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Valtierra Zamudio, J., y Gaytán Alcalá, F. (2020). Interculturalidad e inculturación de la teología en México y Guatemala. Perseitas, 8, pp. 398-422. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3687

Interculturalidad e inculturación de la teología en México y Guatemala

Interculturality and inculturation of theology in Mexico and Guatemala

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3687

Recibido: 3 de abril de 2020 / Aceptado: 16 de junio de 2020 / Publicado: 16 de julio de 2020

Jorge Valtierra Zamudio

Felipe Gaytán Alcalá

Resumen

La interculturalidad —entendida como una forma dialógica e intercambio de códigos y símbolos entre grupos e individuos culturalmente distintos— ha sido un elemento fundamental en el desarrollo y puesta en marcha de la acción pastoral católica y no católica en Latinoamérica, sobre todo en contextos indígenas. La base de esta práctica pastoral o teopraxis es la inculturación de la teología, la cual no solo anhela lograr en el contexto socioreligioso una interacción efectiva entre culturas distintas, sino una suerte de asimilación y encarnación religiosa a través de un proceso de vernaculización del cristianismo. En este artículo se busca discutir en torno a la interculturalidad y su desarrollo o búsqueda en la pastoral cristiana para lograr la denominada teología de la inculturación. Por medio de dos casos, resultado de una investigación antropológica en diferentes escenarios socioreligiosos, tanto en Chiapas, México, como en Totonicapán, Guatemala, se pretende esclarecer cómo los procesos de inculturación implican una temporalidad y convivencia continua en la diversidad cultural, pero también un proceso de ruptura con modelos ideológicos hegemónicos y eurocéntricos.

Palabras clave

Interculturalidad; Inculturación; Pastoral indígena; Teología; México; Guatemala.

Abstract

Interculturality —conceived as a dialogic way and an exchange of codes and symbols between (culturally) different groups/individuals— has been critical in the development process and the implementation of Catholic and non-Catholic pastoral action in Latin America, especially in indigenous contexts. The basis of this pastoral action (theopraxis), is the inculturation of theology, which not only yearns to achieve within a sociorreligious context an affecttive interaction between different cultures, but a mutual religious assimilation and incarnation through a process of making Christianity vernacular. This article aims to discuss interculturality and its concretion in Christian pastoral to achieve the so-called theology of inculturation. From two anthropological case studies in religious contexts, both in Chiapas, Mexico, and Totonicapan, Guatemala, it is intended to untangle how inculturation processes entails a temporality and continuous coexistence whithin cultural diversity, but also a process of rupture with hegemonic and Eurocentric ideological models.

Keywords

Interculturality; Inculturation; Indigenous Pastoral; Theology; Mexico; Guatemala.

Introducción

Durante muchos siglos la humanidad se ha caracterizado por tratar de entender, clasificar, aceptar o rechazar lo que es extraño al sí mismo (yo), es decir, el otro. Muchas de las acciones más atroces en la historia de la humanidad se han basado en el rechazo al otro y esta realidad aún es manifiesta a través de actos de racismo, sexismo, exclusión, xenofobia, entre otros, como también se han producido encuentros entre los distintos actores que han derivado en puentes de reconocimiento (interculturalidad) y, en otros casos, desde una relación que no ha sido entre iguales, sino desde una asimetría del poder derivado del uso estratégico de sus recursos materiales, sociales o simbólicos.

El término de interculturalidad se piensa como un escenario dialógico entre el yo y el otro, en el que hay un intercambio de códigos y símbolos entre grupos e individuos culturalmente distintos para generar una comunicación efectiva, lo que significa modificar la perspectiva que se tiene del otro y propiciar un respeto recíproco a pesar de la diferencia cultural e ideológica entre los actores.

En el terreno religioso, la acción misionera y pastoral, a pesar de basarse en una ideología, perspectiva y credo eurocéntricos, ha buscado modificar sus métodos de catequización y acompañamiento pastoral dirigidos a grupos que se les concibe como una alteridad —además de sus condiciones desfavorables en términos de pobreza material y exclusión— a partir de la intención de discernir y asimilar los rasgos culturales y la cosmovisión de esas sociedades no europeas.

En particular, en el catolicismo el fundamento de esto se encuentra en el mensaje del Concilio Vaticano II (1962-1965), en documentos como la encíclica Populorum Progressio (1967) y en América Latina a través de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en Medellín, Colombia (1968), que no solo propone optar por el pobre y el oprimido (teología de la liberación), sino el diálogo con las culturas y la actualización.

En Latinoamérica el proceso dialogante de reconocer al otro y pensarlo de forma distinta (Fornet-Betancourt, 2001) es parte de la llamada pastoral indígena y con ello, la inculturación de la teología, que consiste en una reflexión desde la fe, pero también en una praxis que se encarna en la cultura del otro. Esta suerte de teopraxis1 y la noción de inculturación per se tratan de definirse desde una perspectiva espiritual. Sin embargo, la interacción entre grupos e individuos distintos cultural e ideológicamente en busca de esa inculturación, se relaciona necesariamente con la construcción del escenario dialógico que define a la interculturalidad.

En este artículo se pretende mostrar la forma en que la praxis misionera en contextos indígenas ha intentado llevar a cabo un proceso de inculturación de la teología, con base en un contexto que requiere idealmente del establecimiento de relaciones interculturales. Para tal propósito, se abordará, en primer lugar, la noción de interculturalidad desde una perspectiva antropológica, así como la relación y diferencias entre esta y la inculturación. En segunda instancia, se expondrá la forma en que se entiende y manifiesta la inculturación en escenarios socioreligiosos latinoamericanos. En esa misma línea, y para finalizar, se intentará resaltar cómo desde estos referentes la pastoral indígena y la inculturación de la teología se ha ido transformando para establecer una teopraxis que, con la intención de romper con modelos y estructuras eurocéntricas, se ha ido forjando, en principio, de manera similar a un proceso de comunicación intercultural, aunque sigue en proceso. Para ello, se ponen a disposición dos casos de comunidades mayas en México y Guatemala, y se contrasta entre ellas el proceso de inculturación de la teología.

La interculturalidad en la pastoral indígena y la inculturación de la teología

Desde un plano conceptual, la interculturalidad es reciente y polisémica. Se refiere a las relaciones que hay dentro de una sociedad y, por lo tanto, a un proceso comunicativo entre dos o más actores de diversos contextos sociales, culturales, económicos y religiosos que son distintos entre sí en el que interactúan el yo y el otro, en un intercambio de significados, ideas, intenciones, y con ello una forma de mirarse a sí mismo respecto del otro. Esto significa que la interculturalidad se “detiene en términos de cultura, etnicidad, lengua, denominación religiosa y/o nacionalidad” (Dietz, 2017, p. 192).

Bajo esta perspectiva, debe considerarse entonces un par de aspectos sobre la interculturalidad y el proceso de interacción que la favorece u obstaculiza, según sea el caso:

Desde esta perspectiva, una de las formas más efectivas para entender la interculturalidad puede ser desde la alteridad. Un punto de partida para este propósito es dejar de pensarla a partir de los rasgos físicos, y considerarla desde los rasgos culturales y otras categorías. Esto significa que, como señala Charles R. Hale (2007), la alteridad tiene un trasfondo neo-racista, es decir, no un racismo en su acepción fisiológica y biológica, sino a partir de la idea de que la gente es cultural e ideológicamente diferenciada, por lo tanto, se trata de una suerte de racismo sin raza con base en determinadas condiciones como el estatus socioeconómico, la competencia comunicativa, lingüística y cognitiva, el nivel de educación, y el grado de civilidad.

Desde esta posición de diferenciación entre el yo y el otro, para generar un escenario de interculturalidad y que, por lo tanto, exista una interacción o intercambio de saberes y cosmovisiones entre grupos culturales distintos conformados por la relación que se da entre el otro y el yo, es importante considerar otros aspectos como la experiencia misma. Esteban Krotz (2002) explica que la alteridad parte de la experiencia de la extrañeza y que no consiste en la imagen que se hace un sujeto determinado de otro, sino de otros aspectos como olores, sabores, sensaciones, climas, paisajes, entre otros. Así, “solamente la confrontación con las particularidades hasta entonces desconocidas de otros seres humanos —idioma, costumbres cotidianas, fiestas, ceremonias religiosas o cualquier otra cosa— proporciona la verdadera experiencia de extrañeza” (p. 57).

Aunado a esto, Raúl Fornet-Betancourt (2001) advierte que la interculturalidad se refiere a una suerte de diálogo que se abre a las perspectivas y opiniones de diferentes sociedades culturales, de tal forma que se contrastan dichas perspectivas, lo que genera una dinámica comunicativa continua. De esta manera, para hacer posible la interculturalidad, debe entenderse como una forma de relaciones de alteridades que incide en la disolución de una relación/interacción asimétrica de dominio del yo al otro desde la acción comunicativa; por lo tanto, el modelo de interacción yo-otro, bajo referentes etnocentristas y universales, se intenta hacer a un lado a partir de la idea de interculturalidad o diálogo intercultural, desde el momento en que se supere la idea de “ver al otro como un objeto de conocimiento y no como un sujeto de pensamiento propio pensante” (Fornet-Betancourt, 2001, p. 37).

Desde esta perspectiva, diferentes organismos e instancias han buscado generar escenarios de interculturalidad en busca de reducir el racismo, la desigualdad, la marginación y la exclusión, lo que no se constriñe solo en el aspecto físico y económico, sino sociocultural. Es por eso que desde la década de 1980 hasta hoy persiste una lucha por hacer valer los derechos culturales, a través del reconocimiento del otro como diferente, sin que esto implique excluirlo y, además, por romper con las lógicas y modelos del eurocentrismo que definen el grado de bienestar social desde nociones como civilidad o desarrollo.

Al respecto, se puede tomar el ejemplo expresado en los discursos de algunos líderes actuales como el Papa Francisco acerca de acabar con la cultura del descarte, lo que implica hacer visibles las alteridades —los pueblos indígenas y campesinos, niños, adultos mayores, pobres, entre otros sujetos sociales (Valtierra Zamudio y Illicachi Guzñay, 2019) e incluirlas. Sin embargo, la crítica y preocupación generada por la exclusión de aquellos otros que, por lo general, se concentran en los pobres, dominados y explotados, ya estaba presente desde hacía tiempo; aún antes de desarrollar el término interculturalidad.

En contextos socioreligiosos y de diversidad cultural —acaso de interculturalidad— como en África, hubo una fuerte actividad de pastoral cristiana desde la década de 1960. Esta no se concentró necesariamente en prácticas altruistas y asistencialistas, sino en la generación de alternativas que comenzaron a rendir frutos de forma paralela a los procesos de descolonización que se experimentaban en gran parte del continente.

Estas alternativas consistían en el desarrollo de una práctica pastoral, cuya meta era la liberación de los más desfavorecidos, por su pobreza material, pero también su explotación, lo que dio pie a una reflexión teológica que alentaba a muchos religiosos —católicos y no católicos— a luchar in situ para generar la conocida teología africana crítica. La base de esta teología se hizo extensiva en América Latina, pues su influencia en la acción fue definitiva durante la segunda mitad del siglo xx en contextos indígenas y campesinos a lo largo del subcontinente.

Esta teología puede pensarse como una suerte de síntesis de lo que se conocería tiempo después como teología de la liberación, pero también conlleva un proceso de comprender al otro; es decir, discernir su cosmovisión, su cultura, respetar su forma de expresar su religiosidad, lo que implica necesariamente descentrar y descolonizar la teología misma que, finalmente, se trata de una construcción a partir del eurocentrismo (González-Fernández, 1996). Esto es lo que se conoce como inculturación (Shorter, 1988), término que podría ser similar a la idea de interculturalidad, como la hemos expuesto, pero que va más allá de la creación de un escenario dialógico para pensar al otro de distinta forma y enfocarse en la fusión, incluso en la encarnación, con la cultura del otro2.

La inculturación también es un concepto relativamente reciente que, en tanto la fe se vuelve cultura, implica un reconocimiento de la diversidad cultural y, a su vez, un esfuerzo de la Iglesia al replantearse la articulación de cultura y fe. Sin embargo, como señala De França Miranda (2007), la inculturación se encuentra en curso; es un proceso que se manifiesta de diferentes formas en diversas partes del mundo, y “es profundamente ambiguo, porque la globalización cultural abriga elementos positivos y negativos, no siempre fácilmente discernibles” (De França Miranda, 2007, p. 11).

En principio, para entender la inculturación tiene que tomarse en cuenta el contexto sociocultural en el que la Iglesia debe quedar inmersa, así como hacer uso de un lenguaje y modo de vida propios de los miembros de ese contexto. Sin embargo, la idea de esta forma de acomodación no es suficiente para definir la inculturación. Solano-Pinzón (2018) explica que desde el momento en que la cultura se fecunda desde el interior y no desde el exterior, no puede entenderse la inculturación de la fe como algo que viene de fuera y se adapta a la cultura, sino que el cristianismo se impregna y se asimila en la cultura, es decir, se encarna.

El propio Solano-Pinzón (2018) alude a la obra del teólogo Gustavo Gutiérrez cuando se refiere a la apropiación de una matriz cultural, en particular la cultura popular latinoamericana, en donde se “desoculta Dios en los acontecimientos de la historia que viven las mujeres y los hombres que comparten dicha matriz” (Solano-Pinzón, 2018, p. 63). Esto es lo que se denominaría una inculturación de la espiritualidad, pero también esto explica que la inculturación de la fe, por un lado, se da “en el interior de una cultura que debe ser captada y vivida en otra cultura” (De França Miranda, 2007, p. 15); por el otro, que gran parte de la literatura sobre inculturación, se refiere a un proceso, del que hay pocos ejemplos que den cuenta de su praxis (Solano-Pinzón, 2018); y, por último, alude a un elemento o proceso específicamente religioso.

Solano-Pinzón (2018) menciona que Andrés Tornos adjudica la inculturación al antropólogo Melville Herskovits. Sin embargo, dicho antropólogo habla de enculturación, que no es lo mismo. Andrew Orta (2016), por su parte, explica que el término enculturación de Herskovits denota las formas en que un sujeto llega a ser un miembro socializado de una comunidad cultural, y que eso puede explicar grosso modo el término que deriva de esto, la inculturación. En este sentido, las características de la inculturación podrían ser cuatro, como se lee en el texto de Orta (2016):

  1. Un término relacionado con un asunto meramente cristiano relacionado con la traducción y realización de los significados y prácticas cristianas en diferentes contextos culturales.
  2. Una forma de reevangelización al presentarse oleadas de misioneros en América Latina (u otros lares) para completar lo que fue ampliamente visto como una deficiente evangelización colonial.
  3. Un esfuerzo para descontextualizar, en el que los misioneros son llamados algunas veces a abrazar rituales indígenas y católicos en una suerte de folclorización ritualística o catolicismo folk, como le denomina Virginia Garrard-Burnett (2005).
  4. Un desafío y llamado a reconsiderar las identidades locales, modificando la idea que se tiene de estas como rivales a convertir.

La primera diferencia entre interculturalidad e inculturación, entonces, es que esta última no plantea solo un escenario dialógico entre diferentes sujetos culturales para intercambio de símbolos, códigos y significados culturales con vistas a una convivencia armónica, sino que alude más a una inmersión y sembradura en la cultura desde dentro, por lo tanto, una encarnación. Pero alude también a la religión y ningún otro aspecto más.

Es menester mencionar que, al ser la inculturación un concepto que alude a un proceso, algo que aún no está terminado, quizá la idea más conveniente a exponer no es la teología de la inculturación, como se ha hecho llamar en muchos contextos del sureste mexicano y norte de Guatemala, sino una inculturación de la teología. A continuación, nos concentraremos en desarrollar la idea de inculturación de la teología.

La inculturación de la teología en contextos indígenas

En América Latina, a partir del mensaje que se traduce del Concilio Vaticano II y la CELAM de Medellín, la teología de la liberación, y la opción por el pobre y liberación del oprimido fueron el camino a seguir. La polémica que también se centraba en esta atmósfera de discusión era el carácter eurocéntrico de la práctica misionera que antropólogos como Gerardo Reichel-Dolmatoff (1972) tachaban de etnocida. Diversos grupos religiosos católicos y no católicos, desde la década de 1960, y con mayor intensidad en la década de 1970, modificaron su acción pastoral para establecer un diálogo con los diferentes grupos sociales con los que interactuaban unidos por una meta en común en relación con su liberación, pero en la que se buscaba comprender de forma recíproca los rasgos culturales.

Para organismos como la Iglesia católica, a través del Concilio Vaticano II, la noción de otredad queda implícita y se asume que es parte de la perspectiva cristiana, en que el otro no debe ser un extraño, sino concebirse como un sí mismo y amarlo. Al respecto, hay una mención en la carta a los Corintios San Pablo “me he hecho todo para todos con el fin de salvar, por todos los medios, a algunos” (1 Corintios 9: 22, Biblia Latinoamericana). Aquí él expresa un mensaje acerca de tratar de romper con esa diferenciación del yo y el otro; es decir, se debe concebir al otro como aquel al que el yo cristiano debe convertirse. Desde esta perspectiva, que podría aludir a una forma de adaptarse al otro para ganarlo en pos de la causa cristiana, el yo se encarna en el otro, al igual que el mensaje cristiano.

En ese sentido, la inculturación es la encarnación del mensaje cristiano. No se trata solo de una adaptación o acomodación, sino de una asimilación; es ponerse en el lugar del otro, tal como la idea bajtiniana de exotopía, es decir, una suerte de posicionamiento recíproco de los actores que interactúan entre sí o como una forma de relaciones de alteridades:

Cuando nos estamos mirando, dos mundos diferentes se reflejan en nuestras pupilas. Para reducir al mínimo esta diferencia de horizontes, se puede adoptar una postura más adecuada, pero para eliminar la diferencia es necesario que los dos se fundan en uno, que se vuelvan una misma persona (Bajtín, 2003, p. 29).

Desde esta perspectiva, la inculturación podría pensarse más que una fusión o asimilación; es decir, como una vía de discernimiento mutuo que genera un proceso comunicativo o dialógico. En la práctica este proceso de inculturación podría observarse desde el momento en que se intenta generar espacios o escenarios dialógicos —por lo tanto, interculturales— pero sigue siendo un proceso sin que llegue a ser inculturación como tal. Podría pensarse, incluso, que la inculturación es una suerte de ideal que, sin embargo, ha sido toral en la transformación de la pastoral en América Latina, aun antes de utilizarse como concepto.

Un ejemplo claro de esto es el de la Iglesia pentecostal en el Chaco argentino o los menonitas a través de la Iglesia Evangélica Unida con los toba, donde compartían con grupos indígenas de la región, conocían y discernían las teologías de estos, al grado de experimentar una inculturación del evangelio y con ello comenzar a hablar de una teología de la inculturación3.

La encarnación o inculturación advierte un paradigma que se forja con la presencia de la figura sacralizada de Jesucristo, cuya narrativa resalta que nació entre seres humanos, como un hombre, que socializó y adquirió una cultura humana. Esta encarnación del Verbo también es una encarnación del mensaje cristiano en la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, la inculturación no es solo insertar el mensaje cristiano en una cultura no cristiana ni se relaciona con la idea de que la fe cristiana debe basarse en una forma cultural para existir, porque el cristianismo se expresa y se concreta a través de la cultura, y no con base en esta.

Shorter (1988) advierte que la inculturación es cuando el mensaje cristiano o el Evangelio transforma una cultura y, al mismo tiempo, la cristiandad es transformada en la manera en que el mensaje es formulado y reinterpretado de nuevo. Para Solano-Pinzón (2016) la inculturación va más allá, pues es un proceso de apropiación de una cultura para poder repensar, decir, vivir y celebrar desde ella la forma en que se desoculta Dios. Al respecto, es importante destacar la idea de apropiación, pues sin esta no es posible comprender y, por lo tanto, no se estrecha la distancia entre una cultura y otra.

En ambas concepciones, destaca el carácter de reciprocidad relativa en un escenario de horizontalidad y de asimilación, a diferencia de otros momentos históricos en los que estas relaciones yo-otro yacían en el dominio, imposición y coerción de un grupo a otro, en ocasiones no directamente, en una suerte de aculturación, la cual más allá de aludir a la incorporación, por lo general sin violencia, de rasgos culturales de una cultura distinta a la propia, también implica desarraigar o desculturizar algo de la cultura propia o precedente (Ortiz, 1978), situación que expresa un escenario de relaciones de poder, distinto al pretendido en la interculturalidad y la inculturación (Pérez-Brignoli, 2017).

Sin embargo, Shorter (1988) advierte que, en el proceso de inculturación de la fe, los misioneros sí buscan características culturales y expresiones de los locales para adaptar el mensaje y que este sea entendido; en otras palabras, una forma de “descontextualizar las narrativas cristianas de sus referencias culturales de occidente y reposicionarlas dentro de un ‘telos’ o cosmovisión” (Garrard-Burnett, 2005, pp. 49-50).

En este sentido, la inculturación conlleva un elemento teológico sobre la manera en que se presenta el mensaje cristiano. Más allá de una mezcla de creencias religiosas, se trata de características religiosas y culturales no cristianas que se añaden al mensaje cristiano, conservando a su vez una base universalista; es decir, que “está atada a una cultura patrona o universal” (Suess, 1993, p. 156).

La concepción de la inculturación se concreta en una praxis pastoral con un contenido eclesiológico, razón por la que se puede entender como una teología de la inculturación (Mariz & Theije, 2008). Esta teopraxis en contextos indígenas generó polémica en América Latina y otras latitudes, por separarse de la universalidad de la Iglesia, lo que indica una postura institucionalizada de la pastoral que fue defendida por misioneros y agentes de pastoral como Pablo Richard (1998), quien aclaraba que la teología de la inculturación no busca oponerse a la

oficialidad de la Iglesia, refugiándose en la microestructura étnica y social, sino a la construcción de la universalidad a partir de unidades pequeñas que estén fortalecidas en su identidad y sean capaces de articularse entre sí en un horizonte que permita transformaciones globales (pp. 58-59).

Existe polémica también en otros sectores, sobre todo el académico, acerca de si es o no posible la inculturación, y si esta conlleva una serie de referentes institucionales eclesiásticos y, por lo tanto, coloniales. En primer lugar, la utopía que esto representa, aclara Pilar Gil Tébar (1997), sería posible si la Iglesia, y su pastoral, hace que sus agentes de pastoral y misioneros conozcan con profundidad la cultura del otro. Pero también que los misioneros comprendan que la presencia de Dios no está en el rito cristiano, sino en la población misma, en su cultura, creencias, manifestaciones comunitarias indígenas. Esto se asume con claridad a partir de la forma en que los misioneros explican qué es la inculturación:

inculturación es que realmente te metes en la cultura, aprendes la cultura, conoces la cultura, ves la manera como mira la cultura y a partir de ahí, empiezas a dialogar con la cultura (…) Cuando ya eres capaz de entender cómo entiende el mundo el indígena, entonces ya puedo dar propuestas desde esa visión porque si no estás imponiendo una manera de ser (comunicación personal con G. Torres, FMS, 27 de noviembre de 2008)

Por otro lado, el papel de la Iglesia a través de la teología de la inculturación es rescatar de las formas culturales religiosas indígenas sus formas de organización, estructuras jerárquicas, símbolos y formas de predicación. En otras palabras, forjar una Iglesia autóctona o revestida del ropaje cultural indígena, lo que rompe con la idea institucionalizada y únicamente universalista de la teología y la pastoral (Gil Tébar, 1997).

En términos amplios, la inculturación de la teología —más que la teología de la inculturación— se puede pensar como una acción ideal que busca romper con la idea de un colonialismo religioso o una forma de descentrar la práctica pastoral y la teología, asimilando las bases culturales de los grupos indígenas o autóctonos con los que se presenta; incluso se puede pensar como una forma de adaptarse para llevar a cabo una práctica según el mensaje cristiano.

En suma, si se entiende que la interculturalidad se asume como un escenario que, además de proporcionar la convergencia de dos sujetos o actores física y culturalmente distintos, “cifra su desempeño en la comunicación, en el intercambio de significaciones y la resignificación de los significados intercambiados” (Pech Salvador, Rizo García & Romeu Alday, 2009, p. 34); se diferencia de la inculturación desde el momento en que esta también conlleva un intercambio simbólico y de significaciones, solo que en y a través del mensaje cristiano; es decir, implica un encuentro de universos simbólicos, cosmovisiones y ritualidades distintas que generen un proceso de intercambio comunicativo, y una suerte de asimilación cultural en una mecánica constante, recíproca, horizontal, con la mínima probabilidad de generarse una asimetría y relaciones de poder entre el yo y el otro.

El escenario en el que se genera la interculturalidad, y en el que podría recaer idealmente la teología de la inculturación a través de la pastoral indígena, consiste en un planteamiento desde el cristianismo, a través de la Iglesia católica u organismos no católicos, que pretende una aproximación distinta a los grupos autóctonos creyentes, partiendo de las bases en términos de los roles o cargos étnicos, para transmitir y manifestar el mensaje cristiano dentro de los patrones culturales autóctonos (Gil Tébar, 1997). Una forma conveniente de comprender la teopraxis desde la inculturación y la generación de una plataforma de interacción intercultural es a través de las prácticas propias de la pastoral indígena, como se abordará a continuación.

Inculturando la teología: experiencias en México y Guatemala

Al entender que la inculturación es una forma de encarnarse en la cultura, es claro que su propósito conlleva aspectos más de tipo religioso y espiritual/metafísico que solo comunicativos. Esto significa que, si bien sugiere un mecanismo de comunicación intercultural, también implica el inicio de la construcción de un escenario intercultural porque a través de la inculturación se busca pensar al otro de una forma que va más allá de lo exótico; es decir, pensarlo diferente y como poseedor de un pensamiento propio. Pero también, porque trata de descentrar la teología y praxis religiosa tradicionalmente eurocéntrica, a una policéntrica y vernácula.

Desde una perspectiva más tangible, la inculturación de la teología pretende desarrollarse en eventos y prácticas en que convergen los actores, y donde se da una forma de trasmisión de principios y rasgos cultuales, discursivos y de significados que se sintetizan. Ejemplos de esto son los cursos de catequistas, encuentros de teología india y rituales que forman parte de la cotidianeidad, en donde no solo se reúnen misioneros e indígenas con distintos rasgos culturales y formas de expresión religiosa, sino que se trata de encuentros en los que se comparten formas de experimentar los cultos.

Ciertamente, no siempre estas formas de generar un espacio para compartir y dialogar cumplen con las metas que se tienen desde la inculturación, pues existen muchos elementos expresados, en este caso, por los indígenas, que son reinterpretados por los misioneros y no comprendidos; por lo tanto, no hay un intercambio, ni discernimiento de significaciones. Esto complica y genera obstáculos para que se dé el proceso de inculturación de la teología, pues la reinterpretación induce, por lo general, a una posición de dominio de uno hacia el otro. Pero en el proceso, sí hay algunos rasgos de inculturación.

Para ilustrar esto de mejor forma, se han elegido dos escenarios presumiblemente interculturales en los que se intenta desarrollar un proceso de inculturación de la teología. El primero tiene lugar en la comunidad de origen kanjobal, Rizo de Oro, Chiapas, México, donde se desarrolla un evento conocido como Curso para catequistas indígenas, llevado a cabo por una misión católica marista el 23 de octubre de 2008, con el fin de reflexionar, formar y definir los elementos simbólicos y la ritualidad maya que ‘deberían’ conocer los catequistas indígenas por el hecho de ser mayas. En el otro caso se trata del Día de todos santos, el 1 de noviembre de 2008, en la población de Santa María Chiquimula, Guatemala, en que se acompañó a un sacerdote o guía espiritual maya que ha trabajado con la misión jesuita de ese lugar en los procesos de inculturación y teología india.

Rizo de Oro, Chiapas

En México, en el estado de Chiapas, la Misión de Guadalupe de los hermanos maristas trabaja con grupos indígenas desde la década de 1960. Una de sus actividades principales es la formación de catequistas indígenas que facilitarían mucho su obra pastoral y la manera de hacerlo era a través de cursos en los que se impartía instrucción bíblica y educación pastoral. En la actualidad, estos cursos han modificado no solo su formato, sino también los contenidos con la idea de encarnar el Evangelio en las culturas de los indígenas y dejar de pensarlos como sujetos pasivos y adoctrinados, tomando en consideración sus formas de expresión religiosa y su cosmovisión como pilares de la lectura del mensaje cristiano.

De acuerdo con esto, la puesta en marcha de cursos de catequistas indígenas para actualizar y capacitar a estos individuos sigue vigente. En la población de Rizo de Oro, Chiapas, se llevó a cabo uno de estos cursos, en donde el tema principal era el altar maya4, hacer una síntesis de cómo este se constituye y la importancia de sus elementos para la cultura mayense a la que se asume que pertenece la comunidad.

Durante el encuentro, una misionera mestiza que estaba a cargo de desarrollar uno de los temas, hablaba de la importancia del altar maya y de los elementos que lo conforman como parte de los valores ancestrales de su pueblo. El encuentro fue interesante y, a través de un registro etnográfico, se logró percibir una serie de actitudes y reacciones cuando la misionera se dirigía a los catequistas, así como cada vez que hacía referencia al altar maya.

La reacción que se veía en el rostro de los catequistas kanjobales era de desconcierto, cuando la agente de pastoral [misionera] hacía mención de antiguos gobernadores mayas como Pakal, el calendario tzolkin y otros elementos que, según ella, era parte de su cultura, que estaba dormida en ellos y que debía despertarse para mostrar su verdadera identidad (notas de campo, 23 de octubre de 2008).

Ciertamente, el desconcierto de los indígenas se debía a que los elementos que la misionera mencionaba no correspondían ni remotamente al pasado histórico de estas comunidades —que, por lo general, son de reciente creación— ni se sentían familiarizados con esto. Esto se corrobora al investigar más sobre el origen del pueblo y su gente, pues al ser una comunidad kanjobal, es claro que hablar del señor Pakal de Palenque o el calendario tzolkin de origen quiché, no cobra sentido en ellos. Se da una reinterpretación de lo que debe ser esa cultura por el hecho de que su lengua es de adscripción mayense.

En este ejemplo no se está dando una praxis de comunicación intercultural. Los intentos de establecer un escenario dialogante, a partir de este proceso de inculturación, no es exitoso sino hasta que empiezan a compartir y encontrar algunos puntos en común. Un ejemplo de esto es el altar maya que, aunque no es algo con lo que en esa época se sintieran familiarizados, sí se relacionaba con elementos propios de sus cultos y rasgos culturales como el rito que llevan a cabo en la época de cosecha, el culto a la tierra o la ceiba5. Además, existen muchos elementos en el altar maya y en esta forma de ritual propios del cristianismo, con los que sí están familiarizados y son practicantes.

El momento de compartir elementos comunes y de comprender significados es el inicio de un proceso comunicativo que llevaría a la interculturalidad, pero aún no es suficiente. Aquí entra el factor de la temporalidad, porque los misioneros con amplia experiencia y prolongado contacto con los indígenas logran discernir con más facilidad la cosmovisión y ritualidad de los indígenas. En Rizo de Oro esto no se da. De hecho, estos cursos consisten en un encuentro breve que impide un proceso complejo como el de la inculturación, por lo tanto, la interculturalidad. Diferente es el caso de Guatemala, el cual se expondrá a continuación.

Santa María Chiquimula, Guatemala

En esta localidad del departamento de Totonicapán, en Guatemala, se encuentra una misión jesuita que ha trabajado con la población quiché en los procesos de teología india e inculturación. La característica de esta población es que los quichés han podido adaptarse muy bien al cristianismo, sin renunciar a sus creencias y su ritualidad que expresan a través de los símbolos del altar maya, el calendario tzolkin y eventos importantes como los nombramientos de nuevos cargos, en donde usan elementos propios de su cosmovisión y religiosidad quiché6.

El 01 de noviembre de 2008, Día de todos santos en Santa María Chiquimula, se acudió al panteón de la localidad, acompañados de un líder espiritual quiché que ha trabajado desde muy joven con la misión jesuita en calidad de catequista, pero también como asesor en las cuestiones de espiritualidad y ritualidad maya quiché, razón por la que él se concibe como sacerdote maya.

En este recorrido por el cementerio se observaban familias encendiendo candelas, decorando las tumbas y colocando platillos sobre estas. Es una imagen común en muchos pueblos de México y Guatemala. Pero lo que llama la atención son los rituales, el uso del copal, los rezos en k’iche’, y las flores, grano de maíz y frutos de los colores del altar maya que disponen sobre las tumbas, que aluden a una práctica exclusivamente quiché, pero también cristiana. La explicación del líder espiritual es que los rezos, los colores de los adornos y los símbolos del tzolkin que representan el nahual del difunto, es una forma de comunicarse con los ancestros o abuelos, como parte de una tradición maya (notas de campo, 01 de noviembre de 2008).

Tiempo después, cuando se le preguntó acerca de lo que habíamos experimentado en ese lugar y si eso no se contraponía al cristianismo, su respuesta fue que la espiritualidad maya no estaba peleada con el cristianismo, que ellos como quichés pueden navegar los dos ríos, aludiendo a los dos rituales y las dos manifestaciones culturales, porque el mensaje de Dios y el cristianismo está encarnado en los quichés y los quichés en el cristianismo (notas de campo, 02 de diciembre de 2008).

Desde esta perspectiva, el líder habla de una forma de inculturación porque se interactúa y se conjugan las dos formas de ritualidad y religiosidad. Sobre esta experiencia se entrevistó a un misionero jesuita de esta localidad, Ricardo Falla, quien explicó la forma en la que los misioneros cristianos se han inculturado en la ritualidad y cosmovisión de los quichés con el tiempo, pues

hay algunos que dicen que lo que se dio ahí, a pesar de que tiraron muchos símbolos [mayas] al barranco, sin embargo, fue verdadera inculturación, se apropiaron del verdadero mensaje cristiano (…) se ve como una liberación de las culturas de los antepasados (comunicación personal con Ricardo Falla, Santa María Chiquimula, Guatemala, 2 de noviembre de 2008).

Aquí los misioneros han aprendido de los quichés y se han fundido en sus manifestaciones religiosas en la fe cristiana. Con base en la información etnográfica registrada, el testimonio del líder espiritual maya y el misionero jesuita, lo que se puede obtener de la experiencia en Guatemala, a diferencia de Chiapas, es la forma en que, de tiempo atrás, los espacios de diálogo e interacción intercultural se fueron gestando de forma paulatina en un mismo territorio ancestral, con la constante interacción y en la cotidianeidad, hasta superar en muchos aspectos la comunicación y gestar una ritualidad sintetizada, respetada y discernida; es decir, inculturada.

A diferencia del ejemplo expuesto en el apartado precedente, el proceso de inculturación no se da a partir de un evento en el que se expone la necesidad de asumir algunos rasgos, nociones y elementos culturales como un calendario o un personaje histórico, para que despierte la identidad indígena. Se trata de ir construyendo un espacio en el que se compartan elementos en común, que se diluya la forma en que el misionero concibe al indígena como receptor, aletargado o falto de cultura. Se busca pensar al otro de manera distinta y evitar que el cristianismo imponga sus bases eurocéntricas y sus lógicas pastorales asistencialistas.

Para el líder espiritual maya la inculturación se da en la interacción y se manifiesta en el ritual, los rezos y los símbolos que son quichés, pero están inmersos en la cristiandad. Para el misionero jesuita, la apropiación del mensaje cristiano, mientras conservaban su cultura maya (lengua, símbolos, rezos, entre otros), es inculturación, y sobre eso trabajan los misioneros que abrazan esta teopraxis.

En Rizo de Oro, Chiapas, a pesar de la reinterpretación o reinvención de lo que deben saber y lo que debe despertar en ellos para ser mayas, se empieza a dar una comunicación cuando localizan aspectos comunes como los símbolos de los colores y la cruz cristiana, pero no es suficiente para pensar en un escenario intercultural ni en una inculturación de la fe, pues no se trata solo de encontrar puntos comunes, sino generar un discernimiento recíproco constante que incluye rasgos culturales, ideológicos, sociales, entre otros, mucho más amplios.

En este orden de ideas, hay una serie de reflexiones para hacer sobre la teología de la inculturación o la inculturación de la teología, y cómo la acción pastoral (indígena) se ha ido transformando hasta establecer una teopraxis más próxima a la asimilación y encarnación del mensaje cristiano a partir del respeto, discernimiento y diálogo con las culturas indígenas y su cosmovisión.

Consideraciones finales

La construcción de un escenario en el que converjan actores con diferentes credos, rasgos culturales, ideologías y cosmovisiones, que además puedan comunicarse sin generar por esas diferencias una situación de exclusión y discriminación, ha sido un ideal por el que se lucha en distintos ámbitos. Por ejemplo, desde el catolicismo y otras confesiones cristianas no católicas, a partir de finales de los años cincuenta, se conformaron sectores de religiosos y laicos que han trabajado para hacer posible no solo la reducción de la pobreza y el alcance de la vida digna de los sectores más desfavorecidos, sino lograr una comunicación cabal y un ambiente de horizontalidad entre los pueblos.

La vía para lograr estas metas es romper con estereotipos y calificativos que rechazan o sobajan al otro, y que se basan en ideas y preceptos eurocéntricos; es decir, principios basados en conceptos como modernidad o civilidad que definen al otro, según sus características como atrasado, menor de edad, sin cultura, entre otros aspectos que ya se han mencionado al principio del texto. A esto se refiere, en parte, Fornet-Betancourt (2001) cuando habla de pensar diferente al otro, asumir que este tiene un pensamiento propio y concebirlo como un individuo sin los estereotipos que han predominado desde una perspectiva colonial.

Este afán de generar un contexto intercultural también es parte de la meta del cristianismo desde antes de la existencia de este concepto, pero, además, hay una incesante búsqueda para discernir las culturas diversas en la fe. Es por ello que la inculturación parte de una propuesta que podría pensarse como intercultural, y al mismo tiempo trasciende la interculturalidad misma desde el momento en que, desde la religión, se ha buscado una forma de acción pastoral enfocada en el respeto y discernimiento de la cultura y cosmovisión del otro, a partir del desarraigo y descentralización de la teología. Sin embargo, la cuestión aquí es la factibilidad de estas propuestas para lograrlo y cómo hacerlo. Deben tomarse en consideración, en primer lugar, los principales obstáculos para alcanzar estos propósitos. La ideología colonialista y dominante que lleva a cuestas el misionero e interpreta al otro como pasivo, incluso inferior, es uno de estos obstáculos, pero también la formación de grupos de poder y liderazgos que controlan los espacios de interacción, y hablan por el otro, indirectamente lo silencian.

Sobre este aspecto, las palabras de una misionera católica tzotzil definen bien las circunstancias:

el problema es que todavía no está en nuestras manos [la teología india]. Hace falta más compromiso. En la coordinación, si acaso está un indígena es porque es principal. Entiendo que es un espacio espiritual muy nuestro y que no todos van a vivir o entender lo de nosotros, entonces ¿por qué los que coordinan estos espacios son en su mayoría caxlanes [mestizos]? (comunicación personal con María de la Luz Alcázar, 24 de septiembre de 2010).

Por el contrario, se considera que la temporalidad es uno de los elementos necesarios para lograr establecer un contexto intercultural de diálogo e inculturación, que se cumple en el caso de Santa María Chiquimula; es decir, el tiempo que los misioneros han interactuado con los pueblos indígenas de forma constante, incluso permanente, lleva al discernimiento de los rasgos culturales de estos, incluyendo aspectos del ritual autóctono propio, para verlo desde el cristianismo, que se ha transmitido a través de varias generaciones. El caso contrario ocurre con los kanjobales de Rizo de Oro, Chiapas, pues han tenido rupturas generadas por su movilidad territorial.

Con esto hay un proceso muy avanzado de asumir al otro como un sujeto o una sociedad con pensamiento propio, lo que implica dejar de ver al otro y su contexto como extraño. Aunque es evidente que en Santa María Chiquimula hubo un proceso de colonialismo religioso, en la actualidad se observan los resultados de décadas de interacción y trabajo de inculturación, que no solo inculturación del Evangelio. Es claro, aún el día de hoy, que no puede hablarse de una inculturación completa. Aún hay procesos de discernimiento recíproco para romper con el dominio de unos (misioneros) sobre otros. Sin embargo, es visible la forma en que, tanto misioneros como quichés, han logrado entretejer de forma dialogante y sin coerción los fundamentos del cristianismo, con la cosmovisión y prácticas ritualistas quichés, de tal forma que practican cultos en la cotidianeidad desde esta síntesis, no en espacios artificiales, sino en todo momento y cualquier lugar común de la comunidad.

Conflicto de interés

Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

Referencias

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Notas de autores

Jorge Valtierra Zamudio

Doctor en Antropología del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Investigador de la Universidad La Salle, Ciudad de México, México. Miembro del grupo de investigación Estudios sobre justicia social, pobreza y desigualdad. Contacto: jorgevaltierra@lasalle.mx, ORCID: 0000-0003-3681-7867

Felipe Gaytán Alcalá

Doctor en Sociología del Colegio de México (COLMEX). Investigador de la Universidad La Salle, Ciudad de México, México. Contacto: felipe.gaytan@lasalle.mx, ORCID: 0000-0002-1409-017X.


1 La antropóloga Enriqueta Lerma utiliza el término teopraxis con base en la noción de Gustavo Gutiérrez, considerado como uno de los fundadores de la teología de la liberación, en cuanto a que “a Dios se le practica” (Lerma, 2019); es decir, una praxis que pretende mostrar a Dios a través de llevar su Palabra, aproximarse o volverse prójimo del pobre, y luchar por una justicia social a favor de la vida y derechos del pobre.

2 Es importante aclarar que el término inculturación existía como tal en la década de 1960. Se trata, según Anscar Chupungco (2005), de un neologismo que surge en el contexto de los misioneros cristianos no católicos, y se hizo extensivo de forma paulatina desde la década de 1970 hasta su mayor difusión en el catolicismo en la década de 1990.

3 Para Ceriani Cernadas y Citro (2005), la Iglesia Evangélica Unida logró, antes que la Iglesia católica, una forma de síntesis religiosa a partir de la afinidad del shamanismo y el pentecostalismo del grupo toba en la misión Nam Cum. Pero, más allá de esa afinidad religiosa y la asimilación teológico-cultural —o quizá reinterpretación religiosa— los menonitas habían buscado comprender los problemas, necesidades y la cultura misma de los toba, para encarnar su misión en el otro.

4 El altar maya consiste en colocar sobre el piso en forma de círculo una serie de flores, granos de maíz y otros elementos de cuatro colores que representan cada uno los puntos cardinales. El rojo, el este; negro, oeste; amarillo, norte y blanco, sur. Además de los puntos cardinales, el negro representa la noche y la muerte, el rojo el amanecer y la vida eterna, el amarillo la vida terrena y el blanco los ancestros. Al centro del altar que es verde y/o azul, se coloca un crucifijo, que significa unión de la tierra y el cielo (notas de campo, 13 de abril de 2008). Sin embargo, aunque este altar representa la cosmovisión maya, también está inserto el cristianismo.

5 Árbol selvático de gran altura que simboliza la unión del cielo y la tierra.

6 A diferencia del caso de Rizo de Oro, en Santa María Chiquimula los quichés han habitado desde hace varios siglos. En cambio los kanjobales, en especial los de esta comunidad, habían sido grupos migrantes que poblaron esta zona hace cuarenta años. Por eso no están familiarizados con los elementos culturales y rituales propuestos por los misioneros en el curso de los catequistas.