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García Aguilar, J. F. (2023). La hostil humillación y la ética. Perseitas, 11, 89-107.

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780. 4322

La hostil humillación y la ética

Hostile humiliation and ethics

Documento de reflexión no derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4322

Recibido: marzo 7 de 2022. Aceptado: octubre 6 de 2022. Publicado: enero 20 de 2023

Juan Francisco García Aguilar

Resumen

La tarea que supone elaborarse a sí mismo conlleva un desafío que constantemente nos pone a prueba, pero cuando el costo de este cometido se deposita en la espalda de alguien más, hasta desvalorizarlo, menoscabarlo y anularlo, tiene lugar la inquietante experiencia de la humillación. El presente texto se propone indagar sobre esta manera de proceder, en la que un deformado anhelo de la consecución de sí reclama la humillación del otro. De la mano de Albert Camus, Cornelius Castoriadis y Richard Rorty, el trabajo ofrece una mirada que insiste en el mérito de una constitución de sí sin disminuir al otro, pues, ante una escena de esta naturaleza, el juicio crítico se ve comprometido a dar una respuesta que sea capaz de reivindicar el valor de nuestra condición humana, frente a las iniciativas que pretenden desestimarla.

Palabras clave

Auto-elaboración; Humillación; Intersubjetividad; Otro; Sí mismo; Solidaridad.

Abstract

The task of making oneself entails a challenge that constantly tests us. When the cost of this task is placed on someone else’s back, devaluing, undermining and nullifying it, the disturbing experience of humiliation takes place. The present text aims to inquire about this way of proceeding, in which a deformed desire for the attainment of self-demands the humiliation of another. Faced with a scene of this nature, critical judgment is compromised with a response that is capable of vindicating the value of our human condition against initiatives that seek to dismiss it. Guided by Camus, Castoriadis and Rorty, this work offers a look that insists on the merit of a constitution of self without diminishing the other.

Keywords:

Intersubjectivity; Humiliation; Other; Self; Self-elaboration; Solidarity.

Introducción

La agenda que Camus traza en El mito de Sísifo, para una deliberación filosófica que sea capaz de atender los desafíos de la actualidad, reclama a la razón una versatilidad particular. Una que pueda situar en el núcleo de la reflexión aquellos aspectos que ponen a prueba el valor mismo de la vida humana, ahí en el estado concreto de las cosas en el que esta se despliega, En efecto: “Juzgar que la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (Camus, 1942/1957b, p. 13).

Este viraje que Camus solicita a la filosofía, naturalmente, nos lleva a considerar cuáles son los hechos puntuales que nos interpelan de tal modo que nuestro pensamiento se ve comprometido con una examinación del sentido propio que supone vivir humanamente. Me parece que es esta clave la que lleva, por ejemplo, a Rorty (1989/2013), a insistir en los motivos que hoy tenemos para evaluar las actitudes que distinguirían a nuestra especie, “la solidaridad no se descubre, sino se crea, por medio de la reflexión. Se crea incrementando nuestra responsabilidad a los detalles particulares de dolor y de la humillación de los seres humanos distintos, desconocidos para nosotros” (p. 18).

Son dichos detalles los que le dan rostro a una experiencia de la arbitrariedad humana que ineludiblemente llama a nuestro juicio crítico, y que de inmediato nos ofrecen su tono apremiante y paradójico, porque sin duda nos impele a atender a ello, pero al tiempo alcanza a ocultarse como un enigma que simula escapar de una comprensión puntual, de una explicación que pudiese hacerle frente, contenerla y, quizá, revertirla. Esta aserción responde a la desafortunada facilidad con la que llegamos a traducir como ordinarios ciertos comportamientos que intuimos que no deberíamos admitir. Me refiero a la afirmación común, casi cliché, que sostiene que una arbitrariedad puede llegar a normalizarse. En última instancia, me parece que el cliché no le resta un grado de verdad a esta inquietante consideración.

Como lo advierte Camus (1958/2014), es cierto que el juicio sobre el valor que le atribuimos a la vida se ve alterado por los atropellos que eventualmente ponen a prueba el sentido mismo que comporta nuestra propia condición humana, “el terror hace cambiar, mientras dura, el orden de los términos” (p. 14). Sin duda alguna, no deberíamos desestimar los signos que transmiten las vivencias de los hechos arbitrarios, y la deliberación filosófica, desde luego, necesita atender a las preguntas que se derivan de tales experiencias.

Al tomar en cuenta lo anterior, es pertinente que situemos nuestra reflexión en alguno de aquellos detalles en los que la arbitrariedad adopta una forma concreta, por lo cual las siguientes líneas se enfocarán en el examen de uno de los rasgos que visten lo ordinario con una alarmante aspereza, a saber, la práctica de la humillación. Lo llevaremos a cabo siguiendo la clave que autores como Camus, Castoriadis y Rorty nos ofrecen para contribuir a un diagnóstico de carácter existencial, que atienda al comportamiento de esta categoría que a todas luces cristaliza el rostro del atropello en la actualidad. Una vez presentado el semblante de esta hostilidad solapada, nos daremos a la tarea de indagar sobre algunas de las oportunidades que los filósofos tratados nos ofrecen para hacerle frente a esta experiencia de arbitrariedad que, aunque apunta hacia ello, no dispone ni justifica el auténtico valor de nuestra condición.

La sombría fórmula de un hacerse a sí anulando al otro

Al escudriñar el proceder del racismo en El mundo fragmentado, Cornelius Castoriadis (1990/2008) nos ofrece un quid que recoge los propósitos que seguimos para examinar la praxis de la humillación. Me refiero a aquella “aparente incapacidad de constituirse en sí sin excluir al otro, y de la aparente incapacidad de excluir al otro sin desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo” (p. 33). Con este enfoque, Castoriadis disecciona los componentes de una alienante conducta que recarga en la deshumanización del otro una promesa de realización individual, cuyo logro está supeditado a la desgracia inferida en alguien más.

De igual manera, este comportamiento es uno de los rasgos del nihilismo que Camus (1947/2018) denuncia en novelas como La Peste, por ejemplo, a través de la confesión que el personaje de Tarrou hace al Dr. Rieux, cuando el primero describe la tropelía que significa justificar el atropello del otro bajo el pretexto de un noble propósito:

Por supuesto, yo sabía que nosotros también pronunciábamos a veces grandes sentencias. Pero me aseguraban que esas muertes eran necesarias para llegar a un mundo donde no se matara a nadie.… Comprendía que contribuía a la muerte de miles de hombres, que, incluso, la provocaba, aceptando como buenos los principios y los actos que fatalmente la originaban. (pp. 280-281)

Como lo advierte Espinosa (2012), Camus deshilvana los disfraces con los que vestimos las arbitrariedades de nuestra época y “denuncia sin ambages las actitudes nihilistas ocultas allí donde el fin justifica los medios, amén de reprocharles a aquellas supuestas cosmovisiones su incapacidad explicativa respecto a la vida humana” (p. 634). Paradójicamente, la proporcionalidad de la ecuación nihilista manifiesta una contrariedad, pues anuncia la estimación de un yo que se posterga en función de un permanente deterioro del otro.

Desde luego, cabe preguntarse en qué medida la elaboración de sí mismo resulta ser una tarea elemental para cada uno. Bien puede decirse que efectivamente el cometido de hacerse a sí representa un compromiso originario en todo individuo. A este respecto, Rorty (1989/2013) trae a cuenta esta lógica de la personalidad, que ha sido sostenida con autoridad por un discurso que centra en el sujeto particular la conducción de su propio acontecer:

Los autores de un tipo [como Nietzsche o Heidegger] nos hacen ver que las virtudes sociales no son las únicas virtudes, que algunos hombres han tenido éxito en el empeño de recrearse a sí mismos. Con ello cobramos consciencia de nuestra propia necesidad, articulada a medias, de convertirnos en personas nuevas, en personas para cuya descripción aún carecemos de palabras. (p. 16)

Sin lugar a dudas, cada uno cuenta con responsabilidades que se dirigen hacia sí, que se articulan como compromisos consigo mismo, como tareas que solo son para sí y que no pueden depositarse en alguien más, pues como sostiene Kierkegaard (1846/2010), “no es posible existir en lugar de otro” (p. 411).

Llegados a este punto, cobra relevancia considerar cuál es el costo que debería pagarse por alcanzar esta realización individual y, aún más, preguntarse si esta iniciativa eventualmente reclama la anulación de quien aparece ante el yo. Castoriadis (1990/2008) menciona que cada individuo y cada grupo naturalmente se dispone a configurar el sentido de su propio estar presente en el mundo, con las implicaciones que tal cosa supone:

La sociedad, cada sociedad, se instituye creando su propio mundo, con lo cual no se indica solamente ‘representaciones’, ‘valores’, etcétera. En la base de todo eso hay un modo de representar, una categorización del mundo, una estética y una lógica, como también un modo de valorización y, sin duda, en cada uno de los casos, también un modo de ser afectado. (p. 33)

Así, la cuestión que aquí deseamos tratar se sitúa justamente en el punto en el que dicha creación de la identidad comporta un modo de afectar la alteridad que nos resulta inquietante por sus claros tonos de desvalorización y rechazo, comportamientos que caracterizan lo que entendemos como humillación.

El propio Castoriadis (1990/2008) es quien pone la pauta de lo que nos proponemos examinar, cuando sostiene que efectivamente “de una u otra manera, en esa creación del mundo, siempre encuentra lugar la existencia de otros humanos y de otras sociedades” (p. 33), y esta presencia de alguien más es la que se incorpora como un elemento imprescindible de la ecuación que el individuo lleva a cabo para articular la propia comprensión de sí, de su entorno, del modo de organizar su vida y de responder a sus anhelos. Ahora bien, el carácter insoslayable que supone la presencia de otros en la configuración de sí, de acuerdo con el autor greco-francés, nos coloca en una disyuntiva, ya que “el encuentro sólo [sic] deja dos posibilidades: que los otros sean inferiores, que los otros sean iguales a nosotros” (p. 34). Esta coyuntura que Castoriadis presenta despliega una consecución de la identidad que de cualquier modo transita por la interpelación del otro, un ego que incorpora el alter como un componente de su propia configuración. Ante tal escena, el yo desdobla la equivalencia que descubre en el otro o, por el contrario, ofrece su desprecio y aversión a lo que no es sí mismo, y de esta segunda variable se nutre el ejercicio de la humillación.

Me parece que las posibilidades del encuentro que Castoriadis refiere son aún más amplias, pero ello no es materia de este texto. En todo caso, a mi juicio es acertado el énfasis puesto en la necesaria resolución que cada uno se ve obligado a adoptar frente a la existencia de alguien más, que ineludiblemente aparece y entra en juego en la formulación de un sí que no se alcanza sin un otro. Esta pauta es la que pone a prueba el sí mismo y la que se ve descargada de un modo atropellado, arbitrario y deplorable en la práctica de la humillación. En efecto, la desvalorización y el vilipendio del otro, tenidos como moneda de cambio para la elaboración de sí mismo, reproducen un escarnio que ensombrece la vida y la vuelve hostil.

Cabe notar un peculiar desdoblamiento de aquel desprecio del que se alimenta la humillación, el cual apunta a la extrapolación de una repulsa particular que avanza hacia la escena de lo público, un sitio donde el menosprecio y el rechazo se fortalecen a través de la exhibición que menoscaba al humillado. En este plano, la crítica camusiana al nihilismo nos ofrece una notable claridad, dado que, como lo advierte Frieyro (2014), Camus descifra las pretensiones últimas de tal apuesta nihilista en la que la consecución de sí se traduce en “una iniciativa que niega el poder del otro en nombre de un poder del sujeto sobre sí mismo” (p. 122), y el espacio público es la escena donde esta pretensión se pone en juego. De este modo, la humillación se adorna de la promesa de empoderamiento del ego, que se planta ante los demás para consolidarse ante la mirada colectiva, si es que estamos dispuestos a concederlo, claro. Aquí el juicio crítico toma consciencia de la responsabilidad que tiene, pues debe consentir o reprobar la humillación.

Por estos motivos, el acto humillante se traduce en el desencadenamiento de un desprecio y una repulsión singular, que se hace colectivo en cuanto avanza por la mirada de los demás, quienes resultan capaces de prolongar tal menoscabo, de oponerse a él o, quizá, de revertirlo al echar mano de la reflexión y la acción. Naturalmente, la resistencia a la humillación adopta claros matices solidarios cuando caemos en la cuenta de que tal conducta no implica únicamente al que se ve humillado, sino también a los que participamos de estos actos alienantes, ya sea para confirmarlos, cuando los admitimos; o para neutralizarlos, cuando los confrontamos.

Como lo indica Armellin (2015), Camus atina cuando reconoce que la auténtica responsabilidad moral que compartimos es “la de la comprensión y la simpatía [que] consiste principalmente en el rechazo de la violencia, aunque practicado en función altruista, o sea, para prevenir la violencia misma” (p. 85). En este sentido, podemos sostener que la humillación conlleva un elemento colectivo que le confiere su último grado alienante y, en la misma medida, el oponerse a ella se traduce en un gesto característicamente solidario, que se anticipa al atropello que busca confirmarse con el concierto de los demás.

El sí mismo entre el desprecio y la confianza

Como he mencionado, considero que la sensibilidad de un autor como Camus nos ofrece escenas nítidas del comportamiento que caracteriza la humillación, el cual parte de una singular elaboración de sí que se recarga en la anulación del otro. Los relatos de tono autobiográfico que el argelino nos obsequia en El primer hombre se despliegan como trazos diferenciados de un mismo plano que exhiben la confirmación de un yo, el de su abuela, que reclama el desplazamiento y la desestimación de todos los demás, incluida la madre del argelino:

Esas noches Jacques se detenía en la escalera oscura y maloliente, se apoyaba en la oscuridad contra la pared y esperaba a que se calmara el corazón, que le saltaba en el pecho. Pero no podía demorarse, y saberlo le hacía jadear aún más. En tres saltos llegaba al rellano, pasaba delante de la puerta de los retretes del piso y abría la de su casa. Había luz en el comedor, al final del pasillo y, helado, oía el ruido de las cucharas en los platos. Entraba. Alrededor de la mesa, bajo la luz redonda de la lámpara de petróleo, el tío semimudo seguía sorbiendo ruidosamente la sopa; su madre, todavía joven, el pelo castaño y abundante, lo miraba con su hermosa y dulce mirada. “Ya sabes…”, empezaba. Pero erguida en su vestido negro, la boca firme, los ojos claros y severos, la abuela, de la que sólo veía la espalda, interrumpía a la hija. —¿De dónde vienes? —decía. —Pierre me ha ayudado con los deberes de aritmética. La abuela se levantaba y se acercaba. Le olía el pelo, después le pasaba la mano por los tobillos todavía llenos de arena. —Vienes de la playa. —Así que eres un mentiroso —articulaba el tío. La abuela pasaba detrás de él, cogía el látigo llamado vergajo, que colgaba detrás de la puerta, y le daba tres o cuatro fustazos en las piernas y las nalgas que le quemaban hasta hacerle gritar. Más tarde, con la boca y la garganta llena de lágrimas, delante del plato de sopa que el tío, compadecido, le había servido, se ponía tenso para evitar que le asomaran las lágrimas. Y su madre, después de echar una mirada rápida a la abuela, volvía hacia él ese rostro que tanto amaba: —Toma la sopa —decía—. Ya pasó. Ya pasó. Y él se echaba a llorar. (Camus, 1994/2016, pp. 54-55)

La escena que Camus nos ofrece describe la composición de un maltrato que acaba por superar el efecto físico de los golpes, porque estos calan, pero se advierte algo que duele aún más. El cuadro que nos presenta está lleno de detalles que consiguen la tensión propia de una violencia que amaga por todos los frentes. El niño Jaques tiene en mente lo que está por venir, a causa del paseo y los juegos que ha tenido en la playa con sus amigos, algo que la abuela no tolera porque lo considera una pérdida de energía y tiempo. Como se observa, al entrar a la habitación, la madre se apresura a dar atención a la regla quebrada, quizá con la candidez de evitar lo peor, pero su gesto no alcanza. La interrupción de la abuela es más que la reacción vehemente de alguien preocupado por lo que ocurre. Es ante todo una indicación puntual, un posicionamiento que se precipita para dejar en claro que toda regla la tiene a ella como referencia. Da la impresión de que la abuela no desea contener o prevenir un mal evidente para Jaques —el niño A. Camus— o para la familia, lo primordial es otra cosa: remarcar que su figura tiene prioridad sobre las otras, y Jaques concede la ocasión para ello. Sería natural pensar que los azotes que la abuela propina al niño podrían responder a otros motivos, de no ser porque el propio Camus se encarga de confirmar la personalidad de la abuela en reiterados pasajes de El primer hombre.

La disposición misma de los personajes que Camus incorpora en la escena da cuenta de la elaboración de un sí mismo que exige una centralidad radical, que con facilidad transita de la reprimenda a la violencia física, y que queda bien representado por la abuela de Jacques, alter ego de Camus: el tío del niño lanza unas pocas palabras que refuerzan la irritación de la señora, la madre carece de recursos para evitar los golpes que su hijo recibirá, solo al final dirige una mirada corta a la abuela como gesto que solicita permiso para consolar al chico. Cada parte del cuadro está en el sitio adecuado para dejar ver cómo se construye una singularidad a costa de disminuir a todos los demás, no solo al niño golpeado. También se advierte cómo esta particular iniciativa se consolida con la participación de los demás.

La clave que Camus nos ofrece se aproxima mucho al modo de deshumanización sobre el que venimos reflexionando, y al que nos hemos referido cuando hablamos de humillación. Me parece que por esta trayectoria —que eventualmente da noticia de un aspecto sombrío de la condición humana— también se mueve Castoriadis (1990/2008, p. 33), cuando indaga sobre una manera de atropellar al otro que consiste en una incapacidad de constituirse en sí sin menoscabar a alguien más. Por lamentable que nos parezca, “tal rasgo de nuestra condición participa de algo mucho más universal de lo que se quiere admitir habitualmente” (Castoriadis, 2008, p. 32), y quizá ello se deba a cierta necesidad de revestimiento del yo que llevamos a cabo para encontrarnos, para alcanzar una identidad y situar un punto desde el cual podamos desplegar la propia existencia.

No obstante, es elemental sostener que si bien resulta patente este cometido de auto-elaborarse, tal cosa no debería obtenerse a cualquier precio, en todo caso no al de la humillación, por decir lo menos. Aquí, entonces, cobra importancia considerar los alcances de la responsabilidad ética que nos ocupa frente a los actos humillantes, puesto que, como lo indica Manrique (2022) al examinar la querella moral que Camus plantea ante la experiencia de la arbitrariedad, tal vez “no podemos solucionar el problema del absurdo, pero debemos levantarnos en ‘rebelión’ constantemente contra él” (p. 331).

El propio Camus (1957/2008) da cuenta de ello en La piedra que crece, cuando el personaje del ingeniero D’Arrast se resiste a seguir la indicación de degradar al oficial de seguridad que le ha reclamado por sus documentos. Para el alcalde del lugar la única forma de compensar la afrenta al ingeniero francés es denigrando al ofuscado policía, porque de ese modo se da un mensaje a toda la comunidad de Iguapé:

D’Arrast respondió que no solicitaba ningún castigo, que era un incidente sin importancia y que sobre todo tenía prisa por ir al río. El alcalde tomó entonces la palabra para afirmar con afectuosa bonachonería que, en verdad, un castigo resultaba indispensable, y que el culpable permanecería arrestado a la espera de que el eminente visitante tuviera a bien decidir cuál sería su suerte. (p. 133)

Curiosamente, las intenciones de D’Arrast son proporcionales a las del alcalde, pero en sentido contrario. Este es el tono de una estimación que acompaña el breve relato del ingeniero francés, pero ello no se debe solo al mérito de él, D’Arrast, sino también al de los habitantes de aquella comunidad, que hacen notar una dignidad que el protagonista había extraviado en Europa, y que viene a encontrar en la solidaridad de aquellas personas, porque estas, a través de los distintos pasajes de la sorpresiva historia, confirman el peso del valor humano de aquel que está dispuesto a confiar en otro, especialmente en medio de la adversidad más crítica (Camus, 1957/2008, p. 143). Esto es lo que el ingeniero encuentra en la comunidad de Iguapé y, desde luego, por esa razón no está dispuesto a que se les humille.

El acompañamiento que D’Arrast experimenta entre estas personas contrasta con la inconcebible necesidad que las autoridades del lugar tienen para disminuir a los pobladores del sitio. El ingeniero francés comienza a reincorporar algo de sí que tiempo atrás había perdido, y en el acto las notables figuras del pueblo lo invitan a despreciar a aquellos con los que su propia singularidad se ha venido reivindicando. Esto explica el aparatoso desenlace de la historia, que Camus (1957/2008, p.162) decide rematar con gestos de una imprevisible solidaridad humana.

La apuesta que el argelino hace en este relato resulta esclarecedora porque hace visible los polos de la elaboración de un sí mismo que transita, por medio de sus dispares personajes, entre la confianza y el desprecio del otro. En ambos casos la alteridad ocupa un lugar fundamental, dado que en ella recae una concepción del yo que no logra prescindir de los demás, pero la postura que adoptan los personajes es notoriamente distinta porque para el que ostenta poder el otro es el postizo pretexto de su mezquindad, en cambio, el que no deposita su existencia en sacar ventaja de los demás alcanza una constitución de sí que ha tenido lugar gracias a lo que alguien más obsequia. De este modo, el posicionamiento camusiano frente a la realidad del otro, como lo advierte Rufat (2014), da cuenta de que el anhelo de vida que hay en cada uno se ahoga en sí mismo cuando se vuelve egoísta, pues no existe otra cosa más universal que este anhelo, y para responder a él hay que echar mano de una sensata donación de sí (p. 115).

Camus hace notar que, por desgracia, en el trayecto que seguimos para elaborarnos a veces optamos por una sordidez que irremediablemente termina por desgastarnos y restarnos valor, porque hace de la arbitrariedad algo habitual. Afortunadamente, somos capaces de un hacerse a sí que no concede la última palabra a tal manifestación de hostilidad —la de la humillación—, y entonces tenemos ocasión de alcanzar junto a otros algo que parecía negado al sí mismo (Camus, 1951/1957a, p. 121). Al considerar las cosas de este modo, es posible distinguir en el acto humillante una expresión de violencia que advierte el apremio por contenerlo, pues la arbitrariedad del hecho no tiene que ver con el disimulado menester de realizarse a sí, sino con la deshumanización que tal determinación reclama para alcanzar su cometido. En otras palabras, quien recurre a la humillación para elaborarse, como lo refiere Castoriadis (1990/2008), hace de la vida humana un permanente agravio, algo que no deberíamos aceptar (p. 36).

En este punto cobra relevancia la declaración que Ricoeur (2010/2012) presenta al examinar el papel de la reflexión ante la hostilidad humana: “Porque hay violencia, la moral no puede limitarse a preferencias, a deseos, a evaluaciones enunciadas según el modo optativo. Debe hacerse prescriptiva, es decir, pronunciar en modo interpretativo obligaciones y prohibiciones” (p. 56). Ciertamente que, ante la presencia de la violencia, la disposición ética es la reacción que el pensamiento ofrece para reivindicar el merecimiento que ocupa nuestra condición de seres humanos. La idea misma de dignidad, al margen de sus distintas y notables acepciones, se abre paso como un presupuesto ético que avanza en sentido contrario a lo que hemos referido como humillación, pues tal premisa afirma un valor ahí donde el acto humillante pretende negarlo. La resistencia a la desvalorización del otro para constituirse a sí se sitúa, entonces, en el mérito de un vivir que se afirma por lo que la existencia humana importa, por la estima de un valor que resulta inseparable de la vida y que, por tanto, la procura y no la denigra.

De suerte que, frente al anonadamiento propio de la humillación, el pensamiento urge al examen de aquello que favorece a la existencia y que requiere traducirse en compromisos puntuales con el cuidado del vivir. Por ello resulta fundamental considerar las razones que tenemos para fortalecer nuestra disposición ética de cara al hacer propicia la vida, las cuales se resumen, según Ricoeur (2010/2012, p. 63), en la necesidad de oponer la moral a la violencia. Bajo esta perspectiva, el rechazo a la humillación resulta una reivindicación de la valía que la vida humana tiene por sí misma y una negativa a violentarla.

A mi juicio, las consideraciones que Rorty (1989/2013) lleva a cabo en torno a los signos transmitidos por las experiencias del dolor y la humillación, que al principio mencionamos, evocan precisamente el compromiso con un cuidado de la vida que solamente alcanza su cometido en tanto que se traduce en un reconocimiento común, en la narrativa de un nosotros. “Este proceso de llegar a concebir a los demás seres humanos como ‘uno de nosotros’, y no como ‘ellos’, depende de una descripción detallada de cómo son las personas que desconocemos y de una redescripción de cómo somos nosotros” (p. 18).

Una tarea de esta naturaleza implica la disposición a admitir que lo valioso de nuestra condición humana tiene lugar en otros, cuyos modos de ser podrían adoptar un aspecto que nos resulta desconocido, pero que de igual manera nutren aquella vida que compartimos como personas. Ya Lévinas (1972/2009) había traído a cuenta que la primera impresión que provoca el encuentro con alguien más es la de un sentido que aparece cobrando valor por sí mismo, que se mueve al margen de las consideraciones del yo y que eventualmente se enlazan con él para ampliar el significado de lo humano:

La epifanía del Otro implica una significancia propia, independiente de esta significación recibida del mundo. El Otro no nos sale al paso sólo [sic] a partir del contexto, sino que, sin esta mediación, significa por sí mismo … Me vuelvo a encontrar así frente al Otro. Otro que no es ni una significación cultural, ni un simple dato. Primordialmente es sentido porque se lo presta a la expresión misma, porque sólo [sic] un fenómeno como el de la significación se introduce, por su propia cuenta, en el ser. (pp. 57-58)

En efecto, en esta aproximación a una alteridad necesaria para la elaboración de cada uno tiene lugar el desvelamiento de un valor que cuenta por sí mismo, que recae en el otro y que puede actuar al margen de las disposiciones que el sujeto individual adopta, pero que a la vez están en dirección de este último, y no para reducirlo forzosamente, sino para abrir la ocasión de alcanzar algo que el yo no puede hallar por sí mismo. Eso es lo que el personaje camusiano de D’Arrast descubre en sus interlocutores de la comunidad de Iguapé, una solidaridad que reivindica el mérito y la magnitud de la existencia humana aun en medio de la más sombría circunstancia (Weyembergh, 1998/2014, p. 54). Tal oportunidad de elaborarse a sí es aquello con lo que la humillación se traba y, en todo caso, lo que se propone censurar.

Por tal motivo, la responsabilidad ética de oponerse a la humillación se desdobla como la instalación de un bien específico, que resulta provechoso para todos los que compartimos la condición humana, claramente diferenciada, pero a la vez vinculada; rica en su heterogeneidad, pero abierta a la aproximación del otro; valiosa por sí misma, pero extendida por el reconocimiento que alguien más nos obsequia. Quizá esa es la potencia que Ricoeur (2010/2012, p. 64) atribuye a aquella praxis moral que se enfrenta a la arbitrariedad, considerando el desafío que supone encontrar la unidad sin dejar de honrar lo diverso.

De manera que encarar la humillación, desacreditarla y desnudar su inquietante aspecto arbitrario es de entrada un modo de encaminar un bien que tiene como núcleo el respeto por la vida misma, y que a través de la verificación concreta de lo que el vivir merece busca dignificar lo que de sí importa. Podemos sostener que cuando el gesto humillante atraviesa por el filtro de nuestro juicio crítico logramos notar que el rechazo a esta práctica es una apuesta por nuestro propio bienestar, porque al prohibir la desvalorización del otro como cuota del revestimiento del yo nos obligamos a mirar más allá de lo que el sí mismo ve, lo cual abre la ocasión de ofrecer a cada uno aquello que a las claras se experimenta bajo la clave de un nosotros.

Naturalmente, el pensamiento ocupa un lugar crucial en esta tarea de demarcación de límites y de consecución de los anhelos personales, con un telos de apertura al valor de lo heterogéneo y de unidad en lo distinto. Tal cosa es así porque en el pensar recae un cometido elemental de examinación de aquello que podemos y no podemos permitir para alcanzar lo que legítimamente cada quien desea y merece. En realidad, una disposición como esta reproduce el itinerario de una larga tradición reflexiva que se renueva permanentemente y que, a mi juicio, Rorty (1989/2013) recoge con atino: “Entendida de ese modo, la filosofía resulta ser una de las técnicas para volver a urdir nuestro léxico para la deliberación moral a fin de adaptarlo a las nuevas condiciones” (p. 215).

Por último, la humillación que tiene lugar en nuestra época y que de modo sucinto hemos querido recoger, a partir de algunas breves referencias contemporáneas —Camus, Castoriadis y Rorty—, trae a cuenta esta necesidad de urdir una vez más aquella postura moral que responda a las nuevas condiciones con las que tropezamos, cuando intentamos elaborarnos a nosotros mismos a costa de los demás. Desde luego que la reflexión seguirá siendo un invaluable recurso para atender al cometido de hacer de nuestra vida un acontecimiento más amable o, en todo caso, menos hostil, puesto que

esa exigencia es la pieza clave para que el ser humano sienta desgarrada o mesuradamente tanto el derecho como el envés del universo que le rodea, tanto lo que hay de luz en él como lo que hay de muerte. (Herrera, 2014, p. 163)

En efecto, tal es la responsabilidad del juicio crítico cuando pondera los comportamientos humanos que favorecen o alienan la vida, y nuestro breve examen de la humillación se inscribe en esta tarea.

Conclusiones

En las líneas que preceden la conclusión me propuse examinar el desdoblamiento que sigue la praxis de la humillación, la cual comienza como un gesto de desvalorización de un alter que desborda la esfera del ego, para avanzar hacia la exhibición de un desprecio que busca confirmarse ante la mirada de los demás. Este comportamiento reproduce una hostilidad que hace de la vida un ordinario vilipendio. El escarnio propio del acto humillante se ancla en un ejercicio del revestimiento del yo que simula una forma de realización personal, la cual se recarga en el desgaste del otro para volverse efectiva.

Las consideraciones que Cornelius Castoriadis nos ofrece, al indagar sobre la destructiva trayectoria que sigue la escena de la discriminación, nos ha permitido identificar el sombrío papel que la humillación ocupa dentro de este atropello a la dignidad humana y, a la vez, a darnos cuenta del claro tono discriminatorio del que se viste la humillación, la cual anuncia el desenlace de una praxis de auto-elaboración que reclama a toda costa la anulación de alguien más. La relación entre ambos fenómenos es de gran relevancia en la medida en que ambas prácticas transitan con facilidad de la una a la otra para recurrir al desprecio como una fórmula de la consecución de sí.

Asimismo, este método de constituirse a costa de los demás es recogido con una sutileza extraordinaria por Albert Camus. En los pasajes que nos obsequia en El primer hombre y La piedra que crece, el argelino lleva a cabo un singular contraste, donde es posible observar las rutas que el sí mismo adopta para reivindicarse. Desde luego, atendiendo al diagnóstico de Castoriadis, es posible reconocer en personajes como el de la abuela de Jaques o el del alcalde de Iguapé esta inquietante actitud de posicionamiento frente al otro, para alcanzar una identidad personal que ubique al yo por encima del resto. En cierto modo, el ceño de ambos personajes apunta hacia ese encumbramiento de sí, a través del menoscabo de otro. No obstante, el propio Camus se encarga de ironizar, contradecir y confrontar tal actitud en la imagen de D’Arrast, un ingeniero perdido que viene a encontrarse en virtud de la confianza, el acompañamiento y la solidaridad que le ofrecen los desamparados habitantes de Iguapé.

Con una delicadeza admirable y a la vez potente, Camus lleva a cabo una sorpresiva transposición del impulso que sigue el acto humillante, para desgajarlo de sus propósitos y postizas justificaciones, al mostrar cómo el acto de confiar en alguien más se desdobla como un ejercicio de elaboración de sí que atiende a la asistencia de otro para liberar al individuo de su propio ensimismamiento. Con este gesto, el argelino hace notar que la obscuridad del que humilla —y a la que este teme— se encuentra en sí mismo y no en aquellos a los que pretende desvalorizar. Para liberarle de tal sombra, es necesario conducir al yo más allá de sí. Y en este tránsito se debate nuestra condición humana, que tantea los riesgos de aquel terreno que va del sí mismo a los demás, horizonte en el que tiene lugar la intersubjetividad. En este sentido, las consideraciones que lleva a cabo Rorty sobre nuestra capacidad de atender al llamado que la experiencia del sufrimiento humano produce se traducen en una exhortación a oponer la potencia de nuestro juicio crítico y de nuestra acción a una práctica que deja tras de sí un vasto dolor, como lo es la de la humillación —por más que esta pretenda encubrirse bajo el apremio del revestimiento del yo—, y estas líneas pretenden responder, aun de manera limitada, a tal compromiso ético.

Conflicto de interés

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Notas de autor

Juan Francisco García Aguilar

Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca, España. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, México. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores SNI nivel 1, en México. ORCiD: https://orcid.org/0000-0002-6535-8367. Correo electrónico: pakezo@yahoo.com.mx