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Aguirre, F. (2022). La imagen de culto latinoamericana. Hacia una definición teológica. Perseitas, 10, 350-378.

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780. 4284

LA IMAGEN DE CULTO LATINOAMERICANA. HACIA UNA DEFINICIÓN TEOLÓGICA

The latin american cult image. Towards a theological definition

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4284

Recibido: 27 de enero de 2022. Aceptado: 18 de abril de 2022. Publicado: 25 de abril de 2022

Federico Aguirre

Resumen

En el presente ensayo se esboza una definición teológica para la imagen de culto latinoamericana. Partiendo de la premisa de que esta imagen reivindica una agencia sacramental semejante a la que detenta la imagen cristiana prerrenacentista, en una primera parte se busca caracterizarla a partir de estudios históricos y culturales, para proceder, en una segunda instancia, a analizar su contenido teológico desde los enfoques de la teología del pueblo y la denominada teología de la imagen. A la luz de estas reflexiones, establecemos que la imagen de culto latinoamericana posee una naturaleza híbrida que se define a través de los siguientes binomios: hispana-amerindia, transitiva-reflexiva, y sensible-intelegible, cada uno de los cuales es examinado teológicamente.

Palabras clave

Barroco; Imagen de culto; Latinoamérica; Sacramento; Teología de la imagen; Teología del pueblo.

Abstract

This essay outlines a theological definition for the Latin American cult image. Starting from the premise that this image claims a sacramental agency similar to that held by the pre-renaissance Christian image, in a first part we seek to characterize it from historical and cultural studies, to proceed, in a second instance, to analyze its theological content from the approaches of the theology of the people and the so-called theology of the image. In the light of these reflections, we establish that the Latin American cult image possesses a hybrid nature that is defined through the following binomials: Hispanic-Amerindian, transitive-reflexive, and sensitive-intelligible, each of which is examined theologically.

Keywords

Baroque; Cult image; Latin America; Sacrament; Theology of the image; Theology of the people.

Introducción

La imagen de culto cristiana jugó un rol determinante en Latinoamérica durante el proceso de evangelización, y sigue animando hasta nuestros días la fe de los pueblos de nuestro continente. Además de sellar un complejo proceso de hibridación cultural, que dio como resultado lo que hoy podemos llamar propiamente una Iglesia con rostro latinoamericano (Francisco, 2013, párr. 116), el culto a las imágenes se tradujo en un dispositivo social y religioso que catalizó el desarrollo de una modernidad “alternativa” en nuestra región (Echeverría, 2011; Parker, 1993). Repetidamente se ha planteado la interrogante sobre en qué medida el proceso de hibridación cultural que se observa en América con la llegada de los conquistadores –lo cual comporta la destrucción, pero también la conservación de ciertos valores y bienes culturales, así como el desarrollo de un nuevo ethos– ha desvirtuado o bien las culturas originarias o bien el mensaje del evangelio.

Sin desconocer la libertad de autodeterminación de los pueblos y la necesidad del proceso de reparación histórica que tanto las potencias colonizadoras como los estados latinoamericanos todavía deben a los pueblos nativos, consideramos que toda reivindicación de pureza cultural en América Latina es, además de una quimera, un peligro. Del mismo modo, aun cuando en el pasado haya sido de utilidad para el análisis socio-cultural, nos parece poco productivo seguir promoviendo en la actualidad la distinción tajante entre supuestos cristianismos populares e ilustrados1.

En el campo del catolicismo contemporáneo, sobre todo a partir del último cuarto del siglo XX, se ha dado una progresiva valoración de aquellos modos propios en los que se expresa la fe en Latinoamérica, reconociéndose una nueva concreción cultural de la Iglesia, marcadamente festiva e icónica2. Junto con una serie de documentos magisteriales que van desde Evangelii Nuntiandi (1975) hasta Evangelii Gaudium (2013), pasando por los encuentros del CELAM desde Medellín (1968) hasta Aparecida (2007), la imagen de culto y toda la performance festiva que se despliega en torno a ella ha sido objeto ineludible en la reflexión de los/as teólogos y teólogas latinoamericanos/as.

En el marco de esta reflexión teológica, no obstante, se advierten matices en la valoración de la imagen y las prácticas que se desarrollan en torno a ella. Desde miradas críticas, incluso iconoclastas, como las que se aprecian en ciertas líneas de la teología de la liberación o en ciertos pasajes de la literatura magisterial, hasta el reconocimiento de la imagen de culto como el corazón de la vida teologal de los pueblos latinoamericanos. En lo que se ha denominado la vertiente culturalista de la teología latinoamericana, se identifica un especial interés por conocer cualitativamente estas prácticas –antes de juzgar su eventual heterodoxia–, subrayando que la centralidad de las imágenes da cuenta, más que de una fe primitiva, de un modo particular de significar la experiencia de Dios3.

A la luz de este renovado enfoque teológico y, sobre todo, del hecho de que la mayoría de quienes se declaran católicos en Latinoamérica viven su fe con las imágenes de Cristo, la Virgen y los/as Santos/as, nos preguntamos si aquella vida teologal de los pueblos latinoamericanos no es depositaria de una auténtica teología de la imagen. Ahora bien, ¿de qué sirve hacernos esta pregunta? ¿No se tratará de un mero ejercicio de gimnasia intelectual o una tentativa de colonizar la experiencia de fe del pueblo? ¿En qué sentido la elaboración de una teología de la imagen podría ayudar a profundizar la comprensión del ethos de nuestra Iglesia y a promoverlo? Para aproximarnos a estas preguntas, podemos tomar el caso de las Iglesias Orientales. Así, la teología ortodoxa contemporánea se define como una teología de la imagen, dado que:

No hay ninguna rama de la enseñanza teológica que pueda aislarse del problema de la imagen sin correr el riesgo de separarse del tronco vivo de la tradición cristiana […] Por la Encarnación –hecho dogmático fundamental del cristianismo–, “imagen” y “teología” guardan un vínculo tan estrecho que la expresión “teología de la imagen” podría casi convertirse en un pleonasmo (por supuesto, siempre y cuando la teología sea considerada conocimiento de Dios en su Logos, imagen consustancial del Padre). (Uspenski, 2013, pp. 496-497)

Esta manera de comprender la teología cristiana como una teología de la imagen no constituye un hecho fortuito o un capricho, sino que es reflejo de una experiencia de fe que encuentra su fuente en la vida sacramental, es decir, que gira en torno a las imágenes, los himnos, la música, el incienso y las velas. Este horizonte empírico en el que se fundamenta la teología de la imagen, al menos en el marco de la Iglesia del primer milenio, se encuentra en íntima relación con el desarrollo del dogma; por esta razón, se señala la querella iconoclasta de los siglos VIII y IX como el último capítulo de la discusión dogmática en torno a la encarnación de la Palabra (Schönborn, 1999, p. 136). La centralidad del culto a las imágenes en la vida de las Iglesias Orientales fue compartida por la Iglesia Occidental al menos hasta el Renacimiento, luego pervivió en cierta medida en el catolicismo popular mediterráneo, y hoy es objeto de un renovado interés en el mundo católico europeo4. No obstante, a partir del momento en que las Iglesias Occidentales se vinculan culturalmente al proyecto de la nueva Europa carolingia, las imágenes van a perder progresivamente su poder y, consecuentemente, la teología católica dejará de reconocer en ellas un valor epistemológico y un poder sacramental5.

Por esta razón, ante la imagen primordialmente devocional que promueve la Iglesia tridentina, llama la atención el poder sacramental que asume la imagen de culto en el contexto de la evangelización de América6. De acuerdo con los hallazgos de la historia, la única explicación plausible para esta revitalización sacramental de la imagen sería la incidencia de la sensibilidad religiosa prehispánica, que reconoce una agencia sagrada en la materia (Siracusano, 2005; Gruzinski, 1994). La primera reacción de la Iglesia ante este fenómeno fue el despliegue de una lucha iconoclasta, promoviendo imágenes de devoción en sustitución de los ídolos prehispánicos, pero subrayando que Dios no se encuentra presente en la imagen pintada. En una segunda instancia, sin embargo, la naciente Iglesia colonial no solo acogerá, sino que promoverá de manera activa las cualidades milagrosas de la imagen de culto latinoamericana, en advocaciones como la Virgen de Guadalupe en México o el Señor de los Milagros en Perú, y una larga lista de epifanías acontecidas directamente a la población nativa.

El culto a las imágenes, así pues, se instala en el corazón del catolicismo latinoamericano (Marzal, 2005). Esta es la principal motivación, al igual que en el cristianismo oriental, para elaborar una teología latinoamericana de la imagen. Esta teología no buscaría simplemente indicar una orientación pastoral, sino que, al igual que la teología oriental de la imagen, pretendería comprender el misterio de la revelación de Dios en Jesucristo desde el culto a la imagen y todo lo que él comprende (fiesta, baile, música, etc.), entendido este culto como una instancia privilegiada para el conocimiento del Dios encarnado. Como se hace evidente, una empresa de esta naturaleza implicaría una serie de consideraciones epistemológicas y dogmáticas difícilmente abordables en el presente ensayo. En este sentido, ahora solo nos proponemos despejar un poco el camino. La cuestión que abordaremos aquí es qué se entiende por imagen en el contexto de la evangelización de América y qué relación guarda esta concepción con la imagen de la tradición cristiana prerrenacentista.

El acontecimiento de la imagen

La irrupción milagrosa de la imagen de culto en Latinoamérica

El acta de nacimiento de la imagen de culto latinoamericana se suele ubicar en torno a la segunda mitad del siglo XVI, momento en el que la imagen cristiana de origen hispano ha incorporado de manera estable diversos elementos de la sensibilidad religiosa de los pueblos nativos (Gruzinski, 1994; Marzal, 2005; Millones, 1998), convirtiéndose en el principal dispositivo de significación de la realidad y en el núcleo de un orden social que se articula en torno a la fiesta religiosa (Echeverría, 2011; Cruz de Amenábar, 1995). A este respecto, Serge Gruzinski (1994) destaca que:

Leyendo las crónicas y los diarios del siglo XVII, la historia de la Nueva España parece ordenarse en torno a una serie de acontecimientos cuyo núcleo está ocupado por la imagen religiosa. En otras palabras, el acontecimiento de la Nueva España es, más que de ordinario, la imagen. (p. 134)

Esta perspectiva historiográfica nos permitiría plantear, consecuentemente, que el momento fundacional de la América mestiza no viene dado por la llegada del conquistador, sino por la aparición de la imagen sagrada que se autocomunica a los pueblos nativos adoptando sus propios parámetros culturales.

Este origen milagroso tiene una doble significancia. Por una parte, denota aquella función sacramental que asume la imagen de culto latinoamericana, y, por otra, al ser imágenes que se aparecen al pueblo indígena con independencia de la intervención de las autoridades coloniales e incluso contraviniendo su voluntad, se constituye en un signo político de gran relevancia. En la mayoría de los relatos se constata cómo este objeto de poder, que es la imagen, compite con la autoridad de los clérigos, quienes, o bien no reconocen su legitimidad o bien intentan trasladarla a los centros del poder colonial (Millones, 1998, pp. 21-24). Las imágenes, no obstante, se escapan y regresan al lugar donde fueron encontradas por la población nativa, donde se termina edificando su santuario7. El ejemplo más conocido de este tipo de imágenes es la Virgen de Guadalupe, patrona de América Latina, cuya autoplasmación milagrosa en la tilma del indio Juan Diego se convierte en la prueba de que la Reina del Cielo se comunica directamente con su pueblo.

Otro ejemplo significativo del surgimiento de la imagen de culto en Latinoamérica, menos espectacular quizá, es la Virgen de Copacabana, obra del descendiente de la dinastía inca Tito Yupanqui. En este caso, si bien la imagen es producida por un ser humano, el milagro se reconoce en el hecho de que el indio, sin mayor preparación técnica y como fruto de su profunda fe, después de varios intentos que son objeto de burlas y son rechazados por las autoridades eclesiásticas, termina elaborando la imagen milagrosa de la Virgen que es venerada hasta nuestros días en su santuario. La historia de esta imagen, aunque no dé cuenta de una autoproducción, revela que su confección se trata de una actividad inspirada, y que esta inspiración no es futo de una mera pericia artística o de la dignidad de un cargo, sino que es infundida por Dios mismo de manera directa al pueblo creyente:

y si la Gracia de copiar avia / con sus colores mismos a Maria, / bien escogió la barbara rudeza, / porque graciosa fuesse su destreza: / sino fue que eligio la mano indiana / para venir al templo milagroso / de su Copacabana, / disponiendo la Gracia, que Maria / para llegar al pueblo tenga guía. (Fernando de Valverde como se cita en Siracusano, 2005, pp. 327-328)8

Se hace especialmente relevante que ambos tipos de imágenes, la imagen autoproducida (ἀχειροποίητη) y la imagen inspirada, se señalan también como el origen del culto a las imágenes en el cristianismo antiguo (Belting, 2009, pp. 69-105). De hecho, el relato sobre la aparición del ícono de la Santa Faz, aquella impresión milagrosa de su rostro que el mismo Jesucristo envía al rey Abgar para que se sane de la enfermedad que lo aquejaba, es interpretada en el marco de la tradición bizantina como testimonio de que Jesucristo mismo instituyó la imagen de culto como signo sacramental9. Por su parte, el retrato de la Virgen con el Niño atribuido popularmente al apóstol Lucas se presenta como el fruto de la inspiración divina, vinculando la producción de imágenes con la actividad apostólica y reivindicándolas como una forma de anuncio del evangelio homologable a las Sagradas Escrituras10.

Las imágenes milagrosas de la Virgen de Guadalupe y la Virgen de Copacabana, en este sentido, son paradigmáticas. Junto con ejemplificar las dos tipologías fundantes de la imagen de culto en la tradición cristiana, reivindican lugares de cultos prehispánicos, el cuerpo moreno del indio, un imaginario matriarcal con referencias locales, así como el empleo de objetos y materiales autóctonos tales como el ayate y el maguey (Marzal, 2005, pp. 15-24)11. Ambas imágenes son producidas durante el siglo XVI. Sin embargo, su reconocimiento oficial como imágenes milagrosas se va a concretar a mediados del siglo XVII, a raíz del cambio de perspectiva impulsado especialmente desde la iglesia diocesana y el desarrollo de una elaborada literatura apologética que legitima sus portentos. Obras como Imagen de la Virgen, Madre de Dios de Guadalupe (1648) de Miguel Sánchez o Historia del Santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1634-38) de Alonso Ramos Gavilán testimonian este giro12. Sobre este fervor por las imágenes portentosas, Gruzinski (1994) comenta:

Los predicadores se desembocan; ya no se trata, según ellos, de arraigar en América las réplicas de cultos europeos, sino de establecer la superioridad del Nuevo Mundo sobre el Antiguo, y también –¿por qué no?– de la Ciudad de México sobre el cielo, que la Virgen ha abandonado para establecerse en la colina del Tepeyac. (p. 144)

El culto de estas “nuevas” imágenes se masificará a través de su reproducción en estampas y grabados, los cuales se encuentran directamente conectados con el poder milagroso del original, y cuya fama y reproducciones comenzarán a conquistar el interés del Viejo Mundo (Doménech, 2011). Este giro en la valoración de la nueva imagen milagrosa y mestiza que se comienza a producir en América puede ser leído como una astuta estrategia de consolidación del poder colonial, pero, en el fondo, es el resultado de un complejo proceso de hibridación cultural, que incide incluso en la autocomprensión del mismo conquistador13. En cualquier caso, la imagen de culto y toda la performance festiva que ella comporta se convertirá en el corazón de un peculiar sistema de significación de la realidad, en el que la experiencia sensorial jugará un rol protagónico.

El concepto barroco-latinoamericano de imagen

Diversos/as autores/as subrayan la centralidad que asume la imagen como dispositivo de significación de la realidad en el contexto del barroco latinoamericano. La imagen, entendida como categoría gnoseológica que desdibuja los límites entre lo real y lo imaginario, sería un rasgo característico de la cultura barroca latinoamericana que terminaría definiendo modos propios en cada plano de la cultura: una ética de la reciprocidad, una estética del encantamiento, una economía del derroche, una metafísica de la apariencia, y un ejercicio de la política inseparable de la experiencia de lo sagrado (Echeverría, 2011; Cruz de Amenábar, 1995; Parker, 1993). Como se ha señalado, el acontecimiento que inaugura este proceso es la irrupción de la imagen de culto latinoamericana durante la centuria que va entre 1550 y 1650, desde su aparición milagrosa hasta el surgimiento de una literatura apologética que la valida frente a sus detractores.

En el periodo inmediatamente posterior, que va desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XIX, momento en que tiene lugar la creación de los estados-naciones de América Latina, la nueva imagen consolidará su autonomía: por una parte, se elaborará lo que podríamos llamar una “poética de la imagen”, que incidirá en la obra de intelectuales contemporáneos como Octavio Paz o José Lizama Lima (Martínez, 2011), y, por otra, se asistirá al surgimiento de una pintura popular que se independiza de los maestros europeos y se desarrolla lejos de los centros de poder virreinal (Millones, 1998, pp. 19-20). Ambos hechos son determinantes para el desarrollo de la cultura latinoamericana postcolonial, pues durante el siglo XX se constituirán en fuente del imaginario vanguardista latinoamericano en la búsqueda de una modernidad cultural alternativa al paradigma europeo.

Ahora bien, aunque durante el barroco latinoamericano no encontramos algo así como una filosofía o una teología de la imagen, a partir de la interpretación de las fuentes históricas sí se puede esbozar una determinada concepción de este término. En este punto, es necesario subrayar el hecho de que la imagen de culto latinoamericana es una imagen híbrida, cuyo origen se encuentra en el cruce de dos tradiciones: la hispana y la amerindia. Al subrayar este hecho, queremos hacer notar que la nueva imagen no consiste en una mera sustitución del ídolo prehispánico por la imagen cristiana, sino que se trata de un dispositivo que conserva y fusiona usos, sensibilidades y concepciones de ambas tradiciones.

Respecto a la tradición hispana, Gruzinski (1994) destaca la incidencia de dos tipos de imágenes que llegan desde Europa: la imagen de devoción, que traen los conquistadores para sustituir los ídolos prehispánicos, y la imagen de carácter político, que busca consolidar el poder de las autoridades de ultramar en el marco de ceremonias civiles (pp. 147-151). Si bien cada una de estas imágenes cumple funciones diferentes, ambas comparten una misma naturaleza de simulacro, es decir, son concebidas como la sustitución inanimada de un prototipo que se encuentra en otro lugar –el cielo o el reino de España. Esta distinción taxativa entre simulacro y prototipo contrastará fuertemente con la realidad del ídolo prehispánico, como la ixiptla mesoamericana o la huaca andina, que reivindican una agencia sagrada en el mismo objeto material o, dicho de otro modo, que ostentan una presencia real que se autorepresenta en el objeto y que es capaz de incidir directamente en la vida de las personas. En este sentido, Gabriela Siracusano (2005) puntualiza que la imagen de origen europeo, al separarse en simulacro y prototipo, presentaría un carácter “transitivo”, mientras que el ídolo prehispánico –que “es” aquello que representa– tendría un carácter “reflexivo”, en el sentido de que no remite a otra realidad más allá de ella (pp. 27-35; pp. 271-276).

La nueva imagen de culto latinoamericana, apunta Siracusano, responde a ambas concepciones, es decir, se trata de una imagen transitiva y reflexiva a la vez14. Si bien se sustenta en la distinción entre imagen material y prototipo histórico, diferenciándose así respecto al ídolo prehispánico, la nueva imagen a su vez reivindica una presencia real y efectiva del prototipo en ella, una relación existencial entre ambos, a diferencia de la imagen de devoción que plantea esta relación como un simulacro. “¡Ah! ¡Si el mundo supiera lo que Dios atesora en ese simulacro!”, exclamará con entusiasmado un cronista de la época (como se cita en Gruzinski, 1994, p. 146)15. De este modo, la imagen de culto latinoamericana debe tanto al conquistador como al indio, pues:

más allá del pretendido carácter representativo de las imágenes devocionales, sus bases materiales –los pigmentos y sus mezclas– fueron entendidos como portadores del poder divino, no sólo por las culturas a las cuales iban dirigidas, sino por aquellos que las construyeron con fines catequizadores. (Siracusano, 2005, p. 269)

Como ya hemos señalado, esta nueva imagen portentosa desplegará su agencia sagrada en el contexto de las fiestas que se celebran en su honor, empoderando organizaciones sociales de base, tales como cofradías y hermandades (Marzal, 2005, pp. 13-14). Al modo de las ekphraseis bizantinas, la literatura apologética de la primera mitad del siglo XVI pondrá de relieve esta puesta en escena performativa y multisensorial de la nueva imagen, a través de grandilocuentes descripciones (Gruzinski, 1994, pp. 141-143). A este respecto, resulta interesante constatar que la nueva imagen, más que efecto directo de la transmisión de una doctrina o de una política, brota de la vida cultual que el pueblo desarrolla en torno a ellas y que termina dominando todos los planos de la vida social (Marzal, 2005, p. 13). En este sentido, el poder performativo de la imagen de culto latinoamericana produce un efecto festivo que se refleja en los diferentes niveles de la cultura o, dicho de otro modo, fiesta e imagen son dos realidades complementarias que permean la sociedad colonial, dando como resultado una “estetización” de la vida:

La “exagerada” estetización barroca de la vida cotidiana, “que vuelve fluidos los límites entre el mundo real y el mundo de la ilusión”, no debe ser vista como algo que es así porque no alcanza a ser de otro modo, como el subproducto del fracaso en una construcción realista del mundo, sino como algo que es así porque pretende ser así: como una estrategia propia y diferente de construcción de mundo. (Echeverría, 2011, p. 195)16

De este modo, más allá de la literatura apologética y panegírica, la imagen se convertirá en una categoría epistemológica fundamental para el mundo barroco latinoamericano, ostentando una naturaleza corpóreo-conceptual y retrotrayendo el campo del conocimiento desde la abstracción de los universales hacia el plano de lo sensible (Martínez, 2011, pp. 158-166). En este contexto, la apariencia no es el dominio del error, contrapuesto al ámbito de la verdad, sino el medio en el que el ser (τὸ ὂντως ὂν) hace acto de presencia y desde el que la inteligencia (νοῦς) comienza su camino de intelección (νοῖειν), recurriendo de manera permanente a la percepción sensible (αἲσθησις) como fuente de toda posibilidad de conocimiento: máscaras, bailes, juegos, y todo lo que constituye la performance festiva en torno a la imagen sagrada asumen de este modo la función de una declaración veritativa (ἀποφαντικός λόγος)17. Según Luz Ángela Martínez (2011), esta auténtica epistemología de la imagen, encuentra una contundente expresión en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), quien lleva a cabo una síntesis propia de las corrientes neo-aristotélicas de la época para dar a luz una teoría del conocimiento en la que el conocer:

opera mediante una transformación progresiva que va del impacto producido por la materia en los sentidos hasta llegar al pensamiento puro, sin que este último se desprenda nunca de manera definitiva de la sensación y la representación; de tal modo que el concepto o la “forma pura” siempre va a referir la materia o el objeto concreto del cual partió. En el marco general del Barroco, la estrecha relación concepto-objeto o concepto-materia, describe con exactitud los dos elementos que configuran indiscerniblemente la representación o imagen barroca de indias. (pp. 169-170)

Para el tema que nos ocupa, se hace especialmente relevante poder establecer que, en el marco del barroco latinoamericano, cuyo acontecimiento fundante es la irrupción de la imagen de culto, el concepto de imagen se termina comprendiendo mucho más que como un simulacro que se contrapone a la verdad, como un dispositivo de conocimiento que articula los planos de lo sensible y lo intelegible. Como ya hemos observado, el acontecimiento de la imagen tendrá un impacto determinante para el desarrollo de la cultura latinoamericana contemporánea. A su vez, este acontecimiento señala el comienzo del catolicismo latinoamericano y lo determina hasta nuestros días, inaugurando una perspectiva de reflexión teológica que, en nuestra opinión, todavía no ha sido suficientemente explorada.

Hacia un concepto teológico de imagen

A la luz de lo expuesto hasta aquí, podríamos establecer tres rasgos característicos de la imagen de culto latinoamericana: se trata de una imagen hispana y amerindia, transitiva y reflexiva, sensible e inteligible. Al caracterizarla como híbrida, hacemos hincapié en el hecho de que estos binomios no se encuentran en una relación dialéctica, que diluye el binomio en un tercer término, sino en una relación de contraste, que singulariza, pero a la vez declara una mutua dependencia (Guardini, 1996, p. 79). Por su parte, hemos identificado ciertos paralelismos entre la aparición de la imagen de culto en América Latina y el surgimiento del culto a las imágenes en la Iglesia antigua. En lo que sigue, a partir de la reflexión desarrollada en el marco de la teología del pueblo y de la doctrina de la imagen elaborada en el marco de la querella iconoclasta, nos proponemos analizar el contenido teológico de la nueva imagen de indias.

La imagen de culto latinoamericana como eslabón de la tradición eclesial (hispana-amerindia)18

Las imágenes que son objeto de nuestra reflexión se suelen catalogar como “sincréticas”, en el sentido de que son el resultado de una mezcla de dos tradiciones culturales. Sin lugar a dudas, como ya se ha indicado, la imagen de culto latinoamericana es sincrética en este sentido: es fruto del cruce entre la imagen cristiana europea y el ídolo prehispánico. No obstante, este calificativo muchas veces denota también una suerte de contaminación, una falta de “pureza” respecto a las tradiciones mezcladas consideradas en sí mismas. Vale la pena preguntarse si existe alguna tradición cultural y religiosa que no sea fruto de un proceso de sincretismo. Sin ir más lejos, la imagen de culto de la Iglesia antigua encuentra sus referentes inmediatos en la imagen pagana grecorromana que, por una parte, proporciona tipos iconográficos (el Hermes Crióforo para el Buen Pastor, la diosa madre Isis para la Virgen con el Niño, el emperador para el Pantocrátor, los cónsules para los apóstoles, los retratos funerarios para los/as santos/as, etc.), y, por otra parte, ya prefigura el poder sacramental de la imagen cristiana al ser depositaria del numen divino19.

Después de un largo y complejo proceso de asimilación, la imagen de culto cristiana será objeto de una definición dogmática recién en el marco de la querella iconoclasta de los siglos VIII y IX. En la primera etapa de esta discusión, que se desarrolla entre los años 726 y 787, se acusará a aquellos que veneran imágenes de haberse alejado del cristianismo originario y haber introducido prácticas idolátricas en la Iglesia, las cuales transgredirían la prohibición veterotestamentaria de elaborar imágenes de Dios (Ex. 20:4-5; Dt. 7:25). Ante esta acusación, se argumentará que mientras Dios no tenía un rostro ciertamente no podía ser representado en una imagen, pero que con la encarnación Dios mismo asume una forma visible, superando el tiempo de la ley (la sombra de los bienes futuros) e inaugurando el tiempo de la imagen (la plenitud de los tiempos) (Heb. 10;1)20. A su vez, subrayará Juan Damasceno, el evangelio de Jesucristo no se ha transmitido solo a través de un testimonio escrito, sino también a través de prácticas que han ido constituyendo una tradición no escrita (De imaginibus orationes 2, 16).

La imagen de culto latinoamericana, desde su aparición misma en el siglo XVI, también fue objeto de sospecha de idolatría, intentándose purificar de todo vestigio prehispánico. Como ya se ha señalado, incluso en la época contemporánea, y particularmente durante el primer periodo de desarrollo de la teología latinoamericana, se sostendrá que la imagen y las prácticas festivas que se desarrollan en torno a ella deben ser purificadas o corregidas21. De manera análoga a la sospecha expresada por los iconoclastas de los siglos VIII y IX, hablar de purificar una práctica –más que de discernirla a la luz del evangelio– supone la existencia de un cristianismo puro, dispensado de la contingencia de la historia y la cultura, pero a su vez desentendido de la acción libre y eficaz del Espíritu Santo.

A este respecto, las teologías culturalistas plantearán un giro sustancial, al poner de relieve que el anuncio del evangelio solo se puede dar en el marco evolutivo de las culturas. En la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi de Paulo VI (1994), encontramos una primera orientación que abre este camino de interpretación, la cual será desarrollada profusamente por la denominada teología del pueblo:

El Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna. (Paulo VI, 1994, párr. 20)22

El concepto de inculturación, empleado con posterioridad (Catechesi Tradendae de Juan Pablo II en 1979), sintetizará los principales aspectos del enfoque culturalista, planteando las siguientes premisas: 1) La cultura no es un complemento del anuncio del evangelio, sino su condición de posibilidad (Francisco, 2013, párr. 115); 2) No hay formas culturales más idóneas que otras para el anuncio del evangelio, y mucho menos una cultura que se identifique con la tradición cristiana; 3) El anuncio del evangelio es un acontecimiento relacional, que interpela tanto la cultura de aquellos que son evangelizados como la de aquellos que evangelizan (Methol, 1977, pp. 47-48; Gera, 1977, p. 102). Se hace especialmente relevante el paralelismo que se establece entre el concepto de inculturación y la encarnación, entendida esta última como el fundamento último del primero: del mismo modo que Dios asume un rostro concreto para darse a conocer y desplegar su obra redentora, el anuncio de este evangelio o buena noticia requiere de culturas concretas, formas de vida, para realizarse.

De este modo, la inculturación del evangelio en América Latina comporta una asimilación de la imagen de culto hispana y el ídolo prehispánico, que en ningún caso implica una degradación de la tradición cristiana, sino que, muy por el contrario, constituye el modo en que se encarna la Buena Nueva en estas latitudes. De la misma manera que las semillas del verbo presentes en la cultura greco-romana florecen en el cristianismo del primer milenio, en el cristianismo latinoamericano vemos florecer las semillas de los pueblos originarios. No se trata de nuevas tradiciones, sino del incremento histórico de una misma tradición eclesial, tal como subrayaron en su momento los teólogos de la querella iconoclasta. Como ya se ha dicho, una de las características diferenciadoras de la imagen de culto latinoamericana respecto a sus precedentes históricos inmediatos es su función sacramental, aspecto que también se reconoce en la imagen cristiana del primer milenio. En este sentido, siguiendo a Alberto Methol (1977, p. 55), podemos afirmar de buen grado que, además de las semillas de los pueblos originarios, en la imagen de culto latinoamericana florecen los vestigios de un cristianismo antiguo que pareciera ser culturalmente más próximo al mundo prehispánico que al de la Europa renacentista.

La imagen de culto latinoamericana como signo sacramental (transitiva-reflexiva)23

La teología de la imagen, elaborada en torno a Nicea II, presupone una teología sacramental que, si bien reconoce la preeminencia de ciertas acciones sacramentales que son dirigidas por los ministros ordenados (los siete sacramentos definidos en el Concilio de Trento), identifica la eficacia de la Gracia divina (el ex opere operato) también en determinadas prácticas ejecutadas por el pueblo, tales como la veneración de las imágenes24. En este sentido, es importante tener en cuenta que en el marco de Nicea II, donde se define la doctrina cristiana sobre la imagen de culto, no existía la distinción jurídica entre “sacramento” y “sacramental” y, por tanto, entre “liturgia” y “piedad popular”25. La teología sacramental que sustenta la teología de la imagen ciertamente distingue diferentes instancias en la vida sacramental de la Iglesia (distingue entre la naturaleza artificial de la imagen de culto y el pan y el vino consagrado como imagen natural de Jesucristo), pero comprende estas instancias como un continuum. En este contexto, la imagen no se limita a instruir, enseñar o educar, sino que forma parte de un mismo y único camino hacia la epifanía de Dios (Guardini, 1965, p. 100)26.

Más allá de la discusión jurídica sobre quién posee el monopolio de la acción sacramental y la naturaleza directa o indirecta de la acción divina en cada caso –cuestión que excede ampliamente el cometido del presente ensayo–, lo que nos interesa destacar es que la doctrina cristiana de la imagen, si bien distingue entre imagen y prototipo, reivindica en ella una presencia real y efectiva del prototipo sagrado, que se traduce en una acción santificadora27. Esta presencia del prototipo en la imagen encuentra su fundamento último, al igual que toda acción sacramental, en el carácter real (ἀληθηνής) y no imaginario (καὶ οὐ κατά φαντασίαν) de la encarnación de la Palabra, de la cual la imagen de culto es signo fidedigno (πίστωσιν)28. Como enseñan los padres defensores de las imágenes, en la imagen de Jesucristo es la misma persona (ὑπόστασις) de Jesús la que se hace presente29, y esta presencia solo puede ser reconocida por la acción del Espíritu Santo (Guardini, 1960, pp. 28-29). A este respecto, subraya Leonidas Uspenski (2003):

La oración ante el cáliz se dirige a una Persona concreta, porque sólo dirigiéndose a la Persona –en relación con ella– es posible participar de lo que esta persona porta en sí, de aquello que esta Persona enhipostatiza. Ahora bien, este contacto exige una imagen, ya que el hombre no se dirige a un Cristo imaginario, ni a una divinidad abstracta, sino a una Persona: “Tú eres verdadero Cristo… éste es tu Cuerpo” (la imagen sobre el cáliz) […] La realidad del cuerpo de Cristo glorificado en el sacramento de la eucaristía está, pues, necesariamente vinculada a la autenticidad de su imagen personal, porque el cuerpo de Cristo representado en el icono es ese mismo “cuerpo de Dios que resplandece de gloria divina, incorruptible, santo, vivificante”. (pp. 500-501)

De este modo, la enseñanza de la Iglesia reconoce, por una parte, que la imagen material no es lo mismo que el prototipo sagrado, pero, por otra, afirma que este está en ella en virtud de la semejanza30. En la imagen de culto cristiana, imagen y prototipo están unidos de manera inconfundible (ἀσυγχύτως) e inseparable (ἀχωρίστως) a la vez, al modo de las dos naturalezas de Jesucristo, pero “no en el sentido de que entre él [prototipo] y su imagen hubiera una especie de ‘unión hipostática’, sino porque entre la persona y el icono de Cristo subsiste una relación intencional de semejanza” (Schönborn, 1999, p. 201). Se hace imprescindible establecer en este punto que, en el marco de la teología cristiana, ser semejante –es decir, tener un rostro y una apariencia concreta–, no indica en ningún caso un grado de inferioridad respecto al ser de Dios; muy por el contrario, define el lugar de Su revelación31. Así pues, podemos afirmar de buen grado que la imagen de culto cristiana es transitiva y reflexiva a la vez. Su reflexividad –que en el caso de la imagen de culto latinoamericana muchas veces se atribuye a resabios idolátricos– no comporta la confusión entre imagen y prototipo, sino la afirmación de que Dios mismo (y la Virgen y los/as santos/as) tiene un rostro y que, no por necesidad, sino libre y amorosamente, en ese rostro ha querido comunicarse y santificar el mundo (Schönborn, 1999, p. 11).

En el marco de la teología latinoamericana, son escasas las referencias a la teología de la imagen de Nicea II a la hora de hablar del culto a las imágenes32. De manera general, se habla del carácter simbólico de la imagen, en un sentido más bien semiótico ajeno al sentido teológico del signo sacramental, que tiene un fundamento cristológico y conecta el culto de la imagen con el corazón mismo de la revelación cristiana. En la obra de Rafael Tello (2015), no obstante, encontramos una profusa reflexión sobre el modo sacramental de conocer a Dios que caracteriza la experiencia de fe de los pueblos latinoamericanos. A este respecto, el teólogo argentino subraya:

El pueblo nuevo –tal vez retomando algún antiguo saber– se habituó a captar la presencia de Dios en las cosas y en los hechos sensibles, que tomaron así para él valor de ‘signos’. Y por esto su conocimiento de Dios es básicamente de carácter sacramental. (p. 81)

Entendida como signo sacramental, pues, la imagen de culto latinoamericana reivindica una presencia real del prototipo en la imagen, cuya presencia misma –no una idea o metáfora– provoca una serie de prácticas celebrativas –mandas, procesiones, y fiestas–, las cuales, en definitiva, son testimonio de una relación personal entre Dios y su pueblo fiel.

La imagen de culto latinoamericana como categoría epistemológica (sensible-intelegible)33

Para Rafael Tello (2008) –muy próximo al planteamiento de Romano Guardini– el signo sacramental no solo dispensa la Gracia divina, sino que también provee de un conocimiento positivo de Dios, es decir, significa. La imagen de culto cristiana, en este sentido, es una declaración veritativa (ἀποφαντικός λόγος) de la encarnación de Dios y de su acción redentora en el mundo, puesto que, en ella, en virtud de la semejanza, se conoce a la persona del Hijo. Al venerarla y celebrarla, los pueblos van elaborando su propio relato de lo santo, que se expresa en himnos, músicas y bailes. A través de estas formas discursivas, arraigadas en la experiencia sensorial, el pueblo creyente responde a la pregunta que origina la teología cristiana: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mt. 16:15). En este sentido, más allá de la teología de la imagen entendida como la fundamentación dogmática de la imagen de culto cristiana, hay una teología de la imagen que se expresa en todas aquellas prácticas que dan forma al culto, una teología performativa portadora de una auténtica razón estética (αἰσθητικός λόγος).

Como subraya Tello (2008), en el marco de esta epistemología estético-sacramental del pueblo cuyo centro es la imagen, para que algo signifique debe ser eficaz antes que “razonable”, en un sentido convencional. La eficacia –el milagro o σημεῖο– que reivindica el pueblo como condición de posibilidad para el conocimiento de Dios, no obstante, es mucho más que una “falsa praxis de liberación”, una “costumbre vacía”, o una inclinación “supersticiosa” (p. 54). Posee una razonabilidad que no es necesariamente causal, sino muchas veces intuitiva34. Ahora bien, la necesidad de sentir, en primer término, la acción milagrosa de Dios en la vida misma encuentra un fundamento teológico en el carácter personal de la revelación cristiana, pues aquello que revela la Palabra de Dios no es un concepto o una norma moral, sino a un Dios-persona viviente-concreto: “Jesús le dijo: ‘¿Tanto tiempo he estado con ustedes, y todavía no Me conoces, Felipe? El que Me ha visto a Mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’?” (Jn. 14;9)35.

Este principio matérico-sensorial (αἰσθητικός) de la revelación cristiana va a ser subrayado por los teólogos defensores de las imágenes durante la querella iconoclasta, planteando que el conocimiento de Dios tiene una base primordialmente empírica36. Del mismo modo que Dios posee una esencia supra-esencial, su conocimiento como Dios personal tiene un carácter también supra-raciona37. Ahora bien, como hemos señalado, la epistemología estético-sacramental del pueblo no se agota en una suerte de esteticismo, sino que da lugar a un relato expresado primordialmente en formas que podríamos llamar artísticas: poesía, música, baile. Estas formas discursivas constituyen propiamente modos de intelección de aquella experiencia celebrativa de Dios, en las cuales se pueden identificar valores, aspiraciones y, en definitiva, una determinada concepción de Dios. Son formas discursivas performativas más que normativas, lo que supone que en sí mismas, como simples “textos”, no significan gran cosa, pues su sentido se encuentra vinculado de manera indisoluble a la performance celebrativa. Dicho de otro modo: para entender el significado de la imagen, que es un acontecimiento, hay que relacionarse afectivamente con ella, participando de la celebración comunitaria. Tocándola, hablándole, mirándola.

Esta teología performativa de la imagen en ningún caso sustituye o reemplaza lo que podríamos llamar una teología dogmática de la imagen, pero sí se constituye en su condición de posibilidad y le plantea ciertas exigencias metodológicas. Exige, sobre todo, no perder de vista aquel “orden vivo que se manifiesta en la revelación” (Guardini, 1965, p. 18), el cual es propiamente su objeto. En este sentido, es importante enfatizar que la imagen de culto es sensible-inteligible de la misma manera que en los binomios que hemos planteado con anterioridad, es decir, por contraste. El estímulo sensible invita a entender el mensaje salvífico y el entendimiento invita a participar en el orden vivo de Dios (Guardini, 1965, p. 27). Se trata de un camino de dos direcciones, de lo sensible a lo inteligible y viceversa, en el que el conocimiento de Dios no se agota ni encuentra una expresión más plena en ninguna de las dos esferas.

Como vimos en la primera parte de este ensayo, la imagen de culto latinoamericana comparte esta premisa epistemológica. En torno a esta “nueva imagen” se condensa el testimonio de la encarnación, la acción milagrosa de Dios que transforma la vida de las personas, y la memoria de los pueblos de América, que han asimilado el relato de la Buena Nueva desde sus propias coordenadas culturales. No cabe duda de que la imagen y la participación en su performance festiva provee de un tipo de conocimiento distinto al que nos puede otorgar un concepto teológico, por ejemplo. Si queremos hacer una teología de la imagen latinoamericana –una teología auténticamente situada–, no obstante, debemos contemplar como principio epistemológico fundamental la articulación de estos dos planos, el sensible y el inteligible. Junto con responder a la persistente llamada de Francisco y de buena parte de la teología y el magisterio latinoamericano a aprender a leer la fe del pueblo, consideramos que esta premisa epistemológica responde a su vez a un requerimiento general de nuestra época:

Tal vez puede decirse que el cambio de la filosofía –o mejor dicho, de la actitud congnoscitiva en sí– que se está realizando en el paso de la “Edad Moderna” a la época futura, consiste en trasladar el centro de gravedad del pensar al ver; del reino intermedio de los conceptos, tan extrañamente independiente, al reino de las cosas [...] En lo sucesivo, lo que importará serán el ojo, el oído, la mano vivos; en una palabra: los sentidos, cuya conexión va en cada caso desde las células más exteriores hasta el corazón y el espíritu. Las cosas tienen que ser vistas, oídas, cogidas, gustadas de nuevo, ser aprehendidas con toda su potencia manifestativa. Y sólo después puede empezar su tarea el pensamiento –un pensamiento igualmente regenerado, desde luego–, que obedece a la realidad y capta todo lo que en ella aparece. (Guardini, 1965, p. 47)

Conclusiones

Al comenzar este ensayo, nos preguntábamos qué utilidad podía tener la elaboración de una teología latinoamericana de la imagen. Nos planteamos esta pregunta alrededor de 500 años después de que haya hecho su aparición la imagen de culto latinoamericana. Entre su nacimiento y nosotros/as, sin embargo, ha mediado un tortuoso proceso de colonización, otro de independencia, y un desarrollo de las ciencias sociales, la historiografía y la misma teología que ha permitido al menos corregir en parte la gran miopía del etnocentrismo. La teología de la imagen que se produce en Bizancio tarda más o menos lo mismo en elaborarse, si consideramos que el surgimiento de la imagen cristiana en la cuenca del mediterráneo se data en torno al siglo IV y su teología se elabora en torno al siglo IX. En este caso también asistimos a acontecimientos determinantes: la asociación de la Iglesia con el Imperio Romano, la separación del Imperio de Oriente y Occidente, la ocupación musulmana de buena parte de la ecúmene, la aparición del Imperio carolingio y la asimilación de la cultura greco-romana de la Antigüedad tardía como medio de transmisión del evangelio.

Pareciera ser que no estamos tan atrasados. De todos modos, más allá de las cronologías, hay una razón de fondo que nos impulsa a plantear la necesidad de elaborar una teología latinoamericana de la imagen, entendida esta como una teología fundamental: el hecho de que los pueblos latinoamericanos, como los mediterráneos del primer milenio, creen con imágenes. Nos parece que la teología no ha abordado suficientemente este aspecto de la fe de los pueblos latinoamericanos y que, incluso, lo ha malinterpretado. En este sentido, como planteaba Walter Benjamin (2008, pp. 307-327) respecto al quehacer de la historia, la teología no surge como un modo de especulación filosófica sino cuando se cae en la cuenta de que la experiencia de la revelación de Dios en Jesucristo peligra.

El principal objetivo de este ensayo ha sido plantear la pertinencia de una teología latinoamericana de la imagen. Así pues, en una primera parte intentamos describir ciertas características de la imagen de culto latinoamericana para proceder, en una segunda instancia, a analizar su contenido teológico. Hemos determinado el carácter híbrido de esta imagen y hemos analizado teológicamente los tres binomios que la definen: hispana-amerindia, transitiva-reflexiva, y sensible-intelegible. Hemos tomado como marco de referencia la teología del pueblo, uno de cuyos referentes principales es la obra de Romano Guardini, así como la teología bizantina de la imagen, porque consideramos que estos enfoques ofrecen un aparato conceptual más idóneo que el de otras teologías para abordar nuestro objeto de estudio: una imagen que reivindica una agencia sacramental.

Somos plenamente conscientes de que el desarrollo de una teología latinoamericana de la imagen requiere mucho más desarrollo que el presentado hasta aquí. Cabría pormenorizar cualitativamente la descripción de la imagen y su relación con los pueblos, analizar sus relatos, valorar y estudiar sus raíces indígenas y afrodescendientes como lo ha hecho la teología europea respecto al mundo greco-romano. Sería necesario participar de sus fiestas, escuchar atentamente sus relatos, aprender a creer como cree el pueblo, así como se busca que el pueblo dé razón de su esperanza con la teología. También se plantea la exigencia de revisar con gran detalle las implicancias dogmáticas, eclesiológicas, morales, litúrgicas y pastorales de este modo de creer, sin perder de vista en ningún momento, no obstante, el orden sensible-inteligible en el que florece esta fe y el protagonismo laical que la caracteriza. Incluso, habida cuenta de los paralelismos que identificamos entre la imagen latinoamericana y lo que hoy llamamos el ícono ortodoxo, ¿no cabría hablar mejor de una teología ecuménica de la imagen?

En cualquier caso, y apercibidos de los grandes desafíos que plantea, estamos convencidos de la necesidad de una teología de la imagen para nuestra época.

Abreviaciones

CIC = Catecismo de la Iglesia Católica

COD = Conciliorum Oecumenicorum Decreta

EG = Evangelii gaudium

EN = Evangelii nuntiandi

PG = Patrologia Graeca

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

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Notas de autor

Federico Aguirre

Doctor en cultura y lenguas del mundo antiguo y profesor asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, de la que actualmente es vicedecano. Investigador del Centro de Estudios de la Religión de la misma Universidad. ORCiD: https://orcid.org/0000-0001-7203-7863. Correo electrónico: federico.aguirre@uc.cl


1 Sobre esta distinción entre cristianismo popular e ilustrado, véase Aguirre (2020b, pp. 170-176).

2 Remitimos a los resultados de la investigación sobre fiestas religiosas en Chile que recientemente hemos concluido: Aguirre (2020; 2020b; 2021).

3 A este respecto, véase el enfoque desarrollado en el marco de la teología argentina del pueblo, en particular en autores como Tello, 2005, 2015; Scannone, 1999; Caamaño, 2005; y el mismo Papa Francisco (2013).

4 Sobre este proceso, véase Aguirre (2018, pp. 19-33).

5 La teología latina tenderá, en este sentido, a reconocer solo una función pedagógica en la imagen de culto (Ratzinger, 2001, pp. 146-147; Caamaño, 2021, pp. 67-78.). Para un acurado estudio histórico de la imagen de culto cristiana y su relación con Occidente, véase Belting (2009).

6 Romano Guardini describe el poder sacramental de la imagen en los siguientes términos: “La imagen de culto contiene algo incondicionado. Está en relación con el dogma, con el Sacramento, con la realidad objetiva de la Iglesia. Se podría comprender que el artista que quiere producir imágenes de culto requiriera una ordo, una ordenación y misión por parte de la Iglesia […] En la imagen de culto se prolonga el Sacramento, el opus operatum de la gracia. A ella se acerca el creyente como a un poder sagrado” (Guardini, 1960, pp. 23-24).

7 Es notable el paralelismo que se observa respecto al surgimiento del culto a los santos en la Iglesia antigua, donde también el poder del santo, que se transmite sin mediaciones al pueblo, compite en muchos casos con el control que el obispo busca estatuir como principal autoridad eclesiástica (Brown, 2018, pp. 87-97).

8 Versos compuestos en 1641 por Fernando de Valverde en honor a la Virgen de Copacabana.

9 Una de las fuentes más antiguas de este relato se encuentra en la Historia Ecclesiae de Eusebio de Cesarea (Hist. Ecl. 1.12.), y es referido en el primer discurso de Juan Damasceno contra los iconoclastas (De imaginibus orationes 1, 33).

10 Juan Damasceno plantea que, dado que Dios asumió una forma visible en Jesucristo, el anuncio de su acción salvadora se da tanto a través de relatos escritos como a través de imágenes: “registra [γράφε] todo [la acción redentora de Jesucristo], en palabra y en colores, en libros e imágenes.” (De imaginibus orationes ٣, ٨).

11 Respecto a las tipologías latinoamericanas de la Virgen, véase el análisis de la denominada “Virgen-Cerro” (Gisbert, 1980).

12 Véase Siracusano (2005, p. 310); Gruzinski (1994, p. 121); Millones (1998, pp. 12-16).

13 A este respecto, subraya Gruzinski: “La imagen barroca adopta una función unificadora en un mundo cada vez más mestizo que mezcla las posesiones y las escenificaciones oficiales con la gama inagotable de sus diversiones, las danzas indígenas con los ‘bailes de monstruos y máscaras con diferentes trajes, como se acostumbra en España’”. (1994, pp. 145-146).

14 Es necesario hacer notar que en el cristianismo popular mediterráneo de la época de la Colonia todavía circulan imágenes en alguna medida “reflexivas”, a las que se les habla, se les saca en procesión, se les organizan fiestas. Probablemente el influjo de esta concepción de la imagen cristiana también se hace presente a través de las múltiples migraciones a América, sellando el matrimonio entre lo europeo y lo indígena (Millones, 1998, pp. 39-40).

15 Sobre la distinción entre imagen de culto e imagen de devoción, distinción que se consolida con el Renacimiento, véase Guardini (1960).

16 Sobre la pervivencia del sistema religioso festivo barroco en nuestros días, véase Aguirre (2020b).

17 En este sentido, “al disfrazarse, el hombre del Barroco encontraba su verdadera personalidad: el disfraz fue para él una forma de encuentro con la verdad” (Cruz de Amenábar, 1995, p. XIV).

18 Sobre la imagen de culto como dispositivo para la transmisión de la fe en Latinoamérica, véase Aguirre (2020c).

19 La primera parte de la minuciosa obra de Hans Belting (2009) sobre la historia de la imagen de culto cristiana aborda en detalle este parentesco con la imagen pagana (pp. 45-192). Vale la pena mencionar que los tipos iconográficos latinoamericanos también se configuran en relación al imaginario indígena de lo sagrado, como es el caso, por ejemplo, de la Virgen Cerro.

20 Véase Juan Damasceno, De imaginibus orationes 2, 22-23.

21 En esta línea, Alberto Methol puntualiza: “Durante este primer periodo, la religiosidad popular fue menospreciada, vejada, a lo sumo tratada como mal inevitable, en vías de desaparición, rezago mágico, fetichista, que era necesario purificar en el mejor de los casos, o soportar en condescendencia provisoria [...] Creo que nunca, dentro de la Iglesia Católica, se asistió a una iconoclasia tan extendida y agresiva” (1977, p. 47).

22 Véase Methol (1977), Gera (1977) y Scannone (1987). Entre los documentos magisteriales que desarrollan este enfoque cultural, cabe destacar los documentos conclusivos del III y V encuentros del CELAM (Puebla 1979 y Aparecida 2007, respectivamente) y la exhortación apostólica de Francisco Evangelii Gaudium (2013).

23 Sobre la dimensión sacramental de la imagen de culto latinoamericana, véase Aguirre (2021; 2020b).

24 Véase Juan Damasceno, De imaginibus orationes 2, 14 y 3, 34. A este respecto, Romano Guardini (1960) señala: “En la imagen de culto se prolonga el sacramento, el opus operatum de la gracia. A ella se acerca el creyente como a un poder sagrado; que, naturalmente, no se opone ‘entre él y Dios’, según expresa el subjetivismo de la Edad Moderna, pues aquello de que se trata es de poder de Dios mismo; y tampoco divide la personalidad del hombre, pues ese poder, aunque se vuelva hacia la persona, tiene la estructura de una iniciativa que permanece en sí, llamando e influyendo” (Guardini, 1960, p. 24).

25 Respecto a la naturaleza popular de la liturgia véase Guzmán (2018).

26 Vale la pena aclarar que la monopolización de la acción sacramental por parte del ministro ordenado que promueve Trento, aunque haya podido incidir a posteriori en la separación de la piedad popular respecto a la liturgia, no va en contra del culto de las imágenes, sino que pretende defender los ministerios ordenados en el marco de la liberalización que promueve la Reforma Protestante.

27 Con la imagen de culto “al hombre le ocurre algo: se purifica, se ordena, se renueva, se transforma. Luego vuelve a ser entregado de nuevo a su vida cotidiana, pero lleva algo consigo: el mandato y la capacidad” (Guardini, 1960, pp. 24-25). Véase también Guzmán (2018, p. 486).

28 Así se indica en el Concilio de Nicea II (COD 135).

29 Véase Teodoro Estudita, Epistolarum Lib. II (PG 99 1589D) y Juan Damasceno, De imaginibus orationes 3, 11-12.

30 Así se expresa en el Catecismo de la Iglesia Católica (2000): “Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios ‘que era invisible en su naturaleza se hace visible’ (Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, ‘venera a la persona representada en ella’” (CIC 477).

31 Esta perspectiva, destaca el Cardenal Schönborn (1999), hunde sus raíces en la teología trinitaria de los primeros siglos de la era cristiana: “el concepto de imagen experimenta una corrección cargada de consecuencias para la adecuada comprensión del arte: entre el arquetipo divino y la imagen divina no se da ningún desnivel de ser. En el contexto de la teología trinitaria, la noción de imagen pierde toda apariencia de inferioridad” (p. 23).

32 Véase Van Kessel (2006) y Caamaño (2005; 2021).

33 Sobre la dimensión epistemológica de la imagen de culto, véase Aguirre (2021).

34 Una razonabilidad “abductiva” (véase Aguirre, 2021, pp. 80-85).

35 Juan Damasceno plantea que nosotros, como los apóstoles, podemos conocer a Jesucristo en persona (σωματικῶς) a través de su imagen (De imaginibus orationes ٣, ١٢).

36 En este sentido, como subraya Teodoro Estudita, el punto de partida del conocimiento de Dios es lo particular de su persona o ὑπόστασις y no lo general de su esencia o οὐσία, principio que se extrapola a toda forma de conocimiento: “Lo universal tiene subsistencia sólo en los individuos, así por ejemplo la humanidad en Pedro, Pablo y los demás individuos de la especie humana. Si los individuos no existen, tampoco existe la humanidad en general” Antirrheticus III, cap. ١, ١٥.

37 A este respecto, Guardini (1996) puntualiza: “El carácter supra-racional de lo viviente-concreto debe ser salvaguardado. Por lo tanto, el acto específico de conocimiento que capta lo concreto en cuanto tal no puede ser una mera conceptualización abstractiva. Debe poseer una viva concreción. Debe hallarse patentemente en relación con lo que se ha expresado antes con los vocablos ‘sentir’ o ‘ver’” (p. 71).