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Paredes Peña, C. A. (2022). Un fantasma recorre cuba. La nación suturada en La neblina del ayer de Leonardo Padura. Perseitas, 10, 164-190. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4059

UN FANTASMA RECORRE CUBA. LA NACIÓN SUTURADA EN LA NEBLINA DEL AYER DE LEONARDO PADURA

A ghost roams cuba. The nation sutured in The mist of yesterday by Leonardo Padura

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4059

Recibido: agosto 4 de 2021. Aceptado: marzo 25 de 2022. Publicado: marzo 30 de 2022

César Andrés Paredes Peña

Resumen

Este artículo indaga por el concepto de nación, implícito en la séptima novela de Leonardo Padura protagonizada por el detective Mario Conde, en la cual se aborda la resolución de un crimen ocurrido en el pasado prerrevolucionario de Cuba. Lo nacional aparece como un flujo de imágenes que dialoga con la historia, en donde intervienen palimpsésticamente la nación decimonónica, con la del comienzo del siglo XX, el período revolucionario y la crisis de los años noventa. Padura emprende un proceso de indagación y sutura en el que la nación, como punto de partida de comprensión de la crisis postrevolucionaria, se enfrenta a su contraparte: la fantasmagoría producida por la mercantilización de su imagen y sus símbolos. La biblioteca, el bolero, la comida y la ciudad de La Habana son los vestigios alegóricos, en términos de Walter Benjamín, que dan cuenta de cómo la isla está expuesta a la contingencia de los tiempos.

Palabras clave

Alegoría; Cuba; Cubanidad; Especial; Fantasmagoría; Heterocronía; Nación; Período.

Abstract

This article explores the concept of nation implicit in Leonardo Padura’s seventh novel starring detective Mario Conde, in which he deals with the resolution of a crime that occurred in Cuba’s pre-revolutionary past. The national appears as a flow of images that dialogues with history, where the nineteenth-century nation intervenes palimpsestically with that of the beginning of the twentieth century, the revolutionary period and the crisis of the nineties. Padura undertakes a process of inquiry and suture in which the nation, as a starting point for understanding the post-revolutionary crisis, faces its counterpart: the hallucination produced by the commercialization of its image and symbols. The library, the bolero, the food and the city of Havana are the allegorical vestiges, in Walter Benjamin’s terms, that show how the island is exposed to the contingency of the times.

Keywords

Allegory; Cuba; Cubanidad; Hallucination; Heterochrony; Nation; Period; Special.

Las alegorías son en el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas.

Walter Benjamin

En La neblina del ayer (2005), la séptima novela de Leonardo Padura, el detective Mario Conde enfrenta la resolución de un crimen ocurrido en el pasado prerrevolucionario del país, lo que la convierte en una indagación y una sutura al mismo tiempo del concepto de nación. En ella, su autor se propone redescubrir el pasado de Cuba con el fin de hallar una salida imaginaria al atascamiento de la isla en el Periodo Especial1. Lo nacional en el relato funciona como un flujo de imágenes que dialoga con la historia, en donde se cruzan la nación decimonónica con la del comienzo del siglo XX, el período revolucionario y la crisis de los años noventa. En este proceso, la nación deviene en significante flotante y se enfrenta a otra imagen aparente y fantasmagórica, propia del capitalismo avanzado: la producida por el proceso neoliberal. Esta imagen fantasmagórica, según plantea Walter Benjamin (2005) en el Libro de los pasajes, tiene un carácter mercantil y está contenida en los bienes culturales: “Esas imágenes son imágenes desiderativas y en ellas la colectividad intenta tanto superar como transfigurar engañosamente la inmadurez del producto social y las carencias del orden social de producción” (pp. 38-39). Esta figura entraña una latencia, la de una promesa de un bien social idealizado artificialmente por los efectos especiales del capitalismo, lo cual exige al autor conjurar su apariencia engañosa. No obstante, sin esta imagen no sería posible discernir la “pura y verdadera realidad” (Padura Fuentes, 2005, p. 100) de la nación. El diálogo con la fantasmagoría, entendida como una imagen fetichizada de la nación y estampa seductora del país puesta a la venta, permite al lector armar los fragmentos de una Cuba contenida en la naturaleza de la isla, su pasado literario, sus encuentros cotidianos y sus expectativas de futuro. La fantasmagoría entonces funciona como una especie de catalizador de la nación. Con ella, el autor expurga sus versiones mercantilizadas. El narrador, Conde, que funciona como un alter ego del propio Padura2, enfrenta el llamado de las sirenas, como Ulises, con el fin de reencontrarse con la isla y descubrir un rostro de una Cuba imaginada y suturada por su generación, y más específicamente, por quienes se han mantenido viviendo allí mismo.

Esta lectura busca situar a la novela en cuestión como un texto que imagina la nación cubana en un período histórico concreto: la Cuba del fin de siglo XX. Como se advertirá, recrear esta imagen implica acudir a los “fantasmas del pasado” y preguntarse cuál será el futuro de la isla. Esta relación dialéctica obliga a interpelar ideológicamente los imaginarios sobre Cuba, desde la particular mirada de Padura. El narrador describe un recorrido, el de la investigación, que le permite suturar3 el pasado de la isla y reconciliarse con él. La ruta, como la del viajero en busca de su autodescubrimiento, entraña la estructura de una alegoría (Fineman, 1980). Se trata, entonces, de una peregrinación motivada por una ausencia; recorrido imaginario que ha hecho el narrador para integrar las imágenes que componen la nación. Las estaciones de este viaje son: la biblioteca de literatura fundacional, la música popular, la comunidad generacional de residentes y la ciudad de La Habana, figuras que pretenden una reconciliación que recomponga la isla, aunque solo sea en el universo simbólico. Todas estas figuras, compuestas en el proceso de escritura por la imaginación del escritor, devienen alegoría del proceso histórico del país. La sutura aquí se asemeja a un rito ceremonial que intenta renovar la comunidad imaginada en un procedimiento de reincorporaciones espectrales que gravitan en la historia de la isla.

La comunidad literaria imaginada

Con el desarrollo del “capitalismo impreso”, la literatura, especialmente la narrativa, tuvo un papel protagónico en la constitución de la nación (Anderson, 1993, p. 62). El libro fue el primer producto industrial producido en masa. Las condiciones técnicas y culturales de la modernidad abrieron paso a las primeras narraciones en un espacio y tiempo distintos consagrados en la novela: “el tiempo homogéneo y vacío” del que habló Walter Benjamin (2004, pp. 50-51) en su tesis Sobre el concepto de historia. Anderson se vale de esta categoría para explicar cómo la novela y el periódico crearon la noción de un tiempo compartido por una comunidad que, por primera vez, pese a las distancias, cree habitar el lugar de la historia. Su agudo aporte, que profundiza la mirada sobre la nación desde la corriente constructivista, revitalizó las teorías de las disciplinas literaria, histórica y de las ciencias políticas, las cuales pasaron a concebirla ya no como una realidad dada, sino como un constructo cultural derivado de varias técnicas empleadas en su formación que se corresponden con el modo de producción capitalista. Desde esta nueva perspectiva, las investigaciones de la nación indagan en las formas de representación aportadas por la novela y el carácter artefactual que tienen las dos.

En La neblina del ayer de Leonardo Padura, salta a la vista la reconstrucción de una comunidad literaria imaginada que surge de las referencias librescas utilizadas por Padura, en el mismo sentido teorizado por Anderson. Mario Conde, el narrador, descubre una rara biblioteca privada donde se conserva un importante archivo del origen político y literario de la isla. La casa que contiene “aquel prodigio” (Padura, 2005, p. 24) es fría, como constató cuando “reparó en el contraste térmico” (p. 39). Se trata de una heterocronía, “un lugar donde el tiempo no acaba de amontonarse” (Foucault, 1978, p. 6), que ha “conseguido navegar a salvo de las iras del tiempo y de la historia” (Padura, 2005, p. 69). Dados sus conocimientos filológicos, Conde valora la extensa colección de la familia Montes de Oca, que partió al exilio, y advierte que está ante un tesoro que lleva cuarenta y tres años escondido desde el triunfo de la revolución. Los custodios de la casa y el tesoro literario son los hermanos Dionisio y Amalia Ferrero, quienes, en los tiempos de la escasez económica, consideran que podrían vender algunos de sus ejemplares.

Los títulos que alcanza a vislumbrar en un primer vistazo son: Crónicas de la guerra de Cuba (una edición de 1911), de Miró Argenter; Índice alfabético y de defunciones del ejército libertador de Cuba (1901) del mayor general Carlos Roloff, Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública de la Isla de Cuba (1859 y 1861) de Antonio Bachiller y Morales, la novela El cafetal (1890) de Domingo Malpica de la Barca, los cinco volúmenes de la Historia de la esclavitud (la edición de 1936) de José Antonio Saco, y la novela La joven de la flecha de oro (1842) de Cirilo Villaverde (Padura, 2005, p. 25). Sobre la mayor parte de estos títulos, Padura ha escrito varios ensayos del origen literario de la isla4. Junto a ellos, Mario Conde después descubre otras joyas entre las que están Isla de Cuba (1848), ilustrado con treinta grabados de Federico Mialhe Grenier; Aves de la Isla de Cuba (1850), de Juan Lembelle; Los versos sencillos (1891), de José Martí; y las Poesías del ciudadano José María Heredia (edición de 1832). Todo el conjunto de obras no es tanto valioso por su antigüedad, sino debido a su carácter patrimonial. Estos títulos constituyen una pista concebida como un punto de partida. Se trata del archivo literario de la nación (Gutiérrez, 2018), un origen, pero también una puerta de entrada a un enigma que deberá ser descubierto. Este conjunto literario “es, en otras palabras, el vínculo que le permite a la novela dialogar con el pasado y reflexionar sobre el presente ficticio en que se inscribe el personaje Mario Conde” (Colín & Miller, 2016, pp. 40-41).

En ese sentido, la novela puede ser leída como la búsqueda de un signo aglutinante y unificador, anterior a la Revolución. No es casualidad que Padura mencione a Heredia, personaje histórico que inspiró La novela de mi vida, y a Martí, quien dijo de aquel que era el primer poeta cubano, cuya obra se escribió mucho antes de que Cuba existiera como nación. La biblioteca, entonces, alegoriza una memoria escrita de la nación en la medida en que allí se testimonia su origen. Su descubrimiento representa una vuelta hacia la cubanidad. En los lomos oscuros de estos miles de libros “aún lograban brillar las letras doradas de su identidad, vencedoras de la malvada humedad de la isla y de la fatiga del tiempo” (Padura, 2005, p. 24), como una prueba de supervivencia. En el inconsciente político (Jameson, 1981) de Padura, la nación literaria emerge para iluminar el futuro. Sin embargo, esos destellos enfrentan una amenaza latente: el mercado de su imagen.

La crisis de comienzos de los noventa –tiempo diegético de la novela– y la consecuente apertura de la isla al mercado, amenazan con socavar el patrimonio libresco. De “fuente de ilustración, orgullo bibliófilo y acopio de recuerdos de tiempos posiblemente felices” (Padura, 2005, p. 17), las bibliotecas están pasando a convertirse en “sacrificio, ante el altar pagano de la necesidad creciente de dinero en que habían caído, de repente, casi todos los habitantes de un país amenazado de muerte por acumulativa inanición” (p. 17).5

El significado de la biblioteca privada de los desaparecidos Montes de Oca, entonces, en tiempos de penuria, se escinde en dos: uno económico, producto de las reglas de un mercado globalizante, y uno intangible —“lo que realmente valen” (Padura, 2005, p. 28)—, significativo para la historia y el pueblo cubano. La cultura convertida en moneda de cambio asecha como un fantasma el valor “real” de la nación. “[U]n espíritu mercantil que se creía desterrado de la isla” (p. 17) recorre al país amenazando con convertir los libros descubiertos por Mario Conde en fantasmagorías. El artificio del valor entra en escena para alimentar las fantasías de compradores y vendedores. La biblioteca ha salido de su lugar encantado durante la crisis, y queda a merced de un conjuro más dañino, el causado por un capitalismo voraz. El propio detective enfrenta el dilema de la ganancia económica inmediata o sus persistentes valores socialistas. Así queda demostrado cuando lamenta, “como otras veces, el lado sórdido de su oficio” (p. 37), —esto es, aprovecharse de la necesidad ajena—, pero a la vez, siente alivio cuando encuentra “textos de fácil salida en el mercado” (p. 37). La disyuntiva en tiempos de penuria es aprovechar la ganancia ocasional que representa el hallazgo de los libros o preservar la memoria de la isla. Mario Conde, al final, se decanta por lo segundo y sugiere que el archivo de la nación no debe abandonarse a las lógicas privatizadoras.

El canto del fantasma

La biblioteca esconde secretos. Abrirla es entrar a un universo fantástico, como en la biblioteca de El nombre de la Rosa de Eco, o como el universo rizomático de “La biblioteca de Babel” de Borges. Puede ser un lugar para encontrarse o perderse. En todas las novelas de Padura, el detective Mario Conde persiste en la búsqueda de una verdad existencial —distinta de la tradicional verdad jurídica de las novelas policiales— mientras el barco de la Historia se hunde. La literatura lo asiste como tabla de salvación, pero también la memoria de un pasado cultural de la isla, clausurado por el Estado. En esta novela, dentro del titulado “¿Gusta usted? Prontuario culinario y... necesario”, Conde encuentra el anuncio de prensa de la despedida de la cantante de boleros Violeta del Río, una hoja arrancada a la revista Vanidades de 1960. Esa imagen congelada de la época de mayor esplendor del bolero refiere un período de la historia oculto para la memoria de la nación y a la espera de que alguien lo libere. Sin embargo, abrir ese archivo es peligroso, parece advertir el autor.

El pasado espectral acosa a los vivos reclamando su lugar. Violeta del Río fue una cantante de boleros distinguida por su belleza y su voz seductora. Cantaba en una atmósfera caracterizada por la afluencia de bares, prostitutas y tráfico de alcohol. En esa época rondaba la idea de que los inversionistas extranjeros querían convertir a la isla en un burdel, como lo confirman los archivos del FBI sobre Meyer Lansky y su alianza con la dictadura de Fulgencio Batista (English, 2011). A medida que Mario Conde avanza en la investigación de esa época, que corresponde a la vivida por su padre, se siente hechizado por la voz de esa mujer. Como las sirenas de Ulises, el detective es interpelado por un canto que viene del más allá. Sus pesquisas lo llevan a indagar por el paradero de la cantante, cuya imagen lo “había desvelado” (Padura, 2005, p. 58), pero también era capaz de “darle el beneficio del sueño” (p. 60). Esta voz seductora personifica un llamado a desenterrar el pasado reciente de la isla, para poder conjurarlo plenamente.

“¿Cuál era la naturaleza del canto de las Sirenas?”, se pregunta Blanchot (2005, p. 23). Era un canto inhumano, continúa, “en cualquier caso ajeno al hombre, muy bajo y que despertaba en éste ese extremo placer de sucumbir que el hombre no puede satisfacer en las condiciones normales de la vida” (p. 23). Las sirenas prometen cantar a Ulises sus hazañas convertidas en poema, “son la forma inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son más que canto” (Foucault, 1986, pp. 55-56). Estos seres quiméricos son la primera categoría de los Fantasmas de Daniel Link (2009), “una figura difícil de asir”, cuya ambigüedad lo es tanto “para la felicidad y para la muerte: la diversión es su potencia y, dirán algunos, su condena” (p. 11).

La figura espectral del pasado se sale del marco logocéntrico para instalarse en los márgenes de la escritura, en sus sonidos. El narrador acude a la figura del fantasma para referirse a la desaparecida cantante cuando dice: “¿será posible que me esté enamorando de una voz?, se preguntó, ¿de un fantasma de mujer?, siguió, temiendo que aquella posibilidad pudiera ser como el primer escalón en la espiral de la locura” (Padura, 2005, p. 117).

Exhumar los fantasmas requiere cierta alienación. Ulises no puede llegar a casa sin enfrentar el canto sirenaico. Conde se obsesiona con hallar una imagen de la verdad que recomponga el orden. Todo apunta a que Violeta del Río se suicidó y su memoria desapareció de la historia oficial, respuesta demasiado fácil como insuficiente. En La neblina del ayer, uno de los símbolos imaginarios de la nación se dibuja detrás de esta figura fantasmal de mujer. Bajo el prisma de la nostalgia, el amor y el desamor propio del bolero, aparece la historia de la Cuba prerevolucionaria para atormentar al detective, quien apenas puede comprender el marasmo producido por los cambios del fin de siglo. El investigador comienza a padecer como un penitente los estigmas de una transfiguración que tiene el propósito de revelarle “más de una verdad” (Padura, 2005, p. 224).

La verdad a la que se refiere, en efecto, no tiene que ver con la resolución del enigma del paradero de Violeta del Río, como la trama lo sugiere al comienzo en aras de la composición del argumento, ni con el hecho de que su asesina estaba entre los custodios de la biblioteca. Se refiere, veladamente, a cuál es, si existiera, una imagen de Cuba que supere la neblina del pasado. La división de la novela en dos partes, como los viejos discos de vinilo, intitulados “Vete de mí” y “Me recordarás”, dramatiza ese reencuentro con los muertos. Cada uno de estos sintagmas imperativos evocan una condena en dos tiempos para el amante: la obligada separación y el martirio que supone la memoria. Padura elige el bolero como un signo de la nación con cuidada atención. No se trata solo de un género de la música popular, sino uno de los productos culturales con denominación de origen, cuya significación por fuera de la isla da cuenta de otra fantasmagoría transable en la bolsa de los afectos. Esos boleros, “la fábula de amor que la cultura de masas narra” (Kohan, 2015, p. 11), suplican con su ausencia-presencia la atención de Mario Conde. El bolero “Vete de mí” también implora en su segunda estrofa “no te detengas a mirar”. Las dos frases tienen un efecto narcotizante y producen una reacción contraria a la que invocan. En la primera visita de Conde a la misteriosa casa de los hermanos Amalia y Dionisio Ferrero, donde reposa la biblioteca, se prefigura el riesgo de hacer caso a las voces del pasado y se anticipan las consecuencias, cuando advierte que de voltear a mirar hacia la casa “seguro se petrificaría” (Padura, 2005, pp. 39-40), como la mujer de Lot en el relato bíblico.

Conde, quien representa a la generación que atestiguó el colapso de la utopía, se propone conjurar al fantasma con el fin de que no retorne. El investigador acude a Rafael Giró, un musicólogo experto en boleros6, a la cantante octogenaria Elsa Contreras, olvidada y redomada por la Revolución, y a Rogelito, el timbalero. Giró describe la vida nocturna de La Habana como “una locura”. La ciudad era una fiesta en la que desfilaban artistas y orquestas hasta el amanecer. Olga Guillot, Vicentico Valdés, Ñico Membiela, Benny Moré, Elena Burke, Marlon Brando y Cab Calloway, son algunas de las figuras que podrían encontrarse en los espectáculos de la época. Los nombres de Joe Stasi, Meyer Lansky, Lucky Luciano y Santo Trafficante, históricos integrantes de las mafias que controlaban los clubes nocturnos y casinos, aparecen en el trasfondo de la historia cubana de los años cincuenta. Rogelito, una “especie de fósil escapado de la extinción natural de sus congéneres y llegado al siglo XXI” (Padura, 2005, p. 107), cuenta de la vida de los músicos del mítico barrio Buenavista en una época en la que “imagínese, uno se podía tomar un café con leche en cualquier esquina de este país” (p. 110).

Los claroscuros de la Cuba prerevolucionaria se revelan en una estampa nostálgica en la que brillan los avisos de neón, al mismo tiempo que campea la mafia y la prostitución por la ciudad de La Habana. Con razón, la voz de Violeta del Río, personificación de una Cuba rememorada, exige distancia —“Vete de mí”— pero también “reclama […] la mínima reivindicación de no perderse total e irreversiblemente en el olvido” (Padura, 2005, p. 352).7

El título de la segunda parte de la novela, “Me recordarás”, parece anunciar la condena para el investigador convertido en un amante: recordar, acción que en consecuencia acarreará dolor y remordimiento. Conde, al igual que Ulises, se aferra al mástil de su investigación y acepta encarar los riesgos. Él es crédulo y de moral ortodoxa. Sus convicciones encarnan la fe en el proyecto de la modernidad. La novela de Padura destila sacrificio, abnegación y esperanza, a pesar de la rabia y el cansancio. Por eso hace caso a la voz, aunque por un momento corre el riesgo de quedarse en ese eterno presente en el que la Cuba contemporánea parece anclada, donde se ha perdido “la sensación de destino histórico promovida por el proyecto teleológico del socialismo, al mismo tiempo que el pasado (prerrevolucionario) amenaza con su posible retorno” (Dettman, 2008, p. 86).

La relación entre el poder (enfrentar los fantasmas) y el deseo (ceder ante ellos) paraliza momentáneamente al investigador. El fantasma que recorre la novela es portador de la pregunta sobre la posibilidad de conciliar ya no dos tipos de cubanos, como en Sab de Gertrudis de Avellaneda, novela en la que un mulato se enamora de su señora blanca, sino las imágenes de la nación: la Cuba anterior a la Revolución (la literaria del siglo XIX y la bolerista de los años cincuenta) con la del período revolucionario y la de la crisis de los noventa. El tiempo de la isla está suspendido entre el presente crítico y el futuro incierto. El pasado, como posible respuesta, emerge en una voz desgarrada, la de los boleros y los testimonios de los sobrevivientes; un canto sirenaico que, por tanto, “no constituye modelo alguno y está vacío de toda presencia” (Link, 2009, p. 17).

La generación del cansancio

Hasta aquí tenemos que la biblioteca y el bolero, la “alta cultura” y la “cultura popular”, componen una imagen palimpséstica de tiempos coleccionados: el pasado fundacional del siglo XIX y el bohemio de la primera mitad del siglo XX, como los primeros planos de una cadena significante. Conde, quien representa la misma generación de Padura, compone esa constelación con su trabajo detectivesco y su propia memoria configurando una comunidad imaginada (Anderson, 1993) transhistórica. La pregunta que sigue es: ¿cómo se inserta él mismo en esta narrativa de la nación?

El detective es “un recordador” (Padura, 2005, p. 102) que busca mantener un pasado idealizado intacto a través de la ceremonia permanente de la amistad. Sus recuerdos, que aspiran a convertirse en testimonio de una generación, sirven como costuras para imaginar una Cuba suturada. El encuentro con sus amigos produce remembranzas de un tiempo “casi perfecto” (p. 97), que corresponde a su juventud. En esta relación, se adivina una forma de comunidad primitiva en estado de perplejidad, pero es desde ese rincón íntimo y seguro que se hace posible ampliar el radio de la nación. Esta generación padece de un “cansancio del nosotros” (los cubanos contemporáneos de Padura que viven en la isla), pero es precisamente gracias a él que se “ha aflojado la atadura de la identidad” (Han, 2012, p. 48) y es posible la incorporación de otros (los cubanos que están lejos y aquellos que fueron marginados de la historia oficial) en esa comunidad.

Las escenas en las que el detective abandona su oficio y se dedica a conversar, comer y beber con sus amigos, producen otra temporalidad en la que Cuba se dibuja como lugar de la utopía y del desencanto al mismo tiempo. Es un tiempo otro. En todas las novelas de la saga, los momentos de mayor placidez para Conde se producen en ese encuentro con sus amigos que conserva desde los años 70, cuando asistieron al preuniversitario La Víbora. Las largas discusiones del grupo de camaradas, casi siempre en torno a la comida y la bebida, se tornan por momentos en una diatriba quejosa de un pasado de privaciones y esfuerzos sin recompensa. Conde procura esos reencuentros en un rito sostenido

desde aquellos días de un pasado férreo, tan plagado de limitaciones y escaseces materiales como de lemas de obligatorio cumplimiento, emulaciones socialistas y mítines de reafirmación política, un tiempo pasado que, sin embargo, aún solía parecerles casi perfecto, quizás por el empeño romántico de conservarlo intacto, como hibernando en la bruma propicia de los mejores años de la vida. (Padura, 2005, p. 97).

La nostalgia por la época de juventud, comprometida con la Revolución, choca con la penuria que atraviesa en ese momento la isla. Aquí los mejores tiempos también aparecen recubiertos por un halo brumoso, pero se trata de una niebla capaz de conservar una imagen romántica, no de una corrosiva. En estos banquetes, que se repiten en varias escenas de “Las cuatro estaciones” y recuerdan la influencia de Manuel Vásquez Montalbán en Padura8, se recrean discusiones que procuran un análisis de las promesas incumplidas:

—¿Te acuerdas, Conde, cuando cerraron los clubes y los cabarets porque eran antros de perdición y rezagos del pasado? –recordó Carlos.

—Y para compensar nos mandaron a cortar caña en la zafra del setenta9. Con tanta azúcar íbamos a salir de un solo golpe del subdesarrollo –evocó Candito–. Cuatro meses estuve cortando caña, todos los días de Dios. (Padura, 2005, p. 198)

Esa comunidad primitiva constituye un “nosotros” generacional que Padura delimita en varias de sus novelas10. Estos hijos de la revolución aceptaron el trabajo obligado, prestaron servicios en Angola y esperaron con fe la llegada del “desarrollo”. El grupo de colegas en decadencia, que encarna la primera generación formada en los principios socialistas desde sus días de escuela, ha sufrido la presión por consumar el ideal del “hombre nuevo”11 imaginado por el Ché Guevara. Sus reproches, que se hacen cada vez más desenfadados a lo largo de la novelística de Padura, se acentúan cuando se comparan con las generaciones venideras.

—¿Y por qué hay tantos muchachos ahora que quieren ser rastafaris, rockeros, raperos y hasta musulmanes, se visten como si fueran payasos, se maltratan llenándose de argollas y tatuándose hasta los ojos? (…)

—Yo tengo un nombre para eso –retomó la batuta el historiador del grupo–: cansancio histórico. De tanto vivir lo excepcional, lo histórico, lo trascendente, la gente se cansa y quiere la normalidad. Como no la encuentran, la buscan por el camino de la anormalidad. (Padura, 2005, p. 199)12

Byung-Chul Han (2012), en su ensayo La sociedad del cansancio, diferencia dos tipos de fatiga: una silenciosa y solipsista que sufre la sociedad de nuestro tiempo necesitada de dopajes para enfrentar el modo de producción, y otro “elocuente”, que habla, capaz de conectarnos con el otro. El “cansancio” del que habla el Conejo, el de los nuevos cubanos, se inscribe en la primera categoría, la que separa, pues “[s]olamente el Yo llena el campo visual” (p. 46). Su análisis describe a un sujeto que renuncia a “pertenecer”, reacio a repetir la historia de los padres y fuera de la norma.

Esta diferencia generacional la personifica el socio de Conde, Yoyi, a quien apodan el Palomo debido a su pecho “levemente abombado” (Padura, 2005, p. 40). Su nombre encarna la individualidad de un “Yo” erguido. El Palomo, quien a veces parece “un papalote en ascenso” (p. 354) considera a los amigos de Conde unos “marcianos”, no lee el periódico y cuando le preguntan si ha oído hablar del “hombre nuevo” responde, “¿[d]ónde lo venden?” (p. 86). Su pragmatismo le permite adaptarse a los tiempos sin complicarse. Él coordina varios negocios callejeros, mientras Conde aporta sus conocimientos literarios en la venta de libros viejos. Sus ambiciones lo han dotado de una habilidad desconocida para la generación de Padura, acostumbrada a un Estado cada vez menos benefactor y más limitado. Esta subjetividad emergente en la era de la incipiente apertura económica del Período Especial de la isla, no siente ningún tipo de compromiso ni social ni político. Tampoco entiende para qué tanto esfuerzo de la generación anterior. Y eventualmente, consume “alguna pastilla con ron, algún cigarrito de marihuana en una fiesta” (p. 139), lo que a los contemporáneos de Conde les parece incomprensible, pues en su época no conocieron “ni de lejos un cigarro de marihuana” (p. 140).

Quienes permanecen en la isla a pesar del infortunio, lo han hecho por un compromiso “histórico”, aupado por la presión del régimen que califica con los epítetos de “traidor” y enemigo del gobierno (Berg, 2011, p. 122) a los desertores. Por eso, cuando Conde se refiere a Andrés, el amigo ausente, se pregunta:

¿cómo era posible que, para curarse radicalmente de sus nostalgias, para borrar su propia historia y burlar su agotamiento histórico hubiera llegado a decidir que lo mejor era no regresar jamás a la isla, ni siquiera a ver un juego de pelota en el estadio de La Habana (…)? (Padura, 2005, p. 201)

Esa posición, interpretada como un rezago del “hombre nuevo” sacrificial (Serra, 2007, p. 170) o como la incapacidad de comprensión de la experiencia del exilio, resalta el estoicismo de quienes decidieron quedarse abnegadamente a padecer el destino, como lo hicieron Lezama Lima y Piñera, pese a haber sido silenciados13. De manera calculada, en la novela no hay reproches abiertos al gobierno de Fidel Castro. Pese a ese silencio, se considera que la comunidad que se dibuja aquí no es propiamente la que define a la nación autoafirmándose en una “cubanía viril y anquilosada”, como ha observado Casamayor-Cisneros (2015, p. 81), sino una perpleja ante el marasmo de los tiempos, que, pese a ello, trata de entenderlos y busca un asidero más allá de su propia experiencia. Desde luego, se trata de una cubanía situada en una masculinidad recalcitrante, de eso no hay duda.

La generación testigo del derrumbe, padece de un “cansancio profundo” y “elocuente”, del tipo que, según Han (2012), “suprime la rígida delimitación que divide a unos de otros” (p. 48). Se trata de un cansancio que obliga al replanteamiento de la cubanidad, antes que un cierre en la identidad. Aunque la búsqueda de referentes pareciera un repliegue identitario, es más bien una reformulación de qué es lo cubano que intenta superar la identificación doctrinal entre socialismo y nación del discurso oficial14. Conde y Yoyi llegan a tal punto de acercamiento que por un instante el detective se reconoce en su joven amigo: “tú también eres un poco extraño”, le dice, y Yoyi le responde “se me está pegando lo de ustedes” (Padura, 2005, p. 347). El intercambio de experiencias los afecta a los dos en la medida en que la amistad fluye, replanteando las cuestiones sobre el “nosotros” de la generación de Mario Conde. Para Battaglia (2014), “Padura advocates a reformulation of Cuban national identity on the basis of this new socio-cultural scenario. In his work, he describes and proposes a plural image of Cubanness which is shifting, hybrid and mutable” (p. 81). Es decir, en esta novela se despliega una cubanidad que parte de su experiencia generacional con el presente, pero se extiende hacia otras fronteras etarias y culturales en un proceso fluido y flexible que aquí se ha denominado la sutura.

La ciudad, una sinécdoque de la nación

El reencuentro con las imágenes del pasado exige a Mario Conde enfrentar las voces sirenaicas. Este viaje de re-conocimiento ocurre dentro de la ciudad, que es el lugar en el que la Cuba del presente se muestra en su mayor decadencia. La Habana se revela como sinécdoque de la nación y alegoría del infierno que el protagonista debe recorrer a fin de encontrar la brújula del destino nacional. La ciudad en esta narrativa es el espacio en el que se despliega la ansiedad en todas sus caras. Su imagen es producida por una memoria nostálgica, cuyo decaimiento alegoriza el derrumbe presente: fragmentada en estratos arquitectónicos y sociales, cuyos guetos amenazan con desintegrarla completamente.

En ese sentido, La neblina del ayer entraña la pregunta sobre cómo valorar la imagen desgastada de La Habana en el momento en el que esta se ha convertido en destino para turistas. En la teoría de la fantasmagoría de Benjamin (2005), no solo la materialidad de los objetos se convierte en fetiche, sino que la mercantilización incluso trafica con las condiciones inmateriales de la propia mercancía. “La cualidad fetichista que adquiere la mercancía afecta a la misma sociedad productora de mercancías, no ciertamente como ella es en sí, sino tal como continuamente se imagina a sí misma y cree comprenderse cuando [se] abstrae del hecho de que precisamente produce mercancías” (p. 680).

Padura responde a la mercantilización cultural —de los libros patrimoniales integrados al mercado de antigüedades, de la seductora música popular cuyos orígenes recuerdan una época de gánsteres e intereses non sanctos, y de las estampas urbanas puestas de moda como una curiosidad de los tiempos en que se derrumba el último bastión del socialismo occidental—, mostrando su reverso. Por eso, el foco de su mirada no está exclusivamente dedicado a las ruinas de la ciudad, como lo hacen los productores de imágenes fetichizadas de La Habana, representaciones que se transan en un mercado ávido de experiencias nostálgicas (Quiroga, 2005, pp. 97-113), sino que articula su significado con el derrumbe emocional e ideológico de su generación. Este es un proceso hermenéutico semejante al que Benjamin propone cuando extrae de entre los restos de la cultura los vestigios alegóricos de una historia suspendida, que siempre es una derrota. Esta retórica de la ciudad se hace extensible a la nación. Los edificios descascarados, que llevan muchos años ahí, adquieren un nuevo significado ante la crisis y se convierten en alegoría de una Cuba vencida por el cansancio.

Sin embargo, por un instante, la ciudad fantasmagórica, la que produce imágenes fetichistas de sí misma, acosa al autor con su imagen especulativa. Desde esta perspectiva, “[l]a superficie de las cosas ya no existe, sólo existe una capa de nubes que en cada momento se dispersan en nuevas figuras” (Zamora, 1999, p. 139). Esa eterna renovación de imágenes —que sin embargo tienen que acudir al pasado para reinventarse como un retorno de lo igual— se parece al sadismo, dice Benjamin (2005), y es la que signa al capitalismo. Por eso el crítico consideraba que “[d]eterminar la totalidad de los rasgos en los que se manifiesta la ‘modernidad’ imprime su huella significaría representar el infierno” (p. 839). Para Padura, el proceso de inserción de Cuba al mercado con todas sus consecuencias (aumento de la delincuencia, prostitución, corrupción y drogadicción) conlleva una crisis de la sustancia de las cosas y de su relación con ellas. La pérdida de referencias arroja a Mario Conde a un espacio infernal que no acaba de entender y que le hace dudar incluso de sí mismo:

Miró a su alrededor y tuvo la nerviosa certeza de hallarse extraviado, sin la menor idea de qué rumbo debía tomar para salir del laberinto en que se había convertido su ciudad, y comprendió que él también era un fantasma del pasado, un ejemplar en galopante peligro de extinción. (Padura, 2005, p. 205)

El recorrido por esa ciudad fantasma comienza en El Vedado, barrio de la antigua burguesía que retiene mónadas de una época de esplendor material del que gozaban unos pocos. Este sector de la urbe, junto al residencial Miramar, el exclusivo Kohly y sectores de Santos Suárez, el Casino Deportivo y El Cerro, son los lugares predilectos para conseguir los libros antiguos, pues albergan colecciones de objetos codiciados en los mercados emergentes del Periodo Especial, capaces de aliviar el hambre. Estos barrios de caserones engalanados con decoraciones europeas preservan fragmentos de una Cuba extraña, que, “a pesar de la envolvente miseria nacional, había tratado de preservar ciertos modales cada vez más obsoletos” (Padura, 2005, p. 19). Sin embargo, la investigación sobre el paradero de Violeta del Río impulsa a Mario Conde a adentrarse en otra ciudad, la que componen barrios más pobres y enmohecidos, cuya laberíntica estructura conduce al extravío.

En Buenavista, Conde entrevista a Rogelito, el timbalero. A diferencia de Wim Wenders, quien se fascina con una Cuba “fuera del tiempo” (De la Campa, 2003, p. 299), esta novela recrea las condiciones miserables en las que vive su personaje15. El narrador describe este barrio, que alberga la historia de viejas glorias de la música popular, como un lugar de “estrechos y oscuros ‘pasajes’” (Padura, 2005, p. 108). Las viviendas son pequeñas y las paredes “desconchadas y rezumantes de humedad, sin vista a la calle” (p. 108). Sus habitantes viven embutidos en “diminutos apartamentos también condenados a mirar la tapia que los separa […] del pasaje vecino, igual de húmedo y oscuro” (p. 108). Nada agradable ni exótico ni añorante hay en esas descripciones. El deterioro que exhibe, al igual que el nonagenario músico, sin embargo, no se compara con la descomposición que Padura describe en la medida que se adentra en los barrios peligrosos. En el intermedio están las zonas comerciales a las que impugna debido a su lógica acumuladora de miseria y despojadora:

Desde el vórtice que Monte y Esperanza casi logran formar, en las inmediaciones del antiguo Mercado Único, hasta el agotamiento de ambas, en la populosa calle del Egido, sobre el mapa de la ciudad queda palpitando un triángulo eternamente degradado en cuyas entrañas se ha acumulado, a lo largo de los siglos, una parte del desecho humano, arquitectónico e histórico generado por el capital prepotente. (Padura, 2005, p. 206)

Esta zona comercial es una frontera de los barrios envilecidos y cenagosos con construcciones baratas y de estilos descuidados. El umbral es el barrio chino, uno de “los primeros círculos del infierno” (Padura, 2005, p. 208), que refiere una época sórdida de esclavitud. Las que fueron viviendas de hacinamientos siguen su curso irreversible exhibiendo una pobreza igualadora. Sus habitantes, quienes “convivían allí con una miseria que no distinguía tonalidades epidérmicas y procedencias geográficas” (p. 138), se tornan agresivos y cínicos “como seres ya ajenos a cualquier esperanza” (p. 138). En estas líneas, Padura establece una relación directa entre el detrimento físico del lugar y la condena de sus habitantes a un destino aciago. Se trata de un determinismo materialista que recorre toda la nación. Conde se introduce en un “Apocalipsis difícilmente irreversible” (p. 208) de una ciudad lumpenizada que huele a “mierda y orines de cerdo” (p. 208), cuyas casas parecen centros carcelarios y sus habitantes miran con desconfianza a todo el foráneo.

La Víbora, por el contrario, representa “la patria de sus nostalgias y sus muertos” (Padura, 2005, p. 170). Sinécdoque de la Cuba histórica16, este barrio es un resguardo imaginario, como la nación misma, que permanece intocado todavía por la corrupción, y al cual el escritor vuelve para disipar sus temores17. La escena que sigue a su “paseo por las tinieblas” (p. 232) exhala ese aire confortable del terruño a partir del cual Padura traza las coordenadas de una nación fragmentada y cuyos fulgores se han opacado, pero a la cual siempre es posible volver para encontrar sosiego.

El olor de la tierra recién regada, el perfume matinal de las flores, el cielo azul sin la mácula de una nube y el canto de un sinsonte desde el follaje de un aguacate cargado de frutos le parecieron al Conde componentes extraordinarios de la vida, regalos de la naturaleza sin los cuales no era posible vivir, ¿y si uno se ve obligado a pasar por el mundo despojado de la posibilidad de disfrutar de esos simples prodigios?; ¿si uno despierta cada amanecer asediado por la fealdad y la sordidez más compactas, atrapado en un pantano que te arrastra hacia el robo, la violencia, el invento del día a día y los modos más diversos de la prostitución física y moral?; ¿el sinsonte trina igual para todos, la misma melodía, en los mismos tonos? (Padura, 2005, pp. 230-231)

Esas preguntas retóricas se corresponden con una sostenida dialéctica en la que el deterioro de la ciudad, ofrecido como mercancía a los turistas, en la obra de Padura adquiere otro significado. La fealdad, la sordidez, los cercos pantanosos no lucen igual para todos. Lo que Padura pareciera decir, desde La Habana oscura, es que la imagen ofrecida en la compraventa de las añoranzas tiene una cara amarga. En ella los desechos (humanos, arquitectónicos e históricos) no son la “versión negativa de una alternativa capitalista positiva, al contrario, hay un nexo interno entre “subdesarrollo” o deterioro y la expansión del sistema capitalista: uno es, a la vez, el resultado y la condición del otro” (Dettman, 2009, p. 44). La pre-modernidad se exhibe rentable en estos imaginarios fantasmagóricos de la ciudad, pero no corresponde a esa “verdad” que busca el narrador, por el contrario, aunque su voz resulte seductora, conduce por la vía que lleva al detective a sentirse como un extraño.

La nación conjurada

En La neblina del ayer, la nación fantasmagórica solo puede dar paso a una real en tanto el investigador reconozca su aspecto aparente. Una de las obsesiones que se advierten en la obra de Padura ha sido su concepto de lo real. En su ensayo “Modernidad y posmodernidad en la novela policial en Iberoamérica”, su principal reproche a los escritores de novela policial cubana que lo precedieron es que “se lanzaron a la creación de una literatura esquemática, permeada por concepciones de un realismo socialista que tenía mucho de socialista pero poco de realismo” (Padura, 1999, p. 48). Esta es una declaración de intenciones cuando se aproxima a su tiempo. De ahí que su personaje emprenda un peregrinaje por la ciudad que le permita, como al naturalista, calibrar el nuevo orden que gobierna la isla.

Conde, en medio de su desvarío después de una paliza, alucina haber tenido un encuentro con J.D. Salinger, a quien Padura menciona en varias de sus novelas. Este le señala que el curso de los acontecimientos es irremediable y que “[e]l sufrimiento [que aqueja al ser humano] es el resultado del deseo de poseer” (Padura, 2005, p. 242). La lección que le insta a aprender consiste en aceptar el mundo

tal y como es, independientemente de cualquier pensamiento específico que uno tenga sobre él. Y tú estás lleno de pensamientos terriblemente específicos, hasta quieres cambiar el mundo con esos pensamientos, y olvidas que eres tú mismo lo único que tu mente puede cambiar. (Padura, 2005, pp. 242-243)

Este recurso ex machina reconcilia a Conde con su vocación de escritor, pero a la vez sugiere los significados del desenlace: se trata de asimilar el presente haciéndose cargo de los fantasmas del pasado.

Llevado por su instinto descubre la verdad sobre quién es la asesina (Amalia Ferrero), pero también que los motivos de las muertes están mediados por el deseo nunca satisfecho de poseer unos privilegios basados en su derecho de sangre, que se ven frustrados debido a la terquedad de la historia. Alcides Montes de Oca había planeado salir de la isla con Violeta del Río, lo cual frustraba para siempre el deseo de Amalia Ferrero de ser reconocida como hija de la ilustre familia. En ese sentido la novela sistematiza una especie de código moral en el que condena un tipo de ambición: la de intentar pertenecer a una clase.

Con el descubrimiento, Violeta del Río, la joven Catalina Basterrechea apodada Lina Ojos Bellos, ante Mario Conde ya no es la voz seductora de un disco que atormentó a su padre en el pasado, sino una víctima que “había cometido el más terrible pecado de infidelidad cuando se atrevió a sacrificar lo que siempre había deseado ser [una cantante] y hacer en la vida, para alcanzar una posible felicidad que quizás nunca le había correspondido [pertenecer a la aristocracia]” (Padura, 2005, p. 352). El hechizo se ha roto, después de que él se ha “empeñado en saber y, al final, apenas había conseguido levantar un lodo pútrido, debajo del cual sólo había más y más podredumbre y ponzoña” (pp. 351-352). La “verdad” se revela como el desengaño de la utopía; la fantasmagoría ha sido conjurada. No hubo una nación mejor en la versión prefabricada de la comunidad de los discursos oficiales, pero tampoco en la que se ofrecía como un paraíso carnal que retorna deslumbrante en una nueva era de libre mercado.

En la escena del final, Tamara, la novia de Conde, irrumpe en su casa y le pregunta hasta cuándo va a escuchar los boleros de Violeta del Río; un llamado de la realidad que busca una conciencia de sí. El detective, liberado del encantamiento, rompe los discos. Su acto se traduce en una resistencia a aceptar que, en los cantos de sirena de un pasado fantasmagórico y bohemio donde asoman también las condiciones materiales de los marginados y los explotados de entonces, pueda estar la respuesta al futuro de la isla. Pero este reconocimiento no habría sido posible si esa voz no hubiera reclamado “no perderse total e irreversiblemente en el olvido” (Padura, 2005, p. 352) y Mario Conde no hubiera atravesado el infierno y vuelto a su Ítaca.

De la misma manera que Conde vuelve a su barrio La Víbora, Padura retorna a una Cuba histórica, la del presente, desde la cual puede suturar imaginariamente las discontinuidades del pasado. La neblina del ayer, entonces, reescribe la historia de la nación distanciándola críticamente de las versiones oficiales y sus contrapartes exotizadas. Padura, consciente de que la crisis ha producido nuevas fantasmagorías de la cultura y viñetas nacionales en las redes transnacionales de circulación y consumo, se rehúsa a ceder sin más a sus fáusticas demandas. Así, su Cuba imaginada se instala en un escenario paradójico: entre un cuestionamiento a los errores históricos del gobierno cubano y el deseo de superación de la crisis, también como crítica a los fuegos artificiales de la apertura económica producida por el Período Especial y sus ofertas espectrales. El resultado, como en toda alegoría, no es el producto de una imagen cristalizada como la que aspiraba el símbolo decimonónico, sino una compuesta “en el vacío de una diferencia temporal” (De Man, 1991, p. 230), resultante de la recomposición de constelaciones liadas por la escritura. La nación, pese a estar suturada, o, debido a ello más bien, exhibe las huellas de sus heridas. En esta alegoría, los símbolos de la Cuba literaria y musical se disponen en un proceso de negociación con subjetividades emergentes, la experiencia de la diáspora y la mirada atónita de una urbe en proceso de descomposición ante los cambios, revelando una imagen ambigua de la isla enfrentada al dilema de la nostalgia por el pasado y la pregunta por el futuro.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

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Notas de autor

César Andrés Paredes Peña

Doctor en Español, Investigación Avanzada en Lengua y Literatura por la Universidad de Salamanca y en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, profesor de Cátedra de la Universidad de Antioquia y de la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2811-5793 Correo electrónico: canparedes@gmail.com


1 La caída del muro de Berlín y el sucesivo colapso del bloque socialista (1990-1991) inauguraron lo que Fidel Castro llamó oficialmente el 29 de agosto de 1990 el “Período Especial en tiempos de paz”, la crisis más importante de la historia del gobierno revolucionario (“Discurso en la clausura del XVI Congreso de la CTC”). Esta época no tuvo un cierre oficial, aunque en una nota de prensa de marzo de 2005 el presidente Castro indicó que ya estaba “quedando atrás” (como se cita en Calzadilla y Ríos, 2005, párr. 4).

2 Mario Conde y Leonardo Padura comparten muchas características biográficas, entre ellas el hecho de celebrar su cumpleaños el mismo día, el 9 de octubre. Sobre su relación, el escritor escribe:

En primer lugar, evolucionó su carácter, que fue redondeándose, volviéndose más humano y vivo. En segundo lugar, él se acercó a mí y yo me acerqué a él, hasta el punto de que Mario Conde se convirtió, si no en un alter ego, sí en mi voz, en mis ojos, y en el objeto de mis obsesiones y desvelos a lo largo de más de veinte años de convivencia humana y literaria. (Padura, 2015a, párr.20)

3 Para Jean Jacques Miller (1988), el concepto de sutura refiere la relación del sujeto con la cadena de su discurso. Así pues, en una narración, un sujeto, como quien dice “yo”, ingresa en la cadena significante para suplir lo que hace falta para que tenga sentido:

La sutura nombra la relación del sujeto con la cadena de su discurso: ya veremos que él figura en ésta como el elemento que falta, bajo la forma de algo que hace sus veces. Pues faltando en ella, no está pura y simplemente ausente. Sutura, por extensión, la relación en general de la falta con la estructura de la que es elemento, en tanto que implica la posición de algo que hace las veces de él”. (p. 55)

El concepto, sin embargo, puede ampliarse para referir la tarea imaginaria de quien reúne los tajos de una herida, en el sentido clínico. Bajo esta misma lógica, la sutura exhibe sus marcas recordando una herida y quien sutura intenta enmendar lo que ha sido desarrajado.

4 En su libro Yo quisiera ser Paul Auster. Ensayos selectos (2015b) hay varios artículos dedicados al imaginario literario de la isla desde su fundación. La mayoría de los libros que menciona en La neblina del ayer integran ese recorrido que intenta aproximarse al pasado y al presente de la literatura cubana.

5 El énfasis es mío.

6 El personaje está inspirado en Radamés Giró, uno de los investigadores musicales más connotados de Cuba, quien escribió el Diccionario enciclopédico de la música en Cuba —DEMC— (2007). Para ampliar el tema, ver: “Radamés Giro y la investigación de la música en Cuba” de Raúl A. Fernández, publicado en la revista Temas.

7 El énfasis es mío.

8 Sobre las coincidencias entre estos dos escritores, Escribà y Sánchez (2007) han escrito el ensayo “Manuel Vázquez Montalbán y Leonardo Padura: mismas miradas, diferentes latitudes” en el que indican, entre otras similitudes, “el gourmetismo de los dos protagonistas, fruto del gusto de los autores por el buen paladar —sobre todo de la cocina tradicional— y también por el buen vino” (p. 156). Pero antes que la razón del gusto por la buena mesa, se considera que las descripciones que hace Padura de los banquetes corresponden a un gesto irónico e imaginario con el que intenta satisfacer en la ficción lo que sus personajes, como muchos cubanos, no pueden en la realidad. En una cita anterior, se indicó con sus propias palabras en qué consiste la preeminencia de ese juego retórico.

9 Para 1970, el gobierno de Fidel Castro se propuso alcanzar una meta de producción de 10 millones de toneladas de azúcar, una poderosa ofensiva de la Revolución que movilizó a todo el país. El proyecto se llamó el “Año de la Zafra de los 10 millones”. La producción fue, sin embargo, de menos de nueve millones de toneladas de azúcar, por lo que Castro asumió la responsabilidad de haber comprometido a Cuba con ese objetivo de difícil realización.

10 Los amigos alrededor de la comida se repiten en la obra de Padura con otros nombres. En La novela de mi vida el grupo de escritores llamado ‘Los Socarrones’ se asemeja a esta cofradía de amigos de Mario Conde.

11 En El socialismo y el hombre en Cuba el Che Guevara discutió la tensión que se producía entre lo individual y lo colectivo en el nuevo escenario revolucionario. Fue entonces cuando acuñó la expresión “el hombre nuevo que va naciendo” para referirse a la persona que encarnaba ese cambio radical. Sus apuntes sentaron la base de un modelo que buscaba “educar al pueblo” en un proceso de formación de la identidad inspirado en valores socialistas como el “sacrificio”, “el amor a la humanidad”, la “justicia” y la abnegación, etc. Para un análisis de la presencia de este arquetipo en la novelística de Padura ver “The New Man” in Cuba (2007) de Ana Serra. En ese apartado dedicado a la tetralogía, la autora argumenta que en Padura el imaginario del Nuevo Hombre es cuestionado, no obstante, algunos elementos permanecen presentes. Por ejemplo, “la celebración de la masculinidad”, además “los ideales de amor y sacrificio por la humanidad del Che Guevara” debidos a la conexión con la tradición cristiana (Serra, 2007, p. 174).

12 El énfasis es mío.

13 Al respecto ver el interesante trabajo de Buckwalter Arias (2010), quien explica cómo en los noventa se produce una institucionalización de Lezama Lima, dos décadas después de haber sido censurado por homosexual y católico. Los origenistas se convirtieron en un símbolo que recordaba la injusticia del pasado y la incipiente liberación artística: Es “el triunfo del arte sobre la política” cuyos efectos también replantean las relaciones de la crítica con la literatura (p. 4). La recuperación de un canon cubano debe leerse entonces como una metacrítica que dialoga con la propia historia de la literatura de la isla.

14 Rafael Rojas (2003) ha analizado en varios trabajos cómo el gobierno cubano en el período de crisis procuró recuperar símbolos de la nación “martiana” en un viraje de la estrategia de identificación con la URSS. Señala, por ejemplo, cómo en la Constitución de 1992 operaron esos cambios de manera retórica: “al definir a ese partido [el Comunista] como la “vanguardia organizada de la nación cubana” y no como la “vanguardia organizada marxista-leninista de la clase obrera”, la Constitución insinuaba un desplazamiento compensatorio de la doctrina jurídica del marxismo-leninismo al acervo nacionalista de la revolución cubana” (p. 81). Esta identificación de lo revolucionario con lo cubano se ha mantenido como doctrina oficial, no obstante, Rojas advierte que a partir de los años noventa ha habido un proceso de reincorporación en el panteón nacional oficial de figuras intelectuales adversas al régimen, que incluso murieron fuera de la isla. Esta estrategia instrumental busca un impacto en el escenario simbólico, pero mantiene intocado su aparato de legitimación (2006, p. 16).

15 Para una lectura del “debate” entre la obra de Wenders y Padura, ver el ensayo de Óscar Montoya (2014) titulado “Subjetividades postsocialistas y mercados transnacionales de la nostalgia en La Neblina del ayer de Padura Fuentes”. El crítico advierte cómo, aunque el documental del cineasta alemán y la novela de Padura parecen compartir el tono nostálgico, el escritor exhibe sus límites y carencias (p. 120). De otro lado, Jonathan Dettman (2009) analiza la novela desde el punto de vista de su temporalidad en la que el presente no se manifiesta como una simple curiosidad de un tiempo congelado, sino dentro de una lógica más amplia del capitalismo avanzado.

16 En el ensayo “La Habana nuestra de cada día”, Padura (2015b) ha escrito sobre la estrecha relación que guarda el proceso de escritura de la ciudad con el de la nación:

La fundación de la nación cubana, proceso que cristaliza en las medianías del siglo XIX y que tiene su expresión definitiva con el inicio de la guerra independentista de 1868, está ligada de forma intrínseca a la creación de un imaginario nacional por parte de la literatura. (2015b, p. 29)

17 Para Padura se trata de Mantilla, un barrio de la periferia de La Habana, desde el cual escribe y al que se refiere cada vez que puede. Al final de la mayoría de sus libros, en lugar de indicar el país o la ciudad, aparece el nombre del barrio junto a la fecha en la que terminó la obra.