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Castrillón-Castrillón, A. A. (2022). Deceso fallido, voto perdido. Perseitas, 10.

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4158

DECESO FALLIDO, VOTO PERDIDO

Failed death, lost vote

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4158

Recibido: noviembre 24 de 2021. Aceptado: junio 15 de 2022. Publicado: julio 8 de 2022

Andrés Alfredo Castrillón Castrillón

Un día de verano en medio de un insólito vendaval murió mi madre. Fue una extraña tarde de junio de torrencial lluvia y abrumadores rayos. “Tiene poca lividez, pero está muerta”, dijo el médico luego de auscultarla, tomarle el pulso, mirarle el reflejo pupilar a la velocidad de la luz y concluir: “Muerte súbita. Feneció de un ataque al corazón”. A través de un rápido interrogatorio a uno de mis hermanos diligenció el certificado de defunción para Medicina Legal y se marchó. Sin autopsia, amortajada, en costosísimo ataúd de pino a cuyo alrededor se dispusieron flores blancas y chisporroteantes cirios fue velada en la funeraria La última lágrima de Girardota, municipio colombiano reconocido por lo feo. Era una sala amplia y fresca, pero oscura y húmeda con paredes de tapia y techo de caña brava coronado de tejas de barro quebradas. Cuando cerramos el féretro nos percatamos del inexplicable leve color rosáceo y de la blanda tibiez que aún conservaban sus mejillas.

Qué decir de la conmoción que nos dejó. No lo podíamos creer: “¿Por qué esta injusticia? ¿Por qué dejarnos así en esta orfandad? ¿Cómo viviríamos ahora los cuatro, sin trabajo, sin dinero, sin futuro? ¡Inesperada muerte, muerte maldita!”; nos lamentábamos entre sollozos y llantos. Y yo más que nadie. Pues estaba deprimido por la ruptura con mi esposa que se fue para España sin decir adiós, triste por la muerte de mi padre y, ahora, indefenso cual niño desamparado que sobrevive con antidepresivos. Solo quería enterrar a mi madre y superar este dolor.

Según una vieja usanza familiar que ella quería perpetuar, dos días y dos noches fue alumbrada por la luz de velones y aromatizada por flores que constantemente se renovaban para ocultar los efluvios de la muerta. A los asistentes se les ofrecía tentempié y abundante café para paliar el desvelo. En cuanto a mí, puesto que en esta tempestad necesitaba algo más que trazodona y fluoxetina, acudí al aguardiente para aguardar la hora final. El tercer día, día del entierro en el cementerio municipal, envuelto en una bruma irreal me saludó el sol con una resaca nebulosa y pesada, les di los buenos días a mis hermanos que estaban enfadados conmigo y nos preparamos para el adiós, pero nos encontramos de frente con el siniestro despertar de la madre. ¡Ay! ¡El mar de líos que nos sobrevino a partir de ese momento!

Chirriando las llantas, el coche fúnebre se detuvo a mitad de camino y de su interior descendió el conductor gritando espantado. Nos acercamos con suma precaución y oímos golpes dentro del ataúd. Luego de la pasmosa duda, y con un miedo sin precedentes, lo abrimos. De su interior salió la madre haciendo una mueca siniestra y dando un alarido estridente y terrorífico dejándonos en claro que aún no se iba de este mundo; pasó de muerta a viva con total impasividad como se pasa de la noche al día tras una cataléptica pesadilla. Después de salir de su lecho, con ella regresamos a casa caminando porque los de la funeraria no quisieron llevarla en el coche. Dijeron que las resurrecciones no las cubría el seguro y que les debíamos el ataúd usado.

Pálpitos de horror, gritos enmudecidos, miradas sigilosas y la incrédula curiosidad acompañaron nuestra procesión de regreso. Tras los pasos de nuestra madre el revuelo leve de su mortaja llamaba a la paz, al amor y a la vida, y tras de los nuestros se veían los grilletes de lo insólito sonar. Cuando llegamos, durmió muchas horas más en la misma cama donde murió. Al despertar, no hubo poder humano que detuviera su agitación y su actividad, pues aquí limpió, barrió, lavó; allí fregó, cocinó, organizó y nosotros aterrados viéndola hacer y viendo a la zozobra invadir la casa. Entre tanto, amando y aborreciendo su paradójica presencia (antes no queríamos que se muriera, ahora no la queríamos viva), todos fuimos perdiendo el apetito, el sueño y la tranquilidad.

Pero aquello no fue lo peor, el mayor trastorno surgió cuando iniciamos los trámites ante el Estado para ratificar que ella seguía viva. La repartición de la herencia se detuvo, los certificados de defunción se regresaron y los documentos que comprobaban que seguía siendo una ciudadana activa se solicitaron. En el hospital donde trabajaba el médico que realizó la diligencia, debíamos reclamar un documento que certificara que ella estaba viva, esperamos diez horas de largas e infructuosas filas para que una asistente nos dijera:

— Lo sentimos, ya no podemos atender su caso. Vuelvan mañana.

—Pero… pero señorita —alcanzó a decir el mayor de todos, que frisaba los 25 años, era alto y delgado, mientras que la menor, también alta, blanca y esbelta, los 19.

—Vuelvan mañana —dijo con frío enfado, dio media vuelta y se marchó.

Habiendo recibido esta negativa, inexpertos, atolondrados y temerosos de pasar otra noche en casa con una madre muerta recién resucitada, los cuatro nos jugamos en suerte quién la acompañaría. La descarriada suerte eligió a mi hermana que no pegó el ojo ni un solo minuto en toda la extensa noche. Al alba, somnolienta, agotada y en un solo temblor, nos contó que en una ocasión oyó decir a la madre que seguía muerta. Al ser interrogada: “¿Mamá, eres tú? ¿Estás bien?”, con su huesudo dedo índice la madre señaló una esquina de la habitación y dijo (o mi hermana creyó entender que dijo) que allí estaba su esposo llamándola con señas para que lo siguiera. Su esposo, padre nuestro, había muerto seis meses antes en la misma habitación. Ni qué decir que mi hermana juró, perjuró y prometió, también gritó, amenazó y vociferó que primero nos mataba a todos y a la revivida antes que pasar otra velada en ese mar de angustias, pavores y presencias fantasmales.

Por lo anecdótico del suceso, nos contactaron de un periódico, de un telediario y de un laboratorio de criogenia. También nos llamó un candidato a la presidencia para felicitarnos por el contundente triunfo de la madre ante la muerte. Fue a la casa, se tomó fotos, él con su sonrisa postiza y ella con la risa de la muerte cual máscara trágica, “venceremos la corrupción” dijo con voz gangosa y se marchó. Nos llamaron incluso unos delincuentes para extorsionarnos por la seguridad de la resucitada, si no pagábamos, amenazaban, la secuestraban y la volvían a matar. Esto por no mencionar a los sacerdotes, pastores, religiosos, laicos conversos y a cuanto loco se enteraba de la historia. ¡Qué suplicio, qué tormento! Los vecinos empezaron a mirarnos de reojo como si tuviéramos el ébola o el sida; recelaban, murmuraban, desconfiaban. Con alusiones veladas nos invitaban a mudarnos porque en la municipalidad aquello era inaudito, no había precedentes y a ellos no les parecía prudente tener en el barrio a personas de ese tipo. Decían que los niños tenían pesadillas con la madre muerta y que ya rondaba la historia de que al caer la noche ella les robaría los ojos para comérselos con ajo. Era evidente, niños y viejos temían a la madre.

Volvimos al hospital y, como usted sospechará, siguió el repertorio de respuestas negativas. ¡Y qué más podíamos esperar si a todas partes llegábamos con los bolsillos vacíos! Nos dijeron que ellos no podían hacer nada, que fuéramos a la policía. En la policía nos dijeron que ese trámite no era con ellos, que debíamos ir a la empresa promotora de servicios de salud en la que estaba afiliada la madre y que esa entidad debía expedirnos un certificado en el que constatara que la presunta seguía viva. Allí, sin embargo, no nos resolvieron nada. Nos dijeron que debíamos solicitar en la IPS, institución prestadora de salud, el certificado de supervivencia que perseguíamos de un lado a otro con frenético desespero, pero la institución prestadora de salud resultó ser el hospital donde se inició el trámite, ¡vaya paradoja existencial! Al cabo de tres días de ir y venir de un lugar a otro con la madre a cuestas, nos remitieron de la entidad promotora de salud, mejor dicho, de la entiducha esa, al Juzgado tercero con el argumento de que ellos sí sabían qué hacer y que, si no, se lo inventaban, pero los del juzgaducho tampoco sabían. Que fuéramos, nos decían, a la Registraduría Nacional del Estado que allí sí darían fe de la supervivencia de la madre. Pero aquí tampoco, sabían menos que los anteriores. “El sistema —el funcionario nos hablaba de mala gana— no la registra, es decir, ella no existe”, y diciendo esto alargaba la mano en dirección a la madre señalándola con su dedo índice. Otra paradoja. Otro día perdido. Otra noche de terror que nos aguardaba más el barrunto de seguir cuesta abajo sin vislumbrar el final, como los desorbitados ojos de la madre que no los cerraba ni de día ni de noche y quien ya no hablaba, sino que gorjeaba.

Aplanados y a paso exangüe tornamos a casa sosteniendo a la madre de su brazo. ¿Quién la acompañará hoy? Cuando me miraron para que cuidara a la madre puse mi excusa predilecta: mi obesidad y mi trastorno por ansiedad que no me dejaba estar equilibrado y agregué que la pastilla que había tomado ya surtía efecto. Y aunque no escondieron su descontento, salvé mi noche y arruiné la de mi hermano. Poco después nos despertó su horrísono grito, incluso a mí que estaba sedado, y todos fuimos a ver qué pasaba. La vimos caminar sonámbula diciendo que iba hacia la luz, que allí la esperaba el padre muerto y señalando con su mortecino dedo huesudo la esquina de la habitación repetía unas extrañísimas e indescifrables palabras. Al entrar en la habitación nos alertó el olor, la madre se estaba descomponiendo, y el ruido de fondo nos descubrió ya no su gorjeo, sino su ronquido agónico.

Mi depresión y el temor de convivir con una madre de la que no sabemos si está más allá o más acá me han tenido al borde de la locura. Mi exesposa no quiso hablarme, ni siquiera conociendo la situación. Dijo que todo es un invento debido a mi adicción al diazepam. Ella no se enteró de que había cambiado de medicamento. Y mi madre, ¡mi madre!, así en este estado no la reconozco, no sé si por la bruma de las pastillas y el aguardiente o porque parece irreal. Igual da, ella tampoco nos reconoce ni nos habla, solo nos mira. He visto sus gélidos ojos mirando los míos como si escudriñaran mi interior. Su mirada fija me aterra, es una pesadilla. Pese a esta situación, recuperé sin saber cómo ni por qué el apetito que había perdido los primeros días ante el fastidio de la carne a descomponer. Con avidez desmedida, devoraba los pocos alimentos que quedaban, comiendo por mí y por mis hermanos y me senté a esperar que las cosas cambiaran. Estando a la espera de un mejor mañana me percaté de que para ellos era más un estorbo que una ayuda.

Y así, las mañanas se sucedían y los cambios no se daban, lo único era la desfiguración de la madre que se hacía más evidente con el paso de los días, así como su conciencia turbia que contrastaba con su avivado ánimo que cada segundo, cada minuto y cada hora se incrementaba más persistiendo en vivir. En cambio, nosotros, guiñapos desaliñados sin ganas de existir con los nervios destrozados y dominados por el miedo, perseguíamos una solución que se escabullía como delincuente prófugo. En medio de esta situación nos enteramos de que habían suspendido la vigencia de la madre en el sistema de salud, de modo que si enfermaba debíamos consultar a un médico particular, cuyas costosas consultas no podríamos darnos el lujo de pagar. También nos enteramos de que le suspendieron el pago de la seguridad social y el dinero de la pensión del padre, es decir, le suspendieron todo el dinero al que había tenido acceso, pues estaba registrada como muerta sin derecho alguno, salvo el del voto. Para infortunio nuestro, seguíamos hora con hora esperando una respuesta, una noticia, un recado, pero nada recibíamos, nada lográbamos, el único logro era el alza de mi ansiedad y mi adicción que engendraba en ellos desesperanza y, en mí, sórdidos pensamientos que me susurraban agudas soluciones a nuestra perplejidad: brindarle el descanso eterno por mano propia a la madre. Yo no quería un instante más de tal angustia.

En mi lento despertar una mañana de un lunes o un jueves cualquiera, ya no sé, pero aturdido por la situación y por la bebida, supe de una llamada que hicieron de la alcaldía municipal. El hermano mayor la atendió y concertó una cita. Mi hermana me explicó en dos oportunidades, no sin enfado, que él buscó a alguien allá, que dio los últimos pesos que teníamos a cambio de alguna ayuda y que le exigieron que asistiera solo. Se dio el ansiado regreso, y sin decirnos con quién había hablado ni el porqué de tal oferta, nos la comunicó. Contra toda nuestra fuerte indignación y evidente molestia y luego de oponernos y discutir por horas aceptamos con triste resignación la propuesta.

Como yo otra vez usé mi viciosa excusa, ellos planearon todo lo que se haría al siguiente día: ir a primera hora a la oficina indicada, firmar el documento en el que nos comprometíamos a votar por quien nos dijeran a cambio de acelerar los trámites de la madre. Luego, aguardaríamos unas horas, reclamaríamos el certificado, retomaríamos el hilo de nuestras vidas roto por la muerte y le brindaríamos a mamá lo mejor. Con esta ilusión pasamos las horas de sueño más plácidas desde el desafortunado y fallido deceso.

Menos la madre, todos estábamos en pie, activos y organizados a las seis de la mañana, incluyéndome que sin tomar mi fluoxetina me sentía renovado. A las 08:00 a.m. acudimos a su habitación porque se hacía tarde. Ella seguía acostada, inmóvil como estatua de cementerio con los ojos abiertos como si mirara sin ver; fría, como nieve de Siberia; callada, como el ángel del silencio que con su dedo índice en la boca ordena enmudecer, así estaba la madre. La mirada ausente, la boca entreabierta, el cuerpo rígido y helado, la madre no despertaba a nuestros llamados, la madre no despertó.

¿Ya vivimos esto? ¿Es ebriedad? ¿Es realidad? No lo sé, pero hoy domingo de elecciones estamos parados frente a la tumba donde será enterrada la madre en su antiguo ataúd de pino que los de la funeraria nos revendieron. Esta vez no hubo cortejo fúnebre, pero sí autopsia; no hubo días y noches de velación, pero sí un rápido ritual; no hubo llamativo llanto, pero sí un silencio lúgubre y triste, y esta vez no bebí aguardiente. De salida, en la puerta del cementerio y ante el mutismo más sobrecogedor de las últimas semanas, a todos nos asaltó un presentimiento similar que nos heló la sangre y nos petrificó el corazón, aunque solo la hermana lo expresó entre dientes: “¿Se despertará otra vez perpetuando el instante en el que al mismo tiempo está viva y muerta?”. Luego de cruzar nuestras miradas por un furtivo segundo, las posamos en el suelo y abrimos nuestros paraguas mientras nos encaminábamos solitarios a casa. Los truenos y los rayos acompañaron el descenso de las gruesas gotas que nos caían encima como gordas lágrimas cálidas. Otra vez una torrencial lluvia en un mes de verano, dije.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

Notas de autor

Andrés Alfredo Castrillón Castrillón

Magíster en literatura de la Universidad de Antioquia, docente-editor Universidad Católica Luis Amigó. Pertenece al grupo de investigación Filosofía y Teología Crítica. Correo electrónico: andres.castrillonca@amigo.edu.co, ORCiD: http://orcid.org/0000-0002-5136-9997.