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Ospina Saldarriaga, J. C. (2020). Descartes y Nietzsche: perspectivas acerca del cuerpo. Perseitas, 8, pp 328-350.
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3670
Descartes y Nietzsche: perspectivas acerca del cuerpoa
Descartes and Nietzsche: perspectives about the body
Artículo de reflexión derivado de investigación
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3670
Recibido: 7 de abril de 2020 / Aceptado: 13 de junio de 2020 / Publicado: 22 de julio de 2020
Julián C. Ospina Saldarriaga
Resumen
El presente artículo rastrea las concepciones del cuerpo en los planteamientos del filósofo francés René Descartes y del filósofo alemán Friedrich Nietzsche. En la revisión de diversas obras de cada uno de los pensadores se expone, por un lado, la concepción moderna del sujeto que halla la identidad de lo que es y el valor de su verdad en la razón. Se trata, pues, del dualismo cartesiano en el que, por lo menos en la interpretación canónica del filósofo francés, el cuerpo se ubica como obstáculo epistemológico, como algo inferior a la razón y al espíritu de lo que no proviene ningún tipo de conocimiento.
Por otro lado, exponemos el pensamiento de Friedrich Nietzsche, quien despliega una crítica a la metafísica occidental en la que están implicadas el platonismo, el cristianismo y el cartesianismo. Los valores absolutos, sean llamados Dios o Razón, son minados por el pensador alemán y transformados en otros a favor del cuerpo, la vida y la tierra. Gracias a esta crítica radical a la metafísica hecha por Nietzsche se abren después nuevos estudios, de distintos saberes y desde distintos campos de investigación social y cultural que reivindican el cuerpo y la vida, al tiempo que mantienen viva la crítica al modelo mecanicista, a la lógica maquínica y al dualismo cartesiano y su consecuente visión instrumentalista del mundo y del hombre. Al final, se esbozan como conclusión algunas consecuencias y posibilidades de estas perspectivas acerca del cuerpo en el ámbito de la educación y la cultura.
Palabras clave
Alma; Cuerpo; Dios; Experiencia; Hombre; Razón; Verdad; Vida.
Abstract
This article traces the conceptions of the body in the approaches of the French philosopher René Descartes and the German philosopher Friedrich Nietzsche. In the review of various works by each of the thinkers, it is exposed on one hand, the modern conception of the subject that finds the identity of what it is and the value of its truth in the reason. Therefore, a Cartesian dualism in which, at least in the canonical interpretation of the French philosopher, the body is considered as an “Epistemological obstacle”, as something inferior to reason and spirit from which no knowledge of any kind comes.
On the other hand, we expose the philosophy of Friedrich Nietzsche, who displays a critique of western metaphysics in which Platonism, Christianity and Cartesianism are implicated. The „Absolute Values“, whether they be God or Reason, are undermined by the German thinker and transformed by others in favor of the body, life and earth. Thanks to this radical criticism of metaphysics made by Nietzsche, new studies are opened later about different knowledge and from different fields of social and cultural research that vindicate the body and life, while keeping alive the critique to the mechanistic model, to the „Machinic logic“ and to the Cartesian dualism and its consequent and instrumentalist vision of the world and of man. In the end, we outline as a conclusion some consequences and possibilities of these perspectives about the body in the field of education and culture.
Keywords
Soul; Body; God; Experience; Man; Reason; Truth; Life.
El abordaje de sentidos y concepciones del cuerpo que tiene lugar en este artículo se desarrolla en dos apartados. El primero ellos se dedica al dualismo cartesiano, visión filosófica que fundamenta una dicotomía entre el cuerpo y la mente en favor de esta y en desprecio de aquel, o lo que es lo mismo, en favor de la razón y en contra de los sentimientos. Sin embargo, ese dualismo es apenas una de las perspectivas en el tratamiento teórico al cuerpo que Nietzsche —de quien se ocupa el segundo apartado de este artículo— resignifica desde una crítica a la tradición metafísica occidental, entendiéndolo ya no como una parte inferior al alma o la razón humana, sino como algo que es constitutivo del sujeto en su devenir histórico-cultural, el cuerpo como sí mismo y posibilidad vital de libertad y conocimiento. Finalmente, se esbozan algunas consecuencias y posibilidades de estas perspectivas acerca del cuerpo, especialmente, en el ámbito de la educación y la cultura.
I. Del dualismo cartesiano
La perspectiva del dualismo en la filosofía moderna, inaugurada por el filósofo francés René Descartes, separa la res extensa de la res cogitans. En obras como el Discurso del Método, las Meditaciones Metafísicas y las Reglas para la dirección del espíritu se revela la división entre cuerpo y alma, entre sujeto y objeto. Como sea que se nombre, se asiste a una valoración del pensamiento y la razón como criterio de verdad y de la existencia misma por sobre los sentidos y el cuerpo. La res cogitans “es la existencia espiritual del hombre sin fractura alguna entre el pensar y el ser, es el alma humana como realidad pensante” (Reale & Antíseri, 2010, p. 441). Mientras tanto, la res extensa “es el mundo material (comprendido ahí desde luego el cuerpo humano) del que justamente solo se puede predicar como esencial la propiedad de la extensión” (Reale & Antíseri, 2010, p. 441). Dice Descartes, en consecuencia, que “para pensar es preciso ser”, pues “aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser en cuanto es” (Descartes, 1994, pp. 94-95).
En este sentido, la naturaleza del hombre es estar constituido por el predominio del alma sobre el cuerpo, radicalmente distintos; en esta lógica el cuerpo queda reducido a ser un mero objeto o instrumento casi innecesario, prescindible, cuyo funcionamiento mecánico se puede dominar y predecir. Los sentidos engañan, solo la razón es verdadera, al punto de que la substancia y total esencia o naturaleza del yo es el pensar. Tal es el planteamiento del padre de la modernidad, quien excluiría toda experiencia corporal del proceso del conocimiento en el que, asimismo, los sentidos se constituyen como un “un obstáculo epistemológico”.
Descartes afirma que la certeza del conocimiento sólo es posible en la medida en que se produce una distancia entre el sujeto conocedor y el objeto conocido. Entre mayor sea la distancia del sujeto frente al objeto, mayor será la objetividad. Descartes pensaba que los sentidos constituyen un obstáculo epistemológico para la certeza del conocimiento y que, por tanto, esa certeza solamente podía obtenerse en la medida en que la ciencia pudiera fundamentarse en un ámbito incontaminado por lo empírico y situado fuera de toda duda. Los olores, los sabores, los colores, en fin, todo aquello que tenga que ver con la experiencia corporal, constituye, para Descartes, un “obstáculo epistemológico”, y debe ser, por ello, expulsado del paraíso de la ciencia y condenado a vivir en el infierno de la doxa (Castro Gómez, 2007, p. 82).
En las Reglas para la dirección del espíritu esta radical separación entre opinión y ciencia, o entre doxa y episteme, se expresa como la distancia insalvable entre el entendimiento y lo corpóreo porque, en relación al entendimiento, hay cosas simples o puramente intelectuales sin la ayuda de “ninguna idea corpórea que nos represente qué es el conocimiento, qué la duda, qué la ignorancia, qué la acción de la voluntad que se puede llamar volición” (Descartes, 1996, p. 124); o puramente materiales, que “son las que se conocen sino como existentes en los cuerpos: como son la figura, la extensión, el movimiento, etc.” (Descartes, 1996, pp. 124-125).
Mientras tanto, en las Meditaciones Metafísicas se vuelve a plantear esa distancia entre lo verdadero y los sentidos al aseverar que estos engañan. Así, en la pregunta por aquello que puede “ser considerado verdadero”, la duda se radicaliza hasta el punto de suponer que memoria, sentidos, cuerpo, figura, extensión, movimiento y lugar pueden no ser más que “ficciones de su espíritu”. No obstante, por este camino de la duda se llega a la certeza indubitable del “yo soy, yo existo”, aun cuando exista un “engañador muy poderoso” que quiera engañarlo siempre pero que “no podrá nunca hacer que yo no sea nada mientras piense que soy algo” (Descartes, 2014, p. 19). Lo que conlleva implícita la afirmación de que se existe porque se piensa al modo del Ser propuesto por Parménides. “Tal vez sea posible que, si yo dejara de pensar, cesara al mismo tiempo de ser o de existir” (Descartes, 2014, p.20), asevera el filósofo poco antes de decir: “No soy este montón de miembros al que se llama cuerpo humano” (pp. 20-21). El ser, entonces, está en una relación de identidad con el pensamiento, dominio al que, incluso, quedan subsumidos la imaginación y el sentir: “¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es esto? Una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente” (Descartes, 2014, p. 21). Aspecto este último que Descartes aclara indicando cómo “concebimos los cuerpos sino por la facultad de conocer”, solo por la concepción del pensamiento y porque “no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi espíritu (Descartes, 2014, p. 25).
Por lo anterior, grosso modo, se entiende el dualismo cartesiano como una preferencia por el alma respecto al cuerpo, que se niega. Ahora bien: ¿qué es lo que Descartes entiende por cuerpo aparte de ser una máquina de miembros que también se ve en un cadáver?
Por cuerpo entiendo todo lo que puede ser delineado por una figura; lo que puede estar comprendido dentro de algún lugar y llenar un espacio de manera que todos los demás cuerpos estén excluidos de él; lo que puede ser sentido, ya sea por el tacto, ya por la vista o por el oído, o por el gusto, o por el olfato; lo que puede ser movido de muchas maneras, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa extraña de la cual sea tocado y de la cual reciba la impresión. Porque si tuviera en sí el poder para moverse, sentir y pensar, no creía de ninguna manera que se le pudiesen atribuir estas ventajas a la naturaleza corporal (Descartes, 2014, p. 20).
A partir de esta última expresión se puede leer en Descartes una concepción del cuerpo como máquina anatómica y fisiológica de funcionamiento mecánico, dado que no se mueve por sí mismo. Antes bien, como se indicó líneas arriba, el sentimiento y la imaginación son “maneras de pensar” (Descartes, 2014, p. 27). El pensador francés parece afirmar un divorcio del cuerpo que sucede siempre respecto a la mente, el alma, la verdad, el pensamiento, lo espiritual, puesto que del entendimiento depende el conocimiento de todas las demás cosas. Lo que en otros términos es concebido como esa “fuerza puramente espiritual por la cual conocemos las cosas” (Descartes, 1996, p. 121). Conocimiento que presupone la división ya tradicional en occidente entre el cuerpo y el alma expresada, para efectos de la visión científica del mundo, como la separación entre el sujeto y el objeto del conocimiento. Separación incluso entre el pensamiento y el cuerpo mismo del sujeto cognoscente; al privarse el hombre de la condición corporal de su existencia, deja de ser, en palabra de Lluís Duch, un sujeto de vida, no considerado en su condición finita y contingente.
El filósofo francés, por mediación de su cogito, separó la inteligencia del hombre de la carne. A sus ojos, el cuerpo sólo era el envoltorio mecánico de la presencia humana en el mundo, que podía ser sustituido y manipulado sin que la “esencia” del hombre experimentase perturbaciones significativas. Por eso, de las dos partes de que consta el ser humano, el alma es la favorecida. El cuerpo, en cambio, se convierte en un “cuerpo” anatómico», dejando de ser un “sujeto de vida” (Duch & Mélich, 2005, p. 137).
Descartes consideraba, pues, que el hombre solo podía guiarse por la “evidencia de la razón”, lo que en la búsqueda de la verdad emprendida por este filósofo parte, a su vez, del hecho de que “los sentidos nos engañan a veces” por lo que supone que “no hay cosa alguna que sea tal como ellos nos la hacen imaginar” (Descartes, 1994, p. 93). A tal punto que la concepción de que se existe y de que se piensa solo acontece en la medida en que se puede “intuir con el espíritu”. Intuición que Descartes entiende como “la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón” (Descartes, 1996, p. 75).
Esta concepción no dudosa de una mente pura y atenta sitúa al pensamiento humano y al conocimiento verdadero dentro de “un ámbito incorpóreo y meta-empírico” que, según Castro Gómez, “nada tiene que ver con el con la sabiduría práctica y cotidiana de los hombres”.
El conocimiento verdadero (episteme) debe fundamentarse en un ámbito incorpóreo, que no puede ser otro sino el cogito. Y el pensamiento, en opinión de Descartes, es un ámbito meta-empírico que funciona con un modelo que nada tiene que ver con la sabiduría práctica y cotidiana de los hombres. Es el modelo abstracto de las matemáticas. Por ello, la certeza del conocimiento sólo es posible en la medida en que se asienta en un punto de observación inobservado, previo a la experiencia, que debido a su estructura matemática no puede ser puesto en duda bajo ninguna circunstancia (Castro Gómez, 2007, p. 82).
Esta concepción del conocimiento verdadero excluye así la experiencia vital del hombre, abstrae y prescinde del cuerpo en medio de una ciega confianza en la razón, el entendimiento, el alma y el espíritu como únicos criterios válidos para llegar al conocimiento verdadero, a la certeza universal y necesaria, sola la luz de la razón, no el ámbito sombrío y quimérico del cuerpo. Lo que supone considerar, de la misma manera, que “las operaciones de la mente se encuentran separadas de la estructura y del funcionamiento del organismo biológico” (Planella, 2006, p. 72). El cuerpo no es más que un instrumento mecánico, mensurable y susceptible de diseccionarse hasta en sus partes más ínfimas para efectos de un análisis o recomposición de él en términos lógico-matemáticos como un objeto más, de los que se puede ocupar con toda autoridad la razón. “Saber es poder”, dice la expresión que afirma la colonización y el sometimiento al otro, al ser humano, como instrumento de poderes heterónomos.
La visión del universo como un todo orgánico, vivo y espiritual fue reemplazada por la concepción de un mundo similar a una máquina. Por ello, Descartes privilegia el método de razonamiento analítico como el único adecuado para entender la naturaleza. El análisis consiste en dividir el objeto en partes, desmembrarlo, reducirlo al mayor número de fragmentos, para luego recomponerlo según un orden lógico-matemático. Para Descartes, como luego para Newton, el universo material es como una máquina en la que no hay vida, ni telos, ni mensaje moral de ningún tipo, sino tan sólo movimientos y ensamblajes que pueden explicarse de acuerdo con la disposición lógica de sus partes. No sólo la naturaleza física, sino también el hombre, las plantas, los animales, son vistos como meros autómatas, regidos por una lógica maquínica. Un hombre enfermo equivale simplemente a un reloj descompuesto, y el grito de un animal herido no significa más que el crujido de una rueda sin aceite (Castro Gómez, 2007, p. 83).
La visión del mundo y del cuerpo desde una lógica maquínica, a saber, la perspectiva mecanicista del cuerpo, del mundo y la hegemonía de la razón que tiene lugar en el siglo XVII, se corresponden con formas de vida social tales como el auge del individualismo, en el que el individuo tiene preponderancia por sobre la comunidad; en el desarrollo posterior del neoliberalismo, en el que la economía somete la política y la vida; el hombre, en su máxima soberbia, se ha nombrado dueño y señor de la naturaleza para explotarla sin motivo con su razón; y él mismo, paradójicamente, está separado de su propio cuerpo y del cuerpo de los otros. Formas de la vida social y cultural en las que el cuerpo, en palabras de Breton, pasa a ser la “frontera del sujeto”, el “factor de individuación”. En la Antropología del cuerpo y modernidad, Le Breton expresa que “en el pensamiento del siglo XVII el cuerpo aparece como la parte menos humana del hombre, el cadáver en suspenso en que el hombre no podría reconocerse” (2002, p. 71). El cuerpo ahí es convertido en una “realidad aparte”, es “desacralizado” y convertido en un mero “objeto de investigación”. Es un siglo en que se asiste a una concepción dualista del cuerpo como una máquina anatómica y fisiológica separada de la persona, del hombre o del sujeto, cuya identidad verdadera está exclusivamente en la razón o el pensamiento1. Se trata de un dualismo que prolonga el ya expresado por el anatomista Andrés Vesalio. Así lo aclara Le Breton (2002):
El dualismo cartesiano prolonga el dualismo de Vesalio. Tanto el uno como el otro manifiesta una preocupación por el cuerpo descentrada del sujeto al que le presta su consistencia y su rostro. El cuerpo es visto como un accesorio de la persona, se desliza hacia el registro de poseer, deja de ser indisociable de la presencia humana. La unidad de la persona se rompe y esta fractura designa al cuerpo como una realidad accidental, indigna al pensamiento (p. 69).
Esta preocupación por el cuerpo “descentrada del sujeto”, por tanto, es una característica del dualismo, desprecia los sentidos y la imaginación como a los engañadores que solo producen sueños y quimeras, mas nunca sirven para alcanzar la verdad. Por el contrario, los equívocos a los que da lugar la imaginación y los sentidos, se disipan con los métodos racionales. La razón “impone su verdad abstracta enfrentada a las evidencias sensibles. Acceder a la verdad consiste en despojar a las significaciones de las marcas corporales o imaginativas” (Le Breton, 2002, p. 72). Despojamiento del cuerpo que se corresponde con el modelo mecanicista a partir del cual se concibe al cuerpo y al mundo desde las categorías del pensamiento disociando “el mundo habitado por el hombre, accesible al testimonio de los sentidos, del mundo real, accesible únicamente a la inteligencia” (Le Breton, 2002, p. 73). El modelo mecanicista piensa así al cuerpo y al mundo como una máquina cualquiera (reloj, imprenta), un simple automatismo que se puede analizar —entiéndase fragmentar— recomponer y manipular en sus movimientos, según las órdenes del pensamiento y la inteligencia que imponen su poder.
Este modelo supone, también, nuevas prácticas sociales que la burguesía, el capitalismo naciente y su sed de conquista, inauguran. Una voluntad de dominio del mundo que solo puede ser pensada a condición de generalizar el modelo mecanicista. Si el mundo es una máquina, está hecha a la medida del ingeniero y del hombre emprendedor. En cuanto al cuerpo, razonable, euclidiano, está en las antípodas de la hybris, cuerpo secuencial, manipulable, de las nuevas disciplinas, despreciado en tanto tal, lo que justifica el trabajo segmentario y repetitivo de las fábricas en las que el hombre se incorpora a la máquina sin poder, realmente, distinguirse de ella. Cuerpo despojado del hombre, que pueda ser pensado, sin reticencias, a partir del modelo de la máquina (Le Breton, 2002, p. 75).
II. Mitología poscartesiana y posmoderna: Nietzsche y el cuerpo como sí mismo
No obstante el despojamiento del cuerpo del hombre y su incorporación a intereses económicos y políticos expresados en la asimilación del hombre a la máquina desde el dualismo cartesiano, vale considerar la comprensión crítica de Nietzsche— antecedente de la perspectiva antropológico-sociológica de Le Breton— respecto a este tradicional dualismo que cifra todo criterio de validez y legitimidad del conocimiento siempre en el pensamiento, nunca en el cuerpo; y en la eternidad en vez del devenir y la historia.
Al contrario del planteamiento de Descartes, Nietzsche se abre, pues, a pensar al ser humano ya no desde la clásica división cuerpo-alma. Lo que lo lleva a distanciarse del planteamiento según el cual el origen del conocimiento se sitúa en un ámbito meta-empírico o metafísico. Antes bien, el cuerpo humano es el que le permite negar a Nietzsche ese modelo de las matemáticas aplicado a la realidad, o bien, aquella comprensión del ser humano y de la realidad desde categorías abstractas como esencias, sustancias universales o Dios que, en el caso de Descartes y Platón, Nietzsche interpreta también como una doctrina moral de corte cristiano, puesto que suponía un “principio de verdad, esencial en el fondo de las cosas” conforme al cual el pensamiento medía la realidad, y esto según Nietzsche, es desmentido “en todo momento por la experiencia” a tal punto que “nada podemos pensar, en cuanto es” (Nietzsche, 2006a, p. 308).
En el contexto de una crítica a los que Nietzsche denomina los “valores supremos” que guían y orientan una forma de vida, afirma al cuerpo como punto de partida, como hilo conductor y como guía para encontrar una nueva valoración de la vida y del hombre “no como individuo sino como Naturaleza” (Nietzsche, 2006a, p. 112). Así, a la fe del alma, Nietzsche antecede la fe del cuerpo, al punto que es la salud del cuerpo la que condiciona la salud del alma. De ahí que se pregunte por lo que anuncia el cuerpo del alma: ¿fuerza o debilidad, enfermedad o salud, tristeza o alegría, afirmación o negación? Preguntas que el filósofo realiza en el contexto de una crítica a los valores supremos en la que invierte las valoraciones tradicionales sobre la vida y el hombre, inversión conocida como “transvaloración de los valores” en favor del cuerpo y la tierra y no del alma, la razón, el cielo o la verdad.
En el pequeño ensayo Verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche plantea cómo “el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico” ni procede de la “esencia de las cosas”, sugiriendo con ello un carácter situado del lenguaje y de las cosas, así como la raíz inconsciente sobre la que se erigiría el “árbol del conocimiento” (Nietzsche, 2007, p. 5). El lenguaje, continúa afirmando, tiene lugar en un impulso nervioso que luego se transforma en imagen, sonido articulado y concepto (siendo este último lo más vacío y lejano respecto al cuerpo, la metáfora más vacía). El concepto sucede después, casi como una pérdida de lo corporal y de la experiencia singular “y completamente individualizada a la que debe su origen” (Nietzsche, 2007. pp. 5-6). De suerte que para Nietzsche el concepto —y no los sentidos como en Descartes— es lo que engaña. El concepto se forma abandonando arbitrariamente las “diferencias individuales” y suscitando la representación de un “arquetipo primigenio” y trascendental inexistente.
La representación y formación del concepto fundada en “arquetipo” o “universales” en el ámbito de la ciencia o de la religión, según Nietzsche, apunta entonces a una lejanía, a un olvido del cuerpo, de la experiencia singular e individualizada, de ese primer impulso nervioso cuya consecuencia más nefasta es la razón como negación y odio a la vida. A partir de esa consecuencia es que se entiende la crítica que realiza a la metafísica, a la religión y a la filosofía, en particular, al platonismo y al cristianismo, cuyas creencias se fundamentan en un más allá trascendente o Dios y un mundo de las ideas, respectivamente, que, en la interpretación nietzscheana está separado de este mundo, el mundo de las apariencias. Esta escisión entre alma y cuerpo criticada por Nietzsche se convierte, así mismo, en una crítica a la antropología dualista cartesiana que, junto con el menosprecio cristiano al cuerpo, contribuyeron a una interpretación del cuerpo como un objeto que se podía “ocultar, silenciar e ignorar”.
Como es sabido, en la mitología cartesiana la imagen ideal del ser humano se caracteriza por un estricto y total control racional, para la exhaustiva planificación de todos los pensamientos y de todas las actividades de la existencia humana y por la expulsión de los sentimientos. En cambio, en la mitología postcartesiana y postmoderna, la imagen del hombre se distingue por una aguda conciencia de finitud y por la búsqueda, a menudo entre angustiada y narcisista, de satisfacciones personales mediante unas nuevas formas de intimidad y unas nuevas “técnicas” para acceder a las “vivencias” (Duch & Mélich, 2005, p. 235).
En este sentido, el pensador alemán será un gran exponente de la conciencia de la finitud humana y de la búsqueda de vivencias que no son las del narcisismo ni las de las meras autosatisfacciones: —“Las almas son tan mortales como los cuerpos” (Nietzsche, 2006a, p. 308) expresa en unos de los capítulos de Así habló Zaratustra: “El convaleciente”— cantando en vez del cielo, a la tierra, en vez de una alma racional sustentada en un ser eterno, un cuerpo partícipe en el devenir de la existencia, que atraviesa la historia como “algo que deviene y lucha”. Un cuerpo para el que el espíritu es “heraldo de sus luchas y victorias, compañero y eco” (Nietzsche, 2006a, p. 123). En vez de una felicidad que se fundamenta en la trascendencia de un trasmundo conquistado a costa del suplicio, el sometimiento y la negación despectiva del cuerpo como aquello de lo que requiere liberarse el alma para alcanzar la verdad y la felicidad, el filósofo concibe una vida inmanente que se goza en el aquí y ahora de la tierra. “La vida es un medio para el conocimiento: llevando esta máxima en el corazón se puede vivir no sólo con valor, sino con alegría, y reír alegremente” (Nietzsche, 1984, p. 154). Alegría en el vivir que se manifiesta como una afirmación infinita de la vida, un “santo decir sí”, que ya no es la disyunción y la oposición entre alma/cuerpo. El alma es solo una parte del cuerpo y es el cuerpo quien dice y hace al yo. El cuerpo mismo en sus movimientos es el que permite aprender a inferir “una correspondiente vida subjetiva invisible. El movimiento es un simbolismo para el ojo; indica que algo ha sido sentido, querido, pensado” (Nietzsche, 1997, p. 141). En su obra magna, Así Habló Zaratustra, en el capítulo “Los despreciadores del cuerpo”, esclarece Nietzsche (2006a) este ser “íntegramente cuerpo”, constitución no dualista. Dice Nietzsche:
Cuerpo soy yo y alma–así hablaba el niño. ¿Y por qué no hablar como los niños?
Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo.
El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor.
Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, a la que llamas “espíritu”, un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón.
Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer,–tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo.
Lo que el sentido siente, lo que el espíritu conoce, eso nunca tiene dentro de sí su término. Pero sentido y espíritu querrían persuadirte de que ellos son el término de todas las cosas: tan vanidosos son (p. 64).
Ahora bien, desde las teorías metafísicas y religiosas se ha operado una negación y desprecio del cuerpo y de la vida que se ha realizado, fundamentalmente, desde el entramado conceptual de esas mismas teorías de la razón, que son ellas mismas síntomas de un cuerpo enfermo y decadente. En efecto, en el concepto sucede, según Nietzsche, una “omisión de lo individual y lo real”, una pérdida de la “fuerza sensible”. El concepto, “necrópolis de las intuiciones” —opuesta aquí a la determinación racionalista que le confiere a ellas Descartes— conforma el dominio de las abstracciones con las que el hombre se opone a la veleidad de sus impresiones, al fluir de sus sentidos. Mas el nacimiento de los conceptos y las ideas se sitúan en un espacio-tiempo, es decir, en un contexto histórico, y más específicamente, en un cuerpo, en una sensibilidad, en una multiplicidad de instintos, pulsiones y pasiones, afectos que son predecesores de la representación y la base de cualquier juicio. A tal punto que lo objetivo, ideal o “puramente espiritual” no es más que un disfraz inconsciente de “necesidades fisiológicas”, la filosofía “una interpretación y un malentendido del cuerpo” y las respuestas al valor de la existencia “síntomas de determinados cuerpos” (Nietzsche, 2014, p. 312).
En pocas palabras: quizá en todo el desarrollo del espíritu no se trate de otra cosa que del cuerpo; es la historia, que se hace sensible, del hecho de que se forma un cuerpo más elevado. Lo orgánico se eleva a grados más altos. Nuestra avidez por conocer la Naturaleza es un medio que el cuerpo emplea para perfeccionarse. O, mejor dicho: se hacen centenares de miles de experiencias para cambiar la nutrición, el modo de vivir, el tenor de vida del cuerpo: la conciencia y las valoraciones que hay en todo esto, toda clase de placeres y de desplaceres son signos de este cambio y de estos experimentos (Nietzsche, 2006b, pp. 451-452).
Según lo anterior se puede entender al cuerpo como la base de las valoraciones éticas y estéticas del ser humano, pues en él suceden las experiencias de la conciencia y no al contrario. Tierra, vida, cuerpo y sentido humano son, así, los ingredientes principales de la virtud. Así también el filósofo con una claridad deslumbrante anticipa la vida y la experiencia a la conciencia y afirma que espíritu, razón, alma, yo o sujeto no son más que palabras para designar algo en el cuerpo, instrumentos del cuerpo, pequeños juguetes del cuerpo, formas en las que este se expresa. Antes que yo (Ich) el cuerpo (Leib) es sí mismo (Selbst), no entendido en un sentido sustancialista ni mucho menos, sino como aquello que es lo más inmanente a la vida y en el que sentimientos y pensamientos nacen, se reproducen y mueren:
El sí-mismo busca también con los ojos de los sentidos, escucha también con los oídos del espíritu.
El sí-mismo escucha siempre y busca siempre: compara, subyuga, conquista, destruye. El sí-mismo domina y es el dominador también del yo.
Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido–llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo.
Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría? (Nietzsche, 2006a, p. 65).
Mucho antes que Nietzsche, otro pensador moderno comprendió que “el alma está unida al cuerpo”, es decir, rompió con la hegemonía del alma sobre el cuerpo. En lugar de afirmar la inferioridad del cuerpo, le reconoció sus potencias, “que el alma admira”. Es Baruch Spinoza, filósofo holandés, quien afirma que “cuanto más apto es un cuerpo para hacer o padecer más cosas a la vez, más aptas que las demás es su alma para percibir a la vez más cosas” (Spinoza, 2000, p. 88). Filósofo que en su obra magna, la Ética demostrada según el orden geométrico, asevera que “nadie, en efecto, ha determinado qué puede el cuerpo, esto es, a nadie hasta ahora le ha enseñado la experiencia que puede hacer el cuerpo” (Spinoza, 2000, p. 128).
Ahora bien, ante esta anticipación de Baruch Spinoza en torno a las potencias del cuerpo, Nietzsche toma como elemento clave que nadie sabe lo que puede hacer el cuerpo. Con Spinoza, Nietzsche descubre el cuerpo y sus exigencias, sin embargo, va más allá al no concebir al cuerpo como un modo de Dios,2 una sustancia eterna e infinita, que se explica desde la necesidad y perfección de este. Por el contrario, es justamente por la vía de una crítica a la metafísica, a un “sentido absoluto” y a una explicación puramente racional de la realidad y la vida, que retoma y reivindica Nietzsche el camino del cuerpo en tanto “sí mismo”, campo de una “lucha de los instintos” en medio de la cual tiene lugar el conocimiento, como el más poderoso de los afectos donde no hay “nada divino reposando eternamente sobre sí mismo, como creía Spinoza” y que, a su vez, lleva considerar el “pensar consciente” como el pensamiento “menos vigoroso” en tanto desconoce que “la parte más grande de nuestra acción espiritual transcurre de un modo inconsciente, imperceptible” (Nietzsche, 2014, pp. 521-522).
De acuerdo con lo anterior, el cuerpo, ese “modo inconsciente e imperceptible”, es el campo donde sucede “la parte más grande de nuestra acción espiritual”. En efecto, este poder del cuerpo en Nietzsche llega a ser tal que el alma, el espíritu y la razón llegan a ser un mero lenguaje del cuerpo: “Desde que conozco mejor el cuerpo, —dijo Zaratustra a uno de sus discípulos— el espíritu no es ya para mí más que un modo de expresarse; y todo lo ‘imperecedero’— es también sólo un símbolo” (2006a, p. 193), dice Nietzsche (2006a) en “De los poetas”. Y ahonda en el pasaje “De los despreciadores del cuerpo” que el cuerpo (Leib) como sí mismo (Selbst) es el apuntador de los conceptos del yo, del que es sus andaderas, es él quien se ríe del yo y su pretendida identidad o unidad. De suerte que el pensar mismo no puede prescindir del cuerpo: los conceptos e imágenes que allí se forjan nunca tienen su término en sí mismo, sino que parten de y señalan al cuerpo. “El pensamiento no es todavía el suceso interior mismo, sino igualmente sólo un lenguaje de signos para el equilibrio de poder de los afectos” (Nietzsche, 1997, p. 143), apunta Nietzsche (1997) en uno de sus Fragmentos póstumos. Poder de los afectos que se relaciona con las “apetencias que gobiernan escondidamente” (p. 143) y del que nuestro pensar y valorar son solamente una expresión.
De este modo, los conceptos que entre el siglo XVII y XVIII se forjaron como los más altos paradigmas del conocimiento y de la humanidad, con Nietzsche vendrían a ser, en vez de mero a priori o comprensión universal, un acontecimiento espacio-temporal que, como todo acontecer, tiene un carácter interpretativo, pues “no existe el acontecimiento en sí” (Nietzsche, 1997, p. 87). En este sentido es que expresa el filósofo cómo el conocimiento tiene un carácter interpretativo y relacional, una perspectiva múltiple del “ser orgánico” o, como se mencionó en el párrafo anterior, un equilibrio del “poder de los afectos” o una expresión de “apetencias que gobiernan escondidamente”. No en vano en La voluntad de poder el pensador considera “esencial: partir del cuerpo y utilizarlo como guía. Él es el fenómeno más rico que permite observaciones más claras (Nietzsche, 2006b, p. 365).
El cuerpo como punto de partida y perspectiva de la época y del ser humano deviene así una perspectiva múltiple; es el carácter interpretativo y relacional del ser orgánico, del cuerpo y no de los conceptos que Nietzsche entiende como lo más vacío y alejado del impulso nervioso original que da lugar al lenguaje. El concepto, por el contrario, es la negación de la experiencia corporal singular, la peor de las ficciones entre las que habría que contar al sujeto (con él y con las que los filósofos equivocan la “naturaleza del conocimiento”). Pero esta equivocación, con el desprecio del cuerpo, el “error más peligroso”, son considerados por Nietzsche como un apreciar más, efecto de un cuerpo enfermo, servidores del cuerpo, aun cuando la razón y el pensamiento pretendan forjar valores supremos como Dios y Razón que olvidan el cuerpo y niegan la vida. Así hablaba Nietzsche a los “despreciadores del cuerpo” quienes con su apreciar o despreciar sirven al sí-mismo, aunque no lo sepan, apartándose así de la vida en su incapacidad de “crear por encima de sí” (Nietzsche, 2006a, pp. 65-66). Apreciar y despreciar valoraciones, pensamientos, sentimientos, voluntades, placer y dolor, crear y morir. Un sí mismo creador es el que se crea todo ello, plantea Nietzsche. Creación que no se entiende aquí, ni mucho menos, desde la perspectiva creacionista o sustancialista. Es más bien el “devenir loco” que no responde a un plan divino, a un ideal racional de lo real. Es lo viviente, como ser y no ser, sin teleología, sin un punto de partida. Nietzsche, al pensar al cuerpo como inmanente a la vida y a la tierra, es a ellos a los que honra. Dicho de otra manera, ubica con la mayor seriedad y en primera línea de su crear y pensar a las cosas bajas y más despreciadas, que también llama el “mundo pequeño” (Nietzsche, 2006b, p. 650). Mundo pequeño del cuerpo y de la vida para la tradición filosófica y cultural de Occidente que es, para el filósofo de Sils María, por el contrario, la “gran razón”. El cuerpo, “hilo conductor” que a Nietzsche se le antoja “aún más atractivo, más misterioso” que el “alma” de épocas anteriores.
Lo más propio, el ser y ego mismo del ser humano es el cuerpo, flujo y reflujo de fuerzas, instintos, pasiones, pulsiones, afectos, juego del tiempo en la imagen del río inmortalizada por el filósofo presocrático Heráclito, que expresa la multiplicidad, el tiempo y el movimiento como premisas para la “creencia en la corporeidad”, lo más propio, nuestro ser y ego en tanto que devenir orgánico. De hecho: “No ha habido nadie que haya considerado el estómago propio como un estómago extraño, o quizá divino” (Nietzsche, 2006b, pp. 437-438), suceso del que sí se puede reconocerse históricamente testimonios, por gusto e inclinaciones del hombre, donde se ha considerado valoraciones o pensamientos “inspirados por un dios” o a los instintos como “actividades que se ejercitan casi crepusculares”. Para el filósofo el cuerpo es una noción más sorprendente que el “alma” o el “sujeto” dado que “en el que repercute siempre, vivo y vivaz, el pasado más remoto y más próximo de todo el devenir orgánico” (Nietzsche, 2006b, pp. 437-438).
De esta manera, el pensamiento de Nietzsche se construye como una acción de la vida misma; si labra conceptos es con el ánimo de que estos expresen un equilibrio en el poder de los afectos, conceptos que sirvan para afirmar la vida, y la vida precisamente como danza, que es el arte por excelencia donde el cuerpo realiza su belleza y encuentra su verdad de salud y de alegría en un aquí y un ahora. Por tal razón, quizá, Nietzsche no sitúa su pensar en un ámbito exclusivamente libresco, aburrido y agotador, sino, sobre todo, vital:
No formamos parte de esos que sólo llegan a pensar entre libros, cuando son estimulados por libros —estamos habituados a pensar al aire libre, mientras caminamos, saltamos, ascendemos o bailamos, […], allí hasta donde los caminos se repliegan. Nuestras primeras preguntas para valorar un libro, un hombre y una música son estas: “¿Puede caminar?, más aún: ¿puede bailar?” (Nietzsche, 2014, p. 571).
De esta manera, este pensamiento al aire libre, esta valoración de un libro según su saber caminar y, sobre todo, bailar, depende de la alegría y la salud que sea capaz de provocar o con la que fue capaz de realizarse. La atención recae en las “necesidades de la existencia”. De suerte que a un “alma es poderosa” le corresponde un cuerpo “elevado”, “bello y victorioso”. Cuerpo “flexible, persuasivo y bailarín” del cual es símbolo un “alma gozosa”. Goce de cuerpo y alma que se da a sí mismo el nombre de “virtud” (Nietzsche, 2006a, p. 270).
La virtud —con las connotaciones éticas y estéticas que le son propias— halla su yerro o su realización según arraigue o no en el cuerpo. El lúcido filósofo exhorta así a crear un creador, un “cuerpo más elevado” (Nietzsche, 2006a, p. 115). Crear un creador que sería el movimiento de la tierra y la vida en tanto que espejo de ese cuerpo elevado, bello, victorioso y reconfortante. Se trataría de llegar “a los más elevados goces en los que la existencia celebra su propia transfiguración”, allí donde la afectación de felicidad y virtud es recíproca entre los sentidos y el espíritu, acontecimiento que es “desbordante riqueza de fuerzas múltiples”, ágil potencia de una “disposición soberana” que junto, con una “libre voluntad” “habitan afectuosamente en un mismo hombre”. Mas este sería el hombre perfecto que “se siente completamente como una forma divinizada y como una autojustificación de la Naturaleza” (Nietzsche, 2006b, p. 669), que se corresponde con la alegría y la sabiduría propia de lo dionisíaco, del dios Dioniso que en la filosofía de Nietzsche tiene un significado especial, pero que, por razones de extensión y de intención, no se abordará aquí. Bástenos para finalizar considerar que el filósofo propone al cuerpo como el “lugar correcto” para la suerte que corran pueblo y humanidad (Nietzsche, 2002, p. 164).
El cuerpo como hilo conductor, guía y lugar correcto en la Ciencia Jovial no se dimensiona solo en su carácter material, sino en su complejidad afectiva, campo de fuerzas en relación intrínseca desde, con y para la naturaleza o la vida. Darle a la tierra un sentido humano y al humano un sentido terrestre se corresponde con el llamado que hace Nietzsche (2006b) en el pasaje 124 de la Voluntad de Saber para que “se le devuelva al hombre el valor de sus instintos materiales. Que se impida su propia subestimación (no del hombre como individuo sino de/ hombre como Naturaleza)” (p. 112). Comprender al hombre como Naturaleza es comprenderlo desde su existencia corporal y desde lo que puede como cuerpo elevado o decadente. Se trataría de un progreso a la “naturalidad” incluso en las “cuestiones de poder: “que se puede” y, solo después, “que se debe” (Nietzsche, 2006b, p. 112).
Con este progreso hacia la “naturalidad”, Nietzsche pone al cuerpo en el centro de los problemas políticos, sociales, históricos y culturales. Es una propensión por la vida y por la tierra como el suelo mismo sobre el que se levantan los lenguajes, las imágenes, los conceptos, y no precisamente como verdades absolutas, sino como manifestaciones sintomáticas de la salud o enfermedad del cuerpo. Para Nietzsche el “deber ser” y las promesas ultraterrenas son una invención moral para someter la vida a ideales que la niegan y que la odian. Son invenciones que, en un momento dado de la historia, fungen como conceptos contrapuestos a las “primeras impresiones intuitivas”. Conceptos que son jerarquizaciones, clasificaciones, ordenamientos, limitaciones, definiciones válidas que son un mero recurso para la conservación de la vida individual o colectiva, una cuestión de poder que se expresa en el poder legislativo del lenguaje. Precisamente, en ese ámbito del concepto es donde se construye precisamente órdenes, leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones que “se contrapone al otro mundo de las primeras impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por ello, como una instancia reguladora e imperativa” (Nietzsche, 2007, p. 7).
Con esto, Nietzsche advierte, finalmente, la necesidad de cuestionar las abstracciones y las instancias reguladoras, imperativas y restrictivas de los “valores supremos” con los que, en definitiva, se ejerce e impone un poder político y religioso sobre el cuerpo, un control y una vigilancia sobre sus conductas, deseos, afectos y emociones basados en un aparato conceptual que mantiene así ciertas ideologías totalizadoras propias de un orden moral que bien puede hallar su fundamento en el modelo mecanicista de la naturaleza y el cuerpo o en el dualismo cartesiano, platónico o cristiano. La crítica de Nietzsche a lo que él llama los valores supremos como Dios o la Razón abre de esta manera campos nuevos de investigación y acción sobre el cuerpo, la tierra, la vida, la historia y la libertad en el siglo XX. Una labor crítica de este talante, heredera en buena medida de Nietzsche, es la que con otros alcances realizaría, por ejemplo, el eminente filósofo francés Michel Foucault y otros filósofos, sociólogos y antropólogos contemporáneos cuyas derivas propician otros saberes allende la tradicional hegemonía de la razón y la ciencia, que en René Descartes encontró, quizá, a su exponente capital.
Conclusiones
A raíz de la interpretación cartesiana del cuerpo como máquina y la fundamentación de la verdad como criterio único de conocimiento, se deriva, en términos científicos, la división sujeto-objeto propia de la modernidad. El cuerpo y las demás cosas de la naturaleza son sometidas así a una visión instrumentalista y utilitaria. Visión de la modernidad que se consolidaría, por ejemplo, en la visión positivista del mundo. La negación o subvaloración de la dimensión corpórea del hombre hace descansar todo el conocimiento en la verdad del pensamiento y la mente. Reduce la posibilidad de comprensión de la complejidad humana a la sola abstracción de la Mathesis “universal y necesaria”. Impide así la experiencia, cotidianidad, emociones y vida ya no de un solo sujeto o una esencia, sino de “subjetividades” en devenir, para decirlo con Nietzsche.
Diríamos que ese clásico dualismo de Cartesius justifica en lo político y lo económico la colonización de territorios y culturas. Sirve de base a la explotación de la tierra por el hombre (extractivismo), y del hombre mismo por el hombre (esclavitud). El dualismo cartesiano, en términos de la educación, se ha expresado en el cognitivismo del sistema educativo oficial de Colombia o de otras latitudes cuando este se ocupa exclusivamente de los procesos de formación solo con arreglo a resultados en pruebas que estandarizan el conocimiento privilegiando las competencias intelectuales sobre las demás; según estos dispositivos de medición y evaluación, la diversidad de experiencias, culturas, territorios, contextos y sujetos en formación no entra en consideración.
El dualismo cartesiano ha sido también el fundamento sobre el que se levantaron las concepciones mecanicistas del cuerpo, uno que se podría controlar con la inteligencia como motor espiritual. La educación en Colombia, por ejemplo, no ha sido distante a esta concepción mecanicista expresada todavía en una enseñanza que privilegia lo cognitivo, mientras que disciplina y moraliza los cuerpos desde discursos religiosos e intereses del poder político y económico; relacionados también con unos saberes científicos que intentan dominar y producir determinados sujetos “normales” sobre el supuesto de que la razón puede controlar al cuerpo, no solo en el ámbito individual, sino también en el social, como una especie de cuerpo colectivo cuya razón sería la ley.
Sin embargo, contra este supuesto metafísico de fondo, se alza la filosofía de Nietzsche. Su crítica a lo que él llama los valores supremos como Dios o la Razón abre campos nuevos de investigación y acción sobre el cuerpo, la tierra, la vida, la historia y la libertad en el siglo XX. La resignificación del cuerpo como posibilidad de libertad y conocimiento en tanto que sí mismo se expresa en la potencia vital de un cuerpo creador y pletórico de alegría. A diferencia de Descartes, el filósofo alemán no considera la razón como regla única para la dirección del espíritu; en ese mismo sentido, tampoco concibe las pasiones como elemento que desvíe y conduzca a error. Antes bien, en las pasiones, el cuerpo y la naturaleza el hombre tiene la posibilidad de realizaciones éticas y estéticas en el goce de la unión cuerpo-alma que se da a sí misma el nombre de virtud. De ahí que Nietzsche llegue a ser un filósofo actual para pensar la educación en escuelas y en sus facultades universitarias de pedagogía. No en vano fue el mismo filósofo, que en su juventud escribió “Sobre el porvenir de nuestras escuelas”, quien afirma que adivina el porvenir de “nuestras escuelas” (Nietzsche, 1980, p. 27) como arúspice que mira las vísceras del presente. Y en el porvenir de las escuelas adivina un tendencia cultural que, aunque sea poco apreciada y difundida, “vencerá, como yo creo con plena confianza, ya que tiene de su parte el mayor y más potente aliado, la naturaleza” (p. 27), expresa Nietzsche, quien no puede omitir el hecho de que “muchos presupuestos de nuestros métodos modernos de educación llevan en su seno el rasgo de la antinaturaleza, y que los defectos más fatales de nuestra época están relacionados precisamente con esos métodos antinaturales de educación” (Nietzsche, 1980, p. 27 ). Métodos y épocas modernas y actuales que siguen siendo los nuestros, dignos de ser pensados críticamente en su educación y cultura, ámbitos donde estaría todavía viva la posibilidad de que la educación sitúe la vida y la naturaleza en el centro de preocupaciones multidisciplinares en las que el cuerpo podría jugar un rol decisivo para pensar la diferencia y la multiplicidad de subjetividades, y ya no de un único sujeto según parámetros de una sola ciencia. Frente a Descartes, el pensamiento de Nietzsche respecto al cuerpo no se reduce a un tratamiento epistemológico, sino que se vuelve un campo problemático para la comprensión misma de lo cultural, lo político y lo social, no ya desde una perspectiva esencialista fundada en la verdad, sino desde una perspectiva histórica arraigada en el devenir y que no desconoce como humano, demasiado humano, la finitud y la contingencia.
Conflicto de interés
El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.
Referencias
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Notas de autor
Julián C. Ospina Saldarriaga
Magíster en Educación de la Universidad de Antioquia. Profesor de la Institución Educativa Manuel José Sierra, Medellín-Colombia. Contacto: juncos1360@gmail.com, ORCID http://orcid.org/0000-0002-4637-6463
1 Lo que en este apartado se refiere como dualismo es, valga la aclaración, una lectura más de Descartes, la interpretación canónica de los círculos académicos de la ciencia y la filosofía. No obstante, a partir de una lectura más fina, el filósofo francés Jean Luc Marion (2005) propone otra interpretación de la res extensa y la res cogitans. Descartes “llega a establecer la certeza del ego en el sentir puro, sin remontarse de ese sentir hasta la cogitatio como su modo más derivado” (p. 73). El sentir como modo originario de la cogitatio. “El ego se recibe entonces de su toma de carne y nunca de la reflexión que lo igualaría a sí” (Marion, 2005, p. 72). Para emancipar a Descartes de la grieta del dualismo, Marion refiere una carta que Descartes —el mismo que suspendió el asunto moral en el Discurso del Método— le escribe a Elisabeth de Bohemia. Allí declara el filósofo de la Mathesis que hay una “unidad primitiva” de alma y cuerpo. Nombra un entendimiento con la imaginación que sería menos borroso que el conocimiento del entendimiento que solo puede darse mediante el entendimiento mismo. Mientras que el conocimiento de la carne sería más completo porque se da por los sentidos, lo que se conoce por ellos se da no solo con el entendimiento, sino también en conjunción con la imaginación. En la “unidad primitiva” de la que habla Descartes el cuerpo afecta al alma y el alma mueve al cuerpo. La concepción del cuerpo-máquina como la superioridad de la razón y la ciencia quedan en entredicho, amén de que dicha unión primitiva no se alcanzaría entonces por el razonamiento claro y distinto, sino “por aquellos que no filosofan nunca”. Las implicaciones de esas aseveraciones en el destino de Occidente hubieran sido quizá más ajenas al macabro instrumentalismo al que la ciencia reduce los fenómenos.
¿Qué hubiera pasado si la tradición hubiese leído y valorado más las cartas de Descartes que sus otras obras icónicas? Marion parece preguntarse de este modo y muestra cómo Descartes establece dichas certezas desencadenadas por las preguntas, y quién sabe qué otras seducciones, de Elisabeth de Bohemia, que embriagaron a Descartes, no sabemos si para conquistarla o, en una claridad y distinción de su pensamiento y vida, para afirmar lo que en sus obras emblemáticas no queda tan claro. En su correspondencia no se “empantana” con el dualismo, según expresa Marion, quien así lee a Descartes para identificar allí un campo fenomenológico del “sentir originario” donde el ego y la subjetividad son acciones y afectaciones de la carne. “La carne me da a mí mismo al darse a mí, —yo soy donado a ella” (Marion, 2005, p. 70). La carne y la encarnación son las constituyentes del pensar mismo, al punto de que “si una subjetividad debe superar la destrucción del sujeto metafísico, sólo puede venir por la carne, donde se confunden la hetero y la autoafección” (Marion, 2005, p. 72). Carne y donación, cuya apreciación le merecerían a Marion nuevas e interesantes perspectivas teológicas y fenomenológicas para pensar, por ejemplo, el cuerpo, la vida y la experiencia religiosa de la revelación o el Verbo que se hace carne.
2 Vale decir que para Friedrich Nietzsche el pensamiento de Spinoza resultó muy especial. De ahí las palabras que le merecen el filósofo y la filosofía en Correspondencia a un amigo: “¡Estoy absolutamente asombrado, encantado! ¡Tengo un predecesor, y además de qué clase! Spinoza me era casi desconocido: que ahora haya sentido la necesidad de él ha sido un ‘acto instintivo’. No sólo su planteamiento general coincide con el mío —hacer del conocimiento el afecto más potente—, sino que además me reconozco en cincos puntos fundamentales de su doctrina; este pensador, el más singular y aislado, es el más cercano a mí justo en estas cosas: niega la libertad de la voluntad —; los fines —; el orden moral del mundo —; lo no-egoísta —; el mal —; aunque las diferencias, naturalmente, son enormes, tienen más que ver con la diversidad de las épocas, de la cultura y de la ciencia. In summa: mi soledad, que tantas y tantas veces, como ocurre a grandes alturas, me ha dejado sin respiración y ha hecho que la sangre me circulara con fuerza, ahora al menos es una soledad de dos. — ¡Asombroso!”(Nietzsche, 2010, pp. 143-144).