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Arango-Lopera, C. A. (2022). Desplazamientos de la filosofía de la música: una reflexión sobre la literatura del siglo xxi. Perseitas, 10, 399-430. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780. 4010

DESPLAZAMIENTOS DE LA FILOSOFÍA DE LA MÚSICA: UNA REFLEXIÓN SOBRE LA LITERATURA DEL SIGLO XXI

Movements of the music philosophy: a reflection on the literature of the twenty-first century

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.4010

Recibido: 13 de julio de 2021. Aceptado: 30 de marzo de 2022. Publicado: 3 de mayo de 2022

Carlos Andrés Arango-Lopera

Resumen

Al menos hasta el siglo XVIII, la tarea de pensar la música correspondía principalmente a la filosofía de la música, campo que recoge una tradición con siglos de reflexión de segundo nivel sobre lo musical. Desde allí se prefiguraron ideas, valores y categorías que resultaron decisivos para el avance, no solo del corpus teórico (del cual derivaron campos especializados como la musicología y la estética musical), sino del arte musical mismo. Sin embargo, desde mediados del siglo pasado han emergido nuevos marcos comprensivos, germinados por la necesidad de acoger otras tesituras musicales que en la tradición se habían descartado, como es el caso de la música popular masiva. Así, la entrada al presente siglo deja una gran cantidad de trabajos que, desde la estética, la antropología y la sociología, procuran entender otras músicas y otros fenómenos que en las tradiciones racional y formalista de la filosofía de la música no habían sido atendidos. Hablamos de desplazamientos de algunos viejos temas de la filosofía de la música que se encuentran modulados en estas áreas. Este texto presenta una reflexión sobre la literatura sobre esos desplazamientos, en la cual se consideraron 107 textos, identificados con los criterios de búsqueda “filosofía + música” y “music + philosophy” en las bases de datos EBSCO y Jstor desde 2000. El trabajo pretende acercarse a algunas de esas ideas que, figurando en campos emergentes, son —en todo caso— reflexiones sobre la condición de la música, es decir, reflexiones filosóficas sobre la música.

Palabras clave

Antropología; Estética Musical; Etnomusicología; Filosofía de la Música; Música; Sociología.

Abstract

At least until the 18th century, the task of thinking music was primarily the philosophy of music, a field that collects a tradition with centuries of second-level reflection on the musical. From there were prefigured ideas, values and categories that proved decisive for the advance, not only of the theoretical corpus (from which specialized fields such as musicology and musical esthetics derived), but of the musical art itself. However, since the mid-last century, new comprehensive frameworks have emerged, sprouted by the need to host other musical treasures that had been discarded in tradition, such as massive popular music. Thus, the entry into the present century leaves a lot of works that, from esthetics, anthropology and sociology, seek to understand other music and other phenomena that in the rational and formalistic traditions of the philosophy of music had not been addressed. We talk about moving around some old themes of music philosophy that are modulated in these areas. The text presents a reflection on the literature on these movements, in which 107 texts were considered, identified with the search criteria “philosophy music” and “music philosophy” in the EBSCO and JSTOR databases since 2000. The work aims to approach some of those ideas which, appearing in emerging fields, are, in any case, reflections on the condition of music, that is, philosophical reflections on music.

Key words

Anthropology; Ethnomusicology; Music; Musical esthetics; Philosophy of Music; Sociology.

Introducción

La música es un hacer (Jankélévitch, 2005), siempre lo ha sido. Sin embargo, desde las inspecciones de Platón y Pitágoras, se registra una constante actitud de pensar filosóficamente la música. Desde allí, la relación música-filosofía ha variado en sus inclinaciones y se hace difícil cerrar la cuestión, tanto por la amplitud de objetos y formas de discusión a que conlleva el ejercicio de la filosofía, como por la ambigüedad semántica que, como ya se veía en Platón, comporta la idea de “música” (Distaso, 2009; García Peña, 2013; Stamatović, 2016; Van Wymeersch, 2002). La emergencia de estudios sobre la música en las ciencias sociales tiene relación con el hecho de que si bien las ideas griegas oscilan entre “la filosofía como la más alta música” (García Peña, 2013, p. 37) y los peligros que veían en ella (Comotti, 2017), la tradición occidental de pensar la música se decantó por una vía que a través de la racionalidad trataba permanentemente de cortar cualquier posibilidad de exceso sensual (Bautista García, 2013; Cobussen, 2017; Menin & Schiavio, 2012).

En efecto, en gran parte de lo que se entiende como la tradición, se parte de la música y la filosofía como formas del pensamiento: “Both philosophy and music are forms of thinking, displaying the sort of elaboration and evolution characteristic of thinking” [Tanto la filosofía como la música son formas de pensar que muestran el tipo de elaboración y evolución característica del pensamiento] (Levinson, 2009a, p. 120). Esta convicción, por una parte, resalta la música como una actividad racional que permite el esclarecimiento del mundo; pero, por la otra, desconoce que en la experiencia humana y cotidiana de la música lo sensual, lo corporal y lo emocional, no solo aparecen, sino que constituyen parte fundamental de su vinculación. Desde la filosofía de la música, dicha tensión ha intentado resolverse mediante un esfuerzo intelectual dedicado a un intenso control de las formas, las concepciones y las vinculaciones entre la música y los seres humanos (Arango & Roncallo-Dow, 2021; Pedone, 1995; Schiavio, 2012; Verzosa, 2014).

Hay que decirlo: es frente a esa predisposición negativa frente a lo popular de las tradiciones racionalista y formalista de la musicología, la filosofía y la estética de la música, que en el siglo pasado se propicia la emergencia de nuevos marcos comprensivos que ganan relevancia para comprender lo musical en esos nuevos contextos. Por ello hablamos de desplazamientos: una serie de giros teóricos mediante los cuales disciplinas como la estética, la antropología y la sociología se han ido preocupando menos por las calidades técnicas, o los acuerdos formalistas, para centrarse más en entender el fenómeno musical como un asunto que no se limita a las salas de concierto o al canon de compositores de renombre, en tanto moviliza toda suerte de fenómenos en lo social (Beitia Bastida, 2017; Blanning, 2011; Porta Navarro, 2007).

Para señalar tal movimiento utilizamos la idea de desplazamientos: temas y preguntas vertebrales de la filosofía de la música pasan al campo diverso (y, si se quiere, disperso) de las ciencias sociales: unas veces debido al desdén de la tradición más ortodoxa hacia músicas no elevadas, otras veces porque el conjunto de problemas que allega la masificación de algunas músicas populares (consecuencia de inventos como el fonógrafo, la radio y la televisión) genera un nuevo campo de indagación que escapa a los bordes preestablecidos por la filosofía de la música.

Dentro de la tradición más racionalista se suele ubicar a autores como Adorno (1963; 2003; 2009) y Hanslick (2001), asunto que, en todo caso, no debe asociarse exclusivamente al formalismo, pues tendencias más ligadas a la fenomenología también pasan por un ejercicio de la racionalización del logos musical aunque, en ese caso, en la voz de la epojé (Beitia Bastida, 2017). No afirmamos que toda la filosofía de la música es racionalista, pero sí que esta fue una de las corrientes más fuertes al momento de iniciarse los desplazamientos que acá señalamos y que su doctrina centrada en el logos fue clave para que estos se detonaran. De esa tradición es justo decir que no se revisan trabajos en esta reflexión, debido al período de tiempo elegido. Lo que sí se registra acá es una serie de trabajos emergentes que involucran la filosofía para acometer la tarea de pensar fenómenos recientes como los mashups (Vallee, 2013), el sampling (Milutis, 2008), el rock (Brown, 2000) y el tracking (Kania, 2006).

No obstante, cabe decir que el florecimiento de estas perspectivas se debe a la conjunción de dos grandes tendencias. De un lado, la propia crisis de la música culta, claramente evidenciada en las crisis de las vanguardias (Adorno, 2009; Bauer, 2010; Gatón Lasheras, 2010; Olteţeanu, 2009); del otro, el tránsito de las músicas populares a lo masivo en virtud de los medios técnicos que trajo consigo el comienzo del siglo anterior (Baricco, 1999; Blanning, 2011; Steinberg, 2008). Ambos fenómenos obligaron el desplazamiento de las viejas categorías en que se pensaba el hecho musical, pues —luego de la reproducción técnica y las vanguardias— surgió suficiente evidencia para aceptar la ampliación de las categorías tradicionales en que se pensaba la música. Compositor (entendido por el romanticismo como genio creador), obra (partitura) y oyente (interpretación musical), enclaves del corpus teórico de la tradición más ortodoxa, ya no eran los únicos lugares donde debía entenderse la música.

El fenómeno musical tomó un camino de fuga que impidió a las tradiciones clásicas mantener su vieja esperanza de acotarlo. Era ya evidente, sobre todo en el plano social, que la música había desbordado, en mucho, las categorías en las cuales los teóricos trataban de retenerla. Así, surgieron nuevos fenómenos que dieron cuenta de objetos de estudio emergentes, configurados bajos nociones novedosas. Esas nuevas nociones, más difusas, no contaban aún con un enclave teórico, ni tampoco un interés en la misma tradición clásica, pero generaban constantes interrogantes, pues preguntas sobre el lenguaje (Neubauer, 2005), el significado (Bowie, 1999; Guter, 2015; Parker, 2010; Vannini & Waskul, 2006), y los valores estéticos ahora se desplazaban a otros territorios (Borio, 2009; Lyon, 2018).

Se puede decir que esto fue fracturando la tradición de los estudios sobre música y que uno de los puntos clave se produce en la posguerra. Para entonces, ya la relación de las sociedades con la música había cambiado irreparablemente, gracias a lo que las nuevas tecnologías de grabación, reproducción y emisión radial del sonido permitían; pero, además, dentro de la denominada música culta también se vivía el debate sobre las vanguardias, cuyas experimentaciones seriales, dodecafónicas y atonales superaban con creces lo que los críticos alcanzaban a defender y las audiencias a disfrutar (Adorno, 2009; Baricco, 1999; Guzmán, 2018).

Dicha fractura en la tradición de los estudios sobre música fue dejando terreno a otros campos del saber, cuyos marcos comprensivos eran más benévolos al captar otras dimensiones de lo musical hasta entonces no atendidas suficientemente. Esto habría de significar no pocas resistencias dentro de dicha tradición: la reflexión filosófica de la música había moldeado justamente esa idea de música que luego terminó convertida en la música culta; en el Romanticismo, había ocurrido que ya la filosofía no se conformaba con el comentario sobre la música, sino que había establecido un ideal de música que los compositores tardaron cincuenta años en plasmar en sus partituras (Bonds, 2014; Steinberg, 2008). En otras palabras, para el siglo XVIII la filosofía de la música se ratificaba como vanguardia.

Mas, a mediados del siglo anterior, cuando la estética, la antropología y la sociología tomaron el relevo, no solo se vivía un cambio decisivo en los registros de la música, sino que nuestras formas de entenderla y relacionarnos con ella eran ya otras. Los desplazamientos, entonces, tienen que ver con condiciones sociales que van transformando la manera de hacer, interpretar y distribuir la música, todo lo cual pone unas condiciones nuevas que deslindan los límites de los estudios más convencionales.

En lo que sigue, mostraremos cómo desde las ciencias sociales, en tanto campos del saber, se ha tomado el testimonio de la tradición constituida por la filosofía de la música, para ampliar la comprensión teórica y práctica del fenómeno musical. Se trata de una suerte de mutación epistémica, donde el desprecio de la tradición por otras formas musicales alternas a la música culta fue la ocasión para la emergencia de nuevos marcos referenciales acompañados de nuevos repertorios metodológicos para el estudio del hecho musical en su amplitud y complejidad.

Debido a que el propósito es amplio, no podremos profundizar en muchos detalles, sino más bien hacer una reflexión general de temas y cuestiones, buscando señalar los aportes más notables tal y como se reportan en la bibliografía del presente siglo.

Metodología

Se trata de una investigación documental de carácter exploratorio, orientada bajo la pregunta por cómo el objeto de estudio de la filosofía de la música pasa a otros campos de saber en la literatura especializada que se reporta en bases de datos bajo los criterios de búsqueda “filosofía + música” y “music + philosophy”. La búsqueda se realizó en las bases de datos EBSCO y Jstor, y se dio prevalencia a los estudios publicados desde 2000 hasta 2021. La escogencia de este período pretende reconocer el panorama que en este nuevo siglo configura la emergencia de algunos viejos temas de la filosofía de la música por fuera de esta misma. Las áreas de saber determinadas fueron filosofía y ciencias sociales.

Algunos libros y otro tipo de documentos fueron considerados bajo el criterio de relevancia y aporte a la discusión central. Cada artículo fue revisado y marcado en relación con su aporte a la discusión. Luego, en una matriz de análisis, se identificaron los postulados esenciales, cuya compilación da como resultado la estructura de hallazgos que acá se comparte. El corpus final lo constituye una base de 107 textos.

La filosofía (de la música) en otras lecturas de lo musical

Música y filosofía tienen en común ser formas (totales) de pensamiento, por tanto su horizonte de reflexión presenta percolaciones constantes entre la música y el mundo: “Musical compositions and philosophical texts are thus notable exemplars of wholeness, not only in their manifest forms, but in what they typically aim to express or convey to the audiences for which they are intended” [Las composiciones musicales y los textos filosóficos son ejemplos notables de integridad, no solo en sus formas manifiestas, sino en lo que típicamente buscan expresar o transmitir a las audiencias a las que se dirigen] (Levinson, 2009b, p. 120).

Es curioso que la tradición de la filosofía que comenzó su reflexión sobre la música lo hiciera sobre piezas musicales en las que estaba ausente una figura de compositor: la música griega se basaba en una serie de fórmulas melódicas y rítmicas que los músicos empleaban en determinados contextos, cada uno de los cuales imponía sus propias reglas (Fubini, 1999; 2004); se podría decir que esa música sobre la que hablaron los primeros filósofos era más cercana a lo que hoy entenderíamos como improvisación en la lógica, por ejemplo, de los jam session del jazz (Berendt, 1994; Black, 2017). Y esto es clave por cuanto esa tradición, inaugurada ante los acompañamientos musicales del teatro o la danza y que conformaba parte del repertorio formativo griego, derivó siglos después en una música centrada en la imagen del compositor.

A lo largo de la historia, la estrechez de las relaciones entre la reflexión y la creación musical se afianzó, lo cual vino a exigir una depuración del corpus teórico: filosofía de la música, estética musical y luego, ya en propiedad, musicología. Es como si a medida que se fue ampliando el repertorio técnico y expresivo de la música, el discurso que se dedicaba a pensarla también se fue elevando y atomizando. No puede hablarse, desde luego, de relaciones lineales o bajo esquemas de causa y efecto; más bien parece que la tradición teórica dialoga con la matriz de la música culta. Grosso modo, ese era el panorama al iniciar el siglo anterior.

Pero ocurrió esa doble articulación de fenómenos que ya mencionamos: de un lado, los vértices creativos de la música culta empezaron a agotarse, y se empezó a reconocer, a regañadientes, que la Nueva Música (las vanguardias, en tendencias como el atonalismo, el serialismo y la dodecafonía) estaban, más que experimentando, dinamitando las bases mismas sobre las que se había concebido la música occidental. Del otro, la fusión entre música popular y nuevas tecnologías palmoteó la relación entre las audiencias y la música: ya no fue necesario ir a un lugar exclusivo a escuchar música. La figura del creador musical, si bien seguía siendo importante, tenía una centralidad menos notable o la detentaba desde otros lugares (que no fueron siempre los méritos técnicos), al tiempo que la emotividad, convencionalmente desplazada de la matriz culta, se unió con la espectacularidad.

La incapacidad de la tradición intelectual más aferrada a los cánones formalistas y racionalistas para entender esa diáspora musical puede leerse en el Adorno que no logró comprender al jazz, al que no pudo ver más que como un entorno de acrobacias sincopadas. Sin embargo, el jazz, al que hoy se lee como la más culta entre las músicas populares, traía un mensaje diáfano: los valores estéticos convencionales bajo los que se juzgaba la calidad de la música ya no eran operantes; había cambiado la sociedad, había cambiado la música (Cárdenas-Soler & Martínez-Chaparro, 2015; Milutis, 2008).

Aunque desafiante para el medio intelectual, que ya se ubicaba a la retaguardia, esto parece invitarnos a admitir que cada sociedad tiene la música que se merece: “The music of all periods [the music of the past] always appropriates certain maxims of the good and the right of its own time” [La música de todos los períodos [la música del pasado] siempre se apropia de ciertas máximas del bien y el derecho de su propio tiempo] (Guter, 2015, p. 425); de forma más directa: “Twentieth-century music is the music that twentieth century people have made and Heard” [La música del siglo XX es la música que la gente del sigo XX ha hecho y escuchado] (Walser, 2003, p. 26). En otras palabras, la música de hoy es la música que se merece la sociedad de hoy.

Pero, como se sabe, esto invita a una reflexión sobre la discriminación que sobre otros tipos de música diferentes a la culta se esgrimieron desde los estudios académicos sobre música (Bautista García, 2013). La música popular y masiva que comenzó a emerger en el siglo pasado reclamaba unos marcos referenciales que pudieran comprender a plenitud sus tesituras; esa ausencia, sin un programa discursivo deliverado con anterioridad, fue la que comenzó a ocupar las ciencias sociales.

Con todo, vale revisar cuáles han sido algunas de las preguntas que se han hecho desde otros lugares que no son propiamente la filosofía de la música y, más aun, nos impele a revisar cómo esas vías emergentes de entender lo musical retoman y/o amplían lo que ya la tradición clásica había explorado.

Estética(s) ~ otras

La estética, y particularmente la estética de la música, surge en el seno mismo de la tradición filosófica (Fubini, 2004). Su lugar en medio de los desplazamientos de los que acá hablamos es notable, pues fue su profunda indagación sobre los objetos estéticos la que le llevó a deslindarse de los terrenos de la musicología. Ante el hecho insigne de que “los estetas no atinan a definir concretamente el objetivo de sus estudios [y], en tanto que una disciplina filosófica requiere de esa definición para hacer realmente científica su actividad” (Fubini, 2004, p. 112), parece que la estética musical fue generando su propio camino. Camino que, por un lado, la ha ido apartando de la filosofía de la música, si bien no totalmente de la filosofía como tal, mientras por el otro, le ha permitido ampliar las nociones propias de lo estético, ruta en la que más ha aportado a la comprensión de la música en la contemporaneidad.

En síntesis, esa rotura de su ligazón con la filosofía obecede a un interés por captar la música como un hecho sensible, pero real: “Music is full of movement. However, nothing in music really moves: musical movement is only the appearance of movement” [La música está llena de movimiento. Sin embargo, nada en la música realmente se mueve: el movimiento musical es únicamente apariencia de movimiento] (Scruton, 2004, p. 172).

Esa lectura implicaría reconocer que la música no se agota en las propiedades formales de la pieza, sondeada por medio de análisis formalistas de la partitura, sino que se vincula perceptual (Negretto, 2012), experiencial (Young, 2013) y vitalmente (Bar-Elli, 2006; Gallope et al., 2012) con los seres humanos reales.

Dicho de otra forma, la belleza no es el único objeto de estudio de la estética musical (Bannister, 2013; Levinson, 2012), lo bello no se define únicamente a través de propiedades intrínsecas de la pieza (Tarasti, 2008) y, además de lo bello, hay muchos otros asuntos de interés estético en la música (Bermúdez Rey, 2003; Currie & Killin, 2017).

En aras de esa misión, se encomienda especialmente no comparar la música actual con valores de otras músicas: “‘Popular music’ and ‘classical music’ cannot be compared in terms of value because these categories are interdependent and actively reproduced” [La ‘música popular’ y la ‘música clásica’ no pueden ser comparadas en términos de valor pues estas categorías son interdependientes y se reproducen activamente] (Walser, 2003, p. 25). Lo cual trae un cierto conjunto de reflexiones que tratan de desmarcar los campos de la filosofía, la estética y la musicología (Borio, 2009; Fubini, 2004; Willemse, 2017).

En ese sentido, se sugiere que la estética es una condición discursiva más que una condición ontológica per se (Perman, 2011, p. 231); por tanto, se reivindican más las experiencias estéticas, plenas de significado y asombro que las clasificaciones pre-condicionadas de lo que habría de ser música y lo que no lo es.

Así, entran de nuevo temas que en la filosofía de la música eran importantes, pero se los lee a la sazón de otras preocupaciones, como la expresión (Matherne, 2014), la emoción (Bermúdez Rey, 2003; Marín, 2014; Martínez & Epele, 2012; Negretto, 2012) y la experiencia (Borio, 2009; Marín, 2014; Milutis, 2008).

¿Por qué habría de ser importante reparar en esto? Negretto (2012) responde:

In this way, auditory experiences acquire specific meanings: firstly, that of being musical experiences. Listeners’ musical knowledge and past experiences also concur to form a more complex meaning framed in the particular moment and context. Music may be something familiar, emotionally powerful, or have a specific musical meaning (like being in sonata form or the song of a famous songwriter). Interestingly, at the perceptual level, listeners do not need to consciously reflect on their experience in order to be aware of such meanings [Las experiencias auditivas adquieren significados específicos: primero, el ser experiencias musicales. El conocimiento musical de los oyentes y sus experiencias pasadas también concurren para formar un significado más complejo enmarcado en el momento y contexto particular. La música puede ser algo familiar, emocionalmente potente, o tener un significado musical específico (como ser una forma sonata o la canción de un famoso compositor). Curiosamente, a un nivel perceptual, los oyentes no necesitan reflejar conscientemente su experiencia para advertir sus significados]. (p. 150)

Aquí derivan dos asuntos de interés: primero, la dualidad entre expresión y representación, que realimenta el viejo debate sobre el significado de la música (Young, 2013); segundo, el importante papel de las personas que escuchan la música, convencionalmente olvidado en los tratados sobre musicología (Stratilková, 2016).

En cuanto lo primero, la dualidad entre expresión y representación, es necesario precisar que se trata de uno de los debates en los que la estética musical ha permitido ampliar las reflexiones sobre el significado de la música. Como es propio de una tradición racional, la filosofía de la música albergaba experanzas racionalistas en su interpretación de la música. Y esas esperanzas tenían un matiz logocéntrico, es decir, mediado por la capacidad del lenguaje. No en vano, la razón por la que Hegel ubicaba a la poesía por encima de la música tiene que ver, justamente, con la ausencia de palabra en la segunda (Gatón Lasheras, 2010; Sanguinetti, 2012).

Esto requeriría una música girada hacia la representación, lo cual nos lleva a la noción según la cual una obra musical es un conjunto de representaciones sonoras de una idea que tuvo en mente el compositor. La interpretación musical, en consecuencia, no sería otra cosa que la ruta de procedimientos necesarios para que músicos, directores e intérpretes sintonizaran con esa misma idea (Harnoncourt, 2006).

Por el contrario, la estética musical ha hecho énfasis en la expresión. Esto requeriría asumir que, sin importar si la música permite o no la confección y emisión de mensajes (la modulación sonora de una idea racionalmente traducida en las distintas instancias de la música), lo que es cierto es que mediante ella compositores, intérpretes y escuchas expresan cosas que sienten.

Esto nos conecta particularmente con el segundo punto que señalamos: el lugar de las personas en toda la cadena musical. Si la escucha fue la esfera ignorada en la filosofía de la música (Adorno, por ejemplo, exigía a un oyente medio que, al menos, supiera leer partitura para que pudiera entender lo que la obra le presentaba), la estética reivindica que en ese lugar ocurren procesos importantes, vinculados a la expresión. Las personas escuchamos música porque sentimos que mediante ella expresamos cosas que sentimos. Por tanto, la pregunta por el significado abandona su matiz racional para instalarse en una esfera más existencial.

Ahora bien, un debate de fondo sigue siendo la asunción de que la estética musical ha de estudiar las obras cuyos méritos técnicos merecen un estudio de sus formas, mientras la música popular, particularmente la masiva, ha de ser de la atención de las ciencias que estudian las relaciones de los humanos con la cultura. En la revisión se nota que los estudios musicológicos y formales se dedican a la denominada música culta (convencionalmente llamada clásica), mientras los estudios sobre el rock, la electrónica, la cumbia o el reggaeton se establecen desde marcos comprensivos más sociales.

Un punto para reflexionar surge cuando se mira la naturaleza de los estudios estéticos sobre música, muchos de los cuales analizan lo musical en lenguajes como el videoclip (Roncallo-Dow & Uribe-Jongbloed, 2017; Sedeño, 2007), los conciertos (Walser, 2003) o las coreografías (Martínez & Epele, 2012), lo cual, a nuestra manera de ver, no desconoce las ventajas de pensar estéticamente la música, sino que nos advierte sobre cómo la música contemporánea amplía sus modos de expresión, detona las experiencias de relación con la música, y lleva a otros lenguajes la forma de decir a través de la música.

Esto nos conduce a la música como hecho cultural, una de las preocupaciones centrales de la visión antropológica sobre la música.

Antropología

En cuanto a la antropología, destaca el lugar que se le entrega a la música en tanto práctica cultural productora de bienes simbólicos (de Aguilera et al., 2010; Kleinman, 2015; Mueller, 2012; Perman, 2011; Viñuela, 2010), donde hay resonancias de lo político como escenario de reapropiación simbólica en clave de globalización (Spener, 2016), subculturas y los valores culturales (Mueller, 2012, p. 74). También sobresalen estudios sobre el lugar del paisaje sonoro y musical de la sociedad contemporánea (Cárdenas-Soler & Martínez-Chaparro, 2015; Viñuela, 2010), los discursos tecnocráticos (Kanellopoulos, 2012, p. 153), que en su conjunto insinúan una amplia y profunda relación entre música y cultura.

Sin embargo, la repartición interna de los estudios relacionados con la música en clave antropológica, advierte una división resonante que ya señalábamos, a propósito de la estética: la corriente de estudios etnomusicológicos, centrada fundamentalmente en el asepcto folk de las músicas populares y la corriente de estudios de antropología cultural, más centrados en las músicas juveniles, los consumos culturales y la creación de identidades (Martinelli, 2008).

Es como si aún pesara ese lastre, heredado de la tradición clásica, según la cual aquella música que no tiene unos determinados valores formales debe estudiarse con lentes teóricos especiales (Borio, 2009, p. 113), lo cual permite cuestionar esa connotación blanca, racionalista y europeizada del prefijo etno aplicado a la música (Alonso-Bolaños, 2008; Perman, 2011). Tras este, subyace la idea según la cual las músicas étnicas, todas, fueron desvirgadas por la industria cultural, pese a que hay suficiente evidencia de cómo en estilos musicales tan ampliamente difundidos por el continente latinoamericano como el blues (Berendt, 1994; Steinberg & Fairweather, 2012), el tango (Couselo, 1970; Juzefovič, 2019), el vallenato (Ochoa Escobar, 2018; Sevilla et al., 2014), la cumbia (Beltrán Jaramillo & Barrera Galindo, 2014; Blanco Arboleda, 2018; Parra-Valencia, 2017), el merengue (Cid Jurado, 2006) y la ranchera (Jáuregui, 2007), existe la misma situación: músicas de amplio raigambre popular llegaron a los ámbitos de la industria cultural justo en el momento en que estas mismas consolidaban sus formas, de suerte que su paso temprano a la industria de la grabación compromete un poco las posibilidades (a menudo explotadas por algunas corrientes etnomusicológicas) de marcar límites taxativos entre una y otra.

Más allá del asunto, la antropología ha generado métodos de abordaje del objeto musical que trascienden en mucho el análisis formalístico, para indagar con propiedad cómo se vive la experiencia musical en su unión con la danza y otras formas rituales de consolidación de la identidad colectiva.

Y, desde allí, surge el armazón desde el cual revisar asuntos relacionados con la masificación de los productos simbólicos, bien por su densificada dirección en la única dimensión del placer (Marín, 2014, p. 117), bien como fruto de la creatividad artística sometida a los estándares de producción industrial a la que se ven sometidos los trabajadores de las industrias creativas (Leslie & Rantisi, 2019, p. 2).

Según esta mirada, la música, tanto la masificada como la que no ha hecho su tránsito a la difusión masiva, guarda relación con las estrategias de producción de conocimiento (social) de los grupos (Rincón, 2010). Esto implicaría revisar, por ejemplo, nuestro entendimiento sobre la industria fonográfica, pues la tecnología del registro sonoro refleja producción de conocimiento, allende incluso lo propio de los esfuerzos de ingeniería puestos en su desarrollo: el saber de un grupo social se puede rastrear en su memoria fonográfica.

A medio camino entre la estética y la antropología, nuevos estudios indagan la influencia de las tecnologías en la producción de música, en dispositivos como la grabación sonora (Doyle, 2005; Kane, 2018; Luzio, 2019), el sampling (Fernández Porta, 2008; Milutis, 2008), el mashup (Vallee, 2013), los remixes (Gunkel, 2008; Rivera-Rideau, 2015) o la construcción de instrumentos musicales (Hui, 2011; Kim & Seifert, 2016; Sève, 2018; Valdivia Sevilla, 2010).

Este tipo de aproximaciones, en las que los medios de producción y distribución musical son sincrónicos con el modo de darse lo social (Berardi, 2017; Fisher, 2018; Martel, 2011; Smicek, 2014), entran ya en un campo más próximo a la sociología.

Sociología

Esa fusión de horizontes de creación y consumo resultan como la fusión de las tecnologías electrónicas y la globalización, y se encuentran amplificadas desde el marco de la cultura administrada (Adorno, 2003), cuya denominación actual es mainstream (Martel, 2011; Oyola Pérez & Borges, 2010; Ratliff, 2016; Szendy & Bishop, 2012; Thompson, 2018). Allí, en clave de espectáculo, recobra un lugar interesante la imagen, aspecto que merece un estudio especial en el caso de la música (Baricco, 1999; Roncallo-Dow et al., 2016).

Ese interés por la imagen tiene que ver con el videoclip (Morales, 2020; Roncallo-Dow & Uribe-Jongbloed, 2017; Sedeño, 2006, 2007), las músicas puras contemporáneas como la música electrónica (Radigales & Fraile-Prieto, 2006), el videojuego (Díaz Baeza, 2010; Fernández-Cortés, 2020) y el meme (Pérez Custodio, 2010). Es decir, se instaura una visión sociológica que demanda una cierta sociología de la imagen para reflexionar sobre la visualidad de la música, algo que ya venía ocurriendo desde que la ópera hubiera diseñado su semiótica voyeur: los palcos como dispositivos para mirar a quienes escuchan (Durand, 2018).

Tal visualidad ya iniciaba su camino desde las pinturas sobre músicos (Blanning, 2011; Bonds, 2014), el lugar destacado en la ópera (Alvarado, 2017; Kremendahl, 2010), y el desarrollo de unos códigos expresivos visuales para portadas de discos (Ross, 2001) en las primeras décadas de la música popular masiva, pero exige ahora una crítica social y epistémica: señala cómo la noción misma de theoría, de cara a la filosofía en general y, desde allí, a la filosofía de la música y a la musicología, reclama una postura visual frente al mundo.

Los estrechos vínculos entre música e imagen, por supuesto, guardan sus entresijos estéticos y semióticos, pero hablan de una sociedad: la sociedad de las pantallas que, necesariamente, ha ideado los dispositivos para que aquello que considera importante pueda existir en lo social (también) visualmente (Crary, 2008; Lipovetsky & Serroy, 2009).

Así, la mirada de la música en clave sociológica, ejercicio en el que ya incursionara Adorno, viene a preguntar por las condiciones de producción de sentido e identidad colectiva en clave musical (Porta Navarro, 2007). Esto, por un lado relee los dipositivos tecnológicos con los cuales se produce y se distribuye la música, y por el otro analiza, sobre todo en el ámbito de la recepción, los juegos de poder que, mediados por la cultura (particularmente la del entretenimiento), procuran las industrias culturales.

En efecto, tras los canales, los lenguajes y los programas de distribución, se esconden movimientos económicos impulsados ideológicamente como estratagemas de poder. Con ello, la sociología se muestra profundamente crítica respecto a las formas como el placer social se ve maniatado por relaciones de poder que, desvirtuando los nobles cometidos del arte, devienen mercancía (Leslie & Rantisi, 2019).

Apuntes finales

Como se advirtió en un comienzo, es complicado cerrar el tema. El interés en la música ha generado una amplísima e inabarcable literatura, además de las resonancias estéticas, antropológicas y sociales de las que cualquier humano del mundo actual puede dar fe.

Sin embargo, en el contexto de nuestra pregunta por cómo algunas corrientes de estudios abrazan unas categorías emergentes en el fenómeno musical que la filosofía racional y formalista de la música renunció a investigar, asoman varios puntos cuya evidencia se puede sondear ampliamente en los estudios citados a lo largo de este trabajo. La presente tabla muestra una pequeña síntesis.

Tabla 1. Síntesis de ámbitos, temas y cuestiones de la filosofía de la música (por fuera de la filosofía de la música)

Filosofía de la música
Problemas emergentes
Ámbito
Belleza musical (Levinson, 2012)
Experiencia (Negretto, 2012) y expresión musical (Matherne, 2014); lo emocional (Bermúdez Rey, 2003; Marín, 2014; Martínez & Epele, 2012); formas emergentes de belleza musical (Currie, 2017).
Estética
Creación musical (Kanellopoulos, 2012; Wilson, 2014)
Música como hecho cultural (Kleinman, 2015; Mueller, 2012); músicas étnicas (Borio, 2009; Perman, 2011), músicas e identidades (Martinelli, 2008).
Antropología
Significado de la música (Adorno, 2003, 2009)
Música como hecho social (Walser, 2003); procesos de creación (Radigales & Fraile-Prieto, 2006), distribución (Porta Navarro, 2007) y consumo musical (Leslie & Rantisi, 2019).
Sociología

 

Las preguntas por la belleza musical, su vinculación con el mundo de las personas (particularmente desde lo racional), así como por el significado de la música, están inscritos en lo más profundo de la tradición filosófica de la música. Sin embargo, la eclosión de las vanguardias —particularmente dodecafonismo, serialismo y atonalidad— implicaron un conflicto en la matriz intelectual de la música. A medida que el público se alejaba de los conciertos, en el contexto de la crítica se hizo insostenible seguir argumentando en favor de la validez de esa música extraña e inefable. A su vez, el crecimiento de la industria cultural, hábil en alimentarse de las músicas populares (blues, jazz, rock) generó nuevas modulaciones de esos viejos problemas y, además, los llevó a otros terrenos.

Pese a que el relevo protagonizado por la estética, la antropología y la sociología en sus aproximaciones a la música se toma como un movimiento discreto (que borraba por completo la tradición a la que pretendía mejorar), en realidad asistimos a un desplazamiento más en la lógica de lo continuo, pues, como puede verse, esas nuevas corrientes retoman problemas de siglos, si bien ambientados en un contexto cultural e intelectual diferente.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.

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Notas de autor

Carlos Andrés Arango-Lopera

Doctor en Filosofía. Docente de tiempo completo en la Facultad de Comunicación, Universidad de Medellín. Líder del grupo de investigación Holográfico, e investigador en las áreas de imaginarios sociales y música. ORCiD: https://orcid.org/0000-0002-2120-3304. Correo electrónico: caarango@udemedellin.edu.co