Forma de citar este artículo en APA:

Vila Porras, C., Tobón Monsalve, J. S. (2020). Resurrección: una lectura antropológica en clave relacional. Perseitas, 8, pp. 199-226. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3587

Resurrección: una lectura antropológica en clave relacional

Resurrection: an anthropological reading in a relational key

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3587

Recibido: 23 de septiembre de 2019 / Aceptado: 22 de enero de 2020 / Publicado: 30 de abril de 2020

Carolina Vila Porras

P. Jonathan Stiven Tobón Monsalve, SDV

Resumen

El presente artículo de reflexión realiza una lectura sobre la resurrección en clave relacional. Para ello, se parte de la explicación sintética de los paradigmas griego-dual y hebraico-bíblico. Posteriormente, se expone la comprensión de la resurrección en Pablo y en algunos Padres de la Iglesia. Por último, se propone una lectura de la resurrección en clave antropológico-relacional. La temática se analiza desde una revisión documental de la filosofía, la teología y la psicología humanista. Se encuentra que el paradigma griego platónico sobre la inmortalidad del alma, en relación con el paradigma hebraico-bíblico, referente a la integralidad de la persona, sobrepone en la tradición del cristianismo hasta hoy. Además, se halla que la muerte es límite y posibilidad, carencia e identidad; no es acto liberador, sino acontecimiento pleromático.

Palabras clave

Cuerpo espiritual; Cuerpo relacional; Muerte; Paradigma hebraico-bíblico; Pleromático; Resurrección; Resurrección en Pablo.

Abstract

This article of reflection makes a reading about the resurrection in a relational key. To do this, it is based on the synthetic explanation of the Greek-dual and hebraic-biblical paradigms. Subsequently, the understanding of the resurrection in Paul and in some Fathers of the Church is exposed. Finally, an anthropological-relational resurrection reading is proposed. The theme is analyzed from a documentary review of philosophy, theology and humanistic psychology. It is found that the Platonic Greek paradigm on the immortality of the soul, in relation to the Hebrew-biblical paradigm, referring to the integrality of the person, is superimposed on the tradition of Christianity until today. In addition, death is limit and possibility, lack and identity, it is not a liberating act but a pleromatic event.

Keywords

Spiritual body; Relational body; Death; Hebraic-Biblical paradigm; Pleromatic; Resurrection; Resurrection in Paul.

Introducción

Esta investigación surge del interés de ahondar en el evento de la resurrección cristiana:

¿De qué modo ha sido comprendida?, ¿cuál era la visión que existía de tal hecho en la cultura griega y semita?, ¿cómo los primeros cristianos dialogaron con las culturas circundantes para explicar tal evento?, ¿cuál es la comprensión actual de dicho evento?, ¿en qué modo acoger la resurrección como experiencia actual en el aquí y el ahora de la existencia humana? Estos interrogantes acompañan la presente investigación, la cual pretende ofrecer una lectura antropológica de la resurrección en clave relacional, a fin de que sea vivida esta no solo como algo que acontecerá, sino como algo que ya está aconteciendo por el misterio pascual de Cristo.

A lo largo del artículo se utilizan distintos términos en griego y hebreo necesarios para una mejor compresión. El método utilizado es el de la revisión documental (Gómez Rodríguez, Carranza Abella y Ramos Pineda, 2016, pp. 48-50). Uno de los resultados de esta investigación el paradigma griego platónico sobre la inmortalidad del alma, en relación con el paradigma hebraico-bíblico, referente a la integralidad del ser humano, es el que aparece en la tradición cristiana hasta hoy. El Catecismo de la Iglesia en el numeral 997 afirma: “La muerte es la separación del alma y del cuerpo, el cuerpo cae en la corrupción, mientras que el alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado”. Continúa diciendo el Catecismo que “Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la resurrección de Jesús” (997).

El paradigma griego platónico permitió dar respuesta a la preocupación de las primeras comunidades frente a la venida del Señor, que era inminente (Jäeger, 1992). Al no darse esta venida de manera inmediata, la comunidad buscó una respuesta y la encontró en el dualismo griego. De esta manera, comprendió que cuando el ser humano muere, el alma entra a participar de la gloria de Dios y el cuerpo permanece en espera de la parusía.

En lo que respecta a la relación entre escatología y magisterio, se puede descubrir que aún la Iglesia no se atreve a acoger los hallazgos de la teología en lo que respecta a la resurrección de los muertos. La teología, partiendo de los datos ofrecidos por la crítica bíblica (el literalismo le da paso a la interpretación) y por las ciencias humanas, afirma que la resurrección acontece en el momento de la muerte; es decir, la persona que muere entra a participar de la vida de Dios. Esta acción divina es oferta gratuita.

Al mismo tiempo, Pablo asegura que esta resurrección se dará de manera plena cuando toda la humanidad, junto con la creación, sea toda en Cristo (1 Corintios 15: 28 Biblia de Jerusalén). En otras palabras, cuando toda la creación llegue a su πλήρωμα (plenitud).

El magisterio de la Iglesia, contrariamente a lo ya mencionado, explica que no hay diferencia entre resurrección y parusía, ambas están íntimamente relacionadas. La resurrección se dará en el “último día” cuando el Señor venga con todo su esplendor. Ahora bien, ¿qué sucede entonces con las personas que mueren antes de la parusía? El Catecismo de la Iglesia Católica (2002) afirma que “su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado” (997).

Los hallazgos teológicos, basados en el paradigma hebraico-bíblico, en conjunto con los adelantos de las ciencias humanas, ayudan a comprender que la persona es una unidad tridimensional, por consiguiente, su naturaleza es relacional; dicha relacionalidad cuenta con un componente biofísico, el cual es expresión de caducidad. Este elemento confirma que somos limitados, finitos, contingentes, débiles…; en otras palabras, confirma que no somos dioses. Esta caducidad, como su nombre lo indica, muere al igual que muere todo lo que en la persona humana es signo de muerte.

Lo débil de la persona no se encuentra solo en el elemento biofísico, también se puede descubrir en su mundo relacional: envidia, soberbia, odio; esto, que no es posible verificar mediante los sentidos, es purificado por Dios mismo. El magisterio de la Iglesia le llama purgatorio a este proceso (CEC, 1030-1032). La persona humana es purificada en Dios de aquello que limitó y que, por ende, limita su total relación con Dios.

La muerte no es acto liberador sino acontecimiento pleromático; por ella la persona llega a ser lo que es: plena relación. La resurrección es un proceso integrador donde toda la persona entra a participar de la vida en Dios.

A continuación, se desarrollan los paradigmas griego-dual y hebraico-bíblico, así como la comprensión que de la resurrección tienen el apóstol Pablo y los Padres de la Iglesia, para cerrar con la resurrección en clave relacional: una propuesta integrativa.

Paradigma griego-platónico

La resurrección, según Cardona Ramírez (2003, pp. 69-146), fue un acontecimiento esperado, no resultó nada escandaloso para quienes ya creían en ella: los fariseos (Hechos 23: 6-8 Biblia de Jerusalén); la dificultad radicó, por tanto, para los judíos helénicos, quienes estaban influenciados por las ideas griegas, las cuales planteaban que el ser humano es un compuesto de cuerpo y alma, en que el cuerpo vive en una continua lucha con el alma: el alma es espiritual, el cuerpo es material; el cuerpo muere, el alma perdura:

¿Por qué tener un cuerpo después de resucitado? ¿No equivaldría a quedar prisionero de él toda la eternidad, como era pensamiento común entre los griegos? ¿No se convierte ese cuerpo en una carga? Alma sí, cuerpo no; espíritu sí, carne no, era una consigna helenista (Cardona Ramírez, 2003, p. 69).

Al mismo tiempo, dice Ratzinger (2007):

La interpretación griega de la muerte, influida decisivamente por Platón, es idealista y dualista. La materia se considera mala en sí misma y únicamente el espíritu, la idea, es lo que se mira como lo positivo, como la realidad parecida a Dios, la realidad verdadera. De modo que el hombre es un ser contradictorio, fatal: el espíritu, la llama de lo divino, ha sido arrojado en la cárcel del cuerpo (pp. 77-78).

Por su parte, Pablo intenta dialogar con la comunidad de Corinto sobre el hecho de la resurrección, pero le es difícil, debido a que, como se ha mencionado, era una comunidad helenizada, lo que implicaba una visión dualista del ser humano. Antes de dar continuidad, se abordarán ciertas ideas griegas con respecto a la visión del cuerpo y el alma en relación con una vida después de la muerte basadas en el platonismo.

La vida después de la muerte no es un hecho auténticamente cristiano, ya Platón en el Fedón1 muestra cómo Sócrates el día de su muerte dialoga con sus discípulos sobre lo que en pocas horas le va a suceder. Morir para Sócrates es la oportunidad de liberarse de la corrupción del cuerpo, que es mortal, para vivir bajo la inmortalidad del alma. Este hecho le propiciará encontrarse con los dioses y con las almas buenas:

si no creyera [Sócrates] que voy a llegar en primer lugar junto a otros dioses sabios y buenos, y, por añadidura también junto a hombres difuntos, mejores que los de aquí, obraría de forma injusta si no me irritara contra la muerte. Pero, por ahora sabed bien que espero llegar dentro de muy poco tiempo junto a hombres buenos- aunque en esto no insistiría mucho-, y especialmente insistiré en que espero llegar junto a dioses soberanos muy buenos; sabed bien que, más que a cualquier otro hecho de los tales, me aferraría sobre todo a éste. De tal manera que no me indigno del mismo modo a causa de esto; sino que estoy confiado en que existe otra vida para los muertos, e incluso, como se viene diciendo también desde antaño, mucho mejor para los buenos que para los malos (Platón, trad. en 2009, p. 126).

El cuerpo, para los griegos, además de corromperse y ser finito, es fuente de todos los males que afectan al alma. La tarea del filósofo es vivir continuamente muriendo, es decir, dejar de vivir bajo los impulsos del cuerpo, materia, para comenzar a vivir desde el espíritu, alma. La muerte final es la separación del cuerpo y del alma, lo cual corresponde al estilo de vida del filósofo; esto significa que la muerte no solo es la última etapa de la existencia, sino el modo de vida de quien ha descubierto la inmortalidad del alma (Hadot, 2006).

Es pertinente, para una mayor comprensión del paradigma griego-dual, examinar de manera más precisa la categoría alma. Werner Jäeger (1952) y Cardona Ramírez (2003, p. 44) explican que la cultura griega empezó a hacer uso del término alma atribuyéndole carácter de divinidad hacia el siglo VI a.e.c. Asimismo, Jäeger (1952) afirma que los mitos griegos sobre el alma no fueron fruto del espíritu filosófico, sino que surgieron del movimiento religioso órfico, es decir, de la religión oriental, la cual afirmaba que la persona está compuesta de un cuerpo material y un alma divina, eterna, la cual habita en el cuerpo como una tumba, soma sema. Continúa Jäeger diciendo que la ψυχή antes del siglo VI, como en Homero, no se entendía como divina o eterna, ya que se asumía que cuando el hombre moría, la ψυχή o sombra de la persona iba al Hades, pero sin vida; tan pronto moría un hombre, cesaba su existencia junto con su alma. Aunque su sombra vaya al Hades, esta no cuenta con ninguna conciencia (Jäeger, 1952).

Como se puede observar, la realidad trascendental de la cultura griega en tiempos de Homero, aunque empezaba a dar sus primeros pasos, entendiendo que la sombra de todo hombre va al Hades, no había llegado a su cúspide, que será en el siglo IV con Sócrates y Platón. Lo que sí es claro para este paradigma es que el individuo se eterniza en la vida con sus actos, de ahí la figura del héroe, la cual es camino a seguir para quien busca eternizarse en la conciencia moral de un pueblo. Dicha comprensión de lo eterno lleva a inferir que la vida alcanza a tener sentido solo en la medida que se entrega, quien la guarda para sí, se arriesga a vivir en el total olvido, es decir, en la muerte (Jäeger, 1992).

Es importante resaltar que, aunque la aprehensión de la divinidad del alma sea de origen oriental2, dicha categoría en la tradición griega hubiera podido evolucionar por sí misma, llegando así a la misma conclusión órfica sobre la divinidad del alma. Tal afirmación se esclarece a partir del modo como los griegos acogieron la comprensión de la trasmigración de las almas; este hecho permite vislumbrar que antes de haber conocido las ideas órficas existía ya una posible intuición al respecto (Jäeger, 1952).

La religión órfica lleva a que la persona, mediante la experiencia del rito y de procesos ascéticos, conserve su alma. Esta procede de lo alto y su fin último trasciende el mundo material, por lo cual el ser humano es responsable de su destino último; por consiguiente, su patria no es el mundo material, sino el más allá, donde se halla su salvación. La experiencia de lo divino será la clave para el proceso emancipador, no entendido desde el ejercicio racional, como posteriormente lo va a hacer el platonismo y con base en el gnosticismo, sino como camino experiencial, el cual sobrepasa los límites de la razón (Jäeger, 1952).

Como se puede observar, la representación de alma en el mundo griego está fundamentada en la religión órfica. En este orden de ideas, es necesario aclarar que, aunque sus raíces se encuentren arraigadas en dicha religión, su comprensión de la realidad divina estará atravesada por la razón, pues será la razón la que podrá conducir al alma hacia su lugar de origen, mundo suprasensible o inteligible.

El alma, tanto para el orfismo como para el platonismo, no es el yo racional de Descartes (res cogitans)3 ni la identidad, como la entendió la modernidad, sino que es lo divino en el hombre; de ahí que el hombre religioso pueda experimentar la divinidad en su vida, y el filósofo pueda percibir racionalmente la Idea del sumo Bien. Tal claridad no es vana si se entiende que el paradigma moderno desplazó la divinidad trascendental: el Bien, Dios, por la divinidad inmanente: Razón. Por otro lado, el alma, lo divino en el hombre, buscará volver a donde nunca debió haber salido: el más allá.

Paradigma hebraico-bíblico

Para la cultura semita, la persona es un individuo, no se asume desde la dualidad: “El hombre no tiene un cuerpo, una parte material, sino que es un cuerpo” (Pastor Ramos, 1995, p. 52). El ser humano es un ser global que no puede ser comprendido sino en su totalidad. El נפש (nefesh) que se aproxima a alma en latín (animus-i), es concebido en la antropología hebrea como el “yo vivo, inteligente; es una designación de la vida específicamente humana, contrapuesta a la muerte o a la vida del animal” (Pastor Ramos, 1995, p. 55). El alma no es la parte inmortal, ni está separada del cuerpo, es la que le da unidad al ser humano.

El cuerpo para el hebreo no es lo que comprende el griego como σάρξ, sino como σῶμα. Hace referencia al hombre total en su relación con los demás, con el mundo y consigo mismo. Es la persona íntegra, en tanto es capaz de abrirse a una relación trascendental. Lo que el griego concibió como corruptible, perecedero, σάρξ, es lo que el hebreo concibe como בשר (basar), y que en latín se aproxima a la categoría carne (caro-is). Es lo débil, efímero, caduco de la persona, entendiendo que no solo es vulnerable de modo externo, sino también interno.

Se está lejos de imaginar que la debilidad humana procede principalmente de su cuerpo o parte material, por ejemplo, de su ser sexuado, o de necesidades como el hambre, la sed, la falta de capacidad física (…) La “carne” se refiere también a debilidades del espíritu, de lo interno, por ejemplo, la envidia, la idolatría, la enemistad (Pastor Ramos, 1995, p. 54).

Esta diferenciación de mentalidades permite comprender la categoría cuerpo, la cual, según el Nuevo Testamento, corresponde al σῶμα, es decir, al hombre que es capaz de relacionarse: el término cuerpo no denota una parte del hombre opuesta a otra (el alma), sino que evoca a la totalidad de la persona en su relación con los otros y con el mundo (Ruiz de la Peña, 1996). Para un hebreo es inconcebible pensar que el cuerpo físico no resucita, pues sería dividir al hombre entre σάρξ y σῶμα cuando lo que resucita es la integralidad de la persona y muere la integralidad del pecado.

La antropología hebraica posibilita ver al hombre no desde el análisis, las partes, sino desde la totalidad. En este sentido, la resurrección como hecho fundacional de la fe cristiana no es anulación o erradicación, es plena armonía de todo el ser de la persona humana. La resurrección es restablecimiento e integralidad de todas las dimensiones humanas; por ella, el ser humano fracturado es levantado, es resucitado.

La resurrección en Pablo

En consecuencia, con lo anterior cabe preguntarse: ¿qué es la resurrección? Antes de responder, partiendo de modo general desde Pablo hasta llegar a concebir algunas comprensiones del tiempo patrístico, hay que dejar por sentado que la fe en la resurrección de los muertos parte del acontecimiento Cristo (Torres Queiruga, 2003, p. 247)4, quien ha sido resucitado por el Padre. Es en Cristo y por Él donde toda la persona, a través de la muerte, entra a participar de la vida nueva en Dios (1 Corintios 15: 12 Biblia de Jerusalén). Dado por sentado este presupuesto epistemológico, se puede pasar ahora a considerar que para Pablo la resurrección es: a) Acontecimiento comunitario. Toda la comunidad, tanto los muertos como los vivos, resucitarán en el mismo día: “Nosotros, los que vivimos, los que quedemos hasta la venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron” (1 Tesalonicense 4: 15 Biblia de Jerusalén); b) Acontecimiento encarnacional: cuando la persona resucita, resucita toda ella y no parte de ella: “Se siembra un cuerpo5 material, resucita un cuerpo6 espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual” (1 Corintios 15: 44 Biblia de Jerusalén).

Para Pablo, el término [cuerpo] denota al hombre entero, por tanto, en 1 Cor 15 la dialéctica identidad-diversidad no remite a una parte del hombre, sino a su totalidad: todo el hombre será, a la vez, el mismo y distinto (esto es, transformado) (Ruiz de la Peña, 1996, p. 171)

c) Acontecimiento universal, no es el hombre solo el que espera la resurrección, también toda la creación gime con dolores de parto, esperando esta nueva vida que se realiza en Dios, por medio de Jesucristo: “Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Romanos 8: 22-23 Biblia de Jerusalén).

La resurrección en los Padres

Este carácter tripartito de la resurrección en Pablo será la base del mundo del Nuevo Testamento y de las generaciones siguientes. Por tanto, ¿de qué manera respondieron los Padres de la Iglesia (Siglo I-VIII e.c.) a las diversas comprensiones adversas respecto a las ya mencionadas por Pablo en relación con la resurrección? Ejemplo de ello es el gnosticismo, una de las doctrinas heterodoxas que pululaban en los primeros siglos de la conformación del cristianismo. Los gnósticos eran contrarios a cualquier realidad criatural, pues la realidad creada se opone al proyecto divino. Los Padres de la Iglesia, en conformidad con la doctrina bíblica del Nuevo Testamento, afirmaban que el garante de que todo lo creado entra a participar de la revelación salvífica de Dios es la encarnación de la segunda persona de la Trinidad. Al encarnarse, Dios ha evidenciado que nada se opone a su proyecto salvífico: “Si no hubiese de salvarse la carne, no se habría encarnado en absoluto el verbo de Dios” (San Ireneo como se citó en Ruiz de la Peña, 1996, p. 161).

Frente a las objeciones de los gnósticos —quienes eran docetistas, quiere decir, negaban la dimensión encarnacional de Jesucristo, lo que se ve es solo una apariencia— los Padres afirmaban que frente a la resurrección de los muertos y a toda la realidad creada:

No se puede negar lo posible en nombre de lo real; lo que hoy es real no lo fue en el pasado y pudo entonces parecer imposible; la aparente imposibilidad de un hecho puede quedar desmentida por la omnipotencia de Dios (Ruiz de la Peña, 1996, p. 159)

A partir de esta afirmación se puede evidenciar uno de los principales argumentos con los que se justificaba la resurrección de la carne. Es decir, a quienes se oponían a que la resurrección es una realidad totalizante, por lo cual, también el cuerpo resucitará en el día de la resurrección, los Padres respondían que para Dios nada hay imposible. Esta omnipotencia se manifiesta en tanto lo que hoy es posible percibir, antes no existía, por ende, Dios hace perceptible lo imperceptible. Con el objetivo de comprender mejor la lógica del pensamiento patrístico, se reproducirá una de las apologías de san Justino frente a la resurrección de los muertos:

Y a quien bien lo considera, ¿qué cosa pudiera parecer más increíble que, de no estar nosotros en nuestro cuerpo, viéndolos representados en imagen, nos dijeran que de una menuda gota del semen humano sea posible nacer huesos, tendones y carnes con la forma en que los vemos? 2. Digámoslo, en efecto, por vía de suposición. Si vosotros no fuerais lo que sois y de quienes sois, y alguien os mostrara el semen humano y una imagen pintada de un hombre y os afirmara que éste se forma de aquél, ¿acaso lo creerías antes de verlo nacido? Nadie se atrevería a contradecirlo. 3. Pues de la misma manera, por el hecho de no haber visto nunca resucitar un muerto, la incredulidad os domina ahora. 4. Mas al modo que al principio no hubieras creído que de una gota pequeña nacieran tales seres y, sin embargo, los veis nacidos; así, considerad que no es imposible que los cuerpos humanos, después de disueltos y esparcidos como semillas en la tierra, resuciten a su tiempo por orden de Dios y se revistan de la incorrupción. 5. Porque a la verdad, no sabríamos decir de qué potencia digna de Dios hablan los que dicen que todo ha de volver allí de donde procede y que, fuera de esto, nadie, ni Dios mismo, puede nada; mas sí que vemos bien lo que dijimos: que no hubiera éstos creído ser posible haber nacido tales y de tales, cuales a sí mismos y al mundo todos se ven haber nacido. 6. Por lo demás, nosotros hemos aprendido ser mejor creer, aun lo que está por encima de nuestra propia naturaleza y es a los hombres imposible, que ser incrédulos a la manera del vulgo, como quienes sabemos que Jesucristo, maestro nuestro, dijo: “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. 7. Y dijo más: no temáis a los que os matan y después de esto nada pueden hacer; temed más bien a Aquel que después de la muerte puede arrojar alma y cuerpo al infierno. 8. Es de saber que el infierno es el lugar donde han de ser castigados los que hubieren vivido inicuamente y no creyeren han de suceder estas cosas que Dios enseñó por medio de Cristo (San Justino, trad. en 1954, p. 202).

Es de resaltar también la analogía que hace Taciano, uno de los discípulos de San Justino, frente a la resurrección de los muertos:

Porque a la manera que, no existiendo antes de nacer, ignoraba yo quien era, y solo subsistía en la sustancia de la materia carnal; pero una vez nacido yo, que antes no era creí en mi ser por el nacimiento, así yo, que fui y que por la muerte dejaré de ser y otra vez desapareceré de la vista de todos, nuevamente volverá a ser, como no habiendo antes sido, nací luego; y aun cuando el fuego destruya mi carne, el universo recibe la materia evaporada; y si me consumo en los ríos o en el mar o soy despedazado por las fieras, depositado quedo en los tesoros de un dueño rico. El pobre ateo desconoce estos depósitos; pero Dios, que es rey, cuando quiera, restablecerá en su ser primero mi sustancia, que sólo para Él está visible (Taciano, trad. en 1954, p. 580).

Siguiendo al mismo autor Ruiz de la Peña (1996, pp. 159-160), hay que decir lo que ya las citaciones de Justino y Taciano señalan, la identidad del cuerpo físico permanecerá después de la resurrección, nada se pierde. Asimismo, en continuidad con la tradición paulina, se considera que el cuerpo resucitado será diferente (Ruiz de la Peña, 1996, pp. 159-160). En esta línea de pensamiento se puede percibir lo que ya se ha mencionado en párrafos precedentes, la resurrección conserva un carácter dialéctico de conservación y de cambio, pues el cuerpo sin perder su identidad se ve afectado por un nuevo estado de vida. Basta analizar la siguiente proposición: “Se siembra un cuerpo material, resucita un cuerpo espiritual” (1 Corintios 15 Biblia de Jerusalén). Si se analiza sintácticamente, está compuesta por dos frases independientes; el sustantivo cuerpo de la primera frase se conserva en la segunda frase; cosa contraria sucede con el adjetivo material de la primera frase, el cual pasa a ser en la segunda frase espiritual.

Taciano (trad. en 1954) considera que ninguna forma de muerte impide la resurrección, pues nada hay imposible para quien hizo existir todo. En esta misma línea se encuentra Atenágoras, otro cristiano del siglo II, filósofo, quien explica de modo analógico que Dios en su infinita sabiduría conoce cada parte del cuerpo y no tendrá dificultad en reconstruir lo que ha quedado disperso por diversas modalidades de muerte:

Ahora bien, Dios, no es posible ni que desconozca en cada parte y miembro la naturaleza de los cuerpos que han de resucitar ni que ignore el paradero de cada parte deshecha, ni qué parte de elemento recibió lo deshecho y disuelto en sus afines, por muy difícil de discernir que a los hombres parezca lo que nuevamente se identificó de modo natural con el todo (Atenágoras, trad. en 1954, p. 712).

A este argumento de Atenágoras puede preguntársele: ¿qué sucede con las personas devoradas por otras o por animales?, ¿qué acontece con el proceso de asimilación digestivo?, después de ser asimilada la carne de estos cuerpos en los hombres (caníbales) o animales feroces, ¿cómo serán restituidos estos cuerpos el día de la resurrección?:

A mí, empero, paréceme que a los que así hablan, en primer lugar, desconocen el poder y sabiduría del que ha creado y gobierna todo este universo, el cual a cada naturaleza y especie animal le adapta el natural y conveniente alimento y ni a toda naturaleza le permite pasar a ser unida y asimilada por cualquier cuerpo, ni le fuera tampoco difícil la separación de lo unido; sin que a cada cosa criada le consciente hacer o sufrir lo que dice con su naturaleza, y lo que no, se le prohíbe, y todo lo que quiere y para lo que quiere, lo consiente o se opone a ello (Atenágoras, trad. en 1954, p. 715).

La respuesta es bastante simple; según Atenágoras, del mismo modo como en el proceso digestivo se puede observar que hay alimentos que tanto en los animales como en los hombres no pueden digerirse, y si se digieren no son asimilados, de igual forma acontece cuando una persona come carne humana (antrofagia) o un animal (Atenágoras, trad. en 1954). Seguidamente, se pasará a delinear algunos rasgos sobre la resurrección de los muertos según Orígenes debido a que, como afirma Ruiz de la Peña (1996, p. 163), es una de las doctrinas más complejas de todo el período patrístico. Según este padre alejandrino­ (a diferencia de la tradición precedente sobre la resurrección de los muertos que justifica su argumentación con base en los atributos divinos de omnipotencia y omnisapiencia), la identidad del cuerpo resucitado no corresponde con el cuerpo antes de la resurrección, ya que esta no es la reanimación de un cadáver, ni la prolongación de la materia en la eternidad. Este raciocinio se basa en la diferencia que hace entre carne y cuerpo, asumiendo que el que resucita es el cuerpo y no la carne, puesto que ya el proceso natural de la existencia muestra cómo la carne cambia de identidad en el largo período de la existencia:

La identidad entre el cuerpo presente y el futuro no se basa en la continuidad de la misma materia, puesto que ni siquiera en la actual existencia se da la identidad; nuestra sustancia carnal de hoy no es la de hace años; la identidad del cuerpo resucitado se funda en la sostenida permanencia del eidos (la figura), que ya ahora salvaguarda la posesión de un mismo y propio cuerpo a través de las incesantes mutaciones de su materia. Tal eidos no debe confundirse con la morphé (forma) ni con el schéma o figura externa. Es más bien “una cierta virtud” (lógos tis) “que no se corrompe y de la que resucita el cuerpo” (Orígenes como se citó en Ruiz de la Peña, 1996, 163).

La categoría ειδος utilizada por Orígenes para justificar el hecho de que la resurrección no es la reanimación de un cadáver, sino el restablecimiento de la naturaleza o esencia de la persona en cuanto ser individual y colectivo, se encuentra fundamentada en el entramado filosófico griego, el cual diferencia entre figura interna y externa de un objeto:

Así ocurrió entre los griegos. Al suponer que un objeto tiene no sólo una figura patente y visible, sino también una figura latente e invisible […]. La figura morphé es concebida entonces como el aspecto externo de un objeto, esto es, su configuración. La forma eidos, en cambio, es el aspecto interno de un objeto, su esencia (Ferrater Mora, 1964, pp. 658-716).

Estas diversas formas de abordar un hecho común, como el de la resurrección, permiten entender el trasfondo de la cuestión: la resurrección es acontecimiento totalizante. Nada de la historia del hombre y de su realidad existencial viene reducido al sin sentido, todo tiene razón de ser en el misterio encarnado y por él. Esto da razón del por qué en los primeros siglos del cristianismo, donde se fundamenta la doctrina de la resurrección, se generan ideas tan diversas como que nada hay imposible para Dios y, por lo tanto, el día de la resurrección los cuerpos destrozados serán restaurados y unidos a las almas que se hallan en espera, o la idea según la cual lo que resucita es lo auténticamente constitutivo de la persona, aquello que la hace ser y que no se ve afectado por el devenir, el cambio: su esencia.

La resurrección en clave relacional

Después de haber hecho un recorrido paradigmático sobre la resurrección, se intentará en este último apartado ofrecer una lectura relacional, permitiendo con ello comprender tal esperanza no solo como algo que acontecerá al final de los tiempos7, sino también como una realidad que ya está aconteciendo y de la cual todo el género humano, junto con toda la creación, de un modo u otro, está viviendo. Se presenta una pregunta de trasfondo: ¿de qué modo hacer posible que la resurrección pueda ser acogida como don que acontece y, al mismo tiempo, como evento pleromático?8

La totalidad de la persona como imagen de Dios

El paradigma dual condujo a comprender que la imagen de Dios en el ser humano se hallaba en el alma, es decir, solo esta podía ser concebida como un destello de la divinidad, por lo cual solo el alma podía entrar a participar de la vida nueva en Dios. En otras palabras, es posible afirmar que el cuerpo no tenía ninguna participación en la vida de Dios, pues este, por muy bueno que pudiera ser, solo era un vehículo que, una vez terminada su misión en este mundo, no tenía ninguna participación en el más allá (Granados, 2012, p. 39).

El paradigma unitario relacional que ofrece el mundo hebrero permite, a diferencia del anterior, concebir la imagen de Dios como un hecho totalizante; quiere decir que tanto el mundo interior como físico de la persona hacen parte de la imagen de Dios. Toda la persona es parte constitutiva del amor gratuito de Dios Padre en Cristo. En este orden de ideas, es posible afirmar: si el paradigma dual concebía solo el alma como imagen de Dios, el paradigma relacional concibe que no solo la inteligencia y la libertad son reflejo del divino proyecto (Concilio Vaticano II, 1965, 12-17), sino también el cuerpo:9

La corporalidad del hombre participa en la imagen de Dios. Si el alma, creada a imagen de Dios, informa la materia para construir el cuerpo humano, entonces la persona humana como un todo es la portadora de la imagen divina, tanto en su dimensión espiritual como corporal (Comisión Teológica Internacional, 2004, p. 31).

Concebir la totalidad de la persona humana como imagen de Dios permite dilucidar: a) La resurrección no es un hecho desencarnado, por tanto, la historia entra a ser parte de dicho evento; b) La resurrección, por ser también un evento histórico, ya que asume todo lo creado, es procesual, lo cual significa que acompaña paso a paso la vida de la historia humana, por ende, esta no puede ser entendida solo como evento soteriológico, sino también como evento crístico, esto quiere decir que Dios en Cristo no solo entra a participar de la historia para salvarla, sino para que esta pueda entrar a participar plenamente de su vida divina (Iglesia Católica, 2002, 457-460): para que toda ella llegue a ser en Cristo una sola cosa por la acción del Espíritu (Ef 1: 10 Biblia de Jerusalén).

El anterior planteamiento permite comprender desde ya que si Dios se ha encarnado para conducir la historia de la humanidad hacia la divinización en Cristo esto quiere decir, por consiguiente, que la resurrección es la plenitud de este proceso de divinización, el cual ha tenido lugar en el día de la creación, se ha realizado de manera plena por la resurrección de Cristo y en Él un día todo será.

Por otro lado, la resurrección vista desde el paradigma relacional es don y tarea. Es don en tanto que toda la integridad de la persona humana entrará en la vida nueva de Dios de un modo único y gratuito, es tarea en la media que el don ya se está realizando de modo eficaz en el aquí y el ahora de cada ser humano (Lüdemann y Özen, 2001, p.151), por lo tanto, debe ser acogido. Para esto, se requiere que cada persona en su totalidad: fantasía, sentimientos, emociones, memoria, intelecto, voluntad, conciencia, razón, libertad y corporeidad, responda (Russolillo, 2008, pp. 7-18).

Así las cosas, la resurrección, como don que ha tenido inicio por la resurrección de Cristo, debe convertirse en don acogido por la total integración de toda la persona en el aquí y ahora de su existencia y, de este modo, se podrá gozar del don que resplandecerá un día de modo pleno, cuando Dios Padre resucite a todos en Cristo por la acción del Espíritu Santo.

Dialéctica muerte y vida

Ha quedado evidente por la comprensión griega y hebrea que la resurrección no es ni la preservación de la eternidad del alma en el más allá ni la prolongación de la existencia, en este caso, ni como la reanimación de un cadáver ni la restauración de la dimensión biofisicoquímica de la persona (si una persona muere vieja, entonces resucitará joven o si muere despedazada por un tiburón, en el día de la resurrección volverá a ser como era antes). Es, por el contrario, la plenitud de la vida en Dios.

Esta plenitud puede ser comprendida, por ejemplo, en el pleno desarrollo de una persona durante el proceso de su existencia: desde el momento en que el óvulo de la mujer es fecundado por el espermatozoide del hombre surge un proyecto que se llama persona humana, dicho proyecto deberá pasar por un proceso biológico que implica una continua dialéctica entre muerte y vida, pues hay elementos de la existencia del niño que mueren o dejan de ser y otros que se mantienen y le permiten pasar a la edad de la adolescencia, luego a la edad adulta y así sucesivamente. Ahora bien, para que el proyecto persona humana pueda llegar a su punto omega en su proceso biológico, tendrá que morir continuamente para llegar a ser lo que está llamado a ser por la existencia y que se encuentra contenido en su ADN.

En orden a lo anterior, la resurrección, por analogía, es el término de un proceso que no termina con la existencia humana, sino que se prolonga hasta la vida en Dios, es a Él a quien le compete la última palabra.

Si en lugar de oponer el presente de la salvación a su futuro, entendemos el presente como presente de toda la realidad futura, llegaremos a una comprensión, sobre la identidad nuestra vida futura de resucitados con lo que ahora somos históricamente, análoga a la que se dio en Jesús (la identidad del Jesús resucitado con el Jesús terreno y su historia terrena) la vida del resucitado es su historia transformada e imperecederamente viva en unidad con Dios. Así, los que creen en Jesús participan, por el espíritu, en el futuro de la vida resucitada y toda vida futura – con la transformación radical que la Biblia llama transfiguración- es idéntica a nuestra mismidad presente, que tiene su realidad sólo en la historia individual de la propia vida. La vida futura no es otra que la presnte, si bien transformada y transfigurada hasta la participación en la misma vida de Dios (Pannemberg, 1968, p. 7).

En consecuencia, del mismo modo como la edad adulta termina con la ancianidad, y para ello la persona tuvo que morir y nacer continuamente, así el proceso de desarrollo de la persona humana termina con la resurrección. Pero no se entienda este proceso como fin, sino como plenitud, es decir, la persona llega a ser en su pleno esplendor lo que Dios en Cristo tenía pensado para ella desde toda la eternidad: “Todavía no se nos ha revelado lo que llegaremos a ser” (Jn 3: 2; 1 Cor 13: 12 Biblia de Jerusalén).

En coherencia con lo anterior, la antinomia muerte y vida acompaña tanto el proceso biológico que se evidencia en la corporeidad y también en la vida del espíritu, pues se siembra corrupción y nace incorrupción, se siembra muerte y nace vida eterna, se siembra un cuerpo físico y nace un cuerpo espiritual (1 Cor 15: 42 Biblia de Jerusalén). Este entramado muerte y vida parece ser contradictorio y maléfico, pero en clave relacional es una polaridad que hace posible que tanto el cuerpo como el espíritu puedan llegar a ser lo que están llamados a ser: una sola cosa en Cristo.

Recapitular todo en Cristo

En este último apartado se pretende ofrecer, a la luz de la psicología humanista, un itinerario formativo que permita vincular la dimensión intelectiva a la afectiva, con el fin de que la compresión racional sobre la resurrección como evento relacional-integrativo, el cual tiene lugar en el aquí y el ahora por la resurrección de Cristo (Boff, 1981, pp. 122-123) y, al mismo tiempo, se efectuará en modo pleno en la parusía10, pueda convertirse en don acogido por la respuesta libre y responsable de la persona humana.

Ha quedado claro que para poder acoger la resurrección como don pleromático, se hace necesario vivirla, hic et nunc, como don crístico. El proyecto del Padre de hacer que todo tenga a Cristo por cabeza (Col 1: 10 Biblia de Jerusalén) no ha terminado, aún está en acción. Esta recapitulación en Cristo (Ef 1: 10 Biblia de Jerusalén) puede ser entendida también como proceso de integración que corresponde, al mismo tiempo, al itinerario relacional. Incorporar todo en Cristo es hacer que todo en Él tenga inicio y fin, incluso la muerte y el mal, como queda evidenciado por medio de su pasión y muerte, nada en Él queda perdido o sin sentido, incluso lo que carecía de sentido halla en Él significado (Cencini, 2005, p. 127).

la integración tiene también otra vertiente […], la vertiente típicamente humana, psicológica, hermenéutica, que implica por ello toda una serie de operaciones correspondientes, que nos ayuda a comprender todavía mejor el sentido del proyecto del Padre o del proyecto teológico, para que se cumpla en nosotros (Cencini, 2005, pp. 129-130).

Por consiguiente, comprender la resurrección en clave relacional, como proceso de integración, o mejor aún, como recapitulación, es direccionar todas las dimensiones hacia un único centro, en el cual converge todo el ser y hacer de la persona. Se presentará ahora un itinerario formativo que permita llevar a cabo dicho proceso:

Dar sentido a la propia historia

Ninguno es responsable del lugar donde nace, de la cultura en la cual crece y del lenguaje que aprehende. En esta misma lógica, ninguno es responsable de las diversas circunstancias en las que cada ser humano de un modo u otro vive, fruto de la propia vulnerabilidad o a causa de la debilidad de los otros.

Se hace necesario aclarar que vivir una determinada experiencia no significa asumirla, pues, para que tal experiencia pueda ser asumida es necesario activar la capacidad decisional, permitiendo de este modo armonizar la dimensión intelectiva y afectiva con lo sucedido, de otro modo cada circunstancia vivida será frustrante, ocasionando, de este modo, una permanente división entre el mundo externo e interno, entre el deseo y los hechos, entre la dimensión emotiva y la historia.

La psicología humanista viene al encuentro del anterior planteamiento y ofrece la siguiente propuesta: las circunstancias, eventos o experiencias de la vida por sí mismas no cambian la vida de la persona si esta antes no reviste los hechos vividos en fuente de sentido. En otras palabras, no son los hechos en sí mismos los que afectan, sino lo que significan para la persona que los vive11. No es la cruz en sí misma lo que otorga salvación ni el dolor per se por el cual tuvo que pasar Jesús; la salvación viene por el total ofrecimiento de Jesucristo al Padre a tal punto de otorgar sentido al dolor y a la muerte, llegando a integrar muerte y vida en un único centro de amor: su Abba y en Él todo el género humano.

La cruz en sí misma es signo de maldición, en cambio, Jesucristo es capaz de trascender la muerte yendo al encuentro de su Padre; en este momento las polaridades caos-creación, desorden-orden, vida-muerte se integran en una única fuente de amor.

Centrar la vida en único centro

Para la psicología humanista es claro: la integración es relación; ahora bien, solo hay relación donde hay lugar para la diferencia12. En la siguiente citación del psicoterapeuta Amedeo Cencini (2005) se dejará ver cómo centrar la vida en un único centro hace que todo el mundo intrapsíquico (relación consigo mismo) y relacional (relación con los otros) de la persona se articulen llegando a hacer de la propia vida don acogido y don donado:

Construir y reconstruir, componer y recomponer la propia vida y el propio yo en torno a un centro vital y significativo fuente de la luz y el calor en el que encontrar la propia identidad [lo que somos] y verdad [lo que estamos llamados a ser] y la posibilidad de dar sentido y cumplimiento a todo fragmento de la propia historia y de la propia persona, al bien y al mal, al pasado y al presente, en un movimiento constante centrípeto de atracción progresiva. Este centro para el creyente es el misterio pascual, la cruz del hijo que, elevado sobre la tierra, atrae a sí todas las cosas (Cencini, 2005, p.120).

Centrar la vida en un único centro en el cual giran todos “los sentidos, sensaciones, emociones, sentimientos y afectos” (Cencini y Manenti, 2015, pp. 137-148) hace que toda la “energía psíquica”13 de la persona vaya a un único epicentro de la existencia, y se propicie de este modo una total armonía de su integridad. Cuando el individuo no halla un centro vital y significativo al cual direccionar toda su historia, la vida se fractura y se crea, de este modo, una división entre ser y hacer, su energía psíquica es absorbida por muchos epicentros existenciales que ocasionan una total división del ser intrapsíquico y relacional del ser humano.

En orden a lo anterior, la integración de la persona acontece cuando esta busca entrar en relación consigo misma y con el mundo a partir de un centro vital; dicho centro no es periférico, es central, da sentido a toda la existencia, es un centro generador de vida y de significado; es capaz de penetrar todos los instantes y circunstancias de la existencia; penetra la individualidad, al mismo tiempo la trasciende y la rebosa; describe la realidad, de igual modo la oculta; es Palabra y acción, al mismo tiempo, es silencio.

De la autorrealización a la autotrascendencia

La resurrección, vista como acontecimiento relacional que se realiza en el aquí y el ahora de la existencia y que tiene su punto omega en el día de la parusía, permite dimensionar la vida de la persona como proceso dinámico y progresivo que ocasiona un continuo crecimiento de todo el ser y el hacer del individuo en relación.

Dicha relación no puede ser entendida solo como camino de autoconocimiento, introspección, fortalecimiento de cualidades, potencialidades, búsqueda de gratificación y equilibrio interior, sino que debe traspasar las barreras de la propia individualidad para ir al encuentro de algo o alguien. En esta lógica, es válido afirmar que la madurez de una persona está precedida por la capacidad de direccionar todo su ser y hacer hacia una realidad que la descentra: “La existencia humana está orientada siempre hacia algo o alguien que está fuera de sí mismo: un significado por realizar u otra existencia humana por encontrar” (Frankl como se citó en Fizzotti, 2007, p. 113).

Los fundamentos de la psicología humanista permiten comprender que no es la autorrealización la finalidad de la experiencia humana, ya que sería demasiado limitado centrar la magnanimidad de la experiencia humana en la propia individualidad, cuando esta en sí misma está avocada a la alteridad. En otras palabras, cada ser humano es relación de amor:

Se puede partir de la constatación que cada ser es diverso uno del otro: lo que designamos como ente es una unidad que no podemos delimitar del conjunto de todos los otros entes: su relevancia se funda por tanto en una relación que precisamente permite diferenciarlo. Lo común entre un ser y otro es su forma de relacionarse que en definitiva lo constituye. Es la relación entre un ente y otro que antecede, que es primaria: cada ser por consiguiente es un ser en relación (Frankl como se citó en Fizzotti, 2007, p. 114).

En suma, la autotrascendencia, desde la psicología humanista, es la libertad que tiene todo ser humano de constituir todo el entramado de la existencia bajo una órbita que excede los límites de la propia individualidad (Frankl como se citó en Fizzotti, 2007, p. 113). En coherencia con el tema en cuestión, la autotrascendencia es la plena conciencia de saberse y sentirse amado desde siempre y por siempre, hasta el punto de experimentar la propia existencia como don y todo lo que lo rodea como responsabilidad.

Conclusiones

Como ya se mencionó, la resurrección no era un hecho desconocido para la cultura griega, la diferencia con respecto a la experiencia cristiana consistía en que esta rechazaba la materialidad. Lo que hasta el momento no era claro es que en Dios todo es nuevo, por consiguiente, la resurrección no consistía en volver a la vida espacio temporal para continuar participando de su debilidad y corrupción, sino que era un entrar a participar plenamente de la vida en Dios. La novedad de la resurrección consistía, por tanto, en que el hombre entra a vivir plenamente en Dios, no se ve eliminado, como lo pensaría el paradigma dualista, sino que se ve plenificado. Por consiguiente, la temporalidad, la historia, entra a participar de la eternidad de modo pleno.

El análisis realizado hasta el momento permite observar el distanciamiento del período patrístico con respecto al período apostólico. Las problemáticas que surgen en el período patrístico no son las mismas del tiempo apostólico. Ahora bien, esta discriminación permite una comprensión más clara sobre la resurrección de los muertos, teniendo claro que el argumento a través del cual se entiende esta realidad no es el de los atributos divinos, atribuido a los apologistas, ni mucho menos el de la diferencia de figura y forma, planteado por Orígenes, sino a la luz del argumento relacional establecido por la tradición semita.

La resurrección como la vida en Dios por Cristo permite entender la muerte no como eliminación, emancipación, separación, liberación, culminación, sino como plenitud. La plenitud es entendida como la perfecta armonía de todo lo creado, donde ya nada ni nadie se opone al proyecto del amor de Dios, la cual busca que el hombre y todo lo creado se realicen plenamente. Desde esta perspectiva, la resurrección no es una prolongación de la existencia en el más allá, es la vida nueva en Dios. La resurrección es don gratuito de Dios y no iniciativa humana. Es vida nueva, porque la debilidad ha sido vencida en Cristo, por lo cual, el hombre, según la carne, ha sido nuevamente engendrado por el Espíritu, πνεῦμα, רוח (ruah).

Sabiendo ya que la muerte no es liberación ni fracaso, sino límite en tanto que finaliza un proceso biofísico y posibilidad porque se entra a participar de la vida en Dios, carencia en la medida que hay transformación y posibilidad en tanto que es vida nueva, se puede ver de manera más clara, en qué consiste la resurrección de los muertos. Se dijo ya que el acontecimiento de la resurrección es opuesto a la inmortalidad, por consiguiente, cuando el hombre muere, muere todo él (Laín Entralgo, 1996, pp. 188-189), de lo contrario, no habría resurrección, sino liberación. Y cuando la persona es resucitada, resucita toda ella (Laín Entralgo, 1996, pp. 188-189), si se entiende que la integralidad de la relación (persona), se restablece en Dios.

El cuerpo resucitado carece entonces de los límites de espacio y tiempo dado que participa de la vida del espíritu, pero a la vez es un cuerpo encarnado, ya que la historia de quien muere también entra a participar de la vida en Dios. Nada de lo acaecido en la esfera relacional muere, pues el hombre no tiene una historia, él es historia. La resurrección es un proceso integrador donde entramos a participar de la vida de Dios.

En suma, los muertos resucitan de manera πνευματικός y no σάρξικός, es decir, la persona, toda ella establecida en el sí de Cristo, ya no dominada por los bajos instintos que la llevan a arrastrarse como la serpiente, buscando únicamente su bien, sino restaurada por Dios para vivir eternamente en la περιχορεσις del amor.

En conclusión, la lectura relacional de la resurrección permite comprenderla como una realidad que ya está aconteciendo y no solo como algo que acontecerá al final de los tiempos. De este modo, todo el género humano participa de ella en el aquí y el ahora de la existencia; sin embargo, para que esta dé fruto, es decir, que la persona humana se sienta partícipe de la resurrección, es necesario emprender un camino de integración, que requiere de tiempo y de acompañamiento.

Conflicto de intereses

Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

Referencias

Atenágoras. (1954). Padres Apologistas Griegos (s.II). B. Ruiz (trad.). Madrid: Biblioteca de autores cristianos.

Bellantoni, D. (2009). L´analisi Esistenziale di Victor E. Frankl. Prospettive e sviluppi verso un intervento clinico integrato. Roma: Pontificia Salesiana.

Boff, L. (1981). La vida más allá de la muerte. Bogotá: CLAR.

Cardona Ramírez, H. D. (2003). Los cristianos del 30 al 50 e.c. Medellín: Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

Cencini, A. (2005). El árbol de la vida: Hacia un modelo de formación inicial y permanente. Madrid: San Pablo.

Cencini, A. y Manenti, A. (2015). Psicología y Teología. Bologna: Sal Terrae.

Comisión Teológica Internacional (2004). Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios. La Civitá Cattolica, 254-286.

Concilio Vaticano II (1965). Constitución Pastoral Gaudium et Spes. El Vaticano. Recuperado de http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html

Ferrater, Mora, J. (1964). Morphé, Eidos. En Diccionario de Filosofía. Buenos Aires: Sudamericana.

Fizzotti, E. (2007). Il senso come terapia: fondamenti teorico clinici della logoterapia di Victor E. Frankl.Milano: FrancoAngeli

Frankl, E. V. (2013). Uno psicólogo nei lager. Milano, Roma: Ares.

García, J. (1976). El conocimiento de Dios en Descartes. Pamplona: Ediciones Universidad.

Gómez Rodríguez, D., Carranza Abella Y., y Ramos Pineda, C. (2016). Revisión documental, una herramienta para el mejoramiento de las competencias de lectura y escritura en estudiantes universitarios. Chakiñan: Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, (1), 48-50. Recuperado de https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6294862

Granados, J. (2012). Teología de la carne: el cuerpo en la historia de su salvación. Burgos: Didaskalos.

Hadot, P. (2006). Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Madrid: Ediciones Siruela.

Iglesia Católica (2002). Catecismo de la Iglesia Católica. Santa Fe de Bogotá: San Pablo.

Laín Entralgo, P. (1996). Idea del Hombre. Madrid: Círculo de lectores, Galaxia Gutenberg.

Lüdemann, G., y Özen, A. (2001). La resurrección de Jesús. Historia, experiencia, teología. Madrid: Editorial Trotta.

Pannenberg, W. (1968). Dogmatische Erwägungen zur Auferstehung Jesu Kerigma und Dogma, 23, pp. 105-118.

Moltmann, J. (1969). Teología de la esperanza. Salamanca: Sígueme.

Pannemberg, W. (1968). Consideraciones dogmáticas sobre la resurrección de Jesús, Kerigma y el Dogma 23. Recuperado de https://seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol8/30/030_pannenberg.pdf

Pastor Ramos, F. (1995). Antropología Bíblica. Pamplona: Verbo Divino.

Platón. (2009). Apología de Sócrates, Critón, Fedón. Madrid: Akal.

Proch, U. (1994). Dizionario dei termini bíblico-teologici. Linguaggio religioso e linguaggio corrente. Torino: Elle di ci.

Ratzinger, J. (2007). Escatología: La muerte y la vida eterna. Barcelona: Herder 2a. edición.

Russolillo, G. (2008). Libro dell´anima parte II. Napoli: Vocazioniste.

Ruiz de la Peña, J. L. (1996). La Pascua de la creación. Madrid: Biblioteca de autores cristianos.

San Justino. (1954). Padres Apologistas Griegos (s.II). B. Ruiz, (trad.). Madrid: Biblioteca de autores cristianos.

Taciano. (1954). Padres Apologistas Griegos (s.II). B. Ruiz (trad.). Madrid: Biblioteca de autores cristianos.

Tobón Monsalve, J. (2018). Sexualidad, afectividad y corporeidad: ícono en la relación Trinitaria. Perseitas, 6(1), 209-222. doi: https://doi.org/10.21501/23461780.2689

Torres Queiruga, A. (2003). Repensar la resurrección: la diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura. Madrid: Trotta.

Jäeger, W. (1952). La teología de los primeros filósofos griegos. España: Fondo de Cultura Económica.

Jäeger, W. (1992). Paideia: los ideales de la cultura griega. México: Fondo de Cultura Económica.

Wolff, T. (1991). Introduzione alla psicología di Jung. Bergamo: Moretti & Vitali.

Notas de autor

Carolina Vila Porras

Candidata a Doctor en Teología de la Universidad Pontificia Bolivariana, docente de planta del programa de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. Miembro del grupo de Investigación Academia (línea de investigación Teología de la acción humana) de la misma universidad, y del grupo de investigación Filosofía y Teología Crítica de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín- Colombia. Contacto: carolinavilap@javeriana.edu.co, ORCID: http://orcid.org/0000-0002-4169-1157, P. Jonathan Stiven Tobón Monsalve, SDV, Candidato a Magíster en Teología de la Universitá Pontificia Salesiana, Roma, Italia, Contacto: jost89@hotmail.com, ORCID: 0000-0002-4147-7732.


1 Debe quedar claro que, además del diálogo Fedón, en el que se percibe una visión negativa del cuerpo, en el Timeo, el Fedro y el Banquete hay una visión más íntegra entre la belleza, la bondad, el amor, el bien y el cuerpo. Según Granados (2012, p. 38), en estos diálogos las teorías órficas son superadas.

2 En Grecia, a partir de la tradición homérica (VIII a.e.c) y prehomérica, se asumía el alma como aliento de vida que salía del hombre en el momento de la muerte, o sombra del hombre que iba a habitar de manera inconsciente en el Hades (Jäeger, 1952).

3 De manera distinta al orfismo y al platonismo, el racionalismo cartesiano entiende el alma como razón, en la cual aparece una idea clara y distinta de Dios que, según Descartes, es: “Como la marca del obrero en su obra” (García, 1976, pp. 133-147); asimismo, dicha razón, que es limitada, no puede conocer a Dios, pues, es causa simple, perfecta, no compuesta. En este orden de ideas, la razón y Dios son diferentes, aunque una está subordinada a la otra.

4 Hay ideas heterodoxas que afirman que la resurrección no es acontecimiento Cristo, sino acontecimiento antropológico, ya que Dios desde siempre ha estado resucitando al hombre, quiere decir que Jesucristo no es el instaurador de la nueva vida en Dios, sino que en Él se plenifica, se realiza de manera plena lo que Dios desde el inicio ha estado haciendo con el hombre (Torres Queiruga, 2003, p. 247). Con respecto a estos planteamientos, afirma Pannenberg (1968): “Para el cristianismo primitivo la resurrección de Jesús es el fundamento de la salvación y, muy verosímilmente también, el punto de partida de todas las expresiones cristológicas” (p. 1).

5 Ya se especificó en párrafos anteriores que para Pablo el cuerpo, soma, no es una parte de la persona como lo considera el paradigma griego, sino que hace referencia a toda la persona, incluso este en su dimensión encarnacional. Ahora bien, no se le puede pedir a Pablo, que es un hebreo, que piense en categorías duales, pues, aunque es un hombre que dialoga con la cultura helénica, como ya se ha mencionado, su antropología es unitaria relacional y no dicotómica, inmanentista.

6 El subrayado es del autor.

7 Para una mayor profundización de la resurrección como esperanza cristiana, Cfr. Moltmann (1969).

8 Entiéndase como experiencia plena en Cristo. “La palabra griega [Pléroma] significa “plenitud”. – Con este término el NT entiende decir que en Cristo se manifiesta la plenitud de la divinidad (Col 1, 19; cf Gv 1, 3. 14), quien trae la salvación a todos los hombres, de manera que “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28). De tal plenitud participa toda su Iglesia (Ef 1, 23; 3, 19; 4, 13) como su cuerpo” (Proch, 1994, p. 151).

9 “No es parte de…, es, por el contrario, identidad, persona, vida, historia, lenguaje, comunicación, proyecto, sueños, acogida, ternura, sexualidad, afectividad, eternidad, misterio, revelación, auto-comunicación, relación, integridad” (Granados como se citó en Tobón Monsalve, 2018, p. 218).

10 En griego el vocablo significa “presencia, llegada”, y era el término técnico para indicar la visita en una ciudad de un soberano o de un personaje importante, que requería una cuidadosa preparación. En el NT parusía designa normalmente la “segunda venida” de Jesús hijo del hombre al final de la historia; dicha llegada está precedida por signos grandes y misteriosos, y no se dice cuándo y cómo esta se llevará a cabo. Los cristianos deben vivir en espíritu de espera perseverante por la segunda venida del Señor, sin caer en actitudes de miedo: la parusía es “el día del señor”, terrible para los impíos (cf. ad es. Ml 3), pero día de liberación quien cree en Él (Lc 21, 28), (Proch, 1994, pp. 143-144).

11 El exponente principal del humanismo, Victor Frankl, descubre en su cautiverio en Auschwitz que la persona puede revestir los hechos de significado, gracias a su capacidad simbólica y a su capacidad de autotrascendencia, haciendo de cada circunstancia una oportunidad de crecimiento (Frankl, 2013, p. 129).

12 La integración es la relación que existe o que debería existir entre las diferentes dimensiones de la persona humana, considerando que esta es un ser “bio-psíquico-social-espiritual” (Bellantoni, 2009, pp. 10-12).

13 El concepto de energía psíquica “no explica el material psíquico, sino que pone los procesos psíquicos en recíproca relación de movimiento en modo dinámico y cuantitativo, y es solamente a esta relación que se refiere con la concepción energética. “La energía es un concepto abstracto de las relaciones de movimiento”. Por lo tanto, no se trata ni de contenidos específicos ni de cantidad, sí en cambio de la relación de los fenómenos desde el punto de vista de intensidad y de estado de tensión” (Wolff, 1991, p.169).