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Gómez-Tabares, A. S., Ospina Carmona, J. F., y Micolta Henao, A. F. (2020). El problema ontológico mente-cuerpo: ¿irresoluble o mal entendido? Perseitas, 8, pp. 370-397. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3672

El problema ontológico mente-cuerpo: ¿irresoluble o mal entendido?

The mind-body ontological problem: unsolvable or misunderstood?

Artículo reflexión no derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3672

Recibido: 13 de enero de 2020 / Aceptado: 12 de junio de 2020 /Publicado: 22 de julio de 2020

Anyerson Stiths Gómez-Tabares, Jose Fernando Ospina Carmona,

Andrés Felipe Micolta Henao

Resumen

Este artículo tiene por objetivo plantear que el problema mente-cuerpo, entendido en términos de la determinación de una ontología, ya sea de tipo monista o dualista, ha sido mal abordado; de ahí que lleve a caminos intrincados y conclusiones erróneas, además de extravagantes. Entender la relación de la mente con el cerebro, en términos ontológicos, se debe, entre otros factores, a la herencia cartesiana y su claro dualismo. Se argumenta que el problema mente-cuerpo filosófico no es diferente a un problema mente-cuerpo (cerebro) científico, en el cual se debe buscar asidero en la evidencia empírica. Finalmente, se sostiene que un análisis filosófico exitoso respecto a la relación entre lo mental y lo cerebral debe ser considerado como un problema conceptual asociado al significado lingüístico con consecuencias epistemológicas, pero no ontológico. Asimismo, se concluye que muchos de los conceptos relacionados con lo mental deben considerarse en relación con la realidad institucional para evitar un intento de naturalización de carácter eliminativo.

Palabras clave

Cerebro; Cuerpo; Filosofía; Mente; Neurociencia; Ontología.

Abstract

The objective of this article is to state that the mind-body problem, understood in terms of the determination of an ontology, be it monistic or dualistic, has been poorly addressed; hence, it leads to intricate paths and erroneous, as well as extravagant, conclusions. Understanding the relationship of the mind with the brain, in ontological terms, is among other factors, due to the Cartesian inheritance and its clear dualism. It is argued that the philosophical mind-body problem is not different from a scientific mind-body (brain) problem, in which one must look for support in the empirical evidence. Finally, it is argued that a successful philosophical analysis regarding the relationship between the mental and the cerebral must be considered as a conceptual problem associated with linguistic meaning and with epistemological consequences, but not ontological. Likewise, it is concluded that many of the concepts related to the mental must be considered in relation to institutional reality in order to avoid an eliminatory attempt at naturalization.

Keywords

Brain; Body; Philosophy; Mind; Neuroscience; Ontology.

Introducción

En los dominios de la filosofía de la mente y las ciencias cognitivas se han generado múltiples explicaciones en torno al estudio de las categorías mentales y el lenguaje psicológico, siendo la consciencia, la intencionalidad, la psicología folk, la comprensión de otras mentes, la causalidad de lo mental, entre otros, los problemas de investigación más emblemáticos y difíciles en lo que concierne a la explicación científica y filosófica.

De manera particular, el problema mente-cuerpo se ha consolidado como uno de los grandes problemas filosóficos respecto a la naturaleza de lo mental (De Brigard, 2017). En la historia de la filosofía de la mente, especialmente durante el siglo xx, la pregunta que ha definido el problema ontológico fue ¿qué relación existe entre la mente y el cuerpo [cerebro]? (Howard, 2017). Para Dennett (2014), esta pregunta no es más que el problema de la interacción planteado por Descartes, el cual parte de la idea de la existencia de dos categorías ontológicas distintas y hasta cierto punto contrarias; por un lado está la mente y los hechos mentales y por el otro, el cerebro y los hechos físicos. Así pues, el reto es explicar de manera satisfactoria cómo ambas categorías interactúan y de qué manera lo hacen.

Sin embargo, son varios los problemas que aparecen al momento de abordar el problema mente-cuerpo. El primero es la necesidad de definir qué es lo mental y lo físico en tanto si son categorías ontológicas distintas o no. El segundo es abordar las relaciones de causalidad entre lo físico y lo mental, lo que remite al problema de la interacción y la supremacía de una categoría sobre la otra. Un tercer cuestionamiento remite a explicar los diferentes rasgos de lo mental, como la consciencia y la intencionalidad, y cómo estos rasgos se relacionan con el cerebro (Howard, 2017; Searle, 2006).

Por estas razones, el problema ontológico mente-cuerpo ha representado un reto para la investigación filosófica en los últimos sesenta años, justamente porque implica abordar múltiples cuestionamientos respecto a la naturaleza de lo mental y la manera en que puede acoplarse a una comprensión física del mundo (Gómez, Ospina & Micolta, 2019; Kim, 2002). Así pues, el problema mente-cuerpo ha generado gran perplejidad y asombro en la filosofía de la mente, lo que ha llevado al desarrollo de múltiples teorías que han intentado explicar las relaciones causales entre el cerebro y la consciencia.

Como ya se mencionó, el problema ontológico de la mente implica abordar los conceptos de intencionalidad y consciencia, por lo que es necesario aclarar que el hecho de hablar de la consciencia no implica suponer que sea el rasgo principal de lo mental, como piensan algunos filósofos adscritos a la fenomenología (Husserl, 1986; Merleau-Ponty, 1997) o, inclusive, de la filosofía de la mente, como John Searle (1996, 2006). Tampoco implica necesariamente que se considere la característica principal de lo mental a la intencionalidad, tal y como lo afirma Dennett (1998, 2014). Si bien analizar la primacía de los rasgos mentales no es el objetivo de este artículo, es importarte mencionar que probablemente no se puede demostrar la superioridad de uno de estos dos rasgos, a saber, la consciencia y la intencionalidad, pues ambos están tan relacionados que es imposible pensar en uno de los dos sin terminar hablando del otro (Gillet & McMillan, 2001).

Con estas claridades, la inquietud sobre cómo es posible que los estados de consciencia dependan de estados cerebrales sigue siendo objeto de revisión teórica, sin que exista, hasta el momento, una explicación satisfactoria que logre dar cuenta de ese eslabón ―por llamarlo de algún modo― en el ámbito físico-cerebral de cómo se produce la consciencia; y es que desde Descartes (1647/2005) parece acentuarse un dualismo entre la mente y el cuerpo en tanto que se han concebido como dos categorías ontológicas distintas, incluso excluyentes entre sí (Howard, 2017; Livingston, 2017). Esto se debe a que, si algo es considerado mental, no puede ser físico en ese mismo aspecto y, si es físico, no puede ser mental (Kügler, 2013; Searle, 2006). Es justamente esta distinción ontológica la que ha permeado la forma como se ha planteado el problema filosófico, el cual versa de la siguiente manera, ¿cómo establecer la relación entre dos categorías, en apariencia diferentes, a saber, lo físico (procesos cerebrales) y lo mental (procesos subjetivos, conscientes y cualitativos)? En palabras de McGinn (2003), ¿cómo puede el agregado de millones de neuronas individualmente insensibles generar la experiencia subjetiva?

El problema en la manera como se plantea la pregunta es que presupone ya un dualismo entre lo físico y lo mental, a la vez que exige un análisis riguroso respecto a los rasgos distintivos de lo mental que impiden el anclaje a una explicación efectiva dentro del funcionamiento de los procesos funcionales del cerebro. Estos rasgos son la intencionalidad, la subjetividad, la causación mental y la noción de consciencia (Searle, 1985, 2006), los cuales sugieren que lo mental y lo físico son dos categorías ontológicas distintas y excluyentes.

Sin embargo, es justamente este supuesto el que ha llevado a entender el problema en términos dualistas o monistas, como si fuera una especie de movimiento pendular que oscila entre los mismos callejones sin salida: el dualismo, el idealismo o el materialismo (Dennett, 2014). A partir de esta intuición inicial se analizará críticamente la manera como se ha abordado el problema ontológico en la discusión filosófica, y se darán algunas razones por las cuales ha sido tan difícil su abordaje. Se parte de la idea de que hay algo engañoso e ilusorio en la manera como está planteado el problema en términos ontológicos, que no permite abordar de manera satisfactoria lo mental y los hechos mentales. Finalmente, se defenderá la tesis de que un análisis filosófico exitoso respecto a la relación entre lo mental y lo cerebral debe ser analizado como un problema conceptual, semántico con consecuencias epistemológicas, asociado fundamentalmente a la manera como se comprenden los conceptos mentales, mas no como un problema ontológico.

Sobre el problema de la relación entre lo mental y lo físico, y las opciones teóricas disponibles

Vale la pena aclarar que la división mente-cuerpo como dos categorías distintas proviene de la filosofía platónica. No obstante, a partir de Descartes se han suscitado debates interminables respecto a esta distinción tanto en el nivel ontológico como epistemológico. A esto Ryle (1967) lo denomina la doctrina del fantasma en la máquina, en la cual la consciencia es como un fantasma que habita en un cuerpo (máquina).

La concepción cartesiana de que la realidad se divide entre lo mental y lo físico, y que una solución plausible al problema es encontrar la forma en que estas dos categorías, en apariencia diferentes, se relacionan, es lo que ha llevado a toda clase de teorías respecto a la ontología de lo mental.

En la filosofía de la mente se han debatido diferentes posibilidades de explicación, entre las más representativas se encuentran el conductismo lógico (Carnap, 1981), el dualismo sustancialista (Descartes, 1647/2005) o de propiedades (Jackson, 2003), la teoría de identidad de casos (Davidson, 1980) y de tipos (Place, 2002), teorías eliminativistas de lo mental (Churchland,1995), teorías emergentistas como el naturalismo biológico de Searle (1996), el monismo anómalo de Davidson (1980), y todo tipo de materialismos, sean reductivos o no reductivos. En resumen, todas estas opciones versan sobre tipos de dualismos y monismos ontológicos respecto a lo mental.

Otra manera de abordar el problema ontológico ha sido el naturalismo no constructivo de McGinn (2003), el cual plantea que la consciencia es causada por procesos cerebrales y, por tanto, debe existir una propiedad que explica el nexo psicofísico. Sin embargo, McGinn (2003), introduce una cláusula perceptiva y cognoscitiva derivada de la forma como el ser humano percibe biológicamente la realidad y la explica bajo categorías físicas observables, lo que impide comprender ese nexo entre lo físico y lo mental. En este sentido, la sensación de misterio ante el problema mente-cuerpo deviene de las limitaciones del ser humano y no de la existencia de un misterio objetivo en el mundo (misterios de re). Este tipo de naturalismo realmente no resuelve nada en tanto no brinda una explicación constructiva, pero sí da razones de por qué el problema surge de ciertas limitaciones cognoscitivas que no permiten dar cuenta de esa propiedad psicofísica que explique la relación mente-cerebro.

Con este panorama, cualquier posición que se adopte, parece que algo se escapa en la explicación filosófica y persiste cierta sensación de misterio. Esto ha llevado a adoptar posturas filosóficas problemáticas, entre ellas, eliminar la experiencia subjetiva, o darle un estatus ontológico sustancialista a lo mental desligado de una visión materialista del mundo; incluso, se han defendido ideas panpsiquistas respecto a la naturaleza de lo mental.

En apariencia, parece haber algo engañoso en la forma de entender el problema que impide una solución. De acuerdo con Searle (1985), una de las dificultades ante el problema mente-cuerpo es que “nos empeñamos en hablar sobre un problema del siglo xx en un vocabulario anticuado del siglo xvii” (p. 18). En consecuencia, el problema recae en posiciones irreconciliables, ya sea el monismo materialista o idealista, y el dualismo. El primero conduce a un conductismo, lógico o psicológico, o a un materialismo eliminativista y el segundo, a una defensa de ideas místicas y teístas.

Considerar las hipótesis idealistas es reconocer que existen entidades sobrenaturales o divinas, sin que ello suponga una alternativa mejor. El dualismo, por su parte, implica inflar la ontología del mundo al reconocer dos tipos de naturalezas distintas, lo mental y lo físico. Otra opción es plantear que existe una ontología diferente a la física, y darle así un estatus ontológico diferente a la experiencia fenoménica, tal y como lo plantean algunos qualiofilos (Jackson, 2003; Chalmers, 1996).

Con este panorama, no es de extrañar que se señale que en la filosofía de la mente no ha habido ningún progreso respecto al problema ontológico de la mente. Así, para Dennett (2014), el problema filosófico y la misma historia de la filosofía de la mente es un infecundo péndulo que, en sus palabras:

oscila desde el dualismo de Descartes al materialismo de Hobbes y al idealismo de Berkeley, para volver luego al dualismo, al idealismo y al materialismo, con unos pocos ajustes y cambios de terminología, que resultan ingeniosos, pero poco atendibles (p. 21).

Sin embargo, en las últimas décadas se ha generado un giro naturalista en la filosofía de la mente respecto a la comprensión de los conceptos mentales (Gómez et al., 2019; Gómez, 2018; Hacker, 2006; Scotto, 2017), lo que ha favorecido el desarrollo de argumentos y posturas teóricas basadas en la evidencia empírica que, de manera paulatina, han desacreditado posturas sustancialistas, de tipo idealistas, dualistas o teístas, respecto de una explicación de la consciencia y otros conceptos psicológicos.

Debido al éxito de las neurociencias cognitivas y las teorías de orden computacional para describir, cada vez con mayor detalle, las funciones mentales en términos de sus correlatos anatómicos y funcionales a nivel cerebral (Coward, 2013; Dehaene & Naccache, 2001; Nannini, 2018; Lamme, 2006; Taylor, 2013; Tononi, 2008), muchos filósofos han considerado que el problema mente-cuerpo tiene una explicación materialista. Un primer argumento es que el cerebro causa estados mentales o de consciencia y, de este modo, el carácter fenoménico de la consciencia no es más que una manifestación material, lo que conduce a una teoría reductiva de lo mental (Churchland, 1995, 2007). En este sentido, se elimina toda ontología que no sea explicada materialmente. Así, el contenido fenómeno de la experiencia o qualia no existiría. Un ejemplo de esto es el materialismo eliminativo en el que se niega la ontología de los estados mentales diferentes a los estados cerebrales, tal y como lo consideran Churchland (2007) y Dennett (1995, 1997). Para Churchland (1995, 2007), la consciencia es un epifenómeno de la función cerebral y toda explicación en términos de una psicología popular (folk psychology) debe ser sustituida por una explicación causal de procesos cerebrales, mientras que para Dennett (1995, 1997, 2005, 2017), es el resultado del proceso evolutivo en el ámbito biológico y cultural (memético) en la medida que el pensar en la experiencia como algo inefable, intrínseco y privado es el resultado del mito cartesiano sobre lo mental. Dennett no elimina a la experiencia, sino que intenta mostrarla como el resultado de procesos evolutivos naturales susceptibles de ser conocidos intersubjetivamente y, por tal razón, su teoría sobre la consciencia se ha catalogado de darwinismo neural (Giménez & Murillo, 2007).

Con este giro naturalista, la evidencia empírica en el campo de la psicología y las neurociencias cognitivas se ha utilizado en la discusión filosófica para continuar debatiendo asuntos ontológicos bajo los mismos supuesto clásicos, lo que resulta en una forma más sofisticada y con términos más técnicos de persistir con el mismo problema de la interacción en Descartes. Una razón de esta afirmación se sustenta en que las teorías disponibles respecto a la ontología de lo mental parten del supuesto de que lo mental y lo físico hacen alusión a dos tipos de “cosas”, sean estados, propiedades, procesos, eventos, entre otros, mutuamente excluyentes, y el reto filosófico ha sido justamente explicar esta relación. En este sentido, Searle (1996, 2006) tiene razón cuando afirma que los filósofos se han quedado con el supuesto fundamental del dualismo cartesiano en cuanto a que lo mental y lo físico son categorías ontológicamente opuestas.

Con los años, han sido muchas las vertientes que han intentado caracterizar lo mental en términos materialistas, y no es de extrañar que, en los albores del conductismo lógico y psicológico, a inicios y mediados del siglo xx, hayan sido las opciones más fructíferas para escapar del dualismo ontológico heredado por Descartes, y cuya intención principal era enmarcar lo mental bajo una visión científica del mundo y, por tanto, materialista.

La versión fisicalista del conductismo lógico, asociada con el empirismo lógico de Carnap (1981) y Hempel (1980), la filosofía del análisis del lenguaje ordinario (Ryle, 1967) y, más controversialmente, las propuestas de Wittgenstein (1988), en principio, no se afilian a una teoría materialista, pero sí abogan por un esclarecimiento del significado del lenguaje mentalista, llegando por caminos distintos a la conclusión de que existe una relación conceptual, o inclusive lógica, entre el lenguaje mentalista y el lenguaje conductista. Para el empirismo lógico los enunciados de la psicología, para ser significativos, debían de ser reducibles al lenguaje de la ciencia, un lenguaje fisicalista en el que la clase de referencia de las teorías debe ser públicamente observable, por lo menos de manera indirecta y aproximada y, para Ryle, esta sería la única forma posible de no caer en los errores categoriales del cartesianismo. Con todo, ambas formas de conductismo fueron profundamente influyentes en las posiciones materialistas posteriores, las cuales se caracterizaron por su marcado anticartesianismo y la postulación de una posible reducción de lo mental a lo físico.

De otro lado, en los albores del conductismo psicológico (Watson, 1947; Skinner, 1953, 1975, 1989), se consideró que lo mental era una forma de descripción que se refería a ciertos tipos de conductas y expresiones fisiológicas del sujeto. Así, el comportamiento humano debía ser describible en términos del análisis experimental de la conducta, a partir de los métodos de la psicología experimental (Rodas, 2009). Para el conductismo clásico solo era posible establecer una relación entre estímulos o entradas (input) y respuestas o salidas (output) para dar cuenta de la conducta en términos de su análisis y predicción. Lo mental no sería más que una forma de descripción introspeccionista que puede hacerse operativa de manera científica en términos del análisis de patrones conductuales. Para el conductismo operante, propuesto por Skinner (1953, 1975, 1989, 1991), la forma de utilizar palabras que se refieren a estados mentales o procesos cognoscitivos surge como referencia a ciertos aspectos de la conducta. Por ejemplo, cuando una persona presenta cierto tipo de conductas, sea por factores asociados a los estímulos o consecuencias del ambiente, hay una tendencia, en el lenguaje ordinario, a atribuir predicados mentales a la conducta. Hacer esto no significa, para el conductismo operante, que exista algo llamado mente o consciencia en términos ontológicos.

Para Skinner (1991), el lenguaje mental podría ser utilizado en la vida cotidiana, incluso entre psicólogos, para informar sobre las contingencias verbales de reforzamiento de las personas en términos que designan sensaciones, deseos e intenciones y de una manera introspeccionista. Pero dicho lenguaje no hace parte de una comprensión física del mundo y, por tanto, no podía ser empleado en la ciencia. Así pues, una ciencia psicológica debía edificarse bajo los criterios del análisis experimental de la conducta y no bajo criterios mentalistas. Skinner mantuvo esta postura, incluso después del surgimiento del cognitivismo y la revolución cognitiva a mediados del siglo xx.

El conductismo psicológico comparte algunos de los principios epistemológicos del conductismo lógico, especialmente en lo que respecta a la eliminación de la idea de que es necesario postular un yo en la psicología y la crítica a las teorías homunculares de la mente, como bien lo muestra Dennett (1978). También comparte algunos principios de la propuesta de Quine (1975, 1984, 1998) respecto a la necesidad de naturalizar la epistemología, la cual debía ser un capítulo de la ciencia empírica, y más concretamente, de la psicología científica.

Otra opción que parece gozar de mayor popularidad en la filosofía es la del funcionalismo propuesto originalmente por Putnam (1975), la cual parte de la idea de que los estados mentales pueden reducirse a estructuras funcionales, constituidas por relaciones de causa y efecto entre un conjunto de inputs ambientales, procesos internos y outputs conductuales. En principio, la propuesta de Putnam es compatible tanto con el materialismo como con el dualismo. Sin embargo, la mayoría de los funcionalistas posteriores se adhirieron al materialismo, entre ellos, Dennett (1978), Block (1980), Tye (1995), Lewis (1972, 1980, 1988, 1993), Fodor (2000) y muchos más. En términos generales, se defiende la tesis de que “los estados mentales se definen según los roles funcionales que juegan al interior de un determinado sistema organizado —del cual nosotros, los seres humanos, somos solamente un caso—” (De Brigard, 2017, p. 34). En este sentido, el funcionalismo puede considerase materialista si se adiciona la premisa de que las relaciones causales solo pueden darse en lo físico (clausura causal del mundo).

Con este panorama, la cuestión que resulta problemática es aquella en la que las hipótesis materialistas, independientemente de la forma que adopten —materialismo reductivo, materialismo no reductivo, materialismo eliminativista o funcionalismo—, parecen no dar respuesta al problema que los filósofos han construido durante años, y no sería de extrañar que una respuesta satisfactoria no sea posible en tanto que el problema filosófico se siga formulando bajo los viejos supuestos del cartesianismo, lo que ha llevado a que persista cierto sentido de misterio e ininteligibilidad ante el problema mente-cuerpo. Sobre del materialismo, Chalmers (1996) afirma que ninguna explicación reductiva de la experiencia subjetiva puede dar una respuesta satisfactoria a la pregunta del “por qué” esta se encuentra añadida al mundo físico. Para Chalmers (1996) este “porqué” debe verse como una explicación que justifique la necesidad metafísica de que los rasgos mentales supervengan a los físicos; en este sentido el materialismo debería eliminar la mera posibilidad de concebir la existencia de un mundo físicamente idéntico a este en el cual no existiera la consciencia en sentido fenoménico.

El problema del problema filosófico mente-cuerpo

Con este panorama, de continuar con esta forma de ver el problema, las soluciones llevarían a los mismos movimientos pendulares de los dualismos y los monismos ontológicos. De allí que sea necesario analizar críticamente la manera como el problema filosófico ha sido formulado. Así pues, surgen algunos cuestionamientos que se deben considerar: ¿qué hace que el problema mente-cuerpo tenga esa apariencia de irresolución?, ¿acaso hay algo de engañoso en la forma de entender el problema mente-cuerpo, algo así como una ilusión de problema filosófico que no permite evaluar las categorías cognoscitivas sobre las que se entiende la consciencia y el cerebro?, ¿por qué parece tan difícil para los filósofos salvaguardar la intuición de que la consciencia es el resultado del funcionamiento del cerebro?, ¿acaso partir de la distinción ontológica entre mente-cuerpo (cerebro) es justamente el punto engañoso que no permite plantear y entender el problema adecuadamente?

Estas preguntas plantean la idea de que, probablemente, hay algo engañoso e ilusorio en la forma de entender el problema, a saber, considerar que la relación entre la consciencia y el cerebro requiere de una división ontológica, lo que, en efecto, es un signo de la confusión de muchos filósofos que puede llevar a conclusiones erróneas o extravagantes. Por tal razón, un análisis filosófico exitoso respecto a la relación entre lo mental y lo cerebral no debería partir de la ontología, sino que debería ser considerado, en principio, como un problema conceptual, en segunda instancia, como un problema semántico y, por último, deberían analizarse las consecuencias epistémicas que ello implica. Para esto es necesario revisar las categorías cognoscitivas sobre las que se entienden la consciencia y el cerebro.

El problema mente-cuerpo en sentido ontológico, derivado de la herencia cartesiana, es ilusorio y mal entendido. De aceptarlo, implicaría plantear otros problemas filosóficos emanados de los avances de la neurociencia cognitiva, por ejemplo, la relación entre el funcionamiento de procesos cerebrales asociados a la teoría de la mente y la experiencia subjetiva emocional y social, así como el reconocimiento de estados mentales en tercera persona. Estos se podrían considerar variaciones más especializadas al problema mente-cuerpo filosófico y que, al parecer, no generan esa sensación de misterio e ininteligibilidad. Este punto lleva a plantear que el problema mente-cuerpo filosófico no es diferente a un problema mente-cuerpo científico y quizá allí se encuentren algunas pistas para entender un poco más el asunto en cuestión. Por ahora, es necesario dar algunas razones por la cuales se considera que este problema debe plantearse en términos conceptuales determinadores de significados lingüísticos y epistemológicos, mas no ontológicos.

El dualismo ontológico parece ser el resultado de un mal entendimiento de ciertas categorías cognoscitivas sobre las que se pueden hacer aseveraciones sobre la manera como se perciben y se procesan los eventos del mundo, y que a veces se confunden con los hechos físicos y objetivos del mundo. Dicho de otro modo, hay ciertas formas y usos del lenguaje que se refieren a procesos físicos, hechos brutos y objetivos que no dependen siempre de un sujeto, y otros a procesos mentales, como percepciones, creencias o intenciones. Sin embargo, lo que difiere en uno y otro no es su ontología, sino el tipo de descripción que se utiliza para hablar de los hechos físicos y los mentales.

Por ejemplo, hablar de los procesos neurocognitivos asociados al registro y codificación de la memoria episódica y la descripción del contenido fenoménico del recuerdo vivido no implica que la memoria, como estructura y proceso neurocognitivo y el recuerdo como proceso subjetivo fenoménico, sean ontológicamente distintos, o que haya la necesidad de plantear un dualismo ontológico. La diferencia entre estas categorías radica únicamente en el tipo de descripción y el significado lingüístico atribuido. En otras palabras, se pueden realizar descripciones físicas basadas en las neurociencias o descripciones mentalistas basadas en la psicología popular respecto a la estructura de la memoria y los recuerdos, sin que esto signifique que existan dos ontologías diferentes o un problema ontológico memoria-recuerdo. De esta manera es posible pensar que hay una brecha epistemológica basada en ciertas divisiones cognoscitivas para referirse al mundo.

Una alternativa para disolver el problema ontológico

El ser humano ha desarrollado cierto tipo de estructuración cognoscitiva que le permite hacer descripciones tanto de los hechos brutos, a partir de un lenguaje físico, como descripciones psicológicas, basadas en un lenguaje simbólico y abstracto. Estas formas de descripción y de usos del lenguaje tienen una finalidad comunicativa marcada por la evolución biológica de la especie humana en términos del desarrollo del sistema nervioso central y la estructura sociocultural.

Esta diferencia en la descripción, y en el uso del lenguaje físico y mental, es una forma de plantear, si se quiere, un tipo de dualismo epistemológico —basado en la descripción— y que es el resultado del desarrollo neurobiológico y la estructura sociocultural institucional, lo que permite establecer criterios públicos de comunicabilidad entre las personas mediante términos intencionales y simbólicos que denotan creencias, deseos e intenciones (Gómez et al., 2019). Un ejemplo de esto es la posibilidad de utilizar expresiones mentalistas basadas en creencias, emociones o intenciones, y cualquier tipo de experiencia subjetiva, respecto a si mismos o lo demás, sin que sea necesario una distinción ontológica especial de dichas expresiones.

Así pues, la posibilidad de utilizar diferentes tipos de descripción puede generar problemas inexistentes, como confundir lo epistemológico con lo ontológico. El hecho de que el lenguaje de la psicología popular o la llamada estrategia intencional (Dennett, 1998) funcione y sea necesaria para la interacción social bajo criterios públicos de comunicación, no significa que deba existir un problema ontológico respecto a la creencia. En consecuencia, es posible afirmar que el problema mente-cuerpo debe plantearse en un nivel conceptual, epistemológico y semántico, en el sentido de analizar las categorías cognoscitivas sobre cómo se comprende lo mental, y la manera como el lenguaje y sus usos afectan el significado.

De acuerdo con lo anterior, el problema ontológico se disuelve y no sería necesario hablar de relaciones causales entre categorías físicas y mentales, lo que evidentemente ha resultado ser engañoso. Esto se debe a que la explicación causal tradicionalmente implica la existencia de al menos dos objetos, eventos o entidades, lo que genera, en consecuencia, una distinción ontológica entre lo físico (cerebral) y lo mental, y una vuelta al movimiento pendular de los dualismos y los monismos ontológicos.

Para evitar caer en estas trampas que conducen a pseudoproblemas y callejones sin salida, el monismo anómalo de Davidson (1980) es una buena forma de abordar el problema filosófico. La ventaja de esta propuesta radica en entender la diferencia entre lo físico y lo mental a partir de la descripción y no desde lo ontológico, sin caer en los excesos reduccionistas del conductismo. La idea de que el lenguaje mental es anómalo permite abordarlo sin necesidad de buscar que este caiga dentro de la estructura legaliforme de las ciencias naturales, sino reconocer que la irreductibilidad de lo mental a lo físico no es el resultado de la existencia de una propiedad especial —ontológicamente hablando— que blinde a lo mental contra la reducción. Por el contrario, es el resultado de las propiedades lógicas y pragmáticas del lenguaje mentalista que se deben usar en la descripción de las acciones de las personas.

Esta posición muestra que los intentos de naturalización y reducción extrema de categorías asociadas con lo mental y la intencionalidad están abocadas al fracaso al pensar que son un rasgo del mundo con condiciones de existencia equiparables a las propiedades, estados, eventos o procesos físicos y, por lo tanto, analizables con el mismo aparataje conceptual y metodológico que los rasgos del mundo estudiados desde las ciencias naturales.

Se podría objetar que este modo de abordar el problema no es más que una forma maquillada de reduccionismo, sin embargo, difiere con este en tanto se aleja de la idea de comprender lo físico en términos de propiedades observables, cuyos rasgos ontológicos son antagónicos a lo mental; por tal motivo, la consciencia, como rasgo fundamental de lo mental, no es una condición estructural equiparable a los hechos físicos observables directamente, sino que, por el contrario, es el resultado de un proceso funcional complejo de polisincronización funcional de redes neurales con dominios cognitivos de bajo y alto orden. Por esta razón se aleja de las formas tradicionales de materialismo y se adhiere a un naturalismo biológico.

A pesar de que se ha defendido la idea de que el problema ontológico debe disolverse, es importante aclarar la idea de causación mental, justamente porque es uno de los problemas residuales de la relación mente-cuerpo heredados del dualismo (Searle, 2006). La explicación de causación que se considera más plausible es que lo mental, en términos de los procesos psicológicos de alta jerarquía cognitiva, como la consciencia por ejemplo, son el resultado del proceso evolutivo y su existencia está determinada por los procesos funcionales cerebrales.

Esta tesis del naturalismo biológico es una forma de escapar de los dualismos y los materialismos tradicionales. Se sabe muy bien que el término de naturalismo biológico ha sido anteriormente empleado por Searle (1996, 2006), y en coherencia con él, se considera que las bases para solucionar gran cantidad de los problemas asociados con lo mental deben tener en cuenta los desarrollos de la biología, especialmente de las neurociencias, pero sin pensar que estos problemas pueden solucionarse solo desde allí, ya que lo mental y los hechos mentales están asociados íntimamente con lo que Searle (1997, 2017) llama la realidad institucional, que a la vez depende de lo social y cultural para ser analizada. Sin embargo, eso no significa que lo mental, en tanto mental, esté inextricablemente vinculado a la “experiencia consciente” como piensa Searle.

Lo interesante es que, de aceptar un naturalismo biológico, se podría considerar que el desarrollo de las capacidades neurocognitivas alcanzadas en los seres humanos para hacer descripciones expresadas en un lenguaje psicológico explicaría el conjunto de descripciones simbólicas y abstractas que se pueden hacer, y aplicarlo tanto en la comprensión de la vida social ordinaria como en la construcción de teorías y problemas metafísicos. Evidentemente, esta tesis va en contravía a la idea de la cláusula cognoscitiva expresada por McGinn (2003), por cuanto se reconoce que es justamente el desarrollo de las habilidades cognitivas superiores lo que permite pensar en ontologías no físicas, describibles en un lenguaje que solo es posible en los seres humanos. Mientras que para McGinn el desarrollo cognitivo del ser humano es tan limitado e insuficiente que no permite dar cuenta de esa propiedad psicofísica que explica el nexo entre lo físico y lo mental.

Esta tesis algo controvertida, y escandalosa para algunos filósofos, plantea que las habilidades cognitivas superiores utilizadas para formular todo tipo de distinciones ontológicas respecto a la naturaleza del mundo no deberían implicar la necesidad de inflar la ontología de las cosas o versar sobre la naturaleza misma. Por el contrario, debería analizarse en función de las categorías cognitivas y usos del lenguaje que le permiten al ser humano entender el mundo bajo descripciones tanto físicas como mentales, científicas como de psicología popular. En este sentido, es el desarrollo evolutivo y neurocognitivo del ser humano lo que permite, con cierta influencia de los hechos institucionales, inflar la ontología de las cosas y, por tal razón, se reafirma la idea de que el problema mente-cuerpo no es ontológico, sino epistemológico, e incluso abordable desde el punto de vista de las ciencias cognitivas.

Ahora bien, de considerar plausible un naturalismo biológico, tal y como lo considera Searle (2006), puede preguntarse ¿qué podrían aportar las ciencias empíricas al problema filosófico mente-cuerpo? y ¿en qué sentido el problema filosófico mente-cuerpo no es diferente a un problema científico mente-cuerpo?

Una aproximación empírica al problema mente-cuerpo

Ciertamente, un punto de partida para el abordaje científico del problema mente-cuerpo desde la neurociencia, y la ciencia cognitiva en particular, es considerar lo mental desde una óptica naturalizada como procesos funcionales intencionales, aunque sobre esto nos preguntamos: ¿es un proceso de qué y es intencional en cuanto a qué?; sobre lo cual se podría decir que lo mental es el “by-product” o resultado de cómputos realizados por estructuras neurobiológicas interconectadas, de cómputo mixto formalizado o conexionista (Mallott, 2013; Taylor, 2013; Von Eckardt, 2003), y es intencional en el sentido de que su contenido se asocia con ciertos procesos mentales que representan y aparentan estar dirigidos a objetos del mundo; así, el término de relación es entendido desde una mirada funcional causal informacional (Johnson, 1983; Neander, 2017).

Gracias a los avances empíricos en los últimos años y al desarrollo de técnicas neuroimagenológicas —registro electrofisiológico, tomografía por emisión de positrones (TEP), la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf), técnicas de potenciales evocados o de magnetoencefalografía (MEG)— ha sido posible establecer los puentes, a veces intrincados, entre las neurociencias y la psicología cognitiva para comprender el funcionamiento de la consciencia y los mecanismos anatómico-funcionales que la producen. Por tal motivo, para Gonzales-Álvarez (2014), el problema mente-cerebro debe ser abordado desde una perspectiva interdisciplinar en diferentes niveles de análisis y complejidad: molecular, celular, sistémico, conductual y cognitivo. En este sentido, las neurociencias cognitivas han abordado la relación mente-cerebro en términos de procesos cerebrales interconectados y sincronizados con diferencies funciones cognitivas, en diferentes niveles de complejidad y jerarquía. Por tal razón, bajo este panorama, propuestas como las de McGinn, de una única propiedad que explique el nexo psicofísico, parecen poco plausibles.

Con respecto a la explicación de la consciencia, teorías neurales, sumadas a enfoques de orden superior, plantean que la explicación funcional de la misma podría radicar en la integración de la actividad de diferentes módulos o circuitos neuronales de la corteza cerebral (Sanguineti, 2017), especializados en procesar las características y tipos de información relevantes para la fundamentación de diferentes tipos de consciencia, como la fenoménica (Koch, Massimini, Boly & Tononi, 2016), o de los subtipos reflexivos tales como la consciencia de acceso, la consciencia narrativa, la consciencia reflexiva o la autoconsciencia (Buckner & Carroll, 2007).

De este modo, la consciencia se explicaría mediante los procesos de conectividad neuronal de los complejos e interactivos circuitos cerebrales. Así, la consciencia solo es posible en la medida en que los módulos permanezcan funcionalmente integrados a procesos de interconectividad neuronal. Esta teoría de la integración es heurística dado que permite explicar la consciencia en términos de grados y niveles de jerarquía cognitiva, de acuerdo con procesos de interconectividad y de arousal, y no en términos de estados.

Con lo anterior no se quiere decir que el problema respecto a la explicación de la consciencia esté resuelto, pues aún se requieren mayores desarrollos científicos y evidencia empírica para determinar con mayor precisión estos procesos complejos de interconexión cerebral que explican la consciencia. Sin embargo, el problema de la relación de lo físico con lo mental en términos ontológicos debe disolverse para dar paso a una comprensión científica de la consciencia, donde el aporte de la filosofía es el de analizar las bases epistemológicas que soportan teóricamente los hallazgos e interpretaciones de la evidencia empírica. Con esta idea en mente es importante precisar algunos puntos. El primero es que toda neurociencia que busque explicar la consciencia es cognitiva en sentido amplio (Fuster, 2000) y, por ende, el problema científico mente-cuerpo debe ser interdisciplinar. El segundo punto, conectado con el anterior, alude a la idea de que un abordaje filosófico exitoso respecto a la comprensión de las categorías mentales debe considerar la evidencia empírica de las neurociencias en la formulación epistemológica de teorías y conceptos en los campos de la filosofía de la mente, del lenguaje, de la psicología, e incluso en la antropología filosófica; por lo tanto, el cerebro tiene un papel preeminente en la naturalización de la filosofía, y con ello, la idea misma de que el problema ontológico debe disolverse.

Con lo planteado hasta el momento es importante dar razones adicionales de por qué el problema filosófico mente-cuerpo (cerebro) debe plantearse en términos conceptuales, semánticos y epistemológicos que permitan el sustento en la evidencia empírica. Para hacerlo se utilizará el recurso conceptual de McGinn (2003) respecto de una clausura perceptiva, sin que esto signifique simpatizar o aceptar el materialismo no constructivo del autor. Es importante aclarar que la solución constructiva hace referencia a una propiedad natural del cerebro que explique cómo se puede producir consciencia a partir de ella. El argumento versa así:

Deseo sugerir, por el contrario, que tales procedimientos [solución constructiva] están inherentemente cerrados con respecto a P [propiedad instanciada en el cerebro que explica el nexo psicofísico entre el cerebro y la consciencia]. Pienso que la razón fundamental de ello es el papel de la percepción en la formación de nuestra comprensión del cerebro, la manera como nuestra percepción del cerebro limita los conceptos que podemos aplicarle. Sería difícil exagerar la importancia de la idea de que la propiedad de la consciencia misma (o de estados conscientes específicos) no es una propiedad observable o perceptible del cerebro. Puedes asomarte al interior de un cerebro consciente vivo, el tuyo o el de alguien más, y observar ahí una amplia variedad de propiedades instanciadas ―su figura, color, textura, etc.―, pero no podemos ver por ello lo que el sujeto experimenta, el estado consciente mismo. Los estados conscientes simplemente no son objetos potenciales de la percepción (…) en otras palabras, la conciencia es nouménica con respecto a la percepción del cerebro (McGinn, 2003, pp. 77-78).

Esta imperceptibilidad de la consciencia se debe, según el autor, a que los sentidos están dirigidos hacia la representación de un mundo espacial. El problema es considerar que se puede vincular lo mental (la consciencia) con el cerebro en virtud de las propiedades espaciales del cerebro y no a los procesos funcionales que allí se dan. El hecho de que esos procesos de conexiones neuronales-sinápticas, moleculares y funcionales que están generando procesos mentales no sean objeto de percepción directa, no significa que se deba inflar la ontología del mundo, o que no puedan ser estudiados mediante técnicas avanzadas en neurociencia cognitiva que den cuenta de los correlatos de redes y conexiones anatómico-funcionales del cerebro con procesos cognitivos de alto nivel.

Es cierto que la consciencia no está constituida por procesos espaciales accesibles a la percepción directa, pero esto no significa que sea nouménica en sentido kantiano, pues considerar la consciencia como una intuición intelectual o suprasensible sería decir que es algo ininteligible, incluso para las neurociencias cognitivas. Pensar en la consciencia o la propiedad que establece el nexo psicofísico, en términos de una percepción directa, puede parecer una visión ingenua si se entiende en términos de procesos funcionales, es decir, en el sentido de relaciones de funcionamiento de estructuras cerebrales. La sinapsis neuronal, por ejemplo, no es objeto de la percepción directa, sin embargo, esto no significa que sea nouménica. Con este punto se quiere ilustrar que el funcionamiento de la consciencia, al igual que el de la sinapsis, se da en términos de conexiones y procesos, y no de estados ni elementos perceptibles como objetos fijos.

Conclusiones

Con lo planteado hasta el momento se podría considerar que la respuesta al título del artículo es, por consiguiente, que el problema ontológico mente-cuerpo ha sido mal entendido y que su reformulación requiere sopesar hasta qué punto los conceptos que se están manejando implican hallar un correlato ontológico, o más bien, deben ser analizables desde una base biológica evolutiva. Sin embargo, se debe reconocer que la realidad de lo mental, en gran parte, está más cercana a lo que Searle (1997, 2017) ha llamado realidad institucional, que a la realidad bruta, en el sentido de que los conceptos de la psicología popular (creencias, deseos, intenciones, emociones, sentimientos, entre otros) están dirigidos, fundamentalmente, a las acciones humanas, y aunque dichas acciones, desde algún punto de vista, se refieren a movimientos físicos, sería imposible explicarlas reduciéndolas únicamente a estos (Davidson, 1963).

De acuerdo con lo anterior, la explicación de las acciones fundamentadas en razones exige tener en cuenta un trasfondo mínimo de racionalidad que impide dicha reducción, pese a que abre la puerta para la construcción de explicaciones no reductivas que permitan reconocer la importancia de todos estos factores (Davidson, 1991). Así mismo, la atribución y la explicación de los procesos mentales depende del reconocimiento de tres tipos de esferas que juntas constituyen la base de cualquier elucidación sobre lo mental: a) un conjunto de facultades y capacidades atribuibles a los sujetos; b) el reconocimiento de la existencia de un mundo objetivo accesible a los sistemas cognitivos; y c) la intersubjetividad que se manifiesta en la realidad cultural e histórica mediada por el lenguaje. El error de las aproximaciones tradicionales estaría en intentar reducir la caracterización de los conceptos mentales a solo una de estas esferas (Davidson, 1991)

Esto genera una alerta hacia las propuestas naturalistas demasiado fuertes que intentan naturalizar, en el sentido fuerte de una explicación reductiva eliminativa, conceptos tales como el de significado, información, experiencia, intencionalidad, entre otros, sin reconocer que el análisis y tratamiento de estos deben tener en cuenta que dependen, pero a la vez constituyen, la realidad social y cultural (Searle, 2017); y que su explicación y comprensión no puede desvincularse totalmente de esos ámbitos, aunque sin perder de vista la evolución biológico-cognitiva de nuestra especie. Un camino promisorio para lograr este cometido podría basarse en la idea de Dennett (2014) de que los conceptos mentales no son referenciales, en el sentido de que dichos conceptos no hacen alusión a un conjunto de entidades u objetos. Esto no quiere decir que son conceptos vacíos o hacen alusión a entidades mitológicas o algo similar, sino que la lógica interna del funcionamiento del lenguaje mental utiliza criterios de existencia diferentes a los del lenguaje físico, donde la realidad de estos no implica que sean entidades particulares o estados individuales, siendo el lenguaje de los procesos más acorde al funcionamiento lógico de dichos conceptos.

Conflicto de interés

Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

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Notas de autores

Anyerson Stiths Gómez-Tabares

Magíster en Filosofía, Universidad de Caldas. Docente e investigador de la Universidad Católica Luis Amigó, Manizales, Colombia. Vinculado al grupo de investigación Estudios de fenómenos psicosociales, Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, Colombia. Contacto: anyerspn.gomezta@amigo.edu.co ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7389-3178

Jose Fernando Ospina Carmona

Magíster en Filosofía. Universidad de Caldas. Docente Universidad de Caldas, Manizales, Colombia. Integrante del grupo de investigación Tántalo, Universidad de Caldas. Correo: jose.ospina_c@ucaldas.edu.co, ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2223-724X

Andrés Felipe Micolta Henao

Magíster en Psicobiología y Neurociencia Cognitiva, Universidad Autónoma De Barcelona. Barcelona, España. Contacto: afmicolta@hotmail.com, ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5378-107X