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Londoño, J. E. (2021). Intertextualidades religiosas en el arpa y la sombra de Alejo Carpentier. Perseitas, 9, 142-164.

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3926

INTERTEXTUALIDADES RELIGIOSAS EN EL ARPA Y LA SOMBRA DE ALEJO CARPENTIER

Religious intertextualities in El Arpa y la Sombra (The Harp and the Shadow) by Alejo Carpentier

Artículo de reflexión no derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3926

Recibido: 9 de junio de 2020 / Aceptado: 2 de diciembre de 2020 / Publicado: 27 de marzo de 2021

Juan Esteban Londoño

Resumen

Este artículo explora el modo en que Alejo Carpentier (1994), en su novela El arpa y la sombra, cuenta la historia de Colón desde la ironía y la parodia, ayudado por la investigación histórica del siglo xx y por los intertextos a los que acude con regularidad. Se resalta la hermenéutica de Colón que transforma los textos antiguos al hacerlos contemporáneos a su entorno. Este aparece como un hombre medieval y renacentista, enraizado en el catolicismo e impulsado por la osadía y la creencia de que la tierra que está hecha por Dios para ser dominada por el hombre.

Palabras clave:

Carpentier; Intertextualidad; Colón; Imaginario religioso.

Abstract:

This article explores how Alejo Carpentier, in his novel El Arpa y la Sombra (The Harp and the Shadow), tells the story of Columbus from irony and parody, aided by the historical research of the twentieth century and the inter texts he regularly goes to. It highlights the hermeneutics of Columbus that transforms ancient texts by making them contemporary to their surroundings. He appears as a medieval and renaissance man, rooted in Catholicism and driven by the boldness and belief of the earth that is made by God to be dominated by man.

Keywords:

Carpentier; Intertextuality; Columbus; Religious imaginary.

Introducción

El arpa y la sombra (1978), último de los escritos de Alejo Carpentier, es la culminación de su proyecto literario. El autor muestra a América y a Europa como dos figuras en diálogo y colisión con las épocas y los hombres que las rodean. Carpentier relee la historia de América y aboga por una visión menos eurocéntrica y más acorde con los datos que él ha investigado sobre el continente. Esta obra es catalogada por la crítica como nueva novela histórica (Menton, 1993), la cual, en lugar de ceñirse a la historia, la parodia mediante los juegos de intertextualidad; muchos de ellos aluden a textos religiosos que analizaremos en este artículo.

La intertextualidad es un concepto desarrollado por Julia Kristeva (1978) para observar la relación entre diferentes textos literarios y también entre dos obras de disciplinas distintas, tales como la mitología y la pintura, el teatro y el cine, la narrativa y la teología. Gérard Genette (1989) define a la intertextualidad “como una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro” (p. 10). Según este autor, la forma más explícita y literal de tal copresencia es la práctica tradicional de la cita. En forma menos explícita, el plagio. Y, de manera menos literal, la alusión, la cual presupone que el lector comprende su relación con otro enunciado.

Uno de los modos más frecuentes de la intertextualidad es la parodia. Esta, nos recuerda Genette (1989), es una intervención realizada sobre un texto primario (generalmente de la literatura épica o de los discursos políticos) para desviarlo hacia un objeto cómico y darle una significación distinta, quitando el halo de seriedad que tenía el primer texto (p. 24). La parodia está cargada de ironía, comprendida esta como una “expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada” (RAE). Este rasgo caracteriza, por ejemplo, a la literatura cervantina debido a la velada risa con la que el escritor español trata la seriedad de su personaje, Don Quijote, quien encarna el discurso vetusto de la novela caballeresca (Genette, 1989, p. 189). En este sentido, la parodia es, según Elzbieta Sklodowska (1991, p. 33), un vehículo ideológicamente significativo para reevaluar el pasado y entablar una polémica con los discursos oficiales con el fin de derrocar los mitos sobre héroes, próceres y santos.

Esta investigación resalta el modo en que la religión también puede ser parodiada mediante el juego intertextual de la literatura. En el caso de El arpa y la sombra se trata de una mirada irónica con respecto al modo en que personajes como el Papa Pío ix, Colón y sus contemporáneos descritos por Carpentier asimilan textos antiguos, ya sea griegos, romanos o cristianos y los transforman para encarnar con seriedad lo que el literato ve con sorna. De allí que haya una concentración en lo que podríamos comprender como la hermenéutica reflexiva en la cual los personajes intérpretes —como también el autor de la novela— hacen suyos textos ajenos transformando su sentido para comprenderse a sí mismos o comprender el mundo desde sus propias experiencias. Pues como dice Paul Ricoeur (2002), “en la reflexión hermenéutica —o en la hermenéutica reflexiva— la constitución del sí mismo y la del sentido son contemporáneas” (p. 141).

La novela de Carpentier es una obra intertextual paródica. Pretende derrocar la visión santificadora de Cristóbal Colón y jugar conscientemente con citas, alusiones y plagios para crear una versión distinta del llamado descubridor de América y del continente mismo. Por esto el escritor cubano juega con tres miradas sobre América. La primera, la del Papa Pío ix, en la que se dibuja una América insurrecta, incluso peligrosa, en búsqueda de su independencia política y cultural, en contacto con la revolución francesa y en busca de libertad. Según la mirada de este Papa antimodernista, América necesita de la fe católica para mantenerse domesticada. La segunda visión es la fabulesca, la de Colón, en la cual América fue inventada antes de ser encontrada por los españoles. El imaginario medieval y renacentista, bajo el deseo de evangelizar el mundo, se vierte en una serie de leyendas para imponer su visión a unas tierras ya habitadas, descubrir lo que ya estuvo creado o cubrirlo con su propia ideología. Desde una hermenéutica fundada en mitos, Colón cree más en la ficción que en la historia o la ciencia. Es un personaje de su época que con deseos heroicos atiende a relatos orales expandidos por los puertos y desde tal mirada acomete su empresa. La tercera visión es la que acontece en la novela con la llegada del invasor a tierra firme, inicialmente con sorpresa y después transformándose en una búsqueda incesante de oro y en la justificación de la esclavitud de seres humanos, vistos por los españoles como animales.

Carpentier cuenta la historia desde una visión americanista y revolucionaria —como era el contexto del escritor cubano, afecto a la revolución de Castro— ayudado por la investigación histórica del siglo xx y por los intertextos a los que acude con regularidad. Sitúa a Colón en su época, enraizado en el catolicismo e impulsado por la osadía y la creencia de que la tierra está hecha por Dios para ser dominada por el hombre. Rescata al personaje-símbolo para referirse a la ontología latinoamericana. Retoma al personaje heroico y a la intertextualidad para hablar de qué es y qué no es América. Y así destaca que Colón tenía ciertos prejuicios sobre la realidad latinoamericana que lo confrontaron, pero que no se impusieron sobre su visión de mundo.

Analizaremos a continuación el diálogo intertextual que aparece en las tres partes de la novela: “El arpa”, “La mano” y “La sombra”. La primera parte es narrada en tercera persona, cuenta la historia del Papa Pío ix y manifiesta las razones de su deseo por canonizar al marinero genovés. En la segunda, sección principal de la obra, habla un Cristóbal Colón ficcional en primera persona sobre su vida y el relato de sus viajes; reflexiona sobre sus diarios y sus cartas. Y la tercera cuenta el juicio sobre la beatificación de Colón en la Ciudad del Vaticano.

El arpa

“El arpa” da cuenta del deseo del Papa Pío ix por beatificar a Cristóbal Colón con el fin de canonizarlo como un santo de la Iglesia. La novela inicia con una ceremonia religiosa en Roma. El autor ubica el relato inicial en el siglo xix para dar verosimilitud histórica. El heredero del trono de San Pedro ofrece una postulación ante la Sacra Congregación de Ritos para beatificar a Colón (Carpentier, 1994, p. 18). De este modo Carpentier pone sobre la mesa una versión que considera al descubrimiento del Nuevo Mundo como el máximo acontecimiento de la época y uno de los más importantes para la cristiandad (p. 19) debido a la posibilidad que abre el marinero genovés para extender el evangelio hasta el último rincón de la tierra. Pero también salen a la luz las razones políticas: “Hacer un santo a Cristóbal Colón era una necesidad, por muchísimos motivos, tanto en el terreno de la fe como en el mismo terreno político” (p. 21).

El capítulo salta en el tiempo, mediante juegos de analepsis y prolepsis (p. 17), y viaja a la infancia del niño Giovanni Maria Mastaï, hijo de una familia de condes italianos venidos a menos, quien posteriormente sería Obispo de Roma. También habla de su ordenación y sus peripecias por Suramérica, y muestra las posibles causas del deseo infatigable del Papa por beatificar al Almirante. Mastaï llega en 1824 con una delegación apostólica a Chile, invitada por Bernardo O’Higgins (p. 26). Pero poco después de su llegada el anfitrión es depuesto y la delegación debe regresar en barco, bordeando la costa del Pacífico, no sin antes haberse enfrentado a las ideas liberales y a la masonería, las cuales abogan por la libertad de pensamiento y la separación entre la Iglesia y el Estado, a las que el futuro Pío ix ve como amenaza.

Aquí rescata Carpentier la conexión que tiene este Papa con el personaje central de la novela: un italiano vinculado con América a través de la navegación. La travesía siembra en el sacerdote la necesidad de una imagen que unifique a dos continentes que recientemente se han separado, no por la vía política o la lucha militar, sino por la simbólica religiosa, la cual puede constituirse en una forma de legitimación social: “Lo ideal y perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado” (p. 50).

Pío ix es uno de los papas que más ha durado en el poder en toda la historia (1846-1878). Su pontificado se sitúa en el siglo xix, cercano a las oleadas revolucionarias de 1830 y de 1848. Se enfrenta a un mundo que ya no tiene a Roma como su máximo referente moral e ideológico. En Europa flotan las ideas de Rousseau. Estas abogan por “una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos han de ser fijados por el soberano, no como dogmas religiosos, sino como sentimientos de sociabilidad” (Reale y Antíseri, 1995, p. 438). Para esta forma de liberalismo, no es la Iglesia sino el Estado el único órgano de salvación individual y colectiva, ya que es el lugar privilegiado para que florezcan las potencialidades humanas. Promueve, además, la tolerancia de todas las religiones que sean abiertas y el rechazo de las intolerantes. Los ilustrados piensan que “cualquiera que ose decir que fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser expulsado del Estado” (p. 438).

Ante el avance de las ideas liberales y de la sospecha de que estas se gestan en sociedades secretas, Pío ix sabe que la Iglesia pierde poder y considera que la forma de recuperarlo no es el diálogo, sino la imposición de su autoridad. Como afirma el historiador Justo González (1994), la principal paradoja del papado de Mastaï consiste en que “al mismo tiempo que los papas perdían definitivamente su poder temporal, se promulgaba su infalibilidad” (p. 433).

Al perder influencia, Pío ix proclama en 1854 el Dogma de la Inmaculada Concepción de María, según el cual la Virgen fue preservada de mácula y nació sin pecado original. Este es el primer dogma que la Iglesia católica promulga sin que antes se haga un concilio para discutir la cuestión. La decisión queda en manos del Papa. A esto se le suma la insistencia de Pío ix en su autoridad hasta el punto de que, en el Primer Concilio Vaticano, convocado por él mismo, se promulga su infalibilidad cuando habla ex cathedra y sus decisiones “son irreformables” (1995, p. 435).

Más adelante, este mismo Papa inspira el Syllabus Errorum, mencionado por Carpentier, en el cual se condenan ochenta proposiciones del liberalismo y creencias o modos de pensamiento como el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas y las sociedades cléricoliberales (Arango y Arboleda, 2005, pp. 108-109). En este documento se mencionan las proposiciones con la que la Iglesia o el Papa no están de acuerdo, como las siguientes: “que cada ser humano puede adoptar y seguir la religión que le parezca verdadera según la luz de la razón” (González, 1994, p. 433), y “que la iglesia debe separarse del estado, y el estado de la iglesia” (p. 433).

Vale decir que la recepción del Syllabus produjo en América Latina la fundamentación ideológica oficial para la lucha contra el liberalismo desde los púlpitos, confesionarios y oficinas, y también generó divisiones y separaciones en la Iglesia, como la expulsión de sacerdotes liberales y masones en diferentes países, e incluso la conversión de algunos sacerdotes al protestantismo liberal (Beozzo, 1995).

Las conclusiones del Syllabus (1864) y del Concilio Vaticano I (1873) ahondan en una teología en la cual la Iglesia es una sociedad jerárquica y superior a cualquier Estado, en un poder exclusivo de los obispos y el Papa para interpretar el depósito de la fe, en una coerción al pueblo laico a acogerse a las voces de autoridad, en una presentación de la Iglesia católica como la única poseedora de la verdad y una cerrazón a toda posibilidad de ecumenismo, al diálogo con las ciencias, con la filosofía o con otras religiones (Arango y Arboleda, 2005, p. 117).

De la boca de este Papa se emite el deseo de beatificar a Colón, quien presuntamente llevó el cristianismo a América, para después canonizarlo como un santo. La novela de Carpentier es una crítica al intento de Mastaï por construir a un personaje de ficción sagrada sobre la ficción que ya hay sobre el navegante. Y responde desde la literatura, otra manera de ficción.

La mano

El arpa y la sombra es una discusión intertextual que se pregunta por la veracidad de los escritos de Colón y la leyenda blanca de la conquista. Carpentier presenta a un navegante sumido en la añoranza de sus navegaciones y en la culpabilidad de sus pecados. “El planteamiento del Colón pecador es el que da lugar a la polémica evidente que reina a lo largo de la novela”, nos dice Klaus Müller-Bergh (1986, p. 283). El escritor cubano describe con la mordacidad del siglo xx a un Colón inmiscuido en la ensoñación utópica del siglo xv. Esta mirada entra en un diálogo intertextual con la Biblia, Séneca, San Agustín y los diarios del Almirante como intertextos fecundos para la producción literaria.

“La mano” se abre con un epígrafe del profeta Isaías (23,11) que reza: “Extendió su mano sobre el mar para trastornar los reinos”. La alusión del profeta es a Yahvé, en un oráculo contra los fenicios, conocidos navegantes que se habían beneficiado del tráfico comercial, “lo cual era aprovechado para oprimir al resto de los pueblos”, nos dicen los comentaristas de La Biblia de Nuestro Pueblo (2006, p. 967). Así que la ironía de Carpentier va dirigida expresamente hacia los marineros que se aprovechan de otras naciones, y Dios promete sacar a la luz sus pecados para castigarlos. Colón encarna entonces este tipo de explotadores en la narración de Carpentier.

Con esto nos muestra el escritor cubano un recurso frecuente de su novela histórica, la intertextualidad. Uno de sus interlocutores principales es la Biblia, vista como un texto de profecías que se cumplen y encarnan en el navegante (Carpentier, 1994, p. 88). Pero también como un mensaje del Evangelio que debe ser anunciado y que la mayoría de las veces no es obedecido. En ocasiones Carpentier recurre a la Biblia con ironía. Tal es el caso cuando el personaje Colón reflexiona sobre la sabiduría de Salomón (p. 64) y su capacidad mercantil (p. 67), y resalta el gran conocimiento que le dio su deseo sexual y la posibilidad de conocer a mujeres tan bellas mediante todas las formas de intercambio, como por ejemplo la sulamita del Cantar de los cantares (p. 64).

El uso de la Biblia funciona en esta novela como la justificación religiosa de la empresa de Colón. Carpentier (1994) lee los diarios del Almirante y anota, en primera persona, atribuyéndolo al marinero:

cuando muy rara vez me acuerdo de que soy cristiano, invoco a Dios y a Nuestro señor de un modo que revela el verdadero fondo de una mente más nutrida del Antiguo Testamento que de los Evangelios, más próxima de las iras y perdones del Señor de las Batallas que de las parábolas samaritanas, en un viaje donde, para confesar la verdad, ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas ni Juan, estuvieron con nosotros. (p. 140)

La evidente mención hace referencia a los textos de conquista israelita sobre sus enemigos y, probablemente, a la velada teoría de que Colón era en realidad judío y, por tanto, poseía una fe más veterotestamentaria que neotestamentaria. Tales citas parten de la retórica del Antiguo Testamento y justifican, en muchas ocasiones, la eliminación de los vecinos para tomar sus tierras. Un ejemplo de esto es el mandato de la destrucción de los amalecitas por parte de Israel, amparado en el mandato del profeta:

Así dice el Señor Todopoderoso: Voy a pedir cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, al cortarle el camino cuando éste subía de Egipto. Ahora ve y atácalo; entrega al exterminio todos sus haberes, y a él no lo perdones; mata a hombres y mujeres, niños de pecho y chiquillos, toros, ovejas, camellos y burros. (1 Samuel 15,23)

Colón es presentado como un vividor de aventuras y un mercenario que se vende al mejor postor (Carpentier, 1994, p. 102). Su intención no es llevar los evangelios de amor a los lugares que descubra (p. 120), es conseguir oro y abrir las rutas del comercio, buscando ante todo su propio beneficio. Por esto en el primer viaje no lleva capellán, ni siquiera los evangelios escritos. Carpentier inserta, mediante la pluma ficcional, la confidencia de que es mejor que las tierras a descubrir no estén evangelizadas, para que su misión tenga una coartada religiosa: “Si Mateo y Marcos y Lucas y Juan me aguardan en la playa cercana, estoy jodido” (p. 121).

Otros intertextos de la novela son Medea de Séneca y las Confesiones de San Agustín. La tragedia de Medea, proveniente de un contexto trágico vinculado a la religión griega y reinterpretada desde la literatura romana, es leída desde una hermenéutica del espejo. Invita al marinero a bañarse en mares prohibidos y Colón lee la historia al modo de un autocumplimiento profético. Él quiere personificar lo que lee en el texto a manera de promesa, encarnando en la figura anunciada:

Tendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra, y un nuevo marino como aquel que fue guía de Jasón, que hubo nombre Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras. (p. 82)

Debe anotarse que tanto Colón como muchos en su época leían erróneamente —por falta de acceso a manuscritos más confiables y porque su conocimiento estaba basado en dichos populares y conversaciones entre marineros— “Tifis” (el piloto de los argonautas) en vez de “Tetis” (la esposa de Océano). Lo que constituye otra ironía histórica, que transforma el sentido de los textos antiguos para acomodarlos a la hermenéutica de los navegantes en la constitución de su propia identidad o empresa (Clay, 1992, pp. 617-620).

A su regreso a España, en el encuentro en Barcelona con los reyes, el Colón de Carpentier acude al tragediógrafo estoico para afirmar que él es ese hombre, que en él se cumplieron las profecías anunciadas en el relato pagano (p. 152). De este modo busca elaborar un montaje teatral en el cual interprete al abridor de mares. Aquí el narrador caribeño resalta la mezcla de creencia ingenua en el Almirante con la astucia para convencer a otros de ser el referente que, en el fondo sabe, no es suyo.

Las Confesiones de Agustín son, sin duda, un modelo para la escritura en primera persona y una manera de revelar las propias culpas desde una perspectiva religiosa (Carpentier, 1994, pp. 58 y 142). En este libro, el Obispo de Hipona revisa su vida, no para presentarse como un santo; todo lo contrario, para verse a sí mismo como pecador. En el Libro IV (6,11), por ejemplo, Agustín rescata la Gracia de Dios y presenta con sencillez las caídas del humano, vinculando a este con la miseria y el sufrimiento, mientras que Dios es el Sumo Bien y gozo para quienes se amparan en su perdón (397-398 d.C./1996, IV, 10,1 5). No es gratuito que Carpentier narre su historia del modo en que Agustín confiesa ante Dios la alabanza, como también sus pecados, para ponerse a sí mismo no en el lugar de un santo, en el de un mortal. La intención de Carpentier es similar a la de Agustín: bajar del pedestal al pecador y presentarlo como un humano que comete errores, algunos de ellos gravísimos.

El Colón de Carpentier se ampara también en el Agustín de La Ciudad de Dios para justificar la guerra contra los indígenas (Carpentier, 1994, p. 168). Cuando estos no aceptan el mensaje del evangelio, porque no lo comprenden, el navegante pasa a tratarlos como rebeldes ante la corona y a justificar primero su esclavización y, luego su aniquilamiento. En este punto, recordamos con Joseba Segura Etxezarraga (1992, p. 817), que la doctrina de la guerra justa hunde sus raíces en el pensamiento de Agustín (412-426 d.C./2001, XIX, 7), es sistematizada por Tomás de Aquino y desarrollada por la Escuela de Salamanca. En el pensamiento de Agustín, y en su doctrina recibida indirectamente por Colón, amar al prójimo significa obligar su conversión. Así sucede en su controversia con los donatistas, separatistas religiosos, quienes no atienden al llamado del Obispo de Hipona, ni de los teólogos ni del emperador para participar de la liturgia de la Iglesia. Los llamados herejes pensaban que no debían recibir los sacramentos por parte de obispos acusados de pecado. Entonces Agustín justifica el uso de la fuerza e, interpretando la invitación insistente a los mendigos de participar del banquete de Cristo (Mt 22, 1-14), llama a “forzarlos” incluso a través de la violencia (Küng, 2006, p. 302).

De este modo vincula el escritor cubano las dos facetas del Obispo de Hipona, las cuales conviven dentro de su teología: la del narrador de la primera persona que revela su humanidad pecaminosa ante los hombres y la del defensor de la Iglesia y del Imperio que no escatima en obligar a los infieles cuando estos no aceptan la gratuidad del Evangelio. Ambos confesantes, Agustín y Colón, son cristianos pecadores. Pero solo el de Hipona será declarado santo.

Aunque Carpentier no es un escritor religioso, se vale del recurso de la confesión para dar voz a un Cristóbal Colón al borde de la muerte. El navegante genovés se encuentra en su lecho y espera al confesor (Carpentier, 1994, p. 57). Antes de contar su historia ante otro hombre, narra para sí mismo —los lectores son su público secreto— en forma de monólogo interior, y acude con frecuencia a sus notas personales, a sus diarios, los cuales en ocasiones son citados directamente por Carpentier para aludir a las contradicciones interiores del personaje.

Arrepentido, Colón enumera sus pecados. De los siete capitales —lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, gula y pereza— el único que no reconoce como suyo es este último (Carpentier, 1994, p. 62). El resto acompaña la narración con la fuerza de la maravilla. Muchas veces pareciera que el marinero no se arrepiente de sus yerros, sino que los recuerda con alegría y frescura, como cuando enumera a las prostitutas mediterráneas y sus juergas en los puertos (p. 63). Pero en otras ocasiones, en la medida en que avanza la novela, se arrepiente de la soberbia y la avaricia, lo cual lo ha llevado al peor de los delitos: la esclavización de seres humanos hasta llevar a muchos a la muerte.

Otras fuentes de las que se vale Carpentier son las crónicas de mercaderes y navegantes (p. 69), especialmente por boca de su amigo Jacobo Maestre, quien ha escuchado que los marineros del norte, los vikingos, viajaron doscientos años antes hacia el occidente y han hallado nuevas tierras, como Islandia y Groenlandia (p. 74). Entre las fuentes citadas se hallan los escritos de Adán de Bremen, historiador del arzobispo de Hamburgo y Oderico Vital (p. 77), quienes dan cuenta de estos viajes marinos. Con esto pretende mostrar Carpentier que ya existían fuentes escritas —además de muchas tradiciones entre navegantes que afirmaban la existencia de tierras al oeste de Europa, por lo que Colón iba con rumbo casi seguro, aunque innombrado o desconocido—. Como señala Friede (1989), los viajes de Colón se apoyaban en leyendas medievales y renacentistas. De este modo, él y sus navegantes “dieron por tierra con el mito de la existencia de una zona tórrida inhabitada que cerraba el paso hacia el hemisferio tradicional” (p. 71).

También usa Colón, para apoyar sus profecías, textos apócrifos como Pseudo-José (probablemente el José de Arimatea), Pseudo-Daniel (Los Evangelios Apócrifos, 2001, pp. 343-351) y el tratado de Artemidoro de Éfeso (p. 85). No son textos que cite Carpentier. Son obras mencionadas para dar cuenta de la circulación de libros sobre los cuales los aventureros buscaban legitimar sus empresas. De este modo se valían de nombres antiguos para anunciar verdades o sueños, utopías o sermones, en los cuales los lectores hallaban sus propios deseos y procuraban encarnarlos. Aquí vemos a un Cristóbal Colón semejante a Don Quijote de la Mancha, quien se creyó apasionadamente las leyendas de los marineros y decidió ser un gran viajero que encarnara las expediciones. Carpentier lo parodia de un modo similar a como lo hizo Cervantes con el personaje que se creía un caballero. Colón no era propiamente un hombre de letras, tampoco uno que desvariara, pero sí un personaje atrevido y pícaro, un marinero pecaminoso y —en alguna etapa de su vida— incitador a la crueldad que creyó encarnar las leyendas de su época, alimentándose de la intertextualidad apócrifa, oral y escritural.

En medio de las discusiones sobre la Conquista de América, conocidas como la leyenda negra y la blanca, Carpentier no presenta ni a Colón ni a los españoles y europeos, ni como monstruos destructores ni tampoco como héroes santos. No los reduce a la hagiografía ni tampoco a la codicia. Más bien habla de ellos como personajes contradictorios, muy humanos, como el mismo Agustín se presentase ante Dios en las Confesiones, sabiendo que ante los hombres y mujeres pueden surgir muchas versiones de un personaje, pero ante la Divinidad no se puede ocultar ningún secreto:

Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? … No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién subsistirá? (397-398 d.C./1996, I, 5, 6)

En esta vía desacralizadora, Carpentier describe al rey Fernando de Aragón como un mujeriego dado al vino (Carpentier, 1994, p. 98) y a Isabel de Castilla como una reina hermosa, la verdadera gobernante, con quien Cristóbal Colón tendrá varios encuentros eróticos (p. 102). El marinero genovés se aprovecha del fervor de los instantes amorosos para que su “Columba” —como llama a la reina (p. 103)— patrocine sus viajes. Esta es una parodia de Carpentier, la menos justificada históricamente y la mejor construida dentro de la trama narrativa, pues le permite atribuir causalidades íntimas al deseo final de la reina de patrocinar el viaje del Almirante por mares ignotos.

Después del encuentro con los indígenas en las islas del Caribe, el peso moral se acrecienta en el alma de Colón. En adelante no habla con tanta jocosidad de sus pecados, sino que se toma en serio el sufrimiento que imprime sobre aquellos que decide llamar “indios”, pues cree haber llegado a la India (pp. 126-131) o a Cipango, antiguo nombre dado por los europeos a Japón en la Edad Media por inspiración de Marco Polo.

Con ironía, Carpentier señala que los peores gestos de Colón y sus marineros ocurren en fiestas religiosas. El Domingo, por ejemplo, día del Señor, escribe el Almirante en su diario con idolatría la palabra “ORO” (p. 126). En la navidad, menciona cinco veces el “ORO” a lo largo de diez líneas (p. 139). La fe se le ensancha cuando piensa en las riquezas.

A esto se le suma la confesión de lascivia, especialmente de la tripulación, al ver a las indígenas desnudas (p. 127), como un modo de insinuación —apenas tímida en Carpentier— de las violaciones que cometieron los españoles con las aborígenes, y seguramente también con muchos de sus varones. Como hace notar Abel Posse (1989, p. 201), detrás de la búsqueda de oro vibraba un deseo por el “oro secreto”, basado en la ilusión sexual —representada, por ejemplo, en el mito de El Dorado— debido a la desnudez de los indígenas, que llevó a la violación carnal de muchas mujeres (y tal vez de varones). Así lo describe Gerardo León Guerrero Vinueza (2008, p. 15), quien, mediante la investigación histórica, confirma las brutalidades cometidas desde el primer viaje de Colón a las Antillas, especialmente los abusos de los españoles con las mujeres indígenas.

En este juego de intertextualidades, Carpentier da en una sola ocasión voz a los indígenas. Estos confrontan su visión de mundo con la de los cristianos europeos. Al mirar desde un ojo crítico las costumbres de los españoles, el indígena Dieguito, único sobreviviente de los primeros aborígenes llevados a España, antepone las formas de comprender la realidad entre unos y otros, y Colón reflexiona:

Si Dios, al crear el mundo, y las vegetaciones, y los seres que lo poblaban, había pensado que todo aquello era bueno, no veían por qué Adán y Eva, personas de divina hechura, hubiesen cometido falta alguna comiendo los buenos frutos de un buen árbol. No pensaban que la total desnudez fuese algo indecente: si los hombres, allá, usaban unos taparrabos, era porque el sexo, frágil, sensible y algo molesto por colgante, debía defenderse de arbustos espinosos, hierbas filosas, hincadas, golpes o picadas de alimañas; en cuanto a las mujeres, era mejor que taparan su natura con aquel trocito de algodón que yo les conocía, para que, cuando les bajaran las menstruas no tuviesen que exhibir una desagradable impureza. Tampoco entendían ciertos cuadros del Antiguo Testamento que les mostré: no veían por qué el Mal era representado por la Serpiente, puesto que las serpientes de sus islas no eran dañinas. Además, lo de una serpiente con manzana en la boca les hacía reír enormemente porque —según me explicaba Dieguito— “culebra no come frutas”. (Carpentier, 1994, pp. 158-159)

Con el paso del tiempo, Carpentier hace notar que Colón cambia de perspectiva sobre los indígenas. Para esto cita sus cartas y sus diarios (p. 164). En el segundo viaje ya no los describe como seres inocentes, sino como caníbales (p. 162), aunque en realidad apenas ha escuchado de ciertas ceremonias en las que se acude al canibalismo. Con esto justifica la necesidad de esclavizarlos y sacarlos de su tierra, llevarlos a Europa y, en lugar de comerciar con el oro —que poco han encontrado— empezar a vender viva la carne humana (p. 163).

Así ahonda el Colón de la novela en la confesión de sus pecados capitales: las mentiras (p. 165), la codicia (p. 166) y la crueldad (p. 163). Y se arrepiente de descubrir esta tierra “para la codicia y la lujuria de los hombres” (p. 171), incluyendo la suya. De este modo confiesa que ha sido un farsante que se vende al mejor postor (p. 178), que engañó tanto a los españoles como a los indígenas y que ahora se ve a sí mismo como el descubridor descubierto (p. 181). El Colón parodiado por Carpentier termina acusándose de muchos pecados. Cita la Biblia (Isaías y el Eclesiastés) para confesar su codicia por el oro y su injusticia ante los indígenas, reconociendo que “sus manos están cubiertas de sangre” (p. 185. Is 1,15). De este modo las Escrituras judeocristianas, al igual que las Confesiones de Agustín, son un intertexto que no se permiten un simple reflejo de lo que el Almirante quiere proyectar sobre sí mismo, ni tampoco aparecen como mero juego de parodia. Todo lo contrario, sucede en la novela: en su sostenerse a sí mismas como obra literaria, o como gran biblioteca, las Escrituras y las Confesiones desnudan al personaje de la obra y lo presentan bajo la óptica del profeta y de San Pablo (guía espiritual de Agustín):

No hay uno honrado

ni uno sensato que busque a Dios,

no hay uno que busque el bien.

Todos se han extraviado

y pervertido,

no hay quien haga el bien,

ni uno solo.

Su garganta es una tumba abierta:

mienten con sus lenguas,

sus labios esconden

veneno de víboras,

su boca está llena

de maldiciones hirientes.

Sus pies corren

para derramar sangre,

sus caminos están sembrados

de ruina y destrucción.

No conocen la ruta de la paz

ni tienen el temor de Dios.

(Ro 3, 10-17; Cf. Sal 14, 1-3; Is 59, 7)

Pero Colón, a diferencia de Agustín y sordo ante la voz de las Escrituras que lo acusan, calla la verdad que lo atormenta, omite sus culpas ante su confesor y muere en la ambigüedad que deja su imagen para la historia. De este modo su mano engañosa da paso a la sombra, no más clara ni diáfana, más oscura. Nace entonces la parodia de una ceremonia religiosa que se torna en un concierto de voces acusadoras.

La sombra

La sección titulada “La sombra” lleva este título como una respuesta intertextual al católico francés Paul Claudel (1954), quien había escrito una pieza teatral sobre Colón. Este es uno de los principales interlocutores de Carpentier, al cual aborda desde la parodia, como es característico de la Nueva Novela Histórica Latinoamericana (Menton, 1993). Es de notar que el surgimiento de El arpa y la sombra se da gracias a la irritación que siente Carpentier ante el libro de Claudel “por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al descubridor de América” (Mompó Valor, 2007, p. 140). Y, en lugar de tantas luces y humo santo, el escritor caribeño destaca de modo teatral las sombras del marinero genovés, o realiza una variación musical a las voces de aleluya del francés, una imitación melódica con modificaciones tonales y rítmicas de un mismo tema, acercando el texto a la picaresca.

La tercera parte de la novela se abre con un verso de Dante en el Inferno IV: “Tu non dimandi che spiriti son questo che tu vedi?” [No preguntas qué espíritus son estos que ves] (Carpentier, 1994, p. 189). Con esto destaca el ámbito fantasmal en el que se desarrolla esta sección de la novela y la dimensión oscura que se pretende ocultar de la vida de este falso santo.

El primer espíritu en aparecer es Colón, ahora llamado el Invisible. Está en Roma, esperando el dictamen de la Congregación de Ritos para su beatificación (p. 190). La novela regresa al escenario inicial y presenta a figuras intertextuales, tomando las voces de sus libros escritos, en un extenso diálogo sobre la canonización del marinero.

A favor de la beatificación está la petición de dos muertos: el Papa Pío ix, ya fallecido en este tramo de la novela, y de su sucesor el Papa León xiii. El postulador del santo es el comerciante y erudito genovés José Baldi (p. 199). A él se opone el Promotor Fidei, el revisor fiscal de la Comisión, a quien Carpentier decide nombrar mediante una figura bíblica, similar al Satán de Job, “el Abogado del Diablo” (p. 199).

Defensor de la canonización es el escritor católico francés León Bloy (p. 201), cuyas palabras toma Carpentier de sus propios textos en los cuales realiza opiniones sobre Colón y compara al navegante con personajes bíblicos (Mompó Valor, 2007, p. 140). Entre ellos aparecen Moisés, Abraham y Juan Bautista (Carpentier, 1994, p. 201), precursores todos de eventos magníficos como la constitución de un nuevo pueblo, ya sea Israel o la Iglesia.

El argumento principal del Abogado del Diablo contra Colón consiste en que el requisito para canonizar a un santo es el testimonio de un obispo local que dé cuenta de los milagros realizados por la persona a beatificar. Pero no hay ningún obispo que pueda testificarlo, puesto que Colón murió 400 años antes del tiempo de la reunión en Roma y hay dudas de dónde quedaron enterrados sus huesos, si en Santo Domingo, en Cuba, o en España (p. 204).

Aparecen también testigos literarios en contra de la canonización de Almirante. Se escucha a Víctor Hugo en una cita interpolada de sus textos donde afirma que “Si Cristóbal Colón hubiese sido un buen cosmógrafo, jamás habría descubierto el Nuevo Mundo” (p. 206). También Julio Verne, quien dice que Colón era un marinero audaz, pero su hazaña tenía que ver más con el momento histórico de Europa que con la Divina Providencia. Además, nos recuerda el escritor de Veinte mil leguas de viaje submarino que este marinero apresó a los indios y promovió su esclavización (p. 207).

También es llamado al estrado Fray Bartolomé de Las Casas, con cuyo testimonio se confirma que los indígenas no eran caníbales y que esta práctica se realizaba en contadas ceremonias en apenas algunos lugares (p. 208). En un juego de anacronismo consciente, se critica a Las Casas por aludir a un texto de Karl Marx, pero este responde que la cita proviene de la Biblia:

—“Quien roba el pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo” —clama terrible, Fray Bartolomé de Las Casas.

—¿Quién está citando a Marx?, pregunta el Protonotario, abruptamente sacado de un profundo sueño.

—Capítulo 34 del Eclesiastés— aclara el Obispo de Chiapas. (p. 213)

Carpentier, en un juego de ironía intertextual, sabe que este pasaje fue citado por Marx, como lo ha hecho ver Dussel (1993) en su libro Las metáforas teológicas de Marx (p. 186). Pero el cubano lo atribuye (probablemente con una errata consciente) al Eclesiastés (libro de apenas 12 capítulos), cuando en realidad pertenece al Eclesiástico de Ben Sirá (34, 21).

Aparece en el juicio, además, el poeta Lamartine. Este acusa a Colón de tener malas costumbres, de vivir con una concubina y de tener con ella un hijo bastardo (1994, p. 213). Esta denuncia, de índole sexual, da una base llamativa a los sacerdotes célibes para desacreditar al marinero. Pero la acusación más grave que se sostiene y triunfa contra el genovés es la promoción del comercio de esclavos, por lo que se decide no beatificarlo (p. 217).

En esta fantasmagoría literaria hay un lazo que une el significado de la aparición de los personajes. Se trata de una parodia a la que son llamados al estrado distintos escritores, todos muertos, para acusar o defender a otro muerto, con el fin de si puede ser un santo representativo de los dos continentes. De los invisibles, el único que está a favor de la beatificación de Colón es León Bloy. Mientras que Víctor Hugo, Julio Verne, Bartolomé de las Casas y Alfonso de Lamartine se oponen. Un fraile español y tres escritores franceses, cuyas ideas abogaron por la dignificación del ser humano y, en ocasiones, por la independencia de América, son traídos a este palimpsesto para presentar a un Cristóbal Colón contradictorio y carnal, con aciertos y locuras.

Desde la óptica de Carpentier, la problemática del juicio y de la novela gira en torno a quién es, o debe ser, Cristóbal Colón como símbolo de la unión entre América y Europa. El libro responde que se trata de un hombre perdido, vividor y mañoso, con una intelectualidad elevada y deseos excesivos de grandeza. Aunque la visión es amplia, en este Colón no se revela tanto un personaje individual, sino la mentalidad de la cultura europea de los siglos xv y xvi evaluada desde la metaficción del siglo xx. Carpentier prefiere que el punto de encuentro entre los dos continentes sea la independencia, no la conquista. Así juega con intertextualidades para acusar a Colón desde la literatura y mostrarlo como un humano atractivo para la creación narrativa, pero nada deseable para la representación de una Iglesia que pretende elevar estandartes de justicia en la unión de los continentes.

Al final del relato, la sombra deambula por Roma y se encuentra con otro marinero, el genovés Andrea Doria, integrando con la naturalidad de lo real maravilloso a los fantasmas en la ciudad dorada para recordar con ironía que el marinero no es un santo: “¿A quién, carajo, se le ocurrió eso de que un marinero pudiese ser canonizado alguna vez?” (p. 226).

Conclusiones

Mediante el uso de la ironía y la parodia, de la distorsión consciente de la historia a través de omisiones, exageraciones y anacronismos, y de las interpolaciones de otros textos dentro del relato central, Alejo Carpentier desacraliza la figura de Colón y va contra la interpretación santificadora que se ha hecho de él. El escritor lo dibuja como otro de sus personajes de novela, un antihéroe de la literatura, deshonesto, avaro y fornicario, en contraste con la intención del Papa Pío ix de querer canonizarlo. El Colón de El arpa y la sombra es un personaje típico carpenteriano, incapaz de cumplir a cabalidad su misión y de forjar su propio destino. En él no se cumplen las profecías de Isaías que apuntan a un mensajero de buenas noticias, sino el juicio bíblico contra los marineros abusivos. Carpentier no muestra en Colón a una figura siniestra, pero tampoco a un santo. No es un beato como Agustín, sino un pecador, como el también el escritor de Hipona quiere presentarse ante sus lectores en las Confesiones. La ficción de la novela es un llamado a los historiadores de la religión y la cultura para pensar al Almirante genovés como aventurero medieval y descubridor renacentista que necesita más del juicio crítico y satírico de América que de la santificación de la Iglesia y de la cultura.

Conflicto de intereses

El autor declara la inexistencia de conflicto de intereses con institución o asociación de cualquier índole.

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Notas de autor

Juan Esteban Londoño

Doctor en Teología, Universität Hamburg, Alemania. Profesor de la Facultad de Educación y Humanidades y miembro del grupo de investigación filosofía y teología crítica de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, Colombia. Contacto: juan.londonobe@amigo.edu.co. ORCID: orcid.org/0000-0002-2814-6381