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Maya Franco, C. L. y Cardona Rodas, H. (2021). Las máscaras de la perversidad en tres cuentos de Edgar Allan Poe. Teatralización de la monstruosidad moral.
Perseitas, 9, 292-318. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3947
LAS MÁSCARAS DE LA PERVERSIDAD EN TRES CUENTOS DE EDGAR ALLAN POE. Teatralización de la monstruosidad moral
The masks of perversity in three tales by Edgar Allan Poe. Theateralization of the moral monstrosity
Artículo de reflexión derivado de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3947
Recibido: octubre 30 de 2020. Aceptado: abril 15 de 2021. Publicado: abril 15 de 2021
Claudia Maria Maya Franco, Hilderman Cardona Rodas
Resumen
Este artículo analiza tres cuentos de Edgar Allan Poe (El demonio de la perversidad, El gato negro y El corazón delator). Estos cuentos tienen en común el tema de la perversidad, hacia cuya elucidación pretendemos avanzar desde la premisa deleuziana, según la cual es preciso volver al espacio literario donde fueron nombradas las perversidades, con el fin de obtener algunas claves de comprensión sobre las causas y consecuencias de la perversidad, así como sobre la naturaleza de estos personajes literarios que, en los tres cuentos citados, se autodefinen como víctimas de esta condición que se encarna en los seres humanos bajo la forma de un demonio. Nos acompañarán en este recorrido los aportes teóricos de Julia Kristeva, Gilles Deleuze, Michel Foucault, François Delaporte y Claude-Olivier Doron.
Palabras clave
Perversidad; Hermenéutica literaria; Locura; Irracionalidad; Monstruosidad moral; Edgar Allan Poe, Foucault, Deleuze.
Abstract
This article analyzes three stories by Edgar Allan Poe (The Demon of Perversity, The Black Cat, and The Tell-Tale Heart). These stories have in common the theme of perversity towards the elucidation. We intend to advance from the Deleuzian premise, according to which it is necessary to return to the literary space where the perversities were named. This Analysis intends to obtain some keys to understanding the causes and consequences of perversity and the nature of these literary characters who, in the three stories cited, define themselves as victims of this condition that incarnates in human beings in the form of a demon. We will be accompanied by the theoretical contributions of Julia Kristeva, Gilles Deleuze, Michel Foucault, François Delaporte, and Claude-Olivier Doron.
Keywords
Perversity; Literary hermeneutics; Craziness; Irrationality; Moral monstrosity; Edgar Allan Poe, Foucault, Deleuze.
Introducción
Un mobile sin causa, una causa sin mobile. Bajo su poder obramos sin finalidad inteligible. Si esto apetece como una contradicción en los términos, podemos modificar la proposición diciendo que bajo su influjo obramos por la razón de que no deberíamos hacerlo.
(Poe, 1845/2016, pp. 1060-1061)
Edgar Allan Poe (1809-1849), escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadunidense, llevó el relato a las regiones abismales de la condición sufriente de lo humano, retratando la prima mobilia del alma humana que habita en la conducta criminal: el espíritu de perversidad. Tres cuentos de Poe son paradigmáticos a este respecto. Está, en primer lugar, The Imp of the Perverse (El demonio de la perversidad), publicado por primera vez en julio de 1845 en Graham’s Magazine, una revista de Filadelfia. En este se propone una reflexión sobre el concepto de perversidad según la cual se trata de un demonio inherente a la condición humana, que subyace en ella de modo ineluctable, que la subyace en ella de modo ineluctable en la noción de persona, sinónimo en latín de máscara. Aparece aquí la figura del monstruo como imagen-síntoma del acto criminal que personifica lo abyecto que desvía la ley al corromperla (Kristeva, 2006). “Cada rostro, extraño o familiar, no es sino una máscara; cada declaración, clara u oscura, no oculta más que un sentido: la máscara del perseguidor y el sentido de la persecución” (Foucault, 2016, p. 78). Persona/máscara/rostro/crimen tienen toda su dimensión estética expresiva en este cuento de Poe. Un segundo cuento en el que se teatraliza la condición moral de la perversidad, es de The Tell-Tale Heart (El corazón delator, publicado en los primeros meses de 1843 en el número uno de The Pionner); por último, tenemos The Black Cat (El gato negro, el cual apareció en Saturday Evening Post el 19 de agosto de 1843). En estos tres cuentos es recurrente la negación por parte del narrador –que a su vez es el protagonista, el perpetrador del crimen y el agente de la perversidad– del estado de locura del que parecen dar cuenta sus actos, así como la insistencia casi obsesiva en la justificación de las razones de su obrar. Así, en The imp of the perverse, el narrador comienza con un análisis de la perversidad, explicación que constituye la mitad del cuento, cuya línea fundamental es la frenología, la cual ha sido elaborada a priori por lógicos y metafísicos que explican los impulsos humanos imaginando designios divinos. Así, si Dios quiere que los humanos coman, pues les dará un órgano para tal fin. Pero habría sido más sensato, dice el narrador, no deducir de los órganos humanos las intenciones divinas, sino atender a lo que los seres humanos en efecto hacen. De este modo, quizá se habrían encontrado actos que no podrían haber sido explicados apelando a la benevolencia de Dios y al modo en que fisiológicamente se manifiesta en su creación más cara, pues son actos que, contrario a favorecer a la naturaleza humana, alejándola del sufrimiento, el castigo e incluso la muerte, le deparan la mayor desdicha posible. Este modo de comportamiento equivaldría a obrar con demencia, según la opinión generalizada del vulgo, pero el asunto no es tan sencillo. Tras esta prolija crítica inicial de la frenología, de la que se deriva el reconocimiento de que en los seres humanos conviven fuerzas que están, por decirlo así, tanto a favor como en contra de la vida, el narrador pretende mostrar, narrando minuciosamente su historia, que la presencia y modo de actuar de estas fuerzas no pueden explicarse apelando tan solo a una noción vaga de locura: “Si hubiese sido menos prolijo, no me hubieras entendido complemente, o, como el vulgo, me hubieras considerado loco. Comprenderéis ahora fácilmente que soy una de las numerosas víctimas del demonio de la perversidad” (Poe, 1845/2016, p. 1064). No se trata entonces de la locura sino de la ignota complejidad de la naturaleza humana.
También en el segundo de los casos, The Tell-Tale Heart (2013), el personaje inicia así su relato:
¡De verdad! Soy nervioso. Tremendamente nervioso. Lo he sido siempre; pero ¿por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, pero no los ha destruido ni embotado. De todos ellos, el más agudo era el del oído. Yo he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y bastantes del infierno. ¿Cómo, entonces, he de estar loco? Atención. Observad con qué salud, con qué calma puedo contaros toda esta historia. (Poe, 1843/2016, p. 683)
Por último, en The black cat (1843), las siguientes palabras anteceden el relato del protagonista:
No espero ni pido que nadie crea el extraño, aunque simple relato que voy a escribir. Estaría completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco, y sé perfectamente que esto no es un sueño. (Poe, 1843/2016, p. 739)
Tres relatos minuciosos que tienen en común la primera persona de un narrador que ha sido víctima del demonio de la perversidad, que ahora padece sus consecuencias y quiere dar una explicación satisfactoria de lo sucedido. Hay variantes, no obstante, entre ellos. En el Demonio de la perversidad, la manifestación de lo perverso se relaciona con la confesión de un crimen perfecto que, no obstante, tenía algún principio de inteligibilidad; en The Tale, Tale Heart, con la obsesión que en su protagonista suscitan las cataratas en el ojo de su víctima, obsesión que le condujo a quitarle la vida incurriendo en un crimen sin razón, pero también con la soberbia que, hacia el desenlace del cuento, le lleva primero a ufanarse y luego a confesar innecesariamente el crimen. Por último, en The Black Cat, con una serie de situaciones domésticas que fueron teniendo lugar en el entorno de un hombre cuya intemperancia con el alcohol había terminado por hermanarse ocultamente con la perversidad. En este caso, el abuso del alcohol podría constituir una causa, pero también quizá una consecuencia de la perversidad.
Pretendemos en este artículo, a partir de la lectura de los cuentos de Poe, acercarnos a la naturaleza de la perversidad y a las motivaciones del asesino que no podrán suscribirse a la opinión general sobre la locura como una condición psíquica que se opone a la razón. Los crímenes cometidos por estos personajes consisten en el asesinato de dos personas mayores y por lo tanto vulnerables, que al parecer estaban bajo el cuidado de quienes habrían de ser sus victimarios: un gato así mismo indefenso y la esposa del protagonista de The Black Cat.
Se plantea en este punto que es posible cometer actos sin razón sin estar loco. Lo anterior en virtud de la presencia, en los seres humanos, de impulsos que pueden detonar una deriva criminal y que en los cuentos de Poe recibe el título de “perversidad”. Cabe aclarar que la perversidad no siempre deriva en crimen, en los ejemplos que nos da el personaje de El demonio de la perversidad, vemos que esta tiene modalidades más sutiles de aparición que el narrador va enunciando en un orden creciente de intensidad. El primero de sus ejemplos es el impulso irrefrenable de atormentar al interlocutor, con el que se pretende ser agradable, con circunloquios interminables y tediosos. En segundo lugar está la ideación minuciosa que puede hacer quien observa un abismo, de sufrir un accidente mortal o incluso morir. Está, en tercer lugar, el ejemplo de la procrastinación:
When we turn to the three illustrations, we notice an increasing intensity of anxiety from the first one to the last. This anxiety pattern also appears within each example, reflecting the tale’s emotional structure, from its dispassionate opening to its frenetic conclusion [Cuando pasamos a las tres ilustraciones, notamos una creciente intensidad de ansiedad desde la primera hasta la última. Este patrón de ansiedad también aparece en cada ejemplo, reflejando la estructura emocional del cuento, desde su apertura desapasionada hasta su frenética conclusión]. (Kanjo, 1969, p. 41)
Leeremos los relatos de estos tres personajes, así como el agudo y esclarecedor análisis sobre la perversidad que encontramos en el primero de estos, con el ánimo de que contribuya a la comprensión del homicidio desde la perspectiva de lo abyecto que Julia Kristeva otea en Poderes de la perversión (2006). Ingresaremos pues en el mundo complejo e irreductible de la condición perversa humana a través del camino del terror que la narrativa de Poe nos ofrece.
Edgar Allan Poe: crimen y perversidad
Partiremos, como mencionamos previamente, del hecho de que estos personajes son perversos y trataremos de mostrar la propensión que tienen, en tanto perversos, de incurrir en crímenes irracionales. No decimos de estos personajes que son perversos a partir de referentes de la literatura psiquiátrica. Lo decimos a través de los cuentos que retratan la naturaleza destructora de sus personajes y el modo como se percibe desde allí la perversidad: sus antecedentes, la autopercepción del protagonista, la percepción que otros tienen de él, el discurso del perverso, sus víctimas, las consecuencias de sus actos y los motivos de los mismos. Así, “el escritor fascinado por lo abyecto, se imagina su lógica, se proyecta en ella, la introyecta y por ende pervierte la lengua –el estilo y el contenido–” (Kristeva, 2006, p. 25), modalidad discursiva perceptible en la narrativa de Edgar Allan Poe. En este punto vale la pena mencionar que dicha fascinación por lo abyecto podría, según algunas interpretaciones, vincularse a la búsqueda de lo sublime, no por una vía ascendente sino abyecta, la vía de la destrucción del yo que acontece, no solo al asomarse al abismo, sino al sucumbir a él y quizá por ello, en los testimonios que aquí analizaremos, los personajes sienten horror por sus actos pero a la vez se enorgullecen de su audacia:
Poe’s sublime experience, then, rests precisely on the diseased embrace of terror and the uncanny, because only those characters afflicted with hyperesthetic monomania are able to erase meaning and experience the sublime dissolution of the most ordinary of objects. Although an obsession with the abyss is what drives these characters over its Edge [La sublime experiencia de Poe, entonces, descansa precisamente en el abrazo enfermizo del terror y lo siniestro, porque solo aquellos personajes afligidos por la monomanía hiperestésica son capaces de borrar el significado y experimentar la sublime disolución del más ordinario de los objetos. Aunque la obsesión por el abismo es lo que lleva a estos personajes al límite]. (McGhee, 2013, p. 58)
En los tres cuentos que aquí se analizarán, los personajes, a través de sus testimonios, ponen en juego los conceptos de perversidad, locura y crimen. Los personajes pretenden ser comprendidos por un auditorio compuesto quizá por médicos, jueces o psiquiatras. Pretenden no ser considerados locos sin haber sido escuchados previamente y confían en que sus relatos disuadirán de ello a quienes los escuchan. En los tres casos parece habitar la esperanza de que una rememoración precisa y analítica de los acontecimientos logrará persuadir a quienes los escuchan de la existencia del demonio de la perversidad y de que el riesgo al que ellos sucumbieron casi de modo inevitable, es un riesgo que aguarda a toda la humanidad sin que sea muy claro el modo de contrarrestar su influencia. Estos discursos, no obstante, se oponen al sentido común, toda vez que establecen relaciones no habituales entre los hechos, versiones que tienen pretensión de verosimilitud y que, como hemos dicho, no convienen para nada a sus propias causas, en la medida en que no los llegan a justificar, y, por lo tanto, no los sustraerán del rigor de la ley.
Resulta reveladora, siguiendo lo mencionado anteriormente, la eficacia literaria en el acto de nombrar la perversidad que menciona Deleuze (2001), a propósito de nombres como el Marqués de Sade (sadismo) y Leopold Von Sacher-Masoch (masoquismo). En ocasiones, enfermos típicos dan nombre a ciertas enfermedades, pero es más frecuente que sean los médicos quienes den nombre a las enfermedades (es el caso de la enfermedad de Roger y la de Parkinson). En este sentido, “el médico no inventó la enfermedad. Solo disoció síntomas considerados hasta entonces en forma conjunta o reunió síntomas hasta entonces disociados: en suma, construyó un cuadro clínico profundamente original” (Deleuze, 2010, p. 19), desplegando con ello la dimensión doble de la enfermedad, una banda de Möbius mórbida: por un lado, una historia de las enfermedades “que desaparecen, retroceden, cambian de forma o la recuperan según las circunstancias sociales y los avances de la terapéutica” (Deleuze, 2001, p. 19), faceta cultural de una historia natural de la enfermedad en las formas de su aparición en los marcos de su comprensión. Por otro lado, se entrelaza a esta una historia de la sintomatología de las formas del ver y el decir (Foucault, 2001): el estado mórbido. Los síntomas de una enfermedad son aprehendidos desde una medicina que describe, explica, diferencia y clasifica lo que es experimentado como trastorno y que causa ruido en lo normal biológico en su redefinición diacrónica, lo cual va precisando la mirada médica. En este sentido, un libro como Psychopathia sexualis (1886) de Richard von Krafft-Ebing (1840-1902), junto con otras obras dedicadas al estudio de las perversiones sexuales,
tienen sentido en el plano de un conocimiento objetivo de los comportamientos humanos, pero exterior a la experiencia de una verdad profunda, revelada por esos comportamientos. Esa verdad es la del deseo que las fundamenta, y que la enumeración razonada de un Krafft-Ebing deja de lado. (Bataille, 2010, pp. 118-119)
Estas reflexiones sobre la relación entre crimen y perversidad en la obra de Edgar Allan Poe, destacan la teatralización de la monstruosidad moral en tanto transgresión de la ley al ser un movimiento del deseo (Foucault, 2008, p. 35) que es experimentado efectivamente en su plena conciencia. Por ello, la literatura habla a la psiquiatría en la plenitud del deseo que horroriza, al ofrecer la figura del monstruo, modelo de todas las diferencias, inscrito en el plano de la ley desde donde se lo criminaliza y condena. Y es a partir del siglo XIX, como lo plantea Michel Foucault (2008), cuando el monstruo moral queda bajo sospecha en el fondo de toda criminalidad ya encarnada en los personajes de Edgar Allan Poe:
El monstruo no es más que la monstruosidad del orden que le segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su auxilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmando desde adentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia afuera como represión o condena del diferente. (Savater, como se citó en Cortés, 1997, p. 20)
El demonio de la perversidad
Dicen que hablé. También dicen que me expresé con gran claridad, con extraña energía y apasionada precipitación, como si tuviera miedo de que me interrogasen antes de haber pronunciado las breves, pero importantes frases que me ponían en manos del verdugo y me entregaban al infierno.
Pero ¿para qué decir más? Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí. Mañana estaré libre. Pero ¿dónde?
(Poe, 1845/2016, p. 1066)
Esta es la historia de un homicidio perpetrado con intención y, aun, con alevosía. El relato es escueto en relación con los hechos y da la impresión de que el narrador, que a su vez es el asesino, los considera tan perfectamente predecibles que se ahorra explicaciones innecesarias. Se trata de un crimen casi perfecto, para cuya inspiración le bastó al asesino la lectura de algunas memorias francesas en las que se relata la muerte de Madame Pilau a causa del envenenamiento accidental por una vela (bujía). El escenario existe a priori, la víctima suele leer en las noches a la luz de la vela… Muere por causas naturales, así lo dictaminan los médicos forenses, y el asesino, heredero de la víctima, comienza a disfrutar de la opulencia en ausencia de sospechas por parte de la comunidad.
Al plantearse que todo acto, sea criminal o no, tiene que ver con un interés, que para el caso de los perversos no aplicaría, se pone en cuestión el principio de inteligibilidad del crimen. Sin embargo, estos personajes pueden dar cuenta de beneficios posteriores al crimen: sentimientos de satisfacción derivados de la seguridad de no ser descubiertos, tranquilidad por haber eliminado una fuente de angustia, lo cual, según sus testimonios, puede superar con creces cualquier otro beneficio que hubiesen podido obtener. Así lo manifiesta el asesino de El demonio de la perversidad:
No es posible imaginar cuán profunda y magnífica satisfacción dilató mi pecho en la consciencia de mi absoluta seguridad. Durante mucho tiempo me acostumbré a gozar de ese sentimiento, que me proporcionaba un placer más positivo que cuantos beneficios puramente materiales conseguí con mi crimen. (Poe, 1845/2016, p. 1065)
Es este un crimen del que el perpetrador recibe beneficios, ya que se libera de su víctima para heredar sus riquezas; sin embargo, no es esta herencia, móvil racional para el homicidio, lo que constituye su sublimada satisfacción, es el sentimiento de seguridad el que le deleita. Viene aquí lo que constituye, propiamente, su perversidad y que, además, es un leitmotiv en los tres cuentos que hemos elegido. Un demonio comienza a apoderarse del personaje: “La fortuita sugestión nacida en mí mismo de que yo podía ser lo bastante estúpido para confesar el asesinato que había cometido, surgía ante mí como la misma sombra de quien había asesinado, y me lanzaba hacia la muerte” (Poe, 1845/2016, pp. 1065-1066).
La obsesiva presencia de esta sensación se tradujo pronto en las palabras: “Estoy libre, estoy libre, sí, siempre que no sea tan estúpido que yo mismo me delate” (Poe, 1845/2016, p. 1065). ¿Por qué ocurre esto, qué interés o necesidad se instala en el alma humana para ponerla a obrar en contra de sí misma conociendo las consecuencias? Ocurre por un acceso de perversidad que no por ser consciente es gobernable. Viene entonces la confesión plena que le pondrá en manos del verdugo y le lanzará al infierno. Es tan costoso para el ánimo dicho acceso de perversidad, y tan terribles y conscientes las consecuencias que acarrea, que el personaje experimenta un frío glacial ante tales arrebatos.
Resulta casi inevitable considerar, en este punto, una explicación de tales confesiones por la vía de la culpa. Sin embargo, la culpa se caracteriza por una ruptura entre el sujeto y su acción, después de esta haber sido cometida y los personajes a los que venimos refiriéndonos, sobre todo los de The Tell Tale Heart y The imp of perversity, no parecen mostrar arrepentimiento en relación con sus actos sino, quizá, amargura por las consecuencias de los mismos. La ruptura entre el sujeto y su acción, que se incorporaría a su ánimo bajo la forma de angustia, tristeza y arrepentimiento, que podría purgarse por la vía de la confesión y el sometimiento a un castigo concebido por el asesino como merecido, restauraría en este caso la continuidad rota; la confesión acontecería, por decirlo así, en contra de quien confiesa. Sin embargo, las confesiones de estos dos personajes no parecen ser percibidas por ellos como algo que se les opone, que está en su contra, que les acarreará mayores horrores, sino, por el contrario, como una esperanza, como una oportunidad de autocomprensión de la que pudiese derivarse la adhesión de aquellos a quienes se dirigen.
El gato negro es víctima
Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado... A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que insólitos.
(Poe, 1843/2016, p. 739)
A diferencia del cuento anterior, en este el protagonista, que también es el narrador, es prolijo en la narración de los antecedentes, los hechos y sus consecuencias: “La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales” (Poe, 1843/2016, p. 739). Así mismo, se refiere al amor hacia los animales: “En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismos, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural” (Poe, 1843/2016, p. 740). Esta autopresentación de la infancia, que expresa nobleza en el amor por los animales, vincula este amor con un desamor por los hombres relativo a cierta amarga experiencia con la “falsa amistad” y la “frágil fidelidad”. Podríamos deducir que los animales, a diferencia de los hombres, sí son para este personaje amigos verdaderos y de fidelidad férrea, también que hay algo de resentimiento respecto de los seres humanos. Consecuente con este reconocimiento, que suscita el amor hacia los animales, el protagonista ha sostenido por varios años una amistad con su gato Pluto que, no obstante, fue deteriorándose por la alteración radical de su temperamento y su carácter al ser habitado paulatinamente por el espíritu de la perversidad: “De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales” (Poe, 1843/2016, p. 740).
El personaje reconoce estar enfermo, enfermo de intemperancia a causa del alcohol, lo cual hace que el amor incondicional e intenso del gato hacia él suscite un sentimiento que va transitando del placer al disgusto, y del disgusto a la fatiga, arribando, por último, a la amargura del odio por los efectos de su perverso carácter. Viene aquí la primera de las tres fases de este crimen, cuya víctima no es, como podría pensar un observador más o menos desprevenido, un ser humano. No. Es justamente un animal, y no un animal cualquiera, sino su gato Pluto. Los hechos se resumen así: saca un ojo al gato con su pluma, días después pasa un lazo por su cuello y lo ahorca de un árbol. El personaje encuentra otro gato en una taberna con una mancha blanca en su pecho. Este se parece a su antiguo gato y también carece de un ojo. Hacia este experimenta el mismo amargo odio que lo lleva a intentar matarlo con un hacha. Sin embargo, en medio de este intento, el gato se enreda entre sus pies al bajar unas escaleras; su esposa, que se interpone para intentar salvar al gato, termina por recibir un golpe de hacha en su cabeza, golpe que le ocasiona la muerte. Estamos ahora frente a un asesino que posteriormente decide con toda frialdad emparedarla en el sótano de la casa. Varios agentes de policía acuden para inspeccionar el lugar. El asesino, confiado en la imposibilidad de ser delatado, golpea el muro con un bastón, a lo cual el gato comienza a maullar, lo que alerta a la policía. Es entonces cuando los agentes derrumban el muro, llevándose la sorpresa de hallar el gato de la mancha blanca encima de la cabeza destrozada de su mujer, pues “yo había emparedado al monstruo en la tumba” (Poe, 1843/2016, p. 750).
El criminal, cuyo testimonio da cuenta de un profundo conocimiento del alma humana a partir de las derivas de la suya, dedica una página de su relato al tema que nos convoca: la perversidad. Allí, la define como un espíritu que se presenta ante el individuo, que, así como el alma, es irrenunciable e indivisible y dirige el carácter del hombre, de todos los hombres. Y a favor de esta idea, se pregunta:
¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?”. (Poe, 1843/2016, p. 742)
Esta reflexión de Poe sobre la transgresión reverbera en los poderes de la perversión que Kristeva analiza a propósito de su vínculo con lo abyecto:
Para que esta complicidad perversa de la abyección sea encuadrada y separada, hace falta una adhesión inquebrantable a lo Interdicto, a la Ley. Religión, moral, derecho. Evidentemente siempre más o menos arbitrario; invariablemente mucho más opresivos que menos; difícilmente dominables cada vez más. (Kristeva, 2006, p. 25)
¿Quién podría dejar de reconocer que la respuesta a estas preguntas, referida en el cuento de Poe, podría en más de un caso ser afirmativa, en su plano de transgresión de la ley? No todos los seres humanos maltratan y asesinan a sus mascotas, ni emparedan a sus parejas si llegase el caso de asesinarlas “accidentalmente”. Pero sí incurrimos, sin lugar a dudas, en acciones tontas o malvadas por el solo hecho de que “no” debemos hacerlo, nos vemos de frente con el demonio de la perversidad y con una delimitación más concreta de sus características, a saber: la universalidad, la transgresión, el masoquismo –entre lo frío y lo cruel (Deleuze, 2001)1– y, por último, la irracionalidad que implica hacer el mal por el mal mismo. Ausencia de interés que, según el testimonio narrado por Poe, equivale a la circularidad entre la causa y el efecto: no hacer X, siendo X el mal, para obtener Y. Hacer X para obtener X. Autoreferencialidad del mal que implica irracionalidad. Detengámonos un poco en el porqué:
Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios. (Poe, 1843/2016, p. 742)
La ausencia de motivo es el motivo. Esto constituye, en términos de la retórica forense, un argumento de autofagia o, bien, un sofisma. Quizá más bien una falacia, pues no tenemos motivos para considerar que este hombre quiere engañar deliberadamente a quien lo escucha. Vale la pena recordar que es bastante consciente de la relación entre causas y efectos, pues se cuida de no plantearla arbitrariamente. Después de haber asesinado a Pluto, su casa se incendia. Ante este posible nexo de sucesión, él expresa: “No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad” (Poe, 1843/2016, pp. 742-743).
Analicemos con cuidado lo anterior. Salta a la vista una falta de motivo porque razonamos desde la lógica de la semejanza, desde la ley de justicia aristotélica o el argumento de simetría, según el cual situaciones semejantes deben tener un tratamiento semejante (Perelman, 1997)2. Del amor de Pluto debería haberse derivado un recíproco amor de su amo en virtud del cual sería inconcebible una crueldad como la infligida. Pero no siempre es la semejanza la que guía los actos humanos, no siempre se es consecuente, es posible agredir a quien nos ama y amar a quien nos agrede como se lo planteó don Quijote a Sancho Panza a apropósito de su experiencia con las mujeres3.
Es un dato insoslayable –pero que no puede arrastrarnos a fáciles explicaciones–: lo que el personaje denomina la enfermedad del alcohol o demonio de la intemperancia. Una fácil explicación podría consistir en considerar que el alcohol es la causa de toda esta serie de episodios domésticos, que de otro modo no habrían tenido lugar. Sin embargo, no todos los alcohólicos –y hay razones para pensar que él lo era- incurren en este tipo de acciones, así como no todos los crímenes se ejecutan bajo el efecto del alcohol. Por otra parte, cuando ahorca a Pluto colgándolo de un árbol, no está bajo el influjo etílico. El dato sigue siendo, no obstante, insoslayable. La adicción al alcohol puede ser, tanto causa como efecto, o ambas, propia de un masoquista que cumple las características de la perversidad: es un demonio que obra en contra del sujeto, posee un carácter universal, lo caracteriza la transgresión, ausencia de interés y autoreferencialidad del mal. La perversidad no obra en reciprocidad respecto de los otros ni del sujeto mismo y la ausencia de interés equivale no solo a ausencia de beneficio para el sujeto, sino, incluso, causa de graves perjuicios que, como decíamos, pueden llegar hasta la muerte.
El corazón delator
Nada tenía que ver con ello la pasión. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho daño. Jamás me insultó. Su oro no despertó en mí la menor codicia. Creo que era su ojo. Sí, eso era. Uno de sus ojos se parecía al de un buitre.
(Poe, 2016/1843, p. 683)
El protagonista comienza afirmando que es nervioso, que lo ha sido siempre, que padece una extraña enfermedad denominada “hiperestesia de los sentidos”, la cual ha afectado fundamentalmente su sentido del oído:
La enfermedad ha aguzado mis sentidos, pero no los ha destruido ni embotado. De todos ellos, el más agudo era el del oído. Yo he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y bastantes del infierno. ¿Cómo, entonces, he de estar loco? (Poe, 1843/2016, p. 683)
Los hechos, en este caso, son un hombre, presumiblemente más joven, que vive con un anciano. Este hombre padece la enfermedad que hemos mencionado, en virtud de la misma el ojo del anciano, cubierto por una catarata, comienza a atormentarlo. En razón de este tormento surge la idea de asesinar al anciano. De esta forma, podría liberarse de ese ojo de buitre vigilante. El asesinato se planea metódicamente, sin precipitación ni ligereza. Cuando llega el momento justo: la luz de una caperuza ilumina el ojo azul celeste y el viejo se asusta, el asesino lanza sobre él la cama y el viejo muere:
El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cuerpo. Sí; estaba muerto, muerto como una piedra. Puse mi mano sobre su corazón y estuve así durante algunos minutos. No advertí latido alguno. Estaba muerto como una piedra. En adelante, su ojo no me atormentaría más. (Poe, 1843/2016, p. 687)
Viene la tarea de deshacerse del cadáver: corta la cabeza, los brazos y las piernas, levanta unas tablas del entarimado, lo deposita allí, limpia exhaustiva y milimétricamente y se sienta a disfrutar de su audacia, previsión, disimulo, así como de la tranquilidad de no ver nunca más ese ojo. Sin embargo, de modo similar a lo que ocurre en los dos cuentos anteriores, el asesino termina, en un exceso de confianza en sí mismo, delatándose ante la policía. Es este, por supuesto, un crimen irracional, desproporcionado, atroz. Lo que el personaje considera audacia y prudencia parecen más bien circunstancias agravantes del delito. Y ni hablar del descuartizamiento del cadáver. Aquí, el protagonista solo confiesa cuando el latido del corazón de la víctima empieza a perturbarlo, estando convencido que aquel latido proviene de afuera, no en términos de una alucinación, siendo perturbador para el asesino que los oficiales no lo noten. He aquí un estado de enajenación en una persona que experimenta hiperestesia de los sentidos que para la psiquiatría legal de la época de Poe supone una racionalidad calculadora en el origen de todo acto criminal. “No hay responsabilidad sin racionalidad del acto, y por tanto no hay sanción, ni siquiera delito, sin responsabilidad” (Castel, 2009, p. 134).
Como decíamos, el énfasis en el testimonio de este asesino no está puesto en definir la perversidad, sino en negar la locura, a no ser, y esto es importante, que lo que se toma por locura sea una hiperestesia de los sentidos. Esta concesión es importante, porque si estamos ante un error terminológico, ante la necesidad de redefinir un concepto, el de locura, y consentir en que esta consiste en una percepción magnificada, es hiperbolizada la causa como una gran turbación emocional. Pero si lo que el concepto viene nombrando es la impaciencia, la intranquilidad, la ausencia de cordura, la ignorancia, la falta de habilidad, cuidado, celo, previsión y disimulo, ese concepto, a su juicio, es inadecuado para describir su comportamiento. Con el siguiente argumento, el narrador cuestiona lo que se cree que es la locura:
Si insistís en considerarme loco, vuestra opinión se desvanecerá cuando os describa las inteligentes precauciones que tomé para esconder el cadáver. Avanzada la noche y yo trabajaba con prisa, pero en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cuerpo. Corté la cabeza. Después los brazos. Después las piernas. (Poe, 1843/2016, p. 687)
La paradoja que encierra esta fundamentación a favor de la cordura nos obliga a pensar el campo semántico del concepto de locura. Sin embargo, su advertencia respecto de la “hiperestesia de los sentidos”, así como la coherencia formal de sus argumentos, seguirán causándonos más de una inquietud. La experiencia de la locura, al menos desde la perspectiva occidental, está asociada a una racionalidad clasificatoria propia de la modernidad4. Michel Foucault (2000) estudia tres tipos de experiencia de la locura (renacentista, clásica y moderna), asociadas cada una a modos enunciativos de concebirla (locura, razón y sinrazón) y diferentes prácticas en relación con la figura social del loco. En el renacimiento se da una experiencia trágica de la locura motivada por una visión cósmica en un universo enteramente moral, donde “el Mal no es castigo o fin de los tiempos, sino solamente falta y defecto” (Foucault, 2000, p. 45), que amenaza la gran razón del mundo (el orden y naturaleza de las cosas) por fuerzas destructivas del más allá y de la locura misma. La relación dialéctica entre razón y sinrazón se constituirá desde una conciencia crítica que desplaza la visión cósmica y las fuerzas trágicas al territorio de la razón, en la que el pensamiento racional, propio de la modernidad, hace de la locura una enfermedad mental. De esta forma:
La locura se convierte en una forma relativa de la razón, o antes bien locura y razón entran en una relación perpetuamente reversible que hace que toda locura tenga su razón, la cual la juzga y la domina, y toda razón su locura, en la cual se encuentra su verdad ilusoria. (Foucault, 2000, p. 53)
Aquí la locura es el puro no ser, una negatividad pura sin contenido ligada a la animalidad y al delirio. Por ello, el paso de la stultifera navis (nave de los locos) a la lógica del gran encierro que confina tanto al loco, al criminal, al mendigo como al libertino con el objetivo de separar, excluir y encerrar a esas figuras discordantes en los hospitales generales, según los valores de la moral burguesa propia del siglo XVIII. Para el siglo XIX, la locura será cercada por el discurso médico encerrando de nuevo al loco, pero esta vez en un asilo psiquiátrico, donde es convertido en objeto de conocimiento en un proceso de patologización que hace de él un objeto psicológico:
En el movimiento mismo que la objetiva, se convierte en la primera de las formas objetivantes: aquello por lo cual el hombre puede tener un dominio objetivo sobre sí mismo. Antaño designaba en el hombre el vértigo del deslumbramiento. Convertida ahora en cosa para el conocimiento, juega como una estructura de transparencia: a partir de ella, y del estatuto de objeto que toma de ella, el hombre puede volverse transparente al conocimiento objetivo. (Foucault, 2000, p. 187)
La locura ya no hablará del no-ser sino del ser del hombre en el conocimiento objetivo de una serie de verdades que le son propias, vislumbradas desde el horizonte de comprensión de la psiquiatría. Aquí la locura se localiza en un punto manifestado por el delirio que tiene en la idea de “monomanía”5 su lugar de enunciación, que gira en torno al escándalo que suscita un individuo que está loco respecto a un punto, “pero sigue siendo razonable respecto a todos los demás” (Foucault, 2000, p. 285), poniendo en cuestión el acto criminal y el problema de la responsabilidad que se debe imputar a quien lo comete.
Un hombre en todo lo demás normal comete súbitamente un crimen de un salvajismo desmesurado; de su acto no pueden encontrarse causa ni razón; no hay ventaja, interés ni pasión que lo expliquen: una vez cometido, el criminal vuelve a ser el de antes” (Foucault, 2000, pp. 285-286).
Así, la irresponsabilidad se identifica con la imposibilidad de utilizar la voluntad guiada por una determinación que, al no estar arraigada en ella, se hace insensata. En la experiencia moderna de la locura, el loco ya no es el “insensato”, característico de la sinrazón clásica, sino el “alienado” que ha sido clasificado como enfermo. Con ello, podemos ver que los personajes que narran sus crímenes en los cuentos de Poe son alienados poseídos por su perversión (casos de monomanía homicida según la psiquiatría de la época), que encarnan la contradicción de la racionalidad moderna.
El espíritu de perversidad
Todo el que leal y celosamente consulte e interrogue a su alma, no se atreverá a negar la radicalidad absoluta de la tendencia que nos referimos [la perversidad], tan característica como incomprensible. Por ejemplo, no hay hombre que, en determinados momentos, no haya experimentado un vivo deseo de atormentar con circunloquios a quien le escucha.
(Poe, 1845/2016, p. 1061)
Habiendo hecho este recorrido por los tres cuentos, nos detendremos ahora, para concluir, en el discurso sobre la perversidad enunciado por el primero de los personajes con el ánimo de encontrar otros elementos que definen ese “espíritu de perversidad” que inquieta a Poe en sus cuentos.
¿Por qué ha sido tan difícil para los frenólogos objetivar a la perversidad? A juicio del personaje de Poe, porque en este, como en otros casos, la frenología6 ha procedido metafísicamente, es decir, imaginando una causa primera, a saber, Dios, detrás de todos los comportamientos humanos determinándolos a partir de sus designios. Estos designios, por otra parte, no pueden más que favorecer la existencia de lo humano y, por lo mismo, tienen que ver con su supervivencia: que el hombre se alimente, que combata posibles amenazas o que se reproduzca. De ahí que el hombre tenga una boca a través de la cual come, un instinto de conservación que lo inclina a evitar peligros y procurar seguridad y un órgano amativo que le garantiza la progenie. En este orden de cosas no cabe imaginar órganos o tendencias que amenacen el bienestar y la supervivencia del ser humano a no ser por un fallo de los órganos mediante los cuales se adapta y sobrevive. Esta lógica deja por fuera, ciertamente, la tendencia de la que aquí venimos hablando, una tendencia, por decirlo así, contra natura, que se opone, vulnera, agrede y hasta aniquila al sujeto.
En ese sentido,
Los delincuentes exhiben el crimen en su piel, en sus rasgos anatómicos, en sus cráneos y rostros, en sus hábitos sociales. El rostro reaparece como una superficie o primer plano en las expresiones de las emociones, un diagrama de inscripciones múltiples que deja en evidencia las conductas criminales en el hombre. El rostro, en tanto un paisaje revelador, ofrece lecturas de una semiología del crimen, y pone de manifiesto el conjunto de conductas clasificadas como anormales. Él deviene política, instrumento para trazar líneas de vida y visualizar tramas de subjetividad: “rostridades” criminales. (Cardona, 2004, p. 206)
Si en lugar de basar la explicación en lo que Dios piensa, dato que, el personaje de Poe advierte, pues no nos es accesible, se apoyara en lo que los hombres real y fácticamente hacen, el fenómeno de la perversidad y su recurrencia serían más que evidentes. Si, en lugar de inducir un razonamiento a priori, indujéramos un a posteriori, basándonos en el comportamiento humano, nos percataríamos de que esta invencible tendencia de hacer el mal por el mal mismo es radical y se actualiza bajo diversas modalidades en los más disímiles sujetos bajo la clave de un paradójico deseo de animar al mal. En el cuento, El demonio de la perversidad, el narrador nos presenta tres ejemplos alejados de las laderas del crimen, he aquí uno de ellos:
Quien habla, sabe de sobra lo que desagrada. Tiene la mejor intención de agradar. Con frecuencia es lacónico, claro y concreto en sus razonamientos. Brota de sus labios un lenguaje tan breve como luminoso. Por tanto, solo con gran trabajo puede violentarlo. Teme y conjura el mal humor de aquel a quien se dirige. No obstante, le asalta la idea de que podría despertar la cólera si recurriera a determinados incisos y paréntesis. Basta este simple pensamiento. El impulso se convierte en veleidad; esta crece y se transforma en deseo; el deseo degenera al cabo en necesidad irresistible y esta se satisface, con gran pesar y molestia de quien habla, y prescindiendo de todas las consecuencias. (Poe, 1845/2016, pp. 1061-1062)
Poe ve en la ciencia de su época una explicación fría de los fenómenos de la naturaleza, por ello muchos de sus relatos intentan darle vitalidad a asuntos como la vida, la muerte, el comportamiento criminal, la descomposición de la materia, el mesmerismo, los autómatas, la destrucción del universo, los viajes, fenómenos y fuerzas de la naturaleza y la frenología. Esta última protociencia tendrá todo su espacio narrativo en la obra de Poe, la cual sostenía que el cerebro es la sede de la mente. El escritor norteamericano ironizaba a la frenología, pero creía en ella, llegando a medir su propia cabeza por frenólogos. Poe utilizaba la frenología para dar validez a sus observaciones narrativas, pero también para ironizar sobre la propia individualidad de un crimen. En una carta a Fredereck William Thomas, Poe cuestiona la validez de una caracterización craneada de un sujeto realizada por un juez teniendo en cuenta las mediciones que han hecho de su propio cráneo:
No siento un aprecio personal por el Juez Upshur pero tengo un profundo respeto por sus talentos […] Su cabeza es un modelo estatuario. Hablando de cabezas, la mía ha sido examinada por varios frenólogos. Todos ellos coincidieron en considerarme en términos tan extravagantes que me avergonzaría repetirlos. (Poe, 1966/1841, p. 125)7
Esta protociencia sostenía que palpando el cráneo e identificando sus formas sería posible establecer el carácter de una persona. Así lo deja ver Poe en su cuento El demonio de la perversidad:
En el examen de la facultades e impulsos de la prima mobilia del alma humana, los frenólogos olvidaron mencionar una tendencia que, aun cuando existe visiblemente como sentimiento primitivo, radical e irreductible, ha sido también admitida por los moralistas que les precedieron. Ninguno en la pura arrogancia la hemos tenido en cuenta. (Poe, 1845/2016, p. 1059)
Esa perversidad que busca Poe no había sido aún localizada por los frenólogos, la cual ya había sido identificada por la fisiognomía que venía desde Aristóteles (384-322 a. C.), pasando por Giovanni Battista della Porta (1535-1615), Charles Le Brun (1619-1690), Johann Caspar Lavater (1741-1801) y David Pierre Giottino Humbert de Superville (1770-1849)8. En un pasaje de la Revue de Paris de junio de 1836 se retrata fisiognómicamente (una analítica del rostro), este ejercicio de la mirada médico-jurídica, que tuvo su terreno de aplicabilidad en la pintura:
Las fisiognomías son tan variadas como los trajes: aquí, una cabeza majestuosa, como las figuras de Murillo; allá, un rostro vicioso de gruesas cejas, que revela una energía de criminal decidido… Acullá una cabeza de árabe se dibuja sobre un cuerpo de chiquillo. He aquí unas facciones femeninas y suaves: son unos cómplices; contémplese esas caras brillantes de libertinaje: son los preceptores. (Foucault, 2009, p. 300)
Durante la primera mitad del siglo XIX, se utiliza la frenología. En este sentido con Poe es posible vislumbrar toda una empresa de desciframiento del cuerpo propia del siglo XIX en función de encontrar los rasgos de la perversidad ligada a la conducta criminal. Esta racionalidad interpretativa tendrá que ver con una sociedad autoritaria,
en donde el descubrimiento del otro (anormal, loco, niño, criminal, prostituta: monstruo humano) supone un temor creciente, miedo a la indiferenciación entre los individuos enfocado en las masas que afluyen a las ciudades. Se disemina una pregunta por la identidad y se elaboran tipologías. La filogénesis se convierte en ontogénesis. (Cardona, 2004, p. 206)
En el contexto de este descubrimiento de la anormalidad, que se enfoca a una diferenciación que conjure los miedos, la frenología juega un papel fundamental. Esta seudociencia es puesta en cuestión por Edgar Allan Poe en los cuentos de los que nos hemos ocupado, aunque de modo diverso. En El gato negro se vincula a la intemperancia, en El demonio de la perversidad, al ímpetu humano, demasiado humano, que pone a los individuos en contra de sí mismos. Esto se manifiesta en la innecesaria confesión con que sella su condena. El cuestionamiento a la frenología se orienta a un presupuesto de dicha ciencia cuya naturaleza religiosa conduce al extravío. A saber, que la bondad está atrofiada, parcial o totalmente, en algunos seres humanos. Poe se opondrá a esta explicación y más bien insistirá, mediante recursos literarios, en la presencia que el mal, y más concretamente, la perversidad, tienen en el cerebro humano. Obrar buscando el mal, ofuscando la propia razón, llevando a cabo actos por el único motivo de su inconveniencia, son manifestaciones inequívocas de esta presencia pertinaz y autodestructiva que Poe nos presenta en sus cuentos y que resulta un abordaje novedoso respecto de los planteamientos tanto filosóficos como teológicos que hacían parte de su contexto y que, a su juicio, eran incapaces de avanzar hacia el esclarecimiento de la naturaleza de un impulso del que podríamos decir que se opone al cuidado de sí e incluso al más mínimo instinto de conservación: “Lo primero que hace Poe en el cuento [El demonio de la perversidad] es una crítica a cómo los moralistas y los frenólogos han pasado por alto el impulso de la perversidad” (Manrique, 2011, p. 94), y esto constituye un avance, en el terreno de la literatura, hacia la comprensión de ese demonio que subrepticiamente nos habita.
Conclusiones
Tres casos de perversidad tomados de la literatura han sido analizados en este artículo. Tres casos que resultan incómodos por el vínculo estrecho que establecen entre crimen y perversidad, sobre todo desde el punto de vista del desafío al orden instituido: moral, legal, racional, a partir del cual se instituye un orden propio que conduce al sujeto a los mayores horrores. Subvertido este primer principio, en virtud de la impotencia de la conciencia para luchar contra su ímpetu, todo aquello que la perversidad reclame para sí desencadenará cursos de acción que aseguren su consecución. Y esto en medio de la inefable satisfacción de estar marginado, ostentando el fortín de su separación respecto del orden social.
Poe recurre a la ciencia de su época, así como a explicaciones del carácter de las personas, a partir de una lectura del rostro que venía desde la antigua Grecia, para darle soporte corporal al espíritu de perversidad presente en la conducta del criminal.
En los textos literarios que hemos abordado, las tendencias pueriles, innecesarias, ociosas, recurrentes e irrefrenables; aparentemente inocuas, sin importancia, que se asumen como un malestar pasajero, al que la costumbre soslayará; son en realidad manifestaciones tras las cuales se encuentra agazapada la perversidad. Un demonio que puede cobrar muchas víctimas, pero cuya víctima innegable y absoluta es el propio perverso que, en los cuentos de Poe, despliega la teatralidad de su monstruosidad moral. He aquí el uso propositivo de la palabra máscara para poner en juego las diversas facetas, rostridades, de la figura del perverso. El crimen tiene rostro en su personificación escénica, es decir, su teatralidad en la transgresión de un orden moral que es retratado por los personajes de Edgar Allan Poe. Con ello, los personajes ideados por Poe despliegan el gozne entre literatura y psiquiatría legal en su época. Como se vio en el texto, con Richard von Krafft-Ebing se establece el principio para diferenciar entre enfermedad (perversión) y vicio (perversidad) a través de la investigación de todos los aspectos de un individuo que han motivado un acto perverso, lo cual permitiría llegar a un diagnóstico mediante una pesquisa que indaga por la emociones, impulsos, tendencias, deseos, fantasías y apetititos en una persona que era examinada en el campo discursivo de la medicina y la psiquiatría, ejercicio interpretativo que se puede apreciar en las descripciones narrativas de Poe. Así, aquella teatralidad entrelaza una idea de persona en las máscaras de la perversidad del acto criminal, que el escritor norteamericano supo narrar en los cuentos analizados aquí.
Conflicto de interés
Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.
Referencias
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Notas de autores
Claudia Maria Maya Franco
Doctora en Filosofía por la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín, Colombia). Profesora de tiempo completo e investigadora de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Medellín, Colombia, investigadora del grupo Comunicación, organizaciones y cultura (Categoría A en Colciencias). ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2617-5661. Correo electrónico: cmaya@udem.edu.co
Hilderman Cardona Rodas
Doctor en Antropología por la Universitat Rovira i Virgili (Tarragona, España). Profesor de tiempo completo e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín, Colombia, donde es coordinador de la línea de investigación Subjetividad, Educación y Paz del grupo de investigación Educación, Sociedad y Paz (categoria A en Colciencias), además de ser el editor de la revista Ciencias Sociales y Educación. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6778-2102.
Correo electrónico: hcardona@udem.edu.co
1 Aquí seguimos una premisa filosófica nacida de la literatura: es preciso partir de la literatura, desde donde fueron nombradas las perversidades, para comprender que al hablar en reiteración de sádicos o masoquistas se termina por creer lo que el discurso psiquiátrico nos dice. Por ello, el libro que le dedica Gilles Deleuze (2001[1967]) a lo frío y lo cruel en los rostros literarios de Donatien Alphonse François de Sade y Leopold von Sacher–Masoch.
2Ver capítulo VIII: Los argumentos basados sobre la estructura de lo real (pp. 113-141). Es necesario recordar que para Aristóteles la justicia es una práctica que hace efectivo lo que es justo, siendo su virtud la capacidad o poder para realizar acciones que propicien su realización, desde el nivel de la producción (poiesis) y de la acción (praxis). En este sentido, una acción justa es la que propende por la felicidad en una comunidad política, en una relación con el otro fundamento de la polis. La justicia sería un término medio en relación con la conducta justa entre cometer injusticia y padecerla. “Y la justicia es una virtud por la cual se dice que el justo practica intencionadamente lo justo y que distribuye entre sí mismo y otros, o entre dos, no de manera que él reciba más de lo bueno y el prójimo menos, y de lo malo al revés, sino proporcionalmente lo mismo, e igualmente, si la distribución es entre otros dos. Y en lo que respecta a lo injusto, la injusticia es lo contrario [de la justicia], esto es, exceso y defecto de lo inútil y lo perjudicial, contra toda proporción. La injusticia es exceso y defecto, en el sentido de que es exceso de lo útil absolutamente con relación a uno mismo, y defecto de lo que es perjudicial; y tratándose de los demás, en conjunto lo mismo, pero contra la proporción en cualquiera de los casos” (Aristóteles, 2010, p. 145).
3Esta afirmación de don Quijote se encuentra en la primera parte, capítulo XX, llamado De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha, en la que Sancho Panza le cuenta a don Quijote la historia de un pastor de Extremadura llamado Lope Ruiz, quien se encontraba enamorado de una pastora llamada Torralba. Dice Sancho que este estaba poseído por el diablo, quien no duerme y todo enreda, haciendo que su amor a la pastora se volviese odio y rencor, todo ello motivado por el desprecio de Torralba. Así, don Quijote responde a Sancho que “Esa es natural condición de mujeres –dijo don Quijote–, desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece.” (Cervantes, 2004, p. 179), lo cual sería un mal propio de las mujeres que el caballero no desea que reproduzca su fiel escudero en su vida amorosa.
4José Antonio Llera (2012) analiza los rostros de la locura personificados en Miguel de Cervantes, Francisco de Goya y Frederick Wiseman, quienes partiendo de diversas cosmovisiones y estrategias plantean una crítica profunda a la oposición entre locura/cordura o razón/sinrazón, dicotomías artificiales modeladas por códigos ideológicos con pretensiones de universalidad. En este sentido, una película como Titicut Follies (1967) de Wiseman muestra, como en Goya y Cervantes, que lo grotesco no es un mero artificio artístico, sino una formación perturbadoramente real en la condición corporal de la existencia humana, a partir de los relatos de reclusos de una prisión psiquiátrica de Massachussets, llamado Hospital Estatal de Bridgewater. Por ello, los 80 espeluznantes aguafuertes de Goya expresados en Los Caprichos, de los que nos sobrecoge El sueño de la razón produce monstruos creado en 1799. Ver Llera (2012); Connelly (2015) y Cardona (2012).
5 El problema de la monomanía homicida, desde el territorio enunciativo de la psiquiatría del siglo XIX, pone en juego una patología de lo monstruoso al ver en la personalidad criminal un índice probabilístico del riesgo delictivo. “El derecho penal a lo largo del siglo pasado (XIX) no evolucionó desde una moral de la libertad hacia una ciencia del determinismo psíquico, sino que más bien extendió, organizó y codificó la sospecha y la detección de individuos peligrosos, desde la extraña y monstruosa figura de la monomanía hasta la frecuente y cotidiana del degenerado, del perverso, del desequilibrado constitucional, del inmaduro…” (Foucault, 1990, p. 261). El concepto de monomanía homicida fue acuñado por el psiquiatra francés Jean Étienne Dominique Esquirol (1772-1840) en 1814, para sintetizar sus observaciones clínicas en el Hôpital de la Salpêtrière de casos de paranoia ligados a obsesiones que derivaron en asesinatos (Doron, 2018).
6 Edgar Allan Poe en su cuento El demonio de la perversidad enfatiza desde el inicio del mismo cómo la escuela frenológica desde principios del siglo XIX había desarrollado una lectura del carácter y rasgos de personalidad de los criminales a partir de la forma del cráneo, cabeza y facciones; sin embargo, Poe ve en esta “ciencia metafísica” un razonamiento a priori que no alcanza a comprender el espíritu de perversidad que subyace en el hombre. Del griego φρήν, fren, “mente”; y λόγος, logos, “conocimiento”, la frenología pretendía ver en las “protuberancias” del cráneo un indicio para detectar los rasgos de personalidad en las personas criminales, dando cabida a la construcción de una especie de monstruo humano en el ámbito médico-jurídico ligado a la presencia de estigmas anatómicos y psicológicos innatos en el delincuente, faceta del saber científico decimonónico que Stephen Jay Gould (1997) llama la falsa medida del hombre, inaugurada por el neuroanatomista alemán Franz Joseph Gall (1758-1828), (Doron, 2018).
7 Traducción de este fragmento de la carta de Poe por Julio César Spota (2014, p. 255).
8 Para este orden de problemas relacionados con una semiótica del rostro y del cuerpo para hallar los rasgos psicológicos de las personas, ver Pseudo Aristóteles (2019); Delaporte (2007); Deleuze y Guattari (2004) y Magli (1992). En ese sentido, Claude Gueux (pequeña novela de Victor Hugo publicada en 1843, donde se critica la pena de muerte) llegará a firmar que: “palpad todos esos cráneos […] cada uno de esos hombres caído por debajo de sí mismo hasta su tipo bestial […]. He aquí el lince, he aquí el gato, he aquí el mono, he aquí el buitre, he aquí la hiena” (Foucault, 2009, p. 300).