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Mansilla, M. Á. (2023). Quien canta, sus males espanta. Juventud femenina pentecostal: violencia y música en la novela La muerte es una vieja historia de Hernán Rivera Letelier. Perseitas, 11. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4632
QUIEN CANTA, SUS MALES ESPANTA. JUVENTUD FEMENINA PENTECOSTAL: VIOLENCIA Y MÚSICA EN LA NOVELA LA MUERTE ES UNA VIEJA HISTORIA DE HERNÁN RIVERA LETELIER
Sing your sorrows away. Young Pentecostal Women: violence and music in the novel Death is an Old Story by Hernán Rivera Letelier
Artículo de reflexión derivado de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4632
Recibido: enero 23 de 2023. Aceptado: abril 14 de 2023. Publicado: mayo 30 de 2023
Miguel Ángel Mansilla
Resumen
Este artículo aborda dos temáticas de la novela La muerte es una vieja historia de Hernán Rivera Letelier: la construcción de la identidad de la mujer pentecostal y el uso de la música tanto en el templo como en la vida de un fiel pentecostal. En el primer apartado abordamos tres aspectos del primer tema relacionados con la mujer pentecostal: la inteligencia social y cognitiva, la corporalidad y sensualidad, y la violencia sexual. En el segundo apartado hacemos referencia a la importancia que tiene la música en los templos y la vida cotidiana de los pentecostales, que en la novela se refleja en las anécdotas y experiencias que se cuentan de la protagonista, la hermana Tegualda.
Palabras clave
Juventud; Mujer; Música; Novela; Pentecostalismo; Violencia.
Abstract
This article addresses two themes in the novel Death is an Old Story by Hernán Rivera Letelier: the construction of the identity of Pentecostal women and the use of music both in the temple and in the life of a faithful Pentecostal. In the first section, we address three aspects of the first theme related to Pentecostal women: social and cognitive intelligence, corporeality and sensuality, and sexual violence. In the second section, we refer to the importance of music in the temples and the everyday life of Pentecostals, which is reflected in the anecdotes and experiences recounted by the protagonist, Sister Tegualda.
Keywords
Music; Novel; Pentecostalism; Violence; Women; Youth.
Introducción
La novela es un producto cultural socialmente situado; los personajes y los contextos sociales en los cuales se desarrolla la trama novelística son manifestaciones de la misma sociedad en la que se encuentra situado el autor. De ese modo, una novela, o algunas de sus tramas, puede transformarse en un objeto sociológico. En este sentido, hemos querido destacar de la novela La muerte es una vieja historia de Rivera Letelier (2013) su referencia a la juventud pentecostal, específicamente a la mujer joven, en tanto el autor aborda algunos elementos significativos del pentecostalismo como una religión sentida. La protagonista resignifica los dramas a través de la música y los ritos cotidianos (oración, lecturas bíblicas y la musitación de textos bíblicos) como recursos simbólicos para enfrentar el estrés que le generan las experiencias cotidianas al revivir recuerdos traumáticos.1
Localizamos distintas investigaciones sobre jóvenes pentecostales o evangélicos en América Latina, especialmente en el Cono Sur. A partir de las dos últimas décadas, encontramos un giro etario en relación con dichos estudios, ya sea relacionado con la música, la política, la corporalidad o la disidencia, entre otros elementos (Corpus, 2018; Mosqueira, 2010, 2012, 2014, 2016; Vásquez, 2007). En Chile, las investigaciones sobre juventud pentecostal son recientes (Bahamondes & Marín, 2013; Bravo, 2016; Fediakova, 2010; Gallardo y Figueroa, 2012; Mansilla, 2012, 2014; Mansilla & Orellana, 2020; Mansilla & Piñones, 2017; Oviedo Silva, 2006). Por otro lado, los trabajos sobre mujeres jóvenes y pentecostalismo son más recientes & escasos (Lindhardt, 2009; Berkhoff et al., 2012; Lagos, 2016; Mansilla, 2012; Mansilla & Piñones, 2017). Generalmente, la idea de juventud es abordada desde una dimensión genérica, sin diferenciar la masculina de la femenina. En este plano, los trabajos sobre mujeres jóvenes evangélicas son escasos.
Las mujeres jóvenes pentecostales, ya sean pentecostales de cuna o pentecostales por conversión, han sido invisibilizadas o silenciadas. Al pertenecer a una religión discriminada, sobre las jóvenes pentecostales cae la sombra del estereotipo y la estigmatización; son acosadas o violentadas por su forma de vestir, hablar, o por sus ideas de la sociedad y su concepción del mundo. Son concebidas permanentemente como sumisas, legitimadoras, incluso como reproductoras del machismo y del patriarcado. Aparecen escasamente como objeto de estudio en la sociología en general y en las historiografías están absolutamente ausentes.2 Así, las ciencias sociales, siempre comprometidas con los grupos discriminados, oprimidos y excluidos, no han tenido la misma consideración con el mundo evangélico, en particular con el pentecostalismo, cuyos fieles siempre han sido vistos como extraños, fanáticos y sin importancia social, política o cultural. Ese mismo peso del prejuicio cae sobre las mujeres jóvenes de esta religión, quienes han vivido sus propias experiencias de acoso sexual, violencia, discriminación y sexismo. Es por ello que llama la atención que, pese al folclorismo y exotismo con los que se presenta a la protagonista, un novelista haga referencia a una joven pentecostal como protagonista de una obra literaria. Cuando los grupos minoritarios son tan discriminados, se vuelven insignificantes; son los infames, de los cuales nos habla Foucault (1996/2006), que por lo menos, gracias a oscuros azares, son nombrados (p. 21). En el caso de nuestra sociedad, las mujeres pentecostales no son las innombrables, las inexistentes, sino las que llevan vidas irrelevantes, que no han sido merecedoras de tinta para escribir sobre ellas.
Un segundo aspecto que consideraremos de la novela es la música. La consideración de la música sacra en la literatura es de larga data. Pero considerar a grupos marginados y excluidos socialmente sin que implique ridiculizarlos, y además destacar sus estilos musicales, es sugerente. En La muerte es una vieja historia se trata de la incorporación de los usos de la himnología protestante misionera en los cultos pentecostales. Encontramos distintas investigaciones sobre música y mundo pentecostal. Los historiadores Barrios (2009) y Orellana (2008) abordan la música y la práctica instrumental en los cultos pentecostales como una expresión del ritual cúltico; especialmente los llamados coritos, considerados expresiones populares fundamentales en la liturgia pentecostal, pero también en los usos cotidianos. Tanto los contenidos de los himnos como de los llamados coritos son recursos de memoria e identidad de los creyentes evangélicos (pentecostales y protestantes), sobre todo aquellos coritos e himnos armonizados y estilizados por los coros eclesiásticos con guitarras y mandolinas (Marchant, 2016). La particularidad del pentecostalismo ha consistido en insertar melodías e instrumentos considerados tanto por las tradiciones cristianas (católicas y protestantes) como mundanas o seculares (Mansilla, 2009, 2014, 2016). La música es un recurso universalmente entendido por los creyentes y opera como un mecanismo emotivo para enfrentar la adversidad, resistir el mal o ponderar el dolor. Guerra (2008, 2009, 2011, 2015) destaca que la música es la principal gestora de la experiencia social, cultural e histórica del ser protestante y pentecostal. Desde esa dimensión cultural, Moulian et al. (2012) denominan a la música pentecostal como “poiesis numinosa” en tanto se enfatiza el “fluir” o la “manifestación del espíritu” (p. 15) como inductor de los estados catárticos, signos del poder sobrenatural de Dios en el contexto mapuche. En consecuencia, la música es un principio ontológico de la cultura pentecostal: sin música no hay pentecostalismo.
¿Por qué es importante investigar el lugar de la música en el pentecostalismo desde un punto de vista sociológico en la novela La muerte es una vieja historia? Señalamos anteriormente que el pentecostalismo es una religión discriminada y estigmatizada y, en efecto, su música también lo es. Sin embargo, allí reside una gran contradicción porque muchos relatos de conversión masculina se produjeron al escuchar los cantos e himnos pentecostales (Mansilla, 2014). Pero su importancia sociológica radica en que la música pentecostal transmite significados, valores y capitales simbólicos que empoderan a los creyentes en situaciones de precariedad y crisis, ya sea de salud, angustia o dolor. Esto se relaciona con la crisis y el déficit, aunque también la música reditúa espacios de participaciones femeninas para cantar, tocar un instrumento y producir música. La música genera una comunidad al interior de la comunidad, un espacio femenino en donde la mujer puede escapar de los espacios y tiempos de aporías por medio de la creatividad y el recreo, propios de la niñez y la juventud.
En efecto, aquí nos proponemos tratar dos temáticas, juventud y música, que no han sido suficientemente abordadas por las ciencias sociales, con excepción de algunos trabajos provenientes de la musicología (Marchant, 2016), en tanto estas temáticas pertenecen a una comunidad religiosa como los pentecostales, considerada como parte de grupos existentes en los márgenes de la historia, sin relevancia y estáticos. No hay peor desprecio para un grupo social que ignorar su existencia y que, incluso al ser estudiado, sea incluido dentro de otros grupos genéricos porque sus problemas y aportes serían irrelevantes. ¿Quién gastaría tinta, quién publicaría escritos sobre los irrelevantes de la historia? Las ciencias sociales han tenido sus propios grupos irrelevantes, sus propios grupos sin historias, pero, finalmente de tanto escribir sobre ellos y nombrarlos, se ha descubierto su relevancia, aportes y legítima existencia como por efecto de magia. En consecuencia, es destacable que la obra de Rivera Letelier (1996, 2015, 2016) plantee ambas temáticas poco abordadas como significativas, especialmente la himnología de origen misionero protestante, que es mencionada en varias de sus obras. No obstante, construye representaciones sociales sobre la mujer joven cognitivamente inteligente, pero de apariencia fea: aunque detrás de ese feo aspecto esconde un cuerpo codiciable. Si bien el novelista chileno no es un autor valorado en la academia, es un escritor muy querido por sus lectores y, por esta razón, es un bestseller. Quizás por ello le otorgaron el Premio Nacional de Literatura el 08 de septiembre del año 2022. Es notable entonces destacar estas dos temáticas que el autor logra revelar y novelar.
Construcción de la mujer pentecostal
Uno de los temas más controversiales de Rivera Letelier (1996) es su concepción sobre la mujer, pues es sexista y las cosifica dividiéndolas entre “blancas y morenas, entre cuerpos espigados y papadas de abadesas o aromas de agua de colonia, y alientos podridos y seres casi sublimes y santas ancianas abolivianadas” (p. 30). Este novelista chileno, representante de la cultura salitrera que admira el valor, trabajo y resiliencia del obrero, cuando trata a las mujeres resalta su imaginario de sexualización más que su dimensión revolucionaria o transformadora de la realidad social y política. No obstante, presenta una imagen ambigua de Tegualda, la joven pentecostal protagonista de la novela en cuestión: ella es inteligente e ingenua, valiente y temerosa, recatada y sensual.
Inteligencia social y cognitiva
Rivera Letelier (2015) se refiere en la novela al nombre de la protagonista: Tegualda era una mujer araucana que una noche fue sorprendida por el soldado poeta Alonso de Ercilla hurgando entre los cadáveres de indígenas que yacían abandonados en un campo de batalla. La mujer buscaba el cuerpo de su esposo, Crepino, para sepultarlo y evitar que fuera devorado por los animales salvajes (p. 115).3 Es un tanto arcano cómo Rivera Letelier le asigna un nombre mapuche, y no aymara, a la protagonista, en tanto Antofagasta, ciudad donde ella reside en la historia de la novela, posee un alto porcentaje de población aymara, después de Arica y Tarapacá. O bien, podría haber recurrido a un nombre linkarantay, ya que San Pedro es una zona de ancestralidad de los atacameños, está a 310 km de Antofagasta y forma parte de la misma región. Quizás no tiene un buen concepto de la mujer aymara porque la vincula con los pueblos bolivianos.4 Resulta intrigante que el escritor combine lo mapuche con lo pentecostal.
En el mundo pentecostal clásico, a las mujeres se les enseñaba, ya sea en el grupo de Dorcas o de Señoritas,5 a evitar los conflictos con los hombres en la calle, sobre todo de camino a la iglesia para presencia la prédica de la calle. Por ejemplo cuando Tegualda le dice al Tira: “no venga Ud. con prepotencia (…) después citó un texto bíblico: —Recuerde usted, como dicen las Santas Escrituras, que los mansos heredarán la Tierra” (Rivera Letelier, 2015, p. 139). Vemos aquí cómo Tegualda, responde con un texto bíblico para resaltar la mansedumbre como un valor fundamental del carácter tanto femenino como masculino pero, sobre todo, aludiendo a la violencia y agresividad masculina a la que están expuestas las mujeres, ya sea al interior de la familia, la escuela, el trabajo, la calle y la iglesia, donde se cargaba sobre la joven religiosa la responsabilidad de no provocar y evitar de todas las formas posibles el acoso masculino ya sea con su silencio o con su cuerpo tapado con ropa holgada. La recomendación de guardar silencio ante el acoso y la violencia de la calle era una estrategia eclesiástica, aplicada también a la vida cotidiana, en la que se cruza el “trabajo espiritual” con el “trabajo material”.
Hay ciertos trabajos que se relacionan con la vocación religiosa. Por ejemplo, en el pasado, a los predicadores pentecostales se les buscaba para dirigir sindicatos de trabajadores, por su habilidad para la oratoria (Ossa, 1990). Al respecto, Rivera Letelier (2015) señala algo similar en la protagonista, cuando ella destaca: “esto de la investigación es como salir a predicar el Evangelio: hay que golpear todas las puertas, una por una, pues nunca se sabe detrás de cuál hay un alma esperando por la Palabra del Señor” (p. 33). Es interesante constatar que no hay una separación entre los llamados espacios sagrados y profanos. Ambos espacios-tiempos están permanentemente correlacionados. Es por ello que el novelista chileno destaca a Tegualda como una mujer con “el olfato de sabueso” (p. 95). El silencio ante la violencia y el acoso de la mujer evangélica era una estrategia de resistencia frente a la violencia imprevisible, sobre todo hacia las jóvenes, cuando salían a predicar o cantaban en la calle, algo que también describió el escritor Nicomedes Guzmán (1999). Pero este silencio era interpretado por el machismo violento como una aceptación tácita porque: la que calla, otorga. ¿Cuántos abusos, violencias, acosos y violaciones habrían silenciado las mujeres pentecostales, incluso al interior de los mismos templos, por pensar que el culpable era el diablo que probaba su fe?
En el mundo religioso, tanto los predicadores como las predicadoras aprenden conductas vocales, es decir, se les adiestra en prácticas que favorecen el uso de la voz, con el fin de desarrollar estilos de voz para transmitir y enfatizar los mensajes religiosos (Ramos, 2018), así como también aprenden a disciplinar el cuerpo (Marchant, 2016). En cuanto todos son y están conminados a predicar fuera del púlpito, sobre todo en lugares públicos, Tegualda “era experta en sacar una vocecita de gorrión evangélico cuando le convenía (sobre todo cuando andaba predicando), una vocecita capaz de abrir cerrojos y derretir los corazones más duros” (Rivera Letelier, 2015, p. 101). En el caso de las mujeres, ellas se expresan usando voces calmadas y afectuosas, a diferencia de los hombres, que gritan en las calles o en los púlpitos al predicar; por ello Rivera Letelier (2015) enfatiza los usos de habla de la protagonista: “Tegualda: usando ahora la voz de un apacible tonito de predicadora de escuela dominical” (p. 104). El novelista destaca los usos de la voz como estrategias de consecución de algún bien o fin. Un tipo de voz para cada finalidad. Es decir, como lo señaló Marcel Mauss (1936/1979), se trata de técnicas y movimientos corporales, socialmente regulados, transmitidos por la tradición y aprendidos por los sujetos de manera imperceptible por ser significativos según las situaciones requeridas, en las que se enfatizaba una clara diferenciación entre masculinidad y feminidad en las vestimentas, pero también en los gestos y en las tonalidades de las voces. Diferenciaciones que también debían darse entre mujeres jóvenes, adultas y adultas mayores. Una mujer joven dejaba de serlo cuando se casaba o se transformaba en madre; sin importar si tenía 18 años, debía dejar el grupo de señoritas e integrarse al grupo de mujeres o Dorcas.
El autor da cuenta de este pleonasmo retórico sobre su concepción clásica de la religión: lo humano y lo divino, y lo sagrado y lo profano. Se trata de un exceso, de una folclorización de la mujer evangélica como si solo conversara de la Biblia:
ella bajaba a comprar comida para dos en un supermercado a la vuelta de la cuadra y almorzaban en la oficina conversando de lo humano y lo divino (nunca mejor dicho el dicho: él hablaba mundanidades, ella, de la Palabra de Dios). (Rivera Letelier, 2015, p. 53)
En general, las personas realizan conexiones entre lo que creen y lo que viven en relación con los grandes problemas que han experimentado y hacen énfasis en sus convicciones:
hasta un calendario con motivos bíblicos colgó en la pared (…) la hermana había llevado un pequeño aparato de radio y le daba por sintonizar nada más que Armonía, la radio cristiana más popular en la ciudad. De modo que las alabanzas del Señor se imponían por sobre los sentidos boleros rancheros de Cuco Sánchez. (p. 54)
Se percibe en la novela una dicotomía entre la religión sentida (Guacolda) y la pensada (el Tira, otro personaje principal del libro). La religión sentida refiere a aquella que los creyentes sacralizan en su diario vivir para significar sus experiencias cotidianas y de ese modo enfrentar las incertidumbres, los miedos, los desafíos cotidianos. Dios existe porque es sentido. Dios es real porque se siente. Mientras controlen sus emociones, pueden controlar su entorno. La ritualización no solo es cuestión de los espacios religiosos, sino también de los creyentes, que ritualizan su día para ordenar su vida. Y ante los desafíos, se puede recurrir a distintos artilugios sagrados, por ejemplo, al crucifijo o a persignarse, como hacen los católicos, a decir oraciones en voz baja o a recitar textos bíblicos, como acostumbran los evangélicos. Regularmente, las iglesias pentecostales enfatizan la actitud del buen creyente, la asistencia a todos los cultos de la semana (culto de Dorcas, culto de oración, culto de jóvenes, etc.). Ante esta permanente ritualización de la cotidianidad y la dependencia de las ritualidades cultuales, es que la joven mujer considera que no estar en el culto significa una pérdida de tiempo:
debería estar en el culto orando de rodillas o cantando alabanzas al Señor (…) La hermana cerró los ojos un momento, respiró hondo, apretó con fuerza su Nuevo Testamento y dijo decidida: —Vamos, caballero. Antes de traspasar la puerta clamó bajito: —¡Cúbreme con tu sangre, Señor! (Rivera Letelier, 2015, p. 85)
Mientras que la religión pensada es la vista desde afuera, por tanto, será cuestionada, y se le exigen resultados y coherencia, como es el caso de el Tira. Pero también es la experiencia académica, algo característico del protestantismo del que nos habló Weber (1920/1998), la que conduce a una fe desencantada y desmagificada. La religión sentida es un principio social fundamental del pentecostalismo, por ello ha sido una religión significativa para las mujeres, a quienes tradicionalmente se le permitió expresar más libremente dicha dimensión humana. El pentecostalismo ha sido definido como una comunidad de mujeres (Hurtado, 1993; Orellana, 2009). Al respecto, Josefina Hurtado (1993) destacaba hace tres décadas que “el porcentaje de mujeres en las iglesias pentecostales va entre el 60% al 80%” (p. 76). Esta realidad no ha cambiado en tres décadas. De acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional Bicentenario (Centro de Políticas Públicas UC, 2022), en el año 2021, el 67% de los que se identificaban como evangélicos son mujeres.
Corporalidad y sensualidad
No existe la clásica dicotomía entre cuerpo y espíritu, más bien el cuerpo es concéntrico de la experiencia carismática de los creyentes (Mena, 2009). En cuanto a las manifestaciones carismáticas en los cultos pentecostales, no se trata de desenfrenos emocionales, sino que existe (auto) control y (auto) vigilancia de los cuerpos en la catarsis (Carozzi, 2002). En el caso del pentecostalismo, dicho control somático se extiende en la vida cotidiana, sobre todo con el control y ocultamiento del cuerpo de la mujer en su forma de vestir, que no siempre es obedecido como parte de la religión sentida (Montecino, 2002; Morris, 2004/2005). De este modo, el cuerpo no es un mero envoltorio ni un subproducto del espíritu, sino que adquiere una centralidad única, sobre todo cuando se pide y se recibe la sanidad, uno de los medios más importantes por el cual la gente se acerca al pentecostalismo (Maduro, 2007). No hay religión sin cuerpo. Pero uno de los cuerpos más cuidados y vigilados es el cuerpo de la mujer joven y sus atalayas más conspicuos son las mujeres adultas. No obstante, no significa que las mujeres jóvenes obedezcan sumisamente los libretos estipulados por la iglesia sobre el control del cuerpo, sino que siempre se esfuerzan, con creatividad y originalidad, para construir sus propios estilos y encantos.
La hermana Tegualda es una joven de 23 años, según se cuenta en la novela El secuestro de la hermana Tegualda (Rivera Letelier, 2021, p. 38), que pertenecía a una de las iglesias evangélicas más estrictas, que prohibía a las mujeres de la congregación llevar cualquier clase de joya falsa o verdadera, pues “todas eran chiches del demonio” (p. 39). En este sentido, para los creyentes de las denominaciones pentecostales, y en particular de la evangélica pentecostal, la religión no es solo una cuestión o una práctica del templo, sino de la vida cotidiana. Al ser una religión sentida, en el pentecostalismo las creencias y las prácticas religiosas dirigen todo el quehacer, pensar y decir del creyente; de ahí que se describa a la protagonista así: “la hermana Tegualda se pasaba el día citando versículos de la Biblia” (Rivera Letelier, 2015, p. 18). Los textos bíblicos son usados como consignas para resistir el mal o enfrentar las adversidades. En primera instancia, esta práctica puede parecer fanatismo, pero en realidad se trata de códigos lingüísticos que emplean los fieles para resistir y transformar la realidad cotidiana, sobre todo cuando se trata de mujeres, como la protagonista, que han vivido experiencias dolorosas. Los textos bíblicos sirven como contención emocional para controlar los efectos traumáticos encendidos por las situaciones y experiencias estresantes de la cotidianidad.
Se describe en la novela a la protagonista como inteligente; sin embargo, se hacen explícitos sus atributos físicos: “la muchacha (…) pese a su carita de santa, al primer intercambio de palabras vio que era lista e inteligente, y tenía la sagacidad de un animal de fábula” (Rivera Letelier, 2015, p. 43). Al parecer, este realce cognitivo e intelectual de la joven pentecostal es un pretexto para resaltar su cuerpo. De ese modo, la novela sigue la línea sexista sobre la protagonista. Esto se observa en el transcurso de la obra, en pasajes en los que resalta sus aspectos eróticos: “la hermana Tegualda (…) debajo de su chalequina de lana de color humo, abotonada hasta el cuello, sus pechos subían y bajaban al compás de su respiración entrecortada” (Rivera Letelier, 2015, p. 18). El realce de su atractivo físico se fundamenta en destacar su juventud y se insiste en su cuerpo cubierto. A Tegualda se la concibe como mojigata. En palabras del protagonista, el Tira Gutiérrez,
cuando la hermana Tegualda, agachándose a recoger la tapa de su lápiz que se le había caído, (…) el Tira estaba distraído mirando sus ancas jóvenes y sintiendo que el hecho de ser canuta, hacía a la hermanita doblemente deseable. Este pensamiento (concupiscencia, diría ella) lo hizo tragar saliva. (p. 22)
El hecho de que sea una joven religiosa y de realzar su remilgo religioso, la constituye o transforma en un objeto erótico y atractivo para el Tira. En otras palabras, su cuerpo joven y su supuesta inexperiencia sexual contribuyen a aumentar el deseo sexual de este personaje. En otra parte de la novela, el Tira Gutiérrez manifiesta que,
pese a sus ásperas polleras, el cuello abotonado y una severa moña evangélica apercollada con elásticos negros, las redondeces de su propio cuerpo joven se dibujaban deliciosamente en la tela de sus vestidos color carmelita. Aunque ella misma lo ignoraba, la hermana era dueña de una sensualidad que le transmigraba por los poros. (p. 53)
En la anterior descripción se destaca su peculiar forma de vestir que esconde el cuerpo, algo característico de las mujeres evangélicas, por lo menos en el contexto religioso chileno. Aunque esta forma de vestir tiene un contexto social e institucional. Casi todas las mujeres religiosas, en particular las evangélicas, cubrían su cuerpo para ir a la iglesia, por lo menos hasta la década de 1990. Sin embargo, usaban una vestimenta menos cubierta en su vida cotidiana. Algo que hoy ha cambiado notablemente porque las jóvenes no se someten a los libretos indumentarios de la religión, incluso al interior de los mismos templos. La Iglesia Evangélica Pentecostal es una de las denominaciones pentecostales que aún hoy regula y vigila sigilosamente la forma de vestir de las mujeres. Pero, dado que se trata de una religión sentida, por más control y vigilancia a la vestimenta e indumentaria femenina que haya, las jóvenes le agregan su propio matiz, y muestran que, aún en medio de fuertes procesos estructurales y estructurantes, los sujetos, en este caso las mujeres, tienen capacidad de agencialidad. Pero llaman la atención los detalles que cuenta Rivera Letelier sobre la “moña evangélica” o “las redondeces de su cuerpo joven”; es decir, transforma en objeto erótico aquello que no lo es. Cuando más, la joven mujer intenta des-erotizar su cuerpo en virtud de los traumas de la violencia sexual sufrida, pero ante los ojos del protagonista su capacidad de erotización procedía de su misma juventud des-erotizada.
Respecto al acoso callejero, esta práctica masculina no recae realmente en la vestimenta femenina, sino que se trata de un derecho que un hombre se autoatribuye considerando erróneamente que aquello le gusta a la mujer. No estima que esté haciendo nada extraño, sino que, por el contrario, lo interpreta como un favor porque resalta su belleza, aunque sea con palabras violentas. De igual modo, Rivera Letelier (2015), además de sus descripciones sexistas, pese a resaltar la subalternidad, da un sesgo racista al destacar las prácticas de acoso sexual callejero, como si fueran parte de los colombianos;6 al decir en palabras de la protagonista:
Por no decir nada del acoso del que fui objeto —dijo disgustada—:cinco o seis morenos7 me miraron de manera libidinosa, tres me dijeron palabras soeces, uno se acercó tanto que casi me baboseó el oído y otro, que no me miró ni me dijo nada, al pasar me dio un agarrón en el traste. (p. 73)
El pentecostalismo en general, y la Iglesia Evangélica Pentecostal en particular, enseña a las mujeres a asumir una postura pasiva frente a la violencia, sobre todo a la violencia doméstica e intrafamiliar, y por extensión, al acoso de la calle. ¿Por qué la hermana Tegualda es acosada si, según lo que describe Rivera Letelier, viste con ropas tan holgadas y nunca ceñidas a su cuerpo? Y es lo que destaca al decir: “acotó el de gafas de espejos, quien decididamente, por su forma de mirar a la hermana, se la quería comer con los cordones de sus zapatos y todo” (p. 109). El autor resalta los estereotipos sociales frente a la mujer evangélica y la testigo de Jehová; ambas, aunque de religiones totalmente distintas, son concebidas como canutas. Es así que, por la forma de vestir con ropa larga y holgada, a una mujer se le caracteriza como evangélica o canuta, pero al golpear una puerta, de testigo de Jehová:8
Con la vestimenta que llevaba la hermana Tegualda muchos los confundían con evangélicos en un día de predicación, y les cerraban la puerta sin miramiento… El sombrero de ella, anacrónicamente grande, rosado y ridículo, era el principal causante de la confusión. (p. 43)
El acoso sexual no tiene que ver con la mujer o su forma de vestir, sino con el ejercicio del dominio del hombre sobre el cuerpo de la mujer.
Violencia sexual
Uno de los aspectos que expone la novela es el abuso y la violencia sexual que sufrió Tegualda: “el Tira Gutiérrez se restregó los ojos enrojecidos por el insomnio. ¿Por qué la hermana no podría decir violador como toda la gente?” (Rivera Letelier, 2015, p. 20). Esa palabra impronunciable le quemaba los labios cuando hablaba de este hecho personal: “también fui abusada cuando niña —dijo lacónica, la hermana Tegualda, acomodándose en la silla del café” (p. 55). No solo se trataba de violación, sino también de pedofilia; una experiencia traumática que puede parecer ficcional, pero es una realidad silenciada por miles de niños, y especialmente niñas:
ella era apenas una niña de ocho años cuando el pastor de su primera iglesia abusó de ella. Después se supo que lo que le hizo a ella ya lo había hecho, o lo estaba haciendo, con cada una de las niñas del coro. (p. 56)
Lo que cuenta la protagonista es una dolorosa experiencia que han relatado otras jóvenes mujeres (Faro, 2020). Entre ellas, una de las más conocidas fue la de la exmaratonista chilena Erika Olivera, quien relató en 2016 que desde los cinco años fue abusada por su padrastro, pastor evangélico, y que además este hecho fue silenciado por su madre (The Clinic, 2016). En 2018, Olivera fue elegida diputada y en 2021 presentó un proyecto de ley que buscaba modificar el Código Penal y la ley N° 21.160, con la finalidad de extender la imprescriptibilidad de la ley a todas las víctimas y no solo concentrar sus efectos legales en el caso de que estas fuesen menores de edad.
Generalmente, los abusadores no solo se ganan la confianza de las víctimas, sino que también solapan el mal con el bien, con aquello conocido, querido y conocido por las niñas y es por ello que en espacios comunitarios, como las familias o iglesias, ocurren estos casos de abusos y se ocultan. Al respecto Reviera Letelier señala: “el muy hijo del demonio decía que su pene estaba bendecido por Dios, y que su leche [semen] era sagrada y dulce como la miel que Jehová, Rey de los Ejércitos, le tenía al pueblo elegido en las tierras de Canaán” (Rivera Letelier, 2015, p. 56). Entre los distintos problemas psicológicos que emergen ante tales situaciones traumáticas están aquellos relacionados con la culpa o la vergüenza de denunciar, de declarar, porque se trata de una afrenta a la honra personal y familiar en caso de verse escrutada:
Lo que más le indignaba era que el depravado hijo del demonio apenas había estado 3 años, y que al salir en libertad se puso a dirigir otra iglesia, y tenía la desfachatez de predicar en la calle y exhortar desde el púlpito sobre la moral y la decencia. Y por supuesto cobrar los diezmos. (p. 56)
La cita previa se condice con lo que sucede con los líderes religiosos cuando la institución minimiza la violación, o la considera una difamación o una mera debilidad. Es por ello que deciden trasladarlo a un lugar alejado o a una iglesia pequeña, concebida esta como iglesia de castigo o templo cementerio, un lugar destinado para el retiro y muerte de estos deshonrosos líderes, donde siguen haciendo lo mismo y nunca son castigados. No obstante lo anterior, Rivera Letelier (2015) también expone la hipocresía religiosa en el catolicismo cuando en la novela se dice: “el esposo de la dama la engañaba, ciertamente, pero no con otra mujer sino con un cura” (p. 79).
A la vergüenza y la culpa también le sigue la negación con preguntas como esta: ¿cómo podría hacerle daño alguien tan respetado y querido? Debe ser un error:
A veces me da por pensar, dijo, que esto más que una prueba del Señor, es un castigo. Pues aquella vez cuando pasó lo que pasó en la iglesia con el pastor, ella fue una de las pocas niñas abusadas que al principio lo defendió yéndose en contra de las demás integrantes del coro. (p. 173)
En vez de cuestionar sus creencias, se cuestiona a sí misma y, tal como ha aprendido de la institución religiosa, lo concibe como una prueba personal, una obra del diablo o una prueba de Dios. Narra Rivera Letelier (2015):
Ella quería a toda costa pensar que no había pasado nada y que todo lo que había vivido con el pastor solo era un mal sueño, un embuste de Satanás el diablo para alejarla de los caminos de Dios a sus hijos elegidos. Ahora no sabía decir cuál de las dos experiencias había sido más horrorosa, la de la iglesia o la del cementerio. (p. 173)
El problema es que, desde lo religioso, todo mal es asignado al diablo y no a la persona responsable; tampoco se duda del líder, a quien se lo ve siempre como un padre. Sin embargo, en la novela se cuenta que la protagonista no solo fue abusada sexualmente una vez, sino dos veces:
en medio de su llanto, la hermana Tegualda le confesó algo que él venía sospechando desde el principio —ratificado por aquella vez en que ella se negó a bajar al mausoleo en donde se cometió [sic] la mayoría de las violaciones— la hermana era otra víctima del psicópata, una de las que no había denunciado. (p. 171)
Al ver que con el pastor no se hizo la suficiente justicia, sino que fue liberado antes de tiempo, más resonaba en la mente de Tegualda la siguiente pregunta: ¿para qué denunciar? Y relata el autor:
cuando el degenerado la estaba perjudicando [violando], a la muy tontorrona se le ocurrió decirle que era evangélica, a ver si se apiadaba, pero eso lo habría encabritado aún más al chivo de la lujuria. Tanto así, que (…) mientras comenzaba a sodomizarla la obligó a cantar una alabanza al Señor. “A ver canutita, cántate una de esas que cantan tus hermanos cuando vienen a enterrar a sus muertos”, le había dicho el maldito. (p. 173)
Es el peligro del silencio frente a la violencia: se silencia una y otra vez, y eso los abusadores lo saben. Las iglesias evangélicas, al igual que la Iglesia Católica, tienden a proteger al abusador y violador de menores. Sin embargo, pese a la caracterización de Tegualda como una mujer pacífica y que ha sobrellevado la violencia sexual, incluso el acoso que sufre en la calle día a día, su actuar da cuenta de una voluntad dinámica y activa, no de un fatalismo:
la hermana Tegualda entró a la oficina taconeando fuerte con el diario en la mano. —Aunque el mal no se le desea a nadie, hay que reconocer que Dios es muy justo— dijo nomás entrar y dejar caerse en el sofá. —Supongo que ya vio el diario, caballero. (p. 193)
Según se señala tácitamente en la novela, Tegualda se venga de su victimario asesinándolo por sus propias manos. ¿Qué puede hacer una víctima frente a su victimario que la violenta cada vez que la acosa y persigue?
Música pentecostal
Rivera Letelier (2015) le asigna importancia a la música y a los instrumentos musicales en los cultos pentecostales. Así lo destaca en la novela:
A media cuadra del culto, ya se oían las voces y los instrumentos entonando las alabanzas al Señor. La iglesia no se diferenciaba de las que abundaban en las poblaciones periféricas de todas las ciudades del país (…) la mayoría de estos humildes cultos (la palabra templo o iglesia les queda grande), era parte de una casa particular. (p. 157)
El autor alude a las precarias condiciones de los templos pentecostales situados en los barrios pobres, zonas donde más se han extendido, en concordancia con el principio fundacional del pentecostalismo de constituirse en la religión de los pobres (Mansilla, 2014; Mansilla & Orellana, 2020). Es por ello que sus templos guardan cierta consonancia con las casas de los barrios. En ambos espacios, la música religiosa es importante: en el templo, el coro musical, y en el hogar, la música a través de la radio. Tanto los templos como las casas son autoconstrucciones. Los templos nacen como extensión de las casas. En efecto, antes que ser templos son casas y, en consecuencia, es escasa la clásica diferenciación entre lo sagrado y lo profano porque son dimensiones sociales que se dan simultáneamente. Luego, Rivera Letelier (2015) describe cómo estaba distribuido el templo en su interior:
La nave era de madera y el piso de losa. En el pequeño estrado había un púlpito cubierto con un paño de raso dorado, pletórico de rosas bordadas por las mismas hermanas de la congregación, a un costado del proscenio se amontonaba el coro de niños y niñas, vestidos de una túnica celeste, cada uno con sus instrumentos musicales; y detrás del púlpito, cubriendo casi toda la pared, un lienzo con la pintura al óleo de una mano sosteniendo el mundo, flanqueado por un lado por la balanza y por el otro por la espada de la justicia. Los asientos eran largas bancas de madera sin pintar, distribuidas en dos corridas. La nave se hallaba repleta. El hombre que hacía de portero —cara de obrero de la construcción, pero impecablemente vestido de terno de negro— lo saludó con afectos y le dio la bienvenida tratándolo de hermano. (p. 157)
Las características del espacio interno del templo pueden corresponder al de cualquier iglesia evangélica, en particular pentecostal, de América Latina o el Caribe: los componentes materiales del templo, las características del púlpito, las características genéricas del coro, etc., han sido descritos por arquitectos investigadores del fenómeno religioso (Chiquete, 2006; Vidal, 2009). Estos, de igual modo, destacan los murales con mensaje religiosos, pero desde distintas metáforas vívidas tales como pastores y pastizales verdes, un barco en medio de tormentas, o la más clásica: la pintura de los dos caminos (el cielo o el infierno), que expresan metafóricamente las luchas y angustias cotidianas de los creyentes que viven en condiciones sociales y económicas de pobreza.
Junto a la centralidad de la música en los espacios cultuales pentecostales (Vélez-Caro & Mansilla, 2019, 2020), hay que reconocer las descripciones realizadas por Rivera Letelier (2015) como si se trataran de una observación participante:
himnario en mano, la congregación entonaba a todo pulmón un himno de aires marciales —Venid pecadores, Jesús os salvará— que resonaba en la acústica del templo con un ímpetu glorioso. Las bandurrias, las guitarras, los panderos y los triángulos le daban el cántico un aire entre gitano y celestial. (p. 157)
El novelista menciona el siguiente himno:
Creed, pecadores, Jesús salvará.
Dejad vuestras dudas
al trono de gracia;
venid confiados, Jesús salvará.
Jesús salvará, Jesús salvará.
Venid confiados, Jesús salvará.
Venid los sedientos, Jesús salvará:
venid a la fuente,
tomad de las aguas,
tomad libremente, Jesús salvará.
Jesús salvará, Jesús salvará;
tomad libremente, Jesús salvará.
Confiad en su sangre, Jesús salvará.
La cruz ha vencido;
su muerte en ella
la ley ha cumplido, Jesús salvará.
Jesús salvará, Jesús salvará;
la ley ha cumplido; Jesús salvará.
Los himnos apuntan al vacío interior del ser humano. Las letras, la música, los instrumentos y el contexto cultual son elementos esenciales en las celebraciones pentecostales. Aunque los templos son pequeños, siempre están repletos de creyentes y dan la impresión de que canta mucha gente. Los testimonios emotivos manifiestan que los ángeles ayudan a cantar. Los votivos cantos permiten a las personas entrar en confianza y develar sus miedos, temores y sus necesidades. Los templos de barrios aún usan los instrumentos clásicos, tales como bandurrias, guitarras, panderos y triángulos, por su facilidad en el traslado y en el uso, ya que generalmente estos pertenecen a los que cantan y no a la iglesia. Sin embargo, otros usan música envasada de YouTube, que logran proyectar en paredes blancas.
En ese tenor, al ser un templo pequeño, las personas nuevas que los visitan son fácilmente reconocibles; los fieles se les acercan para prestarles el himnario o la Biblia como signo de cordialidad, confianza y familiaridad:
de pronto en el fragor de la alabanza sintió que le tocaba el hombro: uno de los hermanos de la fila de atrás, le pasó un himnario abierto en la página del himno, y sin dejar de cantar, le apuntó con el dedo en la página 128. (Rivera Letelier, 2015, p. 158)
El himnario, para los pentecostales clásicos, es el segundo libro más importante después de la Biblia. La música permite, de igual modo, que las personas sean más propensas a contar sus problemas. También funciona como recreación de las condiciones para que las personas sean más receptivas a la oración, tanto para sí como para otras personas. De este modo, no hay dilema en el pensamiento según el cual la gente se sana porque cree y cree porque se sana:
al terminar el himno, el pastor pidió doblar las rodillas y orar por la salud de la hermana Orlanda, quien estaba hospitalizada, para que el Padre celestial guíe las manos de los médicos y la operación resulte un éxito y ella pueda volver sana y salva a su casa y a nuestro templo, que es la casa de Jehová. (p. 158)
Los evangélicos siempre han creído en la relación terapéutica entre fe y ciencia, entre Dios y la medicina, entre la iglesia y el hospital, entre la fe y la razón. Muchas conversiones ocurren por motivos de sanación y se dan a conocer a través de los testimonios. Como señalaba Levi-Strauss (1974/1987) sobre los rituales de sanación, estos suponen tres elementos: la creencia del sanador en su poder y la eficacia de sus técnicas, heredadas de un predecesor que se basa en el contacto con los espíritus; la creencia del enfermo en los poderes del sanador; y la legitimación de la comunidad de los poderes del sanador. Este proceso de sanación comienza en un contexto muy emotivo cortejado con música, y continúa posteriormente acompañado del grupo de mujeres adultas y jóvenes, ya que son ellas las que fundamentalmente se convierten.
Los cultos pentecostales se inician cantando y terminan cantando. Cada actividad, cada rito al interior del templo, es previamente acompañado con música atingente. Una de las ritualidades con más contenidos pertinentes es la ofrenda:
luego de un himno que hablaba del dador alegre, una de las niñas del coro, la que tocaba el triángulo, recorrió los asientos con un talego confeccionado con el mismo raso dorado del paño que cubría el púlpito, pidiendo la ofrenda para el Señor. (Rivera Letelier, 2015, p. 159)
Las ofrendas ordinarias son sacralizadas porque permiten la autonomía financiera eclesial, pero también se realizan ofrendas especiales cuando algún hermano o hermana que asiste al templo pasa por algún problema grave.
Sin embargo, los himnos más solemnes y esperanzadores son los mortuorios. Uno de los momentos más paradójicos es el ritual mortuorio y funerario, en tanto para la cultura pentecostal se vive cantando y se muere cantando. Se le canta a la esperanza de un mundo mejor más allá de la vida, por ello, los fieles pentecostales cantan con alegría en medio del dolor y la pérdida (Mansilla, 2016). Es en este plano que Rivera Letelier (2015) describe que
la hermana Tegualda rompió a entonar el himno que los evangélicos tienen para el entierro de sus muertos, el mismo que el psicópata le hizo cantar en el mausoleo mientras la perjudicaba. Himno que en el himnario aparecía en la página 97, y cuyos versos aseguraban que los que morían en Cristo se encontrarían en una célica morada a orillas del río de la vida cuyas aguas cristalinas nacen en el trono de Dios. (p. 176)
Dicho himno dice así:
¿Nos veremos junto al río?
¿Nos veremos junto al río
cuyas aguas cristalinas
fluyen puras, argentinas,
desde el trono de nuestro Dios?
Coro
¡Oh! sí, nos congregaremos
en la ribera hermosa del río
cuyas aguas vivas dimanan
del trono de nuestro Dios.
2
En las márgenes del río
do los serafines van,
donde hay bellos querubines,
da la dicha eterna Dios.
3
Antes de llegar al río,
nuestras cargas al dejar,
libres todos quedaremos
por la gracia del Señor.
4
Pronto al río llegaremos,
nuestra peregrinación
terminando en los acentos
de la célica canción.
Las mujeres evangélicas, y en particular las pentecostales, eran proclives a escribir poemas, pero también se les incentivaba a cantar y ser parte del coro. De hecho, desde muy niñas ya participaban en los coros tocando instrumentos como el pandero y, en el caso de la Iglesia Metodista Pentecostal, la mandolina (Marchant, 2016). Estas habilidades poéticas y cantoras quedaban exclusivamente recluidas al interior del templo. Se entendía que se trataba de talentos sacros y, por tanto, era indebido cultivarlos fuera del templo, así como tampoco los poemas debían ser publicados, para no buscar la honra personal. Esto se debía, por un lado, al realce de la creencia del premilenarismo, que no le da importancia a la difusión, y por otro, al espíritu de sobriedad. El objetivo es resaltar a la comunidad y no al individuo, a diferencia del góspel afroamericano que trascendió el espacio eclesiástico y comunitario: “en realidad la hermana cantaba maravillosamente parecido a Edith Piaf. Tenía su color de voz y causaba la misma emoción de la cantante francesa. No le costó nada imaginarla cantando La vie en rose” (Rivera Letelier, 2015, p. 177). En este sentido, resulta contradictorio que el novelista compare, aunque exageradamente, la voz de Tegualda con la de la artista francesa Édith Piaf.
Antes de cerrar este apartado, queremos destacar dos aspectos: la diferencia entre jóvenes mujeres y hombres, así como entre mujeres jóvenes y adultas frente a la música. Ambas diferencias, las de género y etarias, varían fundamentalmente dependiendo de las denominaciones pentecostales. Por ejemplo, en la Iglesia metodista pentecostal, la mandolina evidencia el espacio de la mujer dentro de la doctrina y la perpetuación performativa de “los moldes y modelos doctrinales asociados a la femineidad y al ideal de mujer cristiana dentro del culto basados en las cartas paulinas” (Marchant, 2016, p. 40). El coro es el espacio de prestigio para los adolescentes y jóvenes al interior de las iglesias pentecostales, quienes son considerados los rostros de las iglesias; por ello, no solo son espacios anhelados, sino también vigilados y de cuerpos moldeados tanto en sus gestos como en sus voces. En el mismo coro se evidencia esa diferenciación de género, como destaca Marchant (2016), mientras que la mandolina es
símbolo de lo femenino, e incluso, metonimia de la mujer, estaría articulada desde un binomio dado por la presencia de otro instrumento musical demarcado como masculino: la guitarra. Binomio correspondiente, a partir de lo expuesto, al de hombre/mujer. La arraigada unión de esta relación de complementariedad y subordinación a la vez se expresa, incluso, en el hecho de que para poder comprender las dinámicas de género visibles en la ejecución de la mandolina fue necesario describirlas en relación de oposición con las establecidas en la ejecución de la guitarra. (p. 40)
En cuanto a la Iglesia evangélica pentecostal, en donde solo se usa el teclado, se resaltan las voces. A diferencias de las otras denominaciones pentecostales en donde predominan los jóvenes en los coros, aquí participan hombres y mujeres de todas las edades. En cuanto a los usos de la música en la vida cotidiana, se privilegian fundamentalmente los cuartetos. Generalmente esta denominación no hacía uso de las radios evangélicas hasta la década de 1990, ya que transmiten música neopentecostal (Marcos Witt, Hillsong, etc.), pero sí se acercan más a la música adventista que está más centrada en el realce de la música sacra tradicional. En general predominan los coros polifónicos, pero en las iglesias pequeñas se emplean los cuartetos, que se iniciaron como una actividad masculina, y en las últimas décadas ya son mixtos.
En consecuencia, la música para los jóvenes es el espacio por antonomasia al interior de las iglesias y tiene tanto prestigio entre ellos y ellas que soportan las exigencias de los ensayos. Es un tiempo-espacio de socialización generacional ya que les está vedada la participación en fiestas u otros espacios en donde participan la mayor parte de los jóvenes de su edad. Hasta hace poco tiempo los hombres tocaban instrumentos y las mujeres cantaban, pero hoy las mujeres también tocan instrumentos. En cuanto a la música para las mujeres adultas, depende del espacio en donde se encuentre. Las radios evangélicas han ido perdiendo sintonía, sobre todo entre los jóvenes y mujeres adultas jóvenes, porque las plataformas de streaming, especialmente YouTube, han ganado terreno. Las denominaciones suben sus propios estilos musicales para todos los gustos en estas plataformas y es posible acceder a ellas en todo momento y espacio, incluso desde el celular. En consecuencia, la música es la dimensión central de la existencia del pentecostalismo. El pentecostalismo es música porque, al ser una religión sentida, todos los ritos y momentos significativos son acompañados con música. El pentecostal vive cantando y muere cantando (Mansilla & Orellana, 2022).
Conclusiones y epígrafes
Como señalamos anteriormente, en este artículo abordamos dos temáticas de la novela La muerte es una vieja historia de Hernán Rivera Letelier (2015): la construcción de la mujer pentecostal y el uso de la música tanto en el templo como en la vida de un fiel pentecostal. En el primer apartado hicimos referencia al primer tema, donde destacamos tres elementos que conforman a esta mujer pentecostal: la inteligencia social y cognitiva, la corporalidad y sensualidad, y la violencia sexual. En el segundo apartado abordamos la importancia que tiene la música en los templos y en la vida cotidiana de los pentecostales, y que el novelista expone a través del relato de la vida y peripecias de la hermana Tegualda, la protagonista. A continuación, haremos un cierre complementario de estas ideas.
En relación con la inteligencia social y cognitiva de la mujer pentecostal, destacamos el hecho de que Rivera Letelier nominara a una joven pentecostal como Tegualda, un nombre de origen mapuche. Esta denominación desde ya caracteriza al pentecostalismo como una religión que atrae al mundo mapuche, tal como lo han destacado distintas investigaciones antropológicas clásicas (Lalive d'Epinay, 1968; Willems, 1967) y actuales (Moulian, 2018). También este nombre, Tegualda, remite al relato de Alonso de Ercilla en La Araucana. Incluso el mismo Rivera Letelier alude a que se trata de una mujer aguerrida y valiente. En realidad, “el episodio de Tegualda representa la voz del lamento contra la guerra y sus consecuencias devastadoras, pero también la figura teórica del fantasma sirve para explorar el papel y las funciones del lamento femenino en la obra de Ercilla” (Marrero-Fente, 2004, p. 99). El nombre de Tegualda viene a representar, en la novela de Rivera Letelier, el rol de esa mujer que resiste y lucha contra la violencia masculina del acoso y de la violencia sexual, pero también nos habla del control de su cuerpo y de la negación de su libertad sexual. Del mismo modo, representa a aquella joven mujer que, pese a los prejuicios y estereotipos que existen hacia las mujeres pentecostales, toma posesión de su cuerpo y decide acerca de los alcances de su sexualidad. El hecho de que las mujeres pentecostales aparentemente sean sumisas no representa solamente obediencia a la institución, sino una elección personal para enfrentar el acoso callejero y la violencia doméstica que se expresa a través de su forma de vestir y su silencio. Ellas encuentran libertad para redefinir los libretos sobre la forma de vestir, ser joven y mujer según los parámetros dictados por la institución religiosa.
En correspondencia con la corporalidad y la sensualidad, el autor en su construcción ficticia expone cómo la institución religiosa realiza imperiosas vigilancias sobre la forma de vestir de las mujeres. Pese a ello, no se trata de que las mujeres jóvenes obedezcan sumisa y silentemente los libretos sobre el qué y cómo vestirse —como ya se ha indicado en otros trabajos (Mansilla, 2012; Mansilla & Piñones, 2017)—, sino que esa determinada forma de vestir de ropas holgadas y poco ceñidas al cuerpo es más bien una elección personal y voluntaria, una forma de resistir al sexismo, a la cosificación y a la mujer-objeto que la sociedad moderna transmite a través de los medios, sobre todo la televisión y el internet, para homogeneizar el vestuario de las mujeres jóvenes actuales. Como destacan algunas autoras, el mundo en el que vivimos es un mundo de hombres, mayoritariamente heterosexuales, que potencialmente cosifican el cuerpo de la mujer (Sáez et al., 2012, p. 49). Las jóvenes tienen la posibilidad de elegir, de ahí que escogen quedarse en la institución religiosa y vestirse de determinada manera, lo cual forma parte de la libertad de conciencia y de la democracia. Criticar la forma de vestir de una mujer y no de un hombre, centrarse en el cuerpo de una mujer y no en la integridad, es y sigue siendo parte del sexismo, costumbre patriarcal difícil de erradicar. De igual modo, los sentimientos y emociones que vivencia la protagonista están mediados por la construcción de lo femenino desde la visión masculina riveriana. No obstante, las mujeres no ven reforzada su autoestima al ser cosificadas sexualmente (Sáez et al., 2012, p. 49), por el contrario, se sienten permanentemente amenazadas.
En cuanto a la violencia sexual explícita en la novela, no se desliza una posición de condena o crítica expresada por algún personaje, sino que se exhibe esta deleznable conducta como si fuera normal; más aún cuando se trata de una violencia sexual practicada contra niñas y se exponen casos de pedofilia realizados por un líder religioso. El autor de la novela no se detiene a exponer cuáles han sido las posibles consecuencias traumáticas al respecto, solo narra cómo la protagonista se venga haciendo justicia por sus propias manos. Quizás la forma de vestir de Tegualda, que el narrador de la novela describe frecuentemente, incluso de forma peyorativa, viene a representar el efecto de ese trauma de la violación sufrida por la protagonista. Es decir, tapa su cuerpo, para evitar ser deseada y acosada por los hombres. Para enfrentar la violencia sexual contra las mujeres, y especialmente contra las niñas y niños, se deben utilizar todos los espacios para condenar el acto y al violador, y así exponer las consecuencias perniciosas tanto en las personas de carne y hueso como en los personajes ficticios. Hoy por hoy ha sido el feminismo, el movimiento intelectual, social, político y académico, el que más ha luchado por demostrar que el acoso sexual no es caballeresco ni es divertido, sino que es violento. De igual modo, la violación genera dolores insospechados en las mujeres, por lo que debe ser condenada. Pero también debe haber medidas preventivas a través de la educación en todos los modos y medios de comunicación. En ese sentido, la novela es un medio apropiado y adecuado para prevenir y condenar actos tan deleznables.
Por último, con relación a la importancia de la música en el pentecostalismo, cabe destacar que el interés sociológico por este arte ha existido desde el mismo nacimiento de la sociología, como en el caso de Weber (1920/1998). Uno de los aspectos interesantes de la música pentecostal es cómo hereda los himnos del protestantismo misionero estadounidense, escritos en el contexto de la migración europea, en épocas de industrialización, de esclavitud y sustentados en la supremacía blanca, en tiempos en que se desarrolló el movimiento de santidad como un revival misionero que percibía una nueva nostalgia por el milenio y el advenimiento; y la urgencia de las misiones fue adaptada, cantada y resignificada en espacios latinoamericanos. En el caso del pentecostalismo latinoamericano, vivió su propio contexto de miseria, pobreza, migración urbana-urbana y luego rural-urbana, inestabilidades políticas y económicas, con alta mortalidad infantil, bajas expectativas de vida y desnutrición, etc. Junto a ello, la permanente aparición de los caudillismos militares que ofrecían un mundo mejor. Ante este contexto, los pentecostales tomaron estos himnos para cantarlos desde la tragedia, el drama y la miseria de América Latina, esperando un mundo mejor, pero no con la intención de cambiarlo, sino de huir de él mientras se espera el advenimiento. Entre tanto, el protestantismo misionero construía sus propias instituciones académicas, teológicas y empresas misioneras que permitían a los misioneros un estatus heroico; el pentecostalismo, en cambio, levantaba su empresa misionera entre los pobres, los miserables, los indígenas, los campesinos, grupos en los que encontraba nuevos misioneros, pero también nuevas adaptaciones y estilos musicales de los himnos heredados. Por ello, novelistas como Rivera Letelier (2015) rescatan himnos pentecostales heredados del protestantismo misionero y no los cantos cortos, llamados coros, que son construcciones locales festivas.
Así, la himnología pentecostal no expresaba un retrato social, político y cultural del contexto latinoamericano, sino un deseo intenso de huida ante el vacío social y la diferencia abismal respecto de la sociedad a la que se arribaba. Durante todo el siglo XX, desde su nacimiento hasta su finalización, se cantaron e interpretaron los mismos himnos, los que brindaron el ambiente emocional y afectivo para alcanzar la catarsis social, la exhalación de los sentimientos de frustración y miseria, y el empuje para poder bregar ante el permanente sentimiento de minoría discriminada que experimentaron los fieles pentecostales. Pero también ante el sentimiento de un Dios omnipotente que miraba impávido las injusticias sociales, políticas y económicas de los poderosos, ante las cuales solo cabía esperar un cielo de igualdad y diferir las satisfacciones que no se vivieron en la tierra. De ese modo, la música coadyuvaba al discurso religioso del pentecostalismo, que apuntaba a soportar y enfrentar las miserias del mundo. La música no brinda capitales de liberación social, política y económica, sino de liberación emocional. El pentecostal solo podía ser libre gracias a la imaginación, pues en la realidad social no era más que un esclavo del fatalismo y del determinismo social provisto por el pentecostalismo espiritualizante, que era transmitido por la himnología protestante heredada y descontextualizada.
La himnología pentecostal significó la colonización de las mentalidades religiosas, pese a que se enajenó de los contextos musicales culturales en donde se extendió, y solo logró adjuntar otros modelos musicales trágicos y dramáticos como la música popular. Varios exponentes de este género durante la dictadura se convirtieron y abrazaron el pentecostalismo, encontrando en él un espacio de libertad. De igual modo, se trató de un mercado de feligreses dispuestos a pagar por sus contenidos musicales con dones (alimentos) en los pequeños conciertos en iglesias locales, en un momento de apagón cultural como el generado por las dictaduras. También muchos exponentes de la llamada música ranchera se convirtieron al pentecostalismo. De ahí que el pentecostalismo hasta hoy se haya resistido a la llamada nueva música evangélica, que surgió a mediados de la década de 1980 en México y Guatemala, y que tanto atrae a los jóvenes. Es por ello también que Rivera Letelier recita las mismas estrofas himnológicas en cada uno de sus libros en los que hace referencia a la himnología pentecostal. Y así también con el novelista chileno de la generación de 1938, Nicomedes Guzmán, quien cita las mismas estrofas himnológicas de los pentecostales y de quien Rivera Letelier es deudor no reconocido. Es decir, no hay innovación musical ni himnológica entre los más de setenta años que separan el libro La sangre y la esperanza de Guzmán (1999) y la novela de Rivera Letelier que aquí analizamos.
En consecuencia, la novela es una buena forma de rescatar a la mujer joven pentecostal como un sujeto resiliente y que logra resignificar las experiencias traumáticas a través de la religión sentida. La religión evangélica, y en particular el pentecostalismo, sigue siendo discriminada. De cuando en cuando aparece algún líder pastoral evangélico vinculado a algún escándalo y, tanto los medios como las redes, se saturan de comentarios ofensivos, discriminadores y estigmatizadores que reducen y caricaturizan al mundo evangélico a costa de uno o dos líderes corruptos (Cofré, 2018; Saleh, 2020). Si bien la discriminación en apariencia ha disminuido, basta un episodio escandaloso para encender el odio y la estigmatización.
Conflicto de interés
El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.
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Notas del autor
Miguel Ángel Mansilla
Doctor en Antropología por la Universidad de Tarapacá y por la Universidad Católica del Norte de Chile. Académico e investigador en la Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile. ORCiD: https://orcid.org/0000-0001-5684-0787. Correo electrónico: mansilla.miguel@gmail.com
1 Dado el limitado espacio del artículo, no haremos una contextualización histórica del pentecostalismo chileno porque ya se ha realizado en distintos trabajos (Lalive d'Epinay, 1968; Orellana, 2008; Vidal, 2009; Mansilla & Mosqueira, 2021).
2 Cuando decimos que las ciencias sociales y la sociología no han mostrado interés, nos referimos a la sociología en general, no a la sociología de las religiones que, en América Latina, nació propiamente como subdisciplina con los estudios sobre el pentecostalismo en Chile y Brasil (Mansilla & Mosqueira, 2021). En este sentido, el pentecostalismo ha sido uno de los grupos religiosos más estudiados por las subdisciplinas en particular, como la sociología de las religiones y la antropología de las religiones, pero no por las ciencias sociales ni la sociología en general, como sí lo ha sido el catolicismo, por ejemplo.
3 Para saber más sobre Tegualda, quien es descrita por el cronista Alonso de Ercilla, se puede revisar a Marrero-Fente (2004).
4 Fue una generalización muy común que perduró hasta finales de la dictadura, tiempos en donde más se vinculó, lo aymara con lo boliviano. Esta generalización se sustenta en que el territorio en el cual están situados los aymaras fue boliviano, y otra parte peruano, hasta el año 1879; pero, a causa de la guerra del Pacífico, Chile hizo parte de su territorio estas regiones y así consideraron a los aymaras como extranjeros, especialmente como bolivianos.
5 Dorcas se le llama al grupo de mujeres adultas en la gran mayoría de iglesias pentecostales; señoritas, se refiere al grupo de adolescentes y jóvenes solteras pentecostales.
6 Rivera Letelier (2015) alude a la presencia de los colombianos así: “Antofagasta se había convertido en la ciudad donde más se requerían los servicios de los detectives privados —contratados en Santiago— para investigar ese tipo de casos. Y es que, junto con ser catalogada como la capital minera del mundo, con los turnos de cuatro por cuatro —cuatro días en el cerro y cuatro en la casa— o siete por siete o quince por quince, y el arribo en masa de emigrantes de distintos países, la ciudad había llegado a ser, indefectiblemente, la capital de la infidelidad, sobre todo con la aparición de las bellas y protuberantes mujeres colombianas. «Culombianas», decían los más cabrones” (p. ٤٠). De hecho, otro novelista, Rodrigo Ramos, en su libro Ciudad Berraca, llama Antofagasta “Antofalombia” (Ramos, 2018, p. 10).
7 El autor utiliza la palabra “moreno” cuando se refiere a los afrodescendientes.
8 Las mujeres que son parte de la religión de los testigos de Jehová tienen dos particularidades que las diferencian de sus pares pentecostales: andan de dos en dos predicando puerta a puerta y se instalan con un stand de revistas de Atalayas y Despertad sin predicar, solo esperando interesados en hablar.