Palabra. Lo cual exige un conocimiento no solo de la lengua propia del pueblo al que se dirige el anuncio de la Buena Nueva, sino, ante todo, de la cosmovisión que subyace a ella. Dado que, en última instancia, el modo en que cada pueblo nombra la realidad entraña una interpretación específica de su sentido.
- El cultivo de las plantas-Iglesias, entendidas como comunidades fraternas, cuyo principio de unidad es la búsqueda de la unión con Dios en Cristo. Para asegurarse de que las plantas crezcan adecuadamente, el sembrador-misionero tiene que arrancar las malas hierbas que impiden el desarrollo de las plantas. Ya que, si bien es cierto que la buena semilla, que “son los hijos del Reino” (Mt 13, 38), crece junto con la cizaña, que “son los hijos del Maligno” (Mt 13, 38), también lo es que la actividad del sembrador-misionero debe estar encaminada a favorecer el crecimiento de la primera.
- La cosecha, momento en el que se recoge el fruto de las plantas: esas flores y frutas jugosas que son las virtudes teologales sobrenaturales, cuyo crecimiento procura el sembrador, pero que, de suyo, son obra de Dios. No es posible creer en la revelación cuando ni siquiera se ha entrado en contacto con su mensaje a través de la predicación. De ahí la importancia de la acción misionera, cuya meta es la evangelización. Pero los frutos no nacen de la palabra del evangelizador, sino de la vida según la Palabra.
- La selección de la buena semilla que se utilizará para volver a sembrar. La cual representa al grupo de personas que, tras haber alcanzado un alto grado de unión con Dios, asumen la tarea de ser sembradores-misioneros de la Palabra. Una vez plantadas, el proceso de maduración de las Iglesias particulares debe mantenerse hasta que estén en condiciones de colaborar con la misión universal y “continúen la obra evangelizadora” (LG 17).
En la Nueva Evangelización, “la Iglesia no es ni el sujeto ni el objeto de la inculturación” (Geffré, 1987, p. 413); lo es el Evangelio. La plantatio ecclesiae alude a la “inserción del Evangelio en todo pueblo y cultura, haciendo posible que los ya bautizados sean comunidad eclesial autosuficiente en la comunión universal” (Esquerda, 2008, p. 387). Tal inserción se da cuando, a partir de la siembra “de la semilla de la palabra de Dios [se hace posible que] crezcan las Iglesias autóctonas particulares en todo el mundo” (AG 6).
La relación entre Evangelio y cultura en la nueva evangelización
En el Documento de Santo Domingo —en clara continuidad con Medellín y Puebla, por cuanto acepta “las orientaciones del Vaticano II” (SD 290) — se entiende por cultura “un conjunto formado por distintos sistemas: los de representación, los normativos, los de expresión y los de acción” (SD 502). En relación con el primer punto, cabe señalar que siempre estamos en posesión de una representación unitaria de la realidad, que hace de ella un entramando de sentido.
La cultura es también un sistema normativo complejo, que alberga regulaciones administrativas, sociales, políticas, jurídicas, morales, religiosas e incluso estéticas. Cada uno de estos microsistemas se funda en valores o preferencias de orden moral, estético, religioso y político, cuya adopción da origen a un ethos colectivo.
En tercer lugar, la cultura es lenguaje. Mas este último no es una expresión de la racionalidad; es potestad del ser. El hombre habla solo en la medida en que es capaz de escuchar el decir del ser. No es el hombre quien “tiene al lenguaje”. El lenguaje “tiene al hombre, en la medida en que el hombre pertenece al lenguaje” (Heidegger, 2006, p. 70). La esencia del hombre radica en su capacidad para escuchar la voz silenciosa de lo que es —las cosas, la naturaleza, él mismo, Dios y los dioses— para luego llevar la manifestación de su esencia al eco de la palabra.
Cada cultura constituye un modo específico de comprender el sentido del ser —sistema de representación—, de construir el mundo-sociedad —sistema de acción— y de manifestar la manera en que, desde un lugar específico, se ha escuchado el decir del ser —sistema de expresión—. Si cada sociedad puede comprender la realidad de modo integral es porque dispone de un marco interpretativo para identificar el sentido de lo que se muestra; de directrices que la orientan para elegir qué cabe hacer en las diversas circunstancias y de medios para expresar “su relación con la naturaleza, sus relaciones entre sí y con Dios” (DP, 386s).
En un sentido, la religión es un elemento cultural; en otro, es fundamento de la cultura. No hay pueblo sin religión. Asimismo, tanto la concepción del mundo como el modo en que lo ha construido y en el que lo habita cada pueblo se originan en una experiencia provocada por la automanifestación de lo divino.
Toda cultura entraña una cosmovisión. El término en cuestión aparece por vez primera en la obra de W. Dilthey (1988) titulada Teoría de las concepciones del mundo, para referir una representación de la realidad, de carácter sociocultural, constituida por determinadas percepciones, conceptos y valoraciones acerca de cuanto existe.
La cosmovisión media la interpretación de la naturaleza, de la condición humana, de lo divino y de las cosas que pueblan el mundo. Si cada sociedad puede comprender la realidad de modo integral es porque dispone: a) de un marco interpretativo para identificar el sentido de lo que se muestra; b) de directrices para la interacción con todo aquello lo que le sale al encuentro en el mundo.
No toda cosmovisión es religiosa. Pero a toda religiosidad le corresponde una cosmovisión única e irreductible. La cosmovisión religiosa se origina en una experiencia testimoniada por el mito. A partir de sus mitologías, los pueblos interpretan la totalidad de lo que acaece. Los mitos son “matrices u horizontes ‘cosmovisionales’ y de sentido” (Lavaniegos, 2016, p. 233), que fundan el modo de concebir y habitar el mundo de cada pueblo.
Al narrar la acción divina que está en la génesis del mundo, el mito cosmogónico muestra cómo, por qué y para qué comenzó a existir, gracias a la acción creadora/ordenadora de Dios/de los dioses. El mito antropogónico hace comprensibles los atributos esenciales del hombre. El mito de fundación de un pueblo revela cuál es su misión. Gracias a los mitos, el hombre conoce quién es, de dónde viene, por qué existe pudiendo no existir, cuál es el propósito de su existencia y cómo tiene que obrar para alcanzar la plenitud a la que aspira.
El mito tiene la función de “proporcionar modelos a la conducta humana y de conferir por eso mismo significación y valor a la existencia” (Eliade, 1992, p. 8). Al describir el carácter y atributos de lo divino, el mito enseña qué costumbres se debe adoptar. Al narrar “las gestas de los seres sobrenaturales y la manifestación de sus poderes sagrados, se convierte en el modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas” (Eliade, 1992, pp. 13-14).
Muchas veces, en nombre de las narraciones sagradas, se confunde lo propio con lo universal y se olvida que el mito antropogónico no habla del hombre, sino de “un hombre en tanto que muestra aleatoria [que] no sustituye a la totalidad del género humano” (Bauman, 2002, p. 155). Cuando la interpretación ideológica del mito antropogónico suscita la confusión de ciertas características del hombre con sus determinaciones ontológicas, aparece el conflicto.
El mito de fundación es fuente de enfrentamientos cuando legitima prácticas orientadas al dominio de otros grupos sociales. Los “pueblos elegidos” no tienen reparo en extender sus dominios, hacer suyas las “tierras prometidas” e impulsar campañas de reconquista de santos lugares, en nombre de sus divinidades.
Encarnación e inculturación
Teniendo presente lo antes dicho sobre el vínculo entre cultura y religión, la pregunta obligatoria es: ¿cómo se pudo pensar que la religión se puede e incluso se debe imponer? Para dar respuesta a tan relevante cuestionamiento, es necesario considerar lo siguiente.
Conforme a la acepción ciceroniana del término, se entiende por religión: 1. Una reflexión sobre lo relevante; 2. El cumplimiento de los deberes para con los dioses. Acciones que, de manera conjunta, expresa la palabra relegere. Conforme a dicha acepción, para ser un sujeto religioso basta con participar en el culto público a las divinidades de la ciudad, sin que ello suponga una experiencia de salvación. Ese era el concepto de religión de los primeros misioneros.
Por otro lado, Lactancio afirma que la palabra religión deriva de religare, acción que nombra la necesidad humana de establecer un vínculo piadoso con la divinidad. En cuanto búsqueda de la religación, la religión es una forma de vida adoptada de forma libre y consciente.
La religión, en cuanto conjunto de acciones observables que se realizan en el espacio público, se puede imponer con base en la violencia. No obstante, es imposible generar en otro, a través de la violencia, la actitud religiosa auténtica.
Para corregir las deficiencias de la misión colonizadora, que entiende la religión como relegere, la Nueva Evangelización reconoce la importancia de “volver a los orígenes y raíces del cristianismo y retomar históricamente la primitiva evangelización de la vía apostólica” (Suess, 1993, p. 93).
Para el hombre “no hay posibilidad extracultural. Esta afirmación es especialmente relevante en relación con la imagen de Dios” (Duch, 2011, p. 28). La cultura media toda la experiencia, incluida la religiosa. Pero de ello no se sigue que, para vivir conforme a las enseñanzas del Evangelio, sea indispensable adoptar la cultura de la sociedad donde tuvo lugar el magisterio de Jesús.
la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura. (GS 58)
La Nueva Evangelización tiene por fin la edificación de una auténtica “cultura cristiana”, originada por la experiencia de Dios en Cristo. Dicha cultura, en virtud de la Encarnación, está abierta a expresiones plurales indeterminadas.
El nuevo paradigma misionero busca que la experiencia del Evangelio se desarrolle en todas las culturas, de acuerdo con sus rasgos particulares. Se trata de que todos los hombres puedan gozar del don de la salvación. Lo cual supone, en principio, el reconocimiento de la legitimidad de las diversas modalidades culturales del seguimiento de Cristo.
El mensaje del Evangelio se dirige a todos los hombres. Por eso, la Nueva Evangelización no busca imponer un único modelo de cristianismo, sino favorecer la “comunicación de algo esencial … que puede insertarse en expresiones culturales distintas” (Esquerda, 2008, p. 148).
El anuncio alcanza su meta cuando, sin olvidar sus raíces culturales, un pueblo es capaz de vivir el mensaje del Evangelio. A ello se dirige la inculturación del Evangelio. Proceso al que cabe definir como “el esfuerzo de la Iglesia por hacer penetrar el mensaje de Cristo en un determinado medio socio-cultural, llamándolo a crecer según todos sus valores propios, en cuanto son conciliables con el Evangelio” (Comisión Teológica Internacional, 1987, p. 11).
La inculturación tiene por fin la “íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas” (RM 52). Sobra decir que para no recaer en la visión etnocentrista debe tenerse presente que “esencia del cristianismo” y “cristianismo occidental” no son ni tienen por qué ser expresiones equivalentes. Occidente es una metáfora que se utiliza
para poner de manifiesto la continuidad sin fisuras entre las interpretaciones que desde las instancias dirigentes se han hecho de la tradición cristiana y la Modernidad. Esta sería el fruto de maduro de la tradición cultural cristiana, que, a lo largo de veinte siglos, habría establecido los esquemas de pensamiento y acción de los europeos. (Duch, 2020, p. 34)
La inculturación del Evangelio no tiene como objetivo, a diferencia de la evangelización colonizadora, la occidentalización del mundo, sino su salvación. Proceso en el que cabe distinguir tres fases: “la proclamación del Evangelio, la transformación y regeneración de las culturas y de la gente y, finalmente, el enriquecimiento de la humanidad y de la Iglesia” (Delgado, 2019, p. 5).
La inculturación “es un imperativo del seguimiento de Jesús y es necesaria para restaurar el rostro desfigurado del mundo (LG 8)” (SD 13). El fundamento bíblico de la inculturación es la proclamación de Cristo Crucificado y Resucitado que, por la Encarnación, entró en la historia para ofrecer a todos los hombres la salvación.
No es posible negar que “la imagen de Dios que se desprende de los acta et passa Christi y sus múltiples en palabramientos posteriores … dependen de las posibilidades culturales, lingüísticas y políticas de un tiempo y un espacio que no son los nuestros” (Duch, 2011, p. 28). Por la Encarnación, en el Hijo, Dios quedó sujeto a los condicionamientos de la historicidad, al habitar en un ámbito cultural específico. Como señala Juan Pablo II en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, el misterio de la Encarnación “tuvo lugar en la historia: en circunstancias de tiempo y espacio bien definidas, en medio de un pueblo con una cultura propia, que Dios había elegido y acompañado a lo largo de toda la historia de salvación con el fin de mostrar, mediante cuanto obraba en él, lo que quería hacer por todo el género humano” (60). Al encarnarse, el Hijo de Dios queda sujeto a los condicionamientos histórico-culturales. Pero ¿de ello se sigue que la manifestación definitiva de Dios en Cristo tiene por destinatario exclusivo el ámbito cultural donde se produjo la Encarnación?
Un criterio para determinar si la inculturación del Evangelio ha progresado es que en el pueblo en cuestión aparezcan mediaciones religiosas auténticamente cristianas. Es decir, cuando “una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, genere de su propia tradición viva expresiones originales de vida, celebración y pensamientos cristianos” (Juan Pablo II, 1980, p. 497).
El peligro de la idolatría en la evangelización inculturada
La incapacidad del hombre para arribar a la unión/fusión con/en lo divino de forma espontánea es la razón de ser de las diversas mediaciones religiosas. La realidad sobrenatural de Dios trasciende toda representación. Mientras no alcance la contemplación, “el ser humano no puede prescindir de las ‘concreciones’ que le ofrecen las imágenes o las ideas, siempre se hallan culturalmente ubicadas … Solo así puede superar la lejanía de Dios y mantener despierto el ardiente deseo de Él” (Duch, 2011, p. 197).
La mediación religiosa es una realidad tangible, gracias a la cual el hombre “percibe lo sagrado por el hecho de manifestarse como fenómeno visible y que se deja describir” (Ries, 2001, p. 11). Según Eliade, la hierofanía es un “objeto del mundo que, sin dejar de ser lo que es, hace presente la realidad del misterio para el hombre” (Martín Velasco, 2006, p. 196).
Como estudiosa del fenómeno místico-religioso, considero que, atendiendo a su origen, las hierofanías pueden clasificarse en dos tipos: de primer y segundo orden. Las de primer orden tienen su origen en el acontecer de lo divino en el mundo. Por tanto, son insuperables y deben permanecer inalteradas. Su transformación acarrea un cambio substancial en la representación de Dios, que puede llegar hasta la deformación o el ocultamiento radical de su divinidad. Las hierofanías de segundo orden conforman un sistema de mediaciones, que responde a necesidades sociales propias del mundo en el que se vive.
Frente al valor de las mediaciones religiosas, la inculturación del Evangelio debe mantenerse en guardia para no sucumbir a la idolatría. Entiendo por tal la identificación de aquello que constituye el sentido último de las mediaciones de primer orden —lo divino— con la referencia inmediata de las mediaciones de segundo orden —proyección de necesidades colectivas e individuales—.
La idolatría posee muchas caras. El solo intento de enumerarlas supondría una tarea interminable. No obstante, de entre sus expresiones más contundentes cabe destacar las siguientes:
- Imposición de las hierofanías cristianas de segundo orden pertenecientes a la civilización occidental en contextos no cristianos.
La evangelización no puede consistir en la imposición de hierofanías de segundo orden, occidentales o de otro tipo. Ya que la legitimidad de dichas hierofanías depende de su carácter autóctono, toda vez que su aparición tiene por causa inmediata la inculturación del Evangelio y por causa última el misterio de la Encarnación. En tal sentido, “Cada tiempo y cada cultura tiene que reflexionar sobre la fe en su propio término y necesita usar sus propios lentes para interpretar la escritura, las formulaciones doctrinales pasadas, las prácticas éticas y las costumbres litúrgicas” (Bevans and Schroeder, 2011, p. 70).
- El segundo peligro al que se expone la inculturación del Evangelio es el sincretismo religioso, “término originalmente usado por Plutarco (De fraterno amore, 19) para designar la fusión de cultos religiosos que se produjo en el mundo grecorromano entre los años 300 y 200 a. C.” (Brandon, 1975, p. 1330). Fenómeno cuya proliferación se debe a la aceptación de mediaciones religiosas de segundo orden sin un previo examen de su fidelidad evangélica.
El sincretismo es efecto de “mezclar las auténticas nociones y realidades de la fe revelada con realidades de otros mundos espirituales, de tal suerte que el resultado es una realidad diversa, en la que los elementos cristianos no poseen ya su plena verdad ni su rol religioso absoluto” (Congar, 1976, p. 96). La mediación de segundo orden resultante de la mezcla de dos cosmovisiones no será expresión de la cultura autóctona, ni de la fe en Cristo, sino una maquinación.
La encarnación del Evangelio en las diversas culturas da origen a mediaciones religiosas de segundo orden, nacidas del encuentro entre la cosmovisión cristiana y la autóctona. No se trata de prohibirlas —exaltando las mediaciones del cristianismo occidental—, sino de discernir su pertinencia.
El principal riesgo de la evangelización inculturada es que “Si se admiten ciertos elementos rituales de las religiones primitivas […] se corre el riesgo de constituir una religión mixta —que de hecho no ha existido, sino al nivel sólo de las «mediaciones»” (Dussel, 1983, p. 357). Para evitar que eso suceda, se deben rechazar las analogías superficiales entre las mediaciones de primer y segundo orden cristianas y autóctonas.
Cabe aclarar que, si “se adopta el método de la tabula rasa para evitar los sincretismos, se corre el riesgo de impedir una evangelización profunda, por cuanto se destruyen los símbolos de la cultura que permitirán justamente la transmisión del mensaje” (Dussel, 1983, p. 357). Tal fue el modo de proceder predominante en la evangelización colonizadora.
- Conservación de mediaciones religiosas de segundo orden que han perdido su eficacia y que, lejos de manifestar la presencia de lo divino, la ocultan.
La tercera modalidad de la idolatría es efecto del tradicionalismo que impulsa a la comunidad eclesial a la conservación forzada de mediaciones religiosas de segundo orden, que ya no cumplen su objetivo. Es decir, de “imágenes de Dios definitivamente asentadas, ‘solidificadas’ y consideradas como normativas para el presente y para el futuro” (Duch, 2011, p. 198), cuyo sentido ha quedado oculto para la comunidad creyente.
Tal ocultamiento de la presencia divina tras la hierofanía puede deberse a múltiples factores. Puede ser que a la comunidad eclesial no le interesa acceder a las experiencias que esas mediaciones propician porque responden a necesidades existenciales de otro mundo y de otro tiempo. Otra posible causa es que la hierofanía de segundo orden posee un sentido que la mayoría de los creyentes desconoce. Una tercera alternativa es la insistencia en la conservación de hierofanías de segundo orden que dan cuenta de una forma de vivir el cristianismo que no es esencial y ha perdido actualidad.
- Producción irresponsable de mediaciones de segundo orden que las comunidades cristianas encuentran atractivas porque reflejan su estilo de vida, pero carecen de sentido evangélico.
Tal expresión de idolatría se refiere a la producción y adopción irresponsable de mediaciones religiosas de segundo orden bajo el argumento de que resultan atractivas para las comunidades. Tal fenómeno se presenta principalmente en contextos culturales caracterizados por la pérdida de influencia del cristianismo en las diversas esferas de lo social. Y obedece a una lógica muy simple: para conservar y ganar adeptos, la Iglesia admite la creación de mediaciones de segundo orden que responden al estilo de vida del hombre moderno y posmoderno, pero que nada tienen que ver con el núcleo del Evangelio.
¿Qué cabe hacer para evitar que, en la medida de lo posible, la inculturación del Evangelio esté libre de idolatría? El primer paso consiste en identificar con claridad el problema.
Toda mediación religiosa es una representación. Representar es la acción de sustituir una realidad ausente o lejana por una presencia que, en principio, la evoca, pero que también puede usurpar el sitio de aquello a lo que remite. Hay representaciones que transparentan la presencia-ausente e indisponible de lo divino. También las hay que usurpan dicha presencia.
Dependiendo del modo en que la representación se realice, la imagen podrá ser caracterizada como ícono o ídolo. La primera “apunta más allá de sí misma, resaltando su imperfección y su fragilidad siempre insuficientes para referirse a la sustancia y cualidades innombrables e invisibles de Dios” (Lavaniegos, 2016, p. 33). El ícono evoca lo divino. A través suyo, el hombre se sitúa en presencia de Dios y de los dioses. La representación icónica “testifica la ausencia de lo representado” (Duch, 2011, p. 187). Al representar el ser sobrenatural de Dios, el ídolo lo hace “opacando su faceta siempre indisponible y trascendente, estrechándola a las intenciones y los usos limitados, coyunturales, del hombre” (Lavaniegos, 2016, p. 31).
Para no caer en la idolatría, el evangelizador no debe perder de vista que el fin último de la acción misionera: 1. No es la implantación de la Iglesia, en su sentido sociológico; 2. No tiene por qué implicar la imposición de mediaciones o hierofanías de segundo orden de origen occidental; 3. Tampoco debe estar centrada en la absolutización de ningún tipo de mediación. Dado que la única mediación insuperable es Cristo. Revelación de la que el Evangelio según san Juan da testimonio: “dice Jesús: ‘Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
Conclusión
La evangelización de América estuvo asociada al proyecto colonizador. Más allá de sus posibles buenas intenciones, la negación del valor de la diversidad condujo a los misioneros que la llevaron a cabo a adoptar una postura lamentable. A saber, la absolutización de las propias expresiones culturales. Se pensó que, para anunciar la salvación, era necesario destruir un mundo al que se consideraba bárbaro y unas prácticas y creencias a las que se tenía por demoníacas.
La Nueva Evangelización marca un nuevo comienzo en la historia de la Iglesia misionera. Dicho proyecto tiene como objetivo que el Evangelio se encarne en las diferentes culturas. Lo que se busca no es simplemente que los no cristianos se familiaricen con las mediaciones religiosas de segundo orden occidentales. La tarea es propiciar que, gracias a ese proceso siempre inacabado que es la inculturación, se supere la ruptura entre Evangelio y cultura. De suerte que, en las diversas manifestaciones culturales —en virtud de la Encarnación y de la equidistancia del Evangelio respecto de todas las culturas—, pueda vivirse el seguimiento de Cristo.
La evangelización inculturada ya no entiende la plantatio ecclesiae como adhesión de los fieles —voluntaria o forzada— a una institución social, ni como tarea exclusiva de la evangelización ad gentes. Por el contrario, sostiene que edificar comunidades auténticamente cristianas es una acción permanente, propia de toda acción evangelizadora.
La evangelización inculturada busca la salvación integral del hombre. Finalidad cuya realización exige la implementación de un método misionero capaz de suscitar que la presencia de Dios en Cristo se encarne en diversos contextos. Por cuanto la idolatría es un peligro constante, es responsabilidad de la Iglesia —en su acepción de comunidad de fe— ser crítica y autocrítica. De no hacerlo, será inevitable confundir el ser de Dios con lo que parece ser Dios.
Ante el peligro de la idolatría se hace necesario pensar de manera rigurosa sobre el origen, sentido y propósito de la misión. Recorrer ese arduo camino exige dilucidar qué se entiende por misionología: una especialidad teológica cuya meta es salvar almas, como pretendía la Escuela de Münster; o implantar Iglesias, según la postura de la Escuela de Lovaina (Carvajal, 2016).
Conflicto de interés
La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.
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Notas del autor
Lucero González Suárez
Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios de posdoctorado en la Universidad Iberoamericana. Maestra en Misionología por la Universidad Intercontinental. Investigadora Nacional Nivel I, del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (México). Miembro del Observatorio Intercontinental de la Religiosidad Popular. Investigadora de la Universidad La Salle. Correo electrónico: lucero.gonzalez@lasallistas.org.mx, ORCID: 0000-0002-3967-389X
1 A la luz del magisterio del Concilio Vaticano II, el término cultura designa “todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales” (GS 53). En tal sentido, el acceso a la cultura es condición de posibilidad del desarrollo integral humano. Por lo cual se afirma que no se puede llegar a ser “plenamente humano si no es mediante la cultura” (GS 53).
2 El término ‘colonialismo’ designa tanto el proceso como los medios de dominación requeridos para el aprovechamiento del trabajo y de los recursos de las colonias, en favor de los conquistadores. El colonialismo es “una forma de dominación directa, política, social y cultural de los europeos sobre los conquistados de todos los continentes” (Quijano, 1992, p. 437), que aparece en el s. XVI y se extiende hasta el s. XIX.
3 El poder colonial no radica simplemente en la explotación del hombre por el hombre. Además de lo anterior, genera la subalternización de los saberes, experiencias y modos de existencia del sujeto colonial. La colonialidad del saber es la faceta epistémica de la colonialidad del poder y consiste en la imposición de “un patrón cognitivo, una nueva perspectiva del conocimiento dentro de la cual lo no-europeo era el pasado y de ese modo inferior, siempre primitivo” (Quijano 2000, p. 221).
4 Como señalo en otro lugar, más allá de los matices propios de cada una de ellas, ambas acepciones del término en cuestión afirman la singularidad de la realidad a la que se aplica. Ni Cicerón ni Lactancio hablan de “religiones”, sino de “religión”. No obstante, basta prestar atención a la historia mundial para descubrir, en los contextos más diversos, la presencia de fenómenos análogos que, en principio, cabe referir mediante el término religión. Lo cual pone al descubierto que la religión es un fenómeno transcultural (González, 2020, p. 49).