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Jaramillo, V. R. (2020). Hermenéutica simbólica. Perseitas, 8, pp 311-327. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3674

Hermenéutica simbólica

Symbolic Hermeneutics

Artículo de reflexión no derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3674

Recibido: 3 de abril de 2020 / Aceptado: 16 de junio de 2020 / Publicado: 16 de julio de 2020

Víctor Raúl Jaramillo

Resumen

Este artículo pretende una mirada que vincule de nuevo lo que ha sido roto. Es una suma de sentidos —mediados por el acontecer académico— que buscan relacionar el lenguaje a través del estudio del símbolo, y su dimensión cultural y existencial. Todo, como reflejo de una interpretación cada vez más dada a ampliar su horizonte, pese a las evidentes restricciones. Aquí se intenta la relación de la palabra como concepto, como extensión imaginaria o metafórica si se quiere, y sus posibilidades para alcanzar una comprensión de los diferentes aspectos de la conducta y la razón humanas. Siempre conscientes de la dificultad que tal tarea exige, dispuestos a aceptar una derrota en el empeño.

Palabras clave

Creación; Diálogo; Diferencia; Hermenéutica; Interpretación; Lenguaje; Semejanza; Sentido; Símbolo.

Abstract

This article aims at a look that links back what has been broken. It is a sum of meanings — mediated by academic events — that seek to relate language through the study of the symbol and its cultural and existential dimension. Everything, as a reflection of an interpretation increasingly given to broadening its horizon, despite the obvious restrictions. Here, we try to relate the word as a concept, as an imaginary or metaphorical extension, and its possibilities to reach an understanding of the different aspects of human behavior and reason. Always aware of the difficulty that such a task requires, ready to accept a defeat in the effort.

Keywords

Creation; Difference; Dialogue; Hermeneutics; Interpretation; Language; Symbol; Sense; Likeness.

Había enseñado Platón que el logos comunicativo puede adoptar dos formas distintas y producir, en consecuencia, dos distintos efectos psicológicos. Hay por una parte el logos dialéctico, el cual, mediante razonamientos convincentes, fuerza a conocer y reconocer la verdad; está por otro lado el logos mítico, que a favor de la persuasión es capaz de suscitar creencias y mover a una resuelta aceptación de lo que con él se dice.

Pedro Laín Entralgo

Abrir la puerta y dar la bienvenida

La hermenéutica es la filosofía de la interpretación y su acción está ligada al hecho de valorar el ser desde su proximidad integral con el lenguaje. El hombre, en tanto ser que se desenvuelve en una cultura plural, y al mismo tiempo guarda diferencias en su interpretación individual sobre los hechos y sobre las cosas de dicha cultura, es objeto de estudio de la hermenéutica que lo liga a conceptos como tiempo, energía, transformación, creatividad y sentido.

La hermenéutica se presenta como un canal de comprensión del sistema simbólico, como una adecuación de lo imaginario, lo que en la simbología hermenéutica llamaríamos: el diálogo entre el Eros y el Logos; lo imaginario y la ley simbólica respectivamente.

Una de las preocupaciones más latentes de la hermenéutica actual es el lenguaje y su sentido; y su estudio ha desembocado en las llamadas mediaciones simbólicas. Existen actividades interdisciplinarias que estudian e investigan sobre las situaciones en las que el hombre emprende las campañas heroicas del conocimiento. La hermenéutica aparece entonces como una vinculación directa de dichas campañas o acciones en vías del encuentro con un hombre hermanado con la dialéctica. Es así como varias disciplinas como la filosofía, la antropología, la sicología, la poética, entre otras, introducen el problema de la comprensión del sentido y la comunicación entre el hombre y el mundo, y entre el hombre y el hombre mismo; entre la unidad y la multiplicidad, la luz y la sombra, la verdad y la mentira, la esclavitud y la libertad.

Para llegar a esa comprensión, estas disciplinas han tomado de la mano al mito y le han pedido que hable, pues no es un problema del pasado que hay que superar, la verdad es otra y su voz podría clarificar ciertos problemas de la interpretación de nuestros días, del quehacer cotidiano que en su insistir en lo mismo replantea una y otra vez el pensamiento de la aniquilación que nos devuelve al vacío donde espera toda semilla el tiempo de su creación; y sigue esperando, porque la vida ha tomado otro camino y se ha separado de su muerte y parece que no nos volveremos a encontrar, sin que importe el lado en que nos hallemos. Por eso debemos actuar en virtud de una conciencia creadora, interpretando la posesión viva de la muerte, el sentarse con nosotros mismos para asumir esa muerte, porque “asumirse a sí mismo es hoy rebelarse contra la muerte enajenada y asumir la muerte propia” (Ortiz-Osés, 1986, p. 3).

Es, pues, propio de la hermenéutica dar la pauta para determinar la libertad interior de nuestros propios sistemas ordenados por el lenguaje, y comunicados entre sí a través de símbolos, como una interconexión de contrarios, como un reconocimiento del ángel y el demonio, como una puerta que podría ser la entrada, pero que también podría ser la salida. En otras palabras, partir de nosotros mismos en la comprensión de un estudio interpretativo del saber hacia el mundo que se nos presenta. Es decir, lograr una metodología interpretativa de los símbolos comunes de una forma individual, sin dejar a un lado la importancia del pensamiento simbólico que se ha establecido en la cultura. Porque como lo dice Luis Garagalza (1990): “No hay conocimiento sin interpretación” (p. 17).

Los símbolos también son lenguaje, a pesar de ser símbolos abstractos; pero en el momento de una interpretación, más que símbolos, necesitamos palabras, relaciones. Y para comprender el sentido que se desprende de la interpretación debemos emplear ese sentido, activarlo en una comprensión efectiva para, de ese modo, vincularlo al lenguaje que como dice Octavio Paz (1986): “En su realidad última, se nos escapa” (p. 31).

Es preciso decir que el lenguaje nos llega de una manera natural y que su situación en torno al problema de la interpretación representa el hecho de estar presente, en tanto se nombra lo desconocido; es decir, el carácter ausente del lenguaje mismo. En el momento de la interpretación de los símbolos, estos adquieren esa significación encauzada por la experiencia humana, esto es, a partir de su propio lenguaje y su forma representativa. Ahora bien, la esencia de ese lenguaje es simbólica porque como dice Octavio Paz (1986): “consiste en representar un elemento de la realidad por otro” (p. 34). Convenir en el vínculo del significado, llegar a la semejanza en el momento de la captación, como decir que una mano cerrada representa la fuerza y un círculo la totalidad; y que ambas representaciones nos traducen imágenes con significado.

Esta realidad transmitida a varios cuerpos simbólicos acusa cierta revelación desde el sentido de lo naciente, cierta comunicación con lo divino. A partir de ella, la pluralidad que se sitúa en la dirección del lenguaje nos muestra, como es propio de la hermenéutica simbólica del sentido, la mediación entre los contrarios que se afirman en la experiencia de lo nuevo que despierta el significado oculto de las cosas, la imagen originaria que nos comunica con ese conocimiento íntimo que reposa en nosotros, y que se revela creadoramente, fundando un pensamiento desde la imaginación, lo que se ha entendido a partir de las investigaciones de Carl Gustav Jung como la instauración de arquetipos, de mitos que producen la representación encarnando el contenido temporal de la palabra que completa al hombre desde su individualidad, desde su acercamiento al mundo como lenguaje.

La función, pues, de dicho lenguaje, traducido en símbolos, se emparenta con el inconsciente, en la medida en que dichos símbolos representan una comunicación con esa mente originaria que se va perdiendo poco a poco a medida que el hombre desarrolla su conciencia. Jung (1995), en su libro El Hombre y sus Símbolos, explica cómo esa mente originaria, a la cual también llama la totalidad de la personalidad del hombre, tiene que ver con cierta energía psíquica primitiva y a su respecto dice que la mente consciente jamás la conoció. Los símbolos entonces, que se muestran por el inconsciente a través de los sueños, nos involucran con características del espacio y el tiempo antiguos que imprimieron su huella en nuestra vida. De ahí que los símbolos nos ayuden a descubrir, que los arquetipos se fundamenten para desarrollar un lazo de autorreflexión crítica con nosotros y el mundo, con el lenguaje como mundo, como vida que se hila, como circunstancia donde se encuentra el hombre traduciendo el mundo a su propio lenguaje. Lenguaje que varía, que toma posiciones en cuanto a una verdad que resulta, por esto, relativa, parcial, en esa recreación humanizadora en la que según Luis Garagalza (1994),

ya no importa tanto el criterio de verdad como el criterio de la vida -porque-, lo que está en cuestión ahora no es la verdad o falsedad de algo, sino más bien en qué medida ese algo es ventajoso para la vida (p. 14).

Sin embargo, para llegar a este hecho, debemos tener en cuenta la comprensión como medida efectiva de una dimensión humana, que intenta llevar a buen puerto su actividad creadora, porque determinar lo que es ventajoso para la vida implica la productividad, la esencia creadora. Y para eso se debe ejercitar el hombre en su quehacer cotidiano, en su planteamiento total de la vida a partir de la compresión y el sentido, del entendimiento y del conocer que lo abisman, para luego mostrarle una luz, un horizonte que solo hasta ese momento se le revela, pero que lo han acompañado a través del camino. Cuando esto ocurre, hay efectividad, participación en el valorar, en el sentimiento que ofrece la existencia como una aventura, como un constante devenir.

En muchas ocasiones se ha planteado el proceso hermenéutico dirigido hacia la interpretación de textos exclusivamente, olvidando el sentido de la comprensión de la vivencia y el encuentro del hombre consigo mismo y con el mundo. Y es que uno de los sentidos fundamentales en el campo de la filosofía y otras disciplinas, sobre todo en relación con la de la hermenéutica, es el de la comprensión en la praxis humana.

El problema hermenéutico de la interpretación como tal es la adecuación del sentido que expresa la existencia; ante todo con relación y en manos del diálogo, como lo asegura Gadamer en Verdad y Método, cuando retoma la posición del ser ahí heideggeriano en aras de las posibilidades que brinda la comunicación, el vínculo de los hombres entre sí por medio de la palabra. Son, pues, la palabra, el diálogo, en el plano de la hermenéutica, objetos donde esta asume su función mediadora. Es la hermenéutica un lugar donde se aproximan los símbolos lejanos, los arquetipos de diferentes, y muchas veces, desconocidas culturas, para mediar el conocimiento que se dibuja en el mundo de la comprensión. Este conocimiento entra, en el nivel de la hermenéutica simbólica propiamente dicha, a desarrollar un desplazamiento de su propia fuente representativa para asumir imágenes que representen otras formas de expresión cultural. Es, pues, este conocimiento de representar por otro, el conocimiento simbólico y en la aproximación al universo hermenéutico se muestra abierto, específicamente en la proyección de la significación y la funcionalidad de los nombres que anuncian determinados mecanismos de interconexión entre la condición dual de los arquetipos.

También podríamos referirnos a otra función de la hermenéutica, que consiste en construir un espacio en el cual podemos aproximarnos a las propuestas generales del pensamiento que acelera en las direcciones del concepto y la palabra y en su sentido contrario, interpretando el andamiaje de la cultura que se expresa en símbolos plurales, aquellos que determinan una comunidad, los que en algunos casos nos obligan a olvidar la experiencia personal que, sin embargo, la hermenéutica simbólica recupera con el mito, permitiendo la interpretación individual, la comprensión de y para dicha interpretación.

Cuando ese pensamiento singular del hombre toma cuerpo en el ámbito de la cultura, se remite al conocimiento establecido que en él, y a partir de su propio lenguaje, traduce lo que considera una manera de representar el mundo, de darle vida. Esa es una de las maneras como el psicoanálisis enfrenta los malestares del individuo: realiza una regresión simbólica de su concepción del mundo totalizado hacia el lugar primitivo de la interpretación original de dicha concepción. En ese camino encontraremos el problema. Sin embargo, el hecho de analizar al hombre por sus interpretaciones primeras, implicaría el conocimiento descriptivo del proceso interpretativo, hasta el momento mismo en que se desencadena la visión simbólica del mundo interior, en el cuerpo presentado por la cultura. Porque el análisis tiene que estar presente en el principio, desde donde el problema se formuló.

Mas esto solo se da si atendemos a un presente continuo que, a través del lenguaje, restaure una comunicación con lo acontecido, lo asuma y lo proyecte luego en su propio conocimiento desde la experiencia hasta el horizonte que nos acerca a la práctica del futuro. Lo que quiero decir es que el hombre, en la medida en que es un ser que deviene, que se mueve en función de una perspectiva que lo complete, debe restaurar su relación con el origen. De esta manera el hombre podría vincularse a una interpretación mediadora que determine los factores para restablecer un equilibrio tanto afectivo como efectivo con la naturaleza.

Mitades de arcilla como anticipación del viaje

La vida necesita de la palabra; si bastase con vivir no se pensaría, si se piensa es porque la vida necesita la palabra, la palabra que sea un espejo, la palabra que aclare, la palabra que potencie, que la eleve y que declare al par su fracaso, porque se trata de una cosa humana y lo humano de por sí es al mismo tiempo gloria y fracaso, no hay fracaso sin gloria ni hay gloria verdadera que no lleve o arrastre consigo un cierto fracaso, ¿de qué? , de este ser esencial que es el hombre, de este mediador (Zambrano como se citó en Nogueira Dobarro, 1994, pp. 6-7).

En este fragmento de María Zambrano vemos cómo el hombre, cuando asume su actividad comunicativa, al mismo tiempo se hace partícipe de cierta ausencia dada, sobre todo por un sentido mediador que lo vincula con su propia intención de ser en lo indecible. Esto parece tener, a partir de la razón, una explicación que, si se atiende a Cassirer (1970), no sería viable porque “primariamente, el lenguaje no expresa pensamientos o ideas, sino sentimientos y emociones” (p. 48). Es el hombre una presencia que se determina en una encarnación de la memoria mítica en la cual solidifica una permanencia, un estar ahí. Los hombres afirman sus vidas a partir de la concepción de héroes y dioses aprendidos por la tradición imaginaria, antes que afirmarse en los ofrecimientos patentes del mundo. Joseph Campbell (2016) se interroga sobre este proceder en Las Máscaras de Dios, preguntándose si será posible la unificación de estas entidades míticas que nos dejan nuestros ancestros, y las posiciones abiertas de nuestro tiempo, como si tácitamente implicase el reconocimiento del tiempo de Eranos, es decir, que “somos este tiempo y todos los tiempos en presencia, ahora” (Nogueira Dobarro, 1994, p. 8).

Esto nos recuerda ese juego del tiempo en que se fusionan los tiempos, y que podría determinar un presente continuo que retorna y se proyecta en el instante conformando una interpretación temporal del hombre. Ahora bien, ese presente continuo es el producto de aceptar que somos aquí y ahora, pero que al mismo tiempo tenemos memoria y voluntad de crear. Los símbolos nos sirven entonces para sostener ese contacto con el pasado y, a través de su comprensión, nos prolongan hasta instaurar nuevos mitos mientras dialogamos continuamente con el mundo. También es importante afirmar que ese diálogo es una respuesta interior, que es un interés vivo por conservar la relación con lo nombrado. Porque es a través de la palabra como nuestra vivencia adquiere una fundamentación histórica que nos lance hacia el futuro, que nos enseñe una respuesta vital de lo que somos y del sentido que involucra nuestras vidas con el desafío y el cambio, con la reflexión conceptual y la mirada emotiva de nuestra existencia.

Es la palabra simbólica la que descubre la intuición, la acción imaginaria que anticipa todo nacimiento. El símbolo como imagen de algo nos remite a un sentido que nos lleva más allá de lo representado; el símbolo aparece y se hace participación concreta de un estado de las cosas a las cuales proporciona un sentido. Sin embargo, hay que tener en cuenta que todas las relaciones simbólicas son relaciones de sentido, pero no todas las relaciones de sentido son simbólicas. El símbolo se mueve en la polisemia y su representación no es literal, y nos lleva siempre de signo a significado y de imagen a sentido.

El simbolismo constituye un lenguaje que se desenvuelve naturalmente y está encaminado a proponer un significado real cuando existe un conjunto de relaciones en cada palabra. De esta forma el contexto en que se mueve el símbolo posibilita su significación, mientras se encamina hacia una verdadera comunicación humana. La palabra simbólica, que representa un conocimiento diferente al perceptivo y al conceptual, requiere de una interpretación adecuada, porque en ella se manifiesta la espiritualidad y la oportunidad de establecer una correspondencia con las manifestaciones creadoras del lenguaje imaginario y, de este modo, conducir, más que a la identificación originaria de su significado, a una relación que le da cuerpo como una actividad psíquica independiente que se establece en un movimiento participativo con la fecundidad del mundo.

Si bien se ha representado al símbolo como un código inconsciente que en su concepción se nutre más del contenido que de la forma (Freud), está la concepción que formula sistemas de símbolos compartidos. Dentro de esta concepción están los que entienden los símbolos como creaciones acumulativas de la mente (Levi-Strauss) y los que se refieren a la acción misma de ellos, esto es, a la praxis simbólica (antropología simbólica). Muchos han evidenciado una exégesis que algunos no conciben como interpretación, sino como un desarrollo del símbolo que debe a su vez ser interpretado. Es decir, una acción hermenéutica que desde su primera interpretación abre una nueva interpretación que accedería a la situación real del símbolo. La actividad cognitiva siempre está presente y señala al símbolo como un recuperar, como un volver, que de uno u otro modo se aplica como un dispositivo de aprendizaje y de resolución de problemas que, a través de una interpretación construida a partir de la experiencia vital, expresa un sentido productivo que elabora y comunica un mensaje que nos ayuda a comprender y, de este modo, estimula nuestras creencias y viceversa (Ricoeur, 1969). Estamos hablando de una ejecución de la voz, de una representación simbólica de lo dicho, de un acontecer existencial de la palabra, del nombrar; porque nada es por naturaleza un nombre sino solo cuando se convierte en símbolo.

Es, pues, la palabra simbólica un nombrar la relación del alma y las cosas, un aproximarse a la articulación con sentido que establece nociones de significación indirecta, con respecto a lo que el símbolo representa, ya sea sobre el mundo de la experiencia o bien sobre las categorías del pensamiento. Es desde allí como nos abrimos camino por el lenguaje que se transforma, que permite la autotrascendencia del hombre y alienta su comunicación con una destrucción que le permite la re-creación del mundo, como conciencia hermenéutica, como lenguaje de iniciación; porque “el recorrido hermenéutico, en efecto, es iniciático: transforma, muta, recrea” (Ortiz-Osés, 1986, p. 19).

De ese modo nos damos cuenta que la hermenéutica es posterior al símbolo y que este, en función de lo imaginario, no solo es capaz de impregnar un régimen psíquico, sino igualmente un régimen cultural. De ahí la importancia del mito entendido no como fábula o ilusión que no ofrece posibilidades concretas de cambio, sino como formulación real de las actividades que involucran al hombre en su diálogo con lo sagrado en la actualidad. Es decir, un relato vivo que deviene con el ser en su existencia, una conciencia abierta que se refiere a una historia verdadera, a un aproximarse a la Creación. Por esto el mito nos conduce y traduce en la extensión total del tiempo y orienta nuestra interpretación actual del mundo, hacia una realidad originaria que nos liga como pensamiento encarnado a ese centro vital de lo que somos.

El mito representa una afirmación del yo que se recrea en su función primera del nombrar. Y facilita la reanimación de su naturaleza, al mismo tiempo que vehicula su contacto con las cosas. Creando de esta manera una conciencia simbólica que se desprende de su cuerpo imaginario. Esa conciencia está dada en Ernst Cassirer (1971) como “conciencia mitológica”, y he querido, de un modo breve, acercar esta investigación al desarrollo presentado por él acerca del tema.

La trayectoria hermenéutica activa las formas simbólicas donde se determina el yo y la realidad. Y su función no está regida por concepciones preexistentes que limiten la interpretación y la búsqueda de sentido, que nos abrirán el espacio de la acción donde comienza para el hombre la organización espiritual de la realidad. Es aquí donde vemos la necesidad de retomar la conciencia mitológica expresada por Cassirer, como instauración de la función participativa de dichas formas simbólicas, en donde no se conciben, según el mismo Cassirer, límites preexistentes, sino un proceso que está determinado como un ser al mismo tiempo comienzo y fin. La conciencia mitológica se desarrolla al tiempo que nosotros conformamos nuestro yo, nuestra relación con las cosas, reconociendo los límites que nos trazamos en nuestro interior. No los que se exponen antes de la actividad del pensamiento mítico, sino los que son mediados por la representación de nuestra voluntad cuando esta se conduce hacia determinado objetivo. Ahora bien, ese pensamiento mítico no es una actividad rígida y totalmente convergente, al contrario, supone una caracterización dada en la elasticidad que en él tiene la intuición y el concepto de existencia personal.

De este modo, la conciencia mitológica no se expresa en condiciones de una totalidad única e inmanente, sino en el proceso participativo y mediador de lo que nuestro yo representa a medida que vamos caminando a través de las cosas del mundo. La conciencia mitológica se renueva desde adentro, y aunque se muestran diversas actitudes en el hombre, a partir de las impresiones que desenvuelven las imágenes del mundo, las manifestaciones de dichas imágenes pasan a formar parte de nuestro pensamiento mítico y, por lo tanto, a ser acción en la esfera que nos reúne como yo y realidad en la existencia. Sin embargo, para que esa esfera crezca y se renueve en la conciencia mitológica, debemos saber qué dirección tiene nuestro camino; de otro modo su curso estará en el limbo, no habrá brújula que nos determine la equivocidad y el resultado plural de la vivencia que obtenemos en ese ir hacia lo nuevo. Porque al presentarse las imágenes de las cosas, lo que se presenta no es una representación de ellas, sino ellas mismas porque la imagen es la cosa, y esa imagen no es estática, sino que se transforma a medida que la conciencia mitológica funda su proyección en las ceremonias que conservan su identidad en las apariciones del lenguaje. Por lo tanto, cuando esta relación entre mito y lenguaje requiere del nombrar, se debe aceptar con el nombre exacto para que la función mágica tenga efecto, sea aceptada. De aquí que el símbolo no sea arbitrario y que su acción fructifique en razón de ser pretendido con certeza, y sin olvidar el poder y diversidad que encierra su nombre.

Reencuentro en un lugar sin mancha

Una manifestación reconocida por su carácter simbólico expresa la dualidad de lo inmanente y lo trascendente que, referida a la concentración hermética, revela los pensamientos del hombre en el acto comunicativo. Así pues, este se expande en el universo simbólico que ha sido determinado por el idioma de la imaginación y la dinámica semántica del mito para recuperar su significación como vivencia, como manifestación cósmica, como expresión que refleja una nueva manera de comprender el mundo.

La razón originaria del hombre está sentada en una correspondencia con el mundo y a medida que este hombre ha ido introduciendo nuevos conceptos para la comprensión de sí mismo, al mismo tiempo ha ido dejando a un lado la imagen y la transformación de esa imagen que lo conduce a un verdadero sentido, a un conocimiento simbólico de su ser. Es, pues, un olvido que lo ha inscrito en la angustia y el vacío, dejándolo huérfano de su propia naturaleza. Esto es, el hombre abusa de su condición intelectiva, racional y lógica, creando barreras para la función imaginaria, provocando así, con la pérdida del mito, la imposibilidad de comprender su historia. Además, “sin mitos, creencias y, en general ilusiones, no podemos estar” (Ortiz-Osés, 1994, pp. 223-224).

Sin embargo, un mito nunca se puede imponer porque limitaría nuestras apreciaciones psíquicas, tanto como el desarrollo del lenguaje que viene dado desde una actividad del pensar y que se refiere a un contacto directo, entre la realidad inmanente y el sentido interpretativo de dicha realidad. A partir del símbolo encarnado en la praxis de lo que acontece fuera y dentro del hombre, es decir, lo que en la Edad Media se llamó en el arte la encarnación simbólica de la palabra, restauramos el valor mítico de Hermes como mediador, como inventor y transmisor del lenguaje, como catalizador entre las dos aproximaciones que del mundo griego (Dionisos y Apolo) han cobrado significación para el proceso interpretativo-vivencial que se instala entre la realidad y el hombre. Hablar de los contrarios y asumirlos en nuestro tiempo no es una causal de muerte, como en Aristóteles, sino un requisito para reconocernos y, a través de la persistencia por comunicarnos con el mundo, personificar tanto la lucha diaria por asegurar la vida como la guerra entre los dioses, generadora de la historia de los hombres (Nietzsche, 1993).

El sentido terapéutico, en función del redescubrimiento espiritual de lo que en nosotros se manifiesta, exige una experiencia vital, una tolerancia a lo contradictorio, a la formación ambigua de nuestro pensamiento. Una integración de la imagen que proyectamos y la que buscamos tras la literalidad del mundo es lo que exige. Cuando asumimos el símbolo de Hermes, asumimos al mismo tiempo nuestra capacidad de transformación, de regenerar y cambiar en nosotros ese centro oculto donde habita un solo sujeto que necesita clarificar ese estado de sombras que lo atan al sistema de símbolos colectivos para, de esa manera, intervenir creativamente sobre la nueva formación mítica de su personalidad.

Ante todo, se debe atender al estado ausente de “uno mismo” y motivar un encuentro con las representaciones externas que identificamos con ese vacío que nos priva de nuestra propia naturaleza. De esa manera tendremos la posibilidad de interpretar nuestra forma de enfrentarnos al mundo en los momentos de crisis. Entonces estaremos en condiciones de autodesmitificarnos para recuperar el centro de lo que somos, activando así la actitud que nos libere del proceso negativo activado en el pasado y que impide nuestra maduración como individuos, la experimentación de la plenitud humana. Por eso Hermes nos traduce en la actividad imaginaria la simbolización y las representaciones de peligro, permitiendo que las vivenciemos y, por lo tanto, comprendamos las emociones que después de esto podremos dominar con facilidad.

Cuando el hombre vivencia y comprende las figuraciones del mal, y de igual forma experimenta las posibilidades de la alegría y del amor, los acontecimientos de lo que ha sido vienen hacia él y le revelan la manera de neutralizar los síntomas nocivos que le obligan a sostener una lucha de contrarios, para revertirla en un equilibrio psíquico que lo unifique con la totalidad de su acción e intervención en un mundo que antes carecía de sentido. Sin embargo, también es cierto que el equilibrio, al convertirse en un catalizador de las tensiones que suponen un enfrentamiento con nosotros mismos y las cosas, priva al hombre de los hallazgos que solo dichas tensiones posibilitan y que están inscritos en la potencialidad que aparece en esa dinámica donde la persona se dirige hacia sus fines (Frankl, 1994).

Hermes, entonces, se presenta como ese catalizador de los opuestos y, al mismo tiempo, afirma la tensión que existe entre ambos. La función hermética despierta las disposiciones necesarias para que el encuentro con esas tensiones que permanecen en el inconsciente no bloqueen la actividad ordinaria ni evadan (aunque Hermes es una figura evasiva) las formas opuestas, ya que así se permitiría la desaparición de la totalidad que comunica. De esta manera las funciones complementarias se dispersan en un proceso de toma de conciencia que niega el lugar nocturno, la fibra del envés de las cosas; esto es, solo una potencialidad expresada en Hermes como regulador de los contrarios podrá dirigirnos a la completa observación de lo que somos. Porque el ser que nace en la conciencia hermética es amigo de los hombres y permite en ellos el establecimiento de conexiones (Otto como se citó en López, 1991, p. 22). Aquellas que se mueven, que apuntan al cambio y a la transformación. Porque está en la naturaleza de Hermes el “no ser de parte alguna ni tener residencia permanente; siempre caminando de acá para allá” (Otto como se citó en López, 1991, p. 23). Además, “nuestra memoria, nuestras relaciones con los demás, nuestra visión del mundo y de nosotros mismos sufren metamorfosis a lo largo de la vida” (López, 1991, p. 44).

Hermes es un guía de lo subterráneo, es una antorcha que nos acompaña en el viaje hacia el centro oculto donde lo irracional permanece en demanda de nuestra naturaleza, del mensaje inconsciente y del conocimiento, y la aceptación de la palabra que nos despierta a los procesos míticos que se han establecido en nosotros. Hermes nos conduce —lo cual no quiere decir que siempre saldremos victoriosos— por las imágenes que recrean la muerte como un asunto íntimo que en los inicios de la vida psíquica llevó al hombre a tomar conciencia de sí mismo. La muerte, que se ha introyectado como una conciencia psíquica en conexión con los sueños para establecer funciones arquetípicas en los opuestos compensatorios, en el territorio mercurial del mensajero de los dioses, refleja la necesidad de establecer un contacto pacífico entre lo inconsciente y lo consciente, entre la transformación y lo convencional; porque la muerte es el punto final y el principio para el regreso y, al mismo tiempo, horizonte y expectativa; porque “la imagen de una boda con la muerte es válida en la terapia para cualquier tipo de enfermedad” (López, 1991, p. 171).

Tomar conciencia de nosotros mismos por el síntoma de la desaparición implica acercar las orillas y disponer los instrumentos de nuestra mente en función de las diferencias que nos hacen materia participativa del espíritu, del ejercicio que practicamos como un reconocimiento, como una entrada al símbolo que rastreamos para lograr la comunicación con las imágenes que se guardan en nuestro interior y así, aceptar vínculos y rompimientos en el tránsito de la vida, en el entrenamiento continuo para reconocer aquello que pertenece a la naturaleza humana.

Conclusiones

Ir hacia el lugar en el cual podamos hallar nuestro destino, el lugar de encuentro o regreso con lo que nuestra naturaleza perfila, está relacionado con la posibilidad del re-conocimiento, con la aceptación de esa otra mitad de lo que fuimos, con esa otra parte que nos hace ser lo que somos: el otro que nos mira, nos nombra y nos acoge luego de una travesía por los símbolos de la oquedad y el silencio. De nuevo es la palabra, una vez más nos hacemos a un diálogo que nos permita la reconciliación con la existencia. Para partir de nuevo con un fragmento de mundo que nos acompaña como el eco de un lenguaje vivido entre amigos, como siempre ocurre. Alcanzar la voz que el símbolo propone es completar el viaje. Entonces Ítaca estará de nuevo con nosotros, aunque no podamos verla.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

Referencias

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Ricoeur, P. (1969). Finitud y culpabilidad. C. Sánchez Gil, (trad.).Madrid: Taurus.

Notas de autor

Víctor Raúl Jaramillo

Doctor en filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana. Contacto: victorrauljaramillo@gmail.com, ORCID https://orcid.org/0000-0003-4434-9450