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Girado-Sierra, J. D. (2020). Son otros, no es ninguno de nosotros. Un análisis de la estigmatización como fenómeno grupal. Perseitas, 8, pp. 227-253. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3586

Son otros, no es ninguno de nosotros. Un análisis de la estigmatización como fenómeno grupal

They are others, it is none of us. An analysis of stigmatization as a group phenomenon.

Artículo de reflexión derivado de investigación

DOI https://doi.org/10.21501/23461780.3586

Recibido: 29 de octubre de 2019 / Aceptado: 22 de enero de 2020 / Publicado: 30 de abril de 2020

Jesús David Girado-Sierra

Resumen

Este artículo presenta una clave de lectura del fenómeno de conformación del nosotros y exclusión de los otros, ofreciendo una comprensión pragmatista de la dimensión social de la responsabilidad moral. El aporte significativo de este texto está en que analiza las sociodinámicas de estigmatización como acciones resultantes de las actitudes del grupo al que pertenecen los individuos; en tal sentido, se persuade para que dichas acciones no se sigan explicando como una serie de conductas que los individuos desarrollan a título personal, debido a que esto impide diferenciar la estigmatización y segregación social del mero prejuicio individual.

Palabras clave

Conciencia de inadecuación; Estigmatización; Exclusión; Identidad; Pragmatismo; Responsabilidad moral.

Abstract

This article presents a key to reading the phenomenon of shaping ourselves and excluding others, offering a pragmatic understanding of the social dimension of moral responsibility.

The text has a significant contribution which is analyze the socio-dynamics of stigmatization as actions resulting from the attitudes of the group to which the individuals belong; in this sense, it is persuaded so that these actions are not further explained as a series of behaviors that individuals develop in a personal capacity, because this prevents differentiating the stigmatization and social segregation from mere individual prejudice.

Keywords

Inadequacy awareness; Stigmatization; Exclusion; Identity; Pragmatism; Moral responsibility;

Introducción

Una de las primeras ideas de las que parte este artículo es que la responsabilidad moral no deriva de la asimilación de un deber ético universal soportado en el conocimiento de la esencia humana; planteamiento desde el cual se ha querido justificar un llamado a responsabilizarse desprevenidamente de todos y cada uno de los seres humanos. Por el contrario, la tesis que aquí se intenta defender es que la responsabilidad moral deriva y depende de la configuración, pertenencia y participación en un nosotros, en contraste con aquellos etiquetados como los otros (Rorty, 2001; Todorov, 2013); en el entendido de que, como lo aclara Bauman, “el compromiso con la ideología de ‘todos los hombres somos hermanos’ no parece detener la intolerancia de personas que habrían tomado los derechos de hermandad con demasiada literalidad” (Bauman, 2005, p. 190). En tal sentido, se sostendrá que la estigmatización no es el resultado de una simple falta individual al imperativo de la razón —como consecuencia de una desobediencia o rebeldía a la ley moral universal (Kant, 2003)—, sino que resulta de una escisión que las personas hacen de la realidad social entre gente como nosotros y los otros.

En consecuencia, se argumentará en torno a cómo la potencia de la cotidiana negociación de lealtades de los individuos con diferentes grupos sociales debe ser mejor examinada desde la filosofía; esto con el fin de evitar reducir el análisis del fenómeno de estigmatización a la clave de lectura psicológica en torno a la personalidad autoritaria (Adorno, Frenkel-Brunswick, Levinson, & Sanford, 1950; Duckitt, 1992), pues se corre el riesgo de tratar dicho fenómeno como una cuestión de prejuicio individual, y no como resultado de la dinámica de conformación del nosotros y segregación de los otros. Ahora bien, es preciso señalar que la interpretación que se hará de la estigmatización es, a todas luces, pragmatista, específicamente rortiana. Desde tal perspectiva de análisis, lo que se subrayará en torno a la dinámica de conformación del nosotros y segregación de los otros no es, como se ha pensado en la tradición de la filosofía moral, un conflicto entre emotivismo y racionalismo (Baier, 1997; Habermas y Rorty, 2007), sino un problema resultante de la demanda de lealtad de un grupo al advertir la presencia de otros (Rorty, 2002, p. 85).

Asimismo, se reflexionará sobre cómo esa demanda de lealtad del círculo social supone que el vínculo sea lo suficientemente denso, en contraste con la dinámica que se desarrolla con los otros (Nussbaum, 2008), debido a que con estos últimos es más tenue la relación afectiva y, por ende, el compromiso moral (Rorty, 1998). El propósito es ir mostrando que las interacciones entre grupos sociales pueden suscitar distanciamientos que debilitan o anulan hasta la más mínima responsabilidad moral para con los otros, haciendo visible una especie de robustecimiento de los vínculos afectivos al interior del círculo del nosotros. En tal sentido, se señalará cómo dicho fenómeno social contradice la idea de que los vínculos sociales se dan por obediencia a un dictado de la razón de orientar la conducta hacia una obligación moral universal para con todos los seres humanos (Kant, 2005), pues lo que se constata es que cuando se asume una responsabilidad moral con los otros, dicho compromiso es una reproducción de la confianza experimentada originalmente en el círculo del nosotros; de tal forma que el deseo de una obligación moral universal es una manera de manifestar la pretensión de extender la lealtad y la benevolencia más allá de la “gente como nosotros” (Rorty, 1998).

Así entonces, los argumentos que se desarrollarán en este artículo pretenden ser una herramienta para la comprensión y el análisis crítico de la responsabilidad moral en los casos de estigmatización social, partiendo de la consideración de la categoría del nosotros como centro de gravedad narrativo que otorga a las personas la plataforma existencial para autodescribirse, dotar de sentido sus acciones morales y diferenciarse de otros grupos. Tal consideración aspira a ser útil para entender las razones por las cuales parece anémica la responsabilidad moral en los casos en los que resulta natural la estigmatización y exclusión, por ejemplo, de los inmigrantes; casos en los que suelen aparecer expresiones de justificación tales como: son otros, no es ninguno de nosotros o, en su manera más inhumana, “these aren’t people. These are animals” [No son personas. Esos son animales], tal como lo afirmaba Donald Trump al referirse a inmigrantes que, según él, solo llegaban a delinquir (La Vanguardia, 2018).

En definitiva, el artículo remarcará cómo en el plano de la responsabilidad moral la diferencia entre ausencia o presencia de racionalidad es la diferencia entre una amenaza y una oferta: “la oferta de una nueva identidad moral y una lealtad nueva y ampliada” (Rorty, 1998, p. 120) —y dicha oferta vale como una exhortación a ampliar el círculo del nosotros, tanto para los nativos, como para los inmigrantes (Capel, 1997)—. Así, se terminará con una exhortación a poner atención al peligro que representa el debilitamiento de la responsabilidad moral por causa del cierre hermético del círculo del nosotros. La razón de prestar atención a tal fenómeno es que las personas pueden terminar tomando como criterio fundamental para distinguirse de otros grupos descripciones como: nosotros los nativos puros o nosotros la gente decente; esto, sin duda, obstaculiza la configuración de otras identidades y, por ende, priva de otras múltiples narrativas identitarias que se tienen a disposición. No obstante, como una forma de hacer frente a estos peligros, este artículo invoca la relevancia de la empatía como capacidad de generar afinidad, enriquecer la visión del mundo y, por ende, ampliar ese reducido círculo social, no solo mediante la vinculación individual a otros círculos, sino como acto colectivo de ofrecer a los otros esa misma confianza, benevolencia y sentido de lealtad —justicia— que se daría de forma natural hacia aquellos descritos como uno de los nuestros.

Conformación del nosotros y estigmatización de los otros

Uno de los principales problemas de las sociedades contemporáneas es la exclusión o cruel segregación, derivada de la conformación de un nosotros que etiqueta y condena a la periferia y el estigma a quienes son narrados como los otros; por tal razón pensaba Bauman (2005):

es la exclusión, más que la explotación como hace un siglo y medio sugería Marx, lo que subyace hoy en los casos más claros de polarización social, de desigualdad cada vez más profunda y de creciente abundancia de la pobreza, sufrimiento y humillación humanos (p. 10).

No obstante, la idea de la exclusión como consecuencia de la estigmatización de un nosotros hacia los otros, se ve enfrentada comúnmente a la tesis según la cual el individualismo es el rasgo característico de las actuales sociedades. Frente a esto, es preciso advertir que, si bien es cierto que uno de los grandes legados de la modernidad fue el protagonismo de un individuo libre, dueño de su historia y abanderado del progreso, el individualismo como categoría definitoria de las sociedades contemporáneas es “un bunker obsoleto y, como tal, merece ser abandonado” (Maffesoli, 2004, p. 54). En efecto, el resultado lógico de entender las dinámicas sociales con el prejuicio del individualismo aparentemente reinante supone la consideración, por demás excéntrica, de que la identidad o el yo como narrativa se autodefine separado y encerrado en sí mismo. En tal sentido, resulta más útil una lectura de los fenómenos de identidad desde la configuración de la persona en relación con los grupos en los que participa, sobre el análisis focal individual aislado o, en contraste, diluido en su conjunto social; se hace menester superar esta barrera para comprender cómo en las sociedades se negocian complejas dinámicas hiperindividualistas (Lipovetsky, 2010) y aglutinantes (Maffesoli, 2007), toda vez que no es posible pensar al actual urbanitas del todo como una mónada solitaria (Bauman, 2005), sino también como embebido en construcciones discursiva e identitarias.

Así, en las antípodas de la tesis defensora del individualismo como rasgo absolutamente definitorio de las sociedades contemporáneas, se encuentra aquella que sostiene que la identidad o el yo como relato no es posible pensarlo sino en cuanto ligado a un(os) nosotros. En este orden de ideas, cuando se habla de identidad se está hablando de una construcción narrativa, resultante de la integración a diversas escenas o situaciones que cobran valor en cuanto son representadas frente a otros (Maffesoli, 2004). Como consecuencia de esta postura, aparece la invitación a que las personas se comprendan desde las narrativas y las creencias en las que participan, más que desde el contrato realizado por sujetos racionales asociados que dan origen a la historia y al orden social. A propósito de esto, sostiene el pensador francés Michel Maffesoli (2004):

Los héroes, los santos o las figuras emblemáticas pueden existir, pero son en cierto modo ideales-tipo, “formas” vacías, matrices que permiten a cada quien reconocerse como tal y comulgar con los demás. Dionisio, San Juan, el santo cristiano o el héroe griego; se podrían desgranar hasta el infinito las figuras míticas y los tipos sociales que permiten una “estética” común y sirven de receptáculo a la expresión del “nosotros”. La multiplicidad de tal o cual emblema favorece infaliblemente la emergencia de un fuerte sentimiento colectivo (p. 55).

En otras palabras, la conformación del nosotros se hace posible desde la emoción colectiva tipificada o diferenciada con respecto a los otros, quienes son caracterizados por distintas creencias, de las que se siguen diversas emociones (Esses, Haddock & Zanna, 1993). El nosotros es entonces un dispositivo de identidad, un aglutinante narrativo, un continente o expresión-receptáculo. En esta medida, mientras la modernidad se entendió desde el individualismo —a pesar de que es posible reconocer en esta un nosotros los proletarios y un nosotros los burgueses, como plataforma para reclamar prerrogativas individuales—, la comprensión de la contemporaneidad exige como clave de lectura “la idea de la extensibilidad del yo (‘un ego relativo y extensible’)” (Maffesoli, 2004, p. 56).

De acuerdo con esto, pensar en la estigmatización como problema principal que antecede las actuales dinámicas de exclusión, es adentrarse inexorablemente a analizar el fenómeno de la conformación emocional del nosotros, toda vez que, como lo remarca Maffesoli (2004): “asistimos tendencialmente a la sustitución de un social racionalizado por una socialidad de predominio empático. Ésta [sic] la encontramos expresada en una sucesión de ambientes, de sentimientos, de emociones” (p. 56). Es por esta razón que, al momento de considerar la dimensión social de la responsabilidad moral, resulta tan significativo diferenciar el nosotros la gente decente, de los otros criminales, el nosotros los que compartimos y mantenemos una fantasía de seguridad y orden, frente a un los otros que representan el peligro y la vida antígena. Se trata en últimas de lo que Weber (1971) denominaba una “comunidad emocional”, asunto que se ha manifestado de alguna forma en otras épocas y lugares, pero que logra reclamar mayor atención en la contemporaneidad debido a la densificación urbana (Balbo, Jordan y Simioni, 2003).

Ahora bien, frente a la tesis según la cual el nosotros hace referencia a una comunidad de destino, esto es, conformada emocionalmente, desde donde cobra sentido la acción moral y los proyectos de los individuos, alguien podría argüir que no siempre es así, en la medida en que se puede dar una imposición desde afuera de la identidad, es decir, mediante un ejercicio estratégico de control y dominio que logre etiquetar a quienes tienen rasgos comunes (los negros, los pobres, los homosexuales, los inmigrantes, por ejemplo). Esta variable crítica es preciso tenerla en cuenta, sin embargo, aun dándose este fenómeno de imposición, es innegable que históricamente ha funcionado solo como catalizador de una fuerza atractiva emocional. En otras palabras, no se puede desconocer el papel que ha jugado la manipulación e imposición de creencias que dirigen en una dirección u otra las emociones de las personas, no obstante, antes de dicha imposición, generalmente, ya existía una incipiente conformación de la identidad basada simplemente en que piensan, sienten y viven como nosotros o, por el contrario, no lo hacen. Bastaría con mencionar el caso de los Tutsis en Ruanda, a quienes los colonos belgas les hicieron creer que estaban en condición de superioridad racial con respecto a los Hutus, lo que desembocó en resentimientos y distanciamientos sociales que originaron el genocidio en 1994; empero, ya antes de la versión transmitida por los colonos existían marcadas diferencias entre las etnias. En el caso de las actuales sociedades, se evidencian cotidianamente estigmatizaciones que tienen como antesala una sutil y hasta débil configuración de un nosotros, pero, de cualquier modo, contrastante con los otros.

La conformación emocional del nosotros se corrobora toda vez que se analiza cómo “más allá de su aparente funcionalidad, todo conjunto social posee un fuerte contenido de sentimientos vividos en común. Y son éstos [sic] los que suscitan esta búsqueda de una ‘moralidad diferente’” (Maffesoli, 2004, p. 65). En efecto, es harto improbable que la obligación moral universal logre regular o conducir las creencias y, a su vez, las emociones de una muchedumbre que, al exacerbar sus diferencias con respecto a otro grupo, hace añicos el llamado a respetar la vida e integridad de los otros. En estos casos, la consideración de la justicia queda sustraída de cualquier universalismo, subordinándose a la experiencia cercana, esto es, tomándose como un derivado de las emociones —odio, en la mayoría de los casos, lealtad, en otros—. Como ejemplo:

El comerciante, fundamentalmente racista, protegerá al árabe de la esquina, mientras que determinado pequeño burgués preocupado por la “seguridad ciudadana” no denunciará al raterillo del barrio, y así sucesivamente. La ley del silencio no es solamente una especialidad de la mafia, y esto los policías de tal o cual pueblo o barrio lo saben de sobra. Ahora bien, el denominador común de estas actitudes es precisamente la solidaridad surgida de un sentimiento compartido (Maffesoli, 2004, p. 66).

Se trata a simple vista de una experiencia ética, en tanto se enarbola la simpatía, la lealtad y la solidaridad; sin embargo, es precedida por una experiencia estética, esto es: un “sentir juntos”, vivenciado en la emoción colectiva expresada en el rito, en el drama, en las narrativas, en el orgullo de pertenencia y en la costumbre (Maffesoli, 2007). Asimismo, estética en cuanto que la conformación emocional del nosotros se basa en la necesidad de llevar a cabo cierta fantasía de pureza grupal, lo que lleva a quienes se describe como los otros a padecer dicha implementación del ideal de orden y, por ende, a ser estigmatizados y excluidos.

Ahora bien, esta conformación emocional del nosotros no solo supone pensar la experiencia ética y estética, sino la costumbre misma; en este sentido, Maffesoli (2004) arroja algunas luces para comprender esta variable:

(Consuetudo): el conjunto de los usos comunes que permite que un conjunto social se reconozca por lo que es. Se trata aquí de una relación misteriosa, que sólo [sic] rara vez y de manera accesoria se halla formalizada y verbalizada como tal (…) La costumbre, en este sentido, es lo no dicho, el “residuo” que funda el estar-juntos (p. 71).

De hecho, volviendo al ejemplo anteriormente mencionado de los Hutus y los Tutsis en Ruanda, o analizando las actuales ciudades como escenarios de estigmatización y exclusión, es preciso señalar que la identidad colectiva, derivada de la experiencia ética-estética y la costumbre misma, logra ser exacerbada por la lógica de la dominación que, en muchos casos, promueve fricciones o choques entre colectivos, poniéndose en evidencia emociones como el miedo, la repugnancia, el orgullo y la vergüenza. De hecho, entre más se profundicen las separaciones entre clases sociales y, por tanto, se generen procesos de estigmatización, más se incrementarán las fantasías de orden y de pureza en ciertos grupos jerárquicamente privilegiados, a la par que aumentará el estigma y la vergüenza entre los menos favorecidos; a esto se refiere Jeremy Seabrook (2008) cuando afirma:

La falta cada vez mayor de contacto entre ambos grupos genera fantasías y paranoias, pero también una forma de apartheid económico. Los ricos, que buscan la seguridad en comunidades enrejadas y en enclaves vigilados de privilegio, ven a los pobres como agentes de desintegración y crisis social. Este hecho a veces se convierte en una profecía autoinducida, ya que la desesperación sí puede generar violencia y delincuencia (p. 121).

La evidente desigualdad entre las clases altas y los marginados determina condiciones de segregación espacial en las cuales algunos se sienten libres, tranquilos y orgullosos, mientras otros se sienten intersticiales, excluidos y humillados. En ambos casos, el juego entre un nosotros y los otros tiene como plataforma una atmosfera emocional, y como reglas de juego los criterios económicos, tras los cuales se anexan también asuntos raciales. En dicha atmósfera emocional dominada por el discurso hipercapitalista (Lipovetsky, 2010), los habitantes privilegiados de las actuales sociedades le dan una enorme relevancia tanto al miedo como a la repugnancia hacia aquellos que en las reglas del juego económico son considerados sobrantes, extraños o anormales. En tal sentido, esto provoca entre los denigrados, objetos de dichas emociones, una visible estigma y vergüenza (Dovidio, Hewstone, Glick & Esses, 2010).

En efecto, los consumidores ventajosos conforman y sostienen su nosotros en la medida en que marcan a los otros como incompetentes que deben cargar con el castigo de la pobreza y, por ende, de la vergüenza. Erving Goffman (2006, pp. 56-129) le llama a esto “identidad manchada”; mas no ha de entenderse solo en la medida en que es impuesta por el otro grupo, sino también en cuanto los estigmatizados desarrollan una particular “conciencia de inadecuación” (Nussbaum, 2006, p. 219), es decir, un “reconocer-se como no ajustados a las expectativas sociales —económicas y raciales— de quienes experimentan orgullo al corresponder con las dinámicas glocales de consumo y apariencia” (Girado-Sierra, 2019, p. 137). Aún más, lo paradójico de dicha conformación del nosotros frente a los otros es que, como ya se ha advertido, la única forma en que los normales logran su autoafirmación es mediante la estigmatización y la humillación de los anormales. En otras palabras, los miembros de ambos grupos poseen la capacidad de sentir vergüenza, sin embargo, algunos la arrojan hacia fuera, marcando negativamente, humillando y haciendo sentir culpables a los otros, de tal forma que quienes en el imaginario posan de normales logran un tipo de “armonía sustituta” (Nussbaum, 2006, p. 257); pues solo gracias a la exhibición de la pobreza y del pobre como una anomalía, un antígeno peligroso o un delincuente, se reafirma cada día aquello que en el hábitus in-corporado (Bourdieu, 1992; Rizo, 2012, p. 55) se considera como puro y normal. Es esto lo que se transmite en la práctica discursiva económica y se difunde a través de los mass media hasta hacerse realidad social cotidiana.

En este orden de ideas, todo lo anterior puede conducir, en el peor de los casos, a una exacerbación del nosotros. Esto sucede cuando se presenta un cierre estético o emocional, de tal suerte que las personas actúan con respecto a las otras como si sintieran que provienen de una mejor clase de seres humanos, distinta a los comunes o impuros. Por esta razón, para muchos individuos sus modos de vida se fortalecen y adquieren sentido cuando se sienten orgullosos de que no son como los otros, en cuanto prefieren creer que sus hábitos de acción son mejores: “lo decisivo para su sentido de identidad es que no son ni un infiel, ni un gay, ni una mujer, ni un intocable” (Rorty, 1998, p. 178).

No obstante, en muchos casos dicha dinámica de identidad, puesta en evidencia en el juego nosotros y los otros, es de ficción; y entiéndase esta en el sentido de que se trata de dramatizar posiciones de poder, privilegios, orgullo y roles dominantes o, antagónicamente, vergüenza, incapacidad e inadecuación (Harvey, 2004). Asimismo, decir que la conformación del nosotros es de ficción es reconocer que esos denominados los otros constituyen para sí mismos un nosotros; pero también es decir que, ese nosotros de los consumidores dichosos es fabulado en la medida en que cuenta con un aglutinante narrativo bastante pérfido: el hiperconsumo1 (Lipovetsky, 2006). En esta medida, la condición para permanecer y pertenecer a ese círculo del nosotros es la capacidad de consumir determinados objetos, llevar cierto estilo de vida, poseer cierta apariencia, entre otras reglas de juego; así, “los jugadores impotentes, indolentes, han de ser excluidos del juego” (Bauman, 2001, p. 56) —y hay que aclarar que son señalados como indolentes porque no se han dejado seducir lo suficiente por el mercado de consumo—. En suma, tanto el nosotros de los consumidores aventajados como el de los defectuosos es de ficción, toda vez que no logra generar la fuerza moral suficiente como para desvanecer las relaciones instrumentalizadas2 (Simmel, 1986; Anderson, 1965), el arte del desencuentro3 (Bauman, 2005) y la desatención cortés (Goffman, 1969) que, paradójicamente, están en el corazón del hiperconsumo, en tanto aglutinante narrativo. Se trata de un nosotros como etiqueta o envoltura psico-social donde sus miembros, al interior, mantienen relaciones frías, basadas en la competitividad y la desconfianza. Es un plural homeostático cuya función es, irónicamente, mantener a salvo la forma de vida hiperindividualista.

La estigmatización como fenómeno grupal

Al analizar los móviles de acción de los miembros de los grupos sociales que estigmatizan y excluyen —comúnmente señalados como clasistas, racistas o, en todo caso, crueles—, se evidencia que en realidad estos sujetos no pueden ser vistos como irracionales, en comparación con quienes creen en la ampliación de la solidaridad o la caridad; cuanto más, quienes desarrollan discursos y prácticas segregadoras, no son sino menos afortunados, no en cuanto que están privados de racionalidad, de verdad o de conocimiento moral, sino más bien debido a que carecen de seguridad y simpatía. A esto se refiere un pragmatista como Rorty (1998) cuando afirma:

Por “seguridad” entiendo el disfrutar de condiciones de vida lo suficientemente libres de riesgo, como para que nuestra diferencia con respecto a los demás no sea esencial para el auto-respeto y la auto-estima. Por “simpatía” entiendo el tipo de reacciones que se daban más en los atenienses después de ver Los Persas, de Esquilo, que antes; que se daban más en los estadounidenses blancos después de leer La Cabaña del Tío Tom que antes; que se dan más en nosotros después de ver por televisión algún programa acerca del genocidio de Bosnia (p. 180).

De hecho, la historia ha mostrado cómo la carencia de seguridad y simpatía ha desembocado en una exacerbación del nosotros, que termina generando un ejercicio del poder caracterizado por una dinámica centrífuga, donde se anula o desecha en la periferia a quienes no pertenecen al círculo del nosotros que ejerce mayor dominio. En otras palabras, el grupo de los dominantes declara unos ideales de orden o pureza social, generando de esa forma dispositivos de estigmatización, esto es, un conjunto de mecanismos que ponen en jaque los sentimientos morales que fortalecen la inclusión, amplían las libertades o, en definitiva, eliminan los actos de crueldad, sustituyéndolos por una especie de sentimientos cuasiestéticos que buscan hacer de la sociedad un paisaje tan límpido que algunos son descartados como suciedad (Pratto, Sidanius & Levin, 2006). Aquellos etiquetados como extraños o anormales por el grupo social, racial o económicamente dominante son vistos con cierta extrañeza y, en consecuencia, son tratados como si sus modos de vida no correspondieran con lo que se supone es verdaderamente humano. En este sentido, ese grupo marginado tiende a atribuir cualidades humanas superiores al grupo de los privilegiados, quienes a su vez mantienen un halo de pulcritud al evitar el contacto real con esos extraños —salvo cuando se les necesita para el trabajo—, generándose así un ambiente de no-relación o trato instrumental y superficial. Esta “sociodinámica de estigmatización”, como la denominaron Elias, Norbert, Simmel, Georg, Schütz, Alfred & Cacciari, Massimo (2012, p. 61), tiende a soportarse y robustecerse gracias a la tendencia a exagerar las características negativas del grupo menos dominante. Esto es importante subrayarlo a la hora de entender la estigmatización más allá del simple prejuicio individual, tal como lo señala Elias et al. (2012):

Hoy en día, el problema de la estigmatización social suele abordarse como si se tratara simplemente de personas que a título individual muestran una enorme aversión contra otras consideradas como a título individual. Y este fenómeno suele conceptualizarse como prejuicio. Pero este enfoque implica tratar como actitudes individuales algo que no puede comprenderse sin tomar en consideración las actitudes del grupo e impide distinguir, y relacionar, la estigmatización grupal del prejuicio (pp. 61-62).

En efecto, el error común a la hora de explicar la estigmatización que deviene exclusión es considerarla solo como una consecuencia de problemas psicológicos individuales, perdiendo de vista el hecho de que las personas se mueven constantemente entre grupos con identidades constituidas, aunque sea episódicamente, desde “bases representacionales de la realidad” (Van Dijk, 2003). En otras palabras, al tratar de entender las “sociodinámicas de estigmatización” desde la clave del psicologismo reduccionista (Allport, 1954; Altemeyer, 1996), se desconoce que las personas conforman constantemente un nosotros y generan, paradójicamente, una interdependencia con quienes consideran como los otros, con el propósito de reafirmar su modo de vida, al tiempo que mantienen una asimetría en el reparto del poder. En este mismo horizonte se mueve Norbert Elias cuando subraya:

El elemento clave es aquí el reparto desigual de poder entre los grupos, y las consiguientes tensiones que se generan, y es también la condición decisiva de toda estigmatización de un grupo marginal por uno establecido. Un grupo sólo [sic] puede estigmatizar efectivamente a otro si está bien establecido en posiciones de poder de las que el grupo estigmatizado es excluido. Mientras sea así, el estigma de la desgracia colectiva asociado a los marginados puede seguir prolongándose. El desprecio absoluto y la estigmatización unilateral de unos marginados sin posibilidad de respuesta —caso de los intocables frente a las castas superiores en la India o los esclavos africanos en los Estados Unidos— indican un reparto de poder extremadamente desigual. El estigma de la “inferioridad como ser humano” es un arma que los grupos superiores usan contra otros grupos en una lucha por el poder y por conservar su predominio social. En esta situación el estigma lanzado por el grupo más poderoso sobre otro de poder inferior suele acabar formando parte de la imagen que de sí mismo tiene este último, y por esa vía lo debilita y desarma aún más. Así, el poder de estigmatizar a otro disminuye, o incluso cambia de dirección, cuando un grupo pierde la capacidad de excluir a otros grupos interdependientes —los anteriormente marginados— de la participación en estos recursos (Elias et al., 2012, p. 62).

Ahora bien, dicho juego de poder ha de ser comprendido como un fenómeno entremezclado con aspectos emocionales referidos al “fastidium”4 del que son objeto los marginados (Nussbaum, 2006, p. 119). Evitar que se desdibujen los límites —aunque fueran débiles— del nosotros, es una respuesta lógica al miedo a la contaminación; sobre todo en cuanto los extraños lo son en tanto se les describe como un antígeno que puede producir una infección anómica. Mas, lo peor de todo esto, se reitera, es que los grupos estigmatizados terminan por asimilar y describirse así mismos con las categorías que la dominante máquina de etiquetas ha producido para humillar. En tal sentido, estos grupos menos dominantes se conciben como sucios al compararse con el pulcro estilo de vida de los consumidores aventajados, y viceversa: “la sensación extendida entre los grupos establecidos de que el contacto con miembros de un grupo marginal contamina, se refiere a la infección tanto con la anomia como con la suciedad” (Elias et al., 2012, p. 68). Tan fuerte termina siendo dicha estigmatización que paulatinamente va detonando una “consciencia de inadecuación” (Nussbaum, 2006, p. 219); pues, incluso cuando estas personas consiguen mejorar sus condiciones económicas, en muchos casos, siguen autodescribiéndose como anormales, sintiéndose desajustadas o extrañas, razón por la cual las vidas de algunas termina siendo una grotesca exposición de excentricidades con las que intentan demostrar que ya no son parte de los sobrantes.

Ampliar el círculo del nosotros

En las sociodinámicas de estigmatización parece prevalecer la tesis que solía sostener Samuel Huntington (2005): “sabemos quiénes somos sólo [sic] cuando sabemos quiénes no somos, y con frecuencia sólo [sic] cuando sabemos contra quiénes estamos” (p. 22). Mas, independientemente de que las afirmaciones de Huntington deban comprenderse desde el contexto de la posguerra fría, no por esto deja de tener consistencia su análisis sobre cómo las personas se definen así mismas desde la pertenencia —y participación— a modos de vida, hábitos de consumo, genealogías, prácticas religiosas, juegos del lenguaje, sentimientos frente a una historia común, costumbres e instituciones. Esto es, su tesis ofrece algunas pistas para entender la relevancia de la configuración de la realidad desde y para la identidad. Al entender del autor estadounidense, incluso la política termina subyugada a la identidad y esto se hace evidente cuando se administra el poder institucional para estigmatizar, perseguir y excluir a quienes se considera como los otros: “la gente usa la política no sólo [sic] para promover sus intereses, sino también para definir su identidad” (Huntington, 2005, p. 22).

Esta posición, sin embargo, tiene un evidente carácter de justificación beligerante para interpretar la dinámica nosotros y los otros (que en el caso de Huntington se expresa en el choque de civilizaciones); de hecho, citando la novela Dead Lagoon, señala:

No puede haber verdaderos amigos sin verdaderos enemigos. A menos que odiemos lo que no somos, no podemos amar lo que somos. Estas son las viejas verdades que vamos descubriendo de nuevo dolorosamente tras un siglo de hipocresía sentimental. ¡Quienes las niegan niegan a su familia, su herencia, su cultura, su patrimonio y así mismos! No se les perdonará fácilmente (Huntington, 2005, p. 20).

Esta postura, como es evidente, supone no solo una referencia a un contrario, sino también una fricción entre las identidades de los colectivos: en medio de un pluralismo de concepciones del mundo, el nosotros en muchos casos es un performance que se conforma en la medida en que deforma a los otros; es decir, la autoafirmación de la identidad se da como un proceso de defensa frente a quienes no comparten la vinculación a cierta producción tanto material como intangible que caracteriza al colectivo. El nosotros se conforma desde el ser, el conocer, el hacer y el compartir el mundo de la vida en las relaciones inter-subjetivas; empero, la necesaria autoafirmación de ese nosotros es un epifenómeno resultante del choque con los otros; es por esta última razón que las apelaciones a una pertenencia no son más que un dispositivo identitario —ideológico— que termina reforzando las sociodinámicas de estigmatización.

Ahora bien, esta comprensión de la conformación del nosotros puede resultar conflictiva, realista o hipercontextualizada, pero no por eso inútil; no obstante, lo que queda por decir desde una postura crítica es lo siguiente: habla muy poco de la posibilidad de quebrar la actitud de choque con quienes no están en el círculo del nosotros o, lo que es lo mismo, no dice nada en torno a la relevancia de la simpatía y la solidaridad —a no ser que sean útiles para los propios intereses—. En dicha tesis hay pocas esperanzas para la promoción de sentimientos que no sean el odio y el orgullo (en cuanto sobrevaloración de la propia identidad); por tanto, este tipo de lecturas conflictivas de la conformación del nosotros no es que resulten inútiles, sino incompletas.

Aparentemente en la misma línea, un teórico de la talla de Richard Rorty no rechaza la posibilidad de entender la conformación del nosotros en clave un tanto conflictiva, al afirmar: “sostengo que lo típico es que la fuerza de ‘nosotros’ es contrastante, en el sentido de que contrasta con un ‘ellos’ que también está constituido por seres humanos: por la especie errónea de seres humanos” (Rorty, 2001, p. 208). Sin embargo, el pragmatista insta a considerar que no es adecuado quedarse en la simple consideración de las fricciones que se generan en la configuración social de las identidades; por lo tanto, habría que apostarle más bien a la revisión de las posibilidades de ampliar esa referencia con el fin de hacerle frente a las “sociodinámicas de estigmatización”; en correspondencia con esto sostiene Rorty (2001):

Considérese la actitud de los liberales norteamericanos de la actualidad frente a la desesperanza y a la miseria infinitas de la vida de los jóvenes negros en las ciudades estadounidenses. ¿Decimos que se debe ayudar a esas personas porque son seres humanos como nosotros? Podemos decirlo, pero es mucho más persuasivo, tanto desde el punto de vista moral como desde el político, describirlos como compatriotas, como estadounidenses, insistir en que es una afrenta el que un estadounidense tenga que vivir sin esperanzas. Aquello a lo que apunto con estos ejemplos es que nuestro sentimiento de solidaridad se fortalece cuando se considera que aquel con el que expresamos ser solidarios, es “uno de nosotros”, giro en el que nosotros” significa algo más restringido y más local que la raza humana. Esa es la razón por la que decir “debido a que es un ser humano” constituye la explicación débil, poco convincente, de una acción generosa (p. 209).

De acuerdo con esto, la conformación del nosotros no hay que tomarla en un sentido universalista, es decir, partiendo de la idea de que es suficiente con reconocer a los demás como seres racionales para justificar las intenciones morales hacia ellos:

Kant, asumiendo su actitud más rigurosa, nos dice que una buena acción realizada hacia el otro no puede ser considerada como acción moral —como acción hecha por deber— si el otro no es considerado simplemente como ser racional, y no como pariente, vecino o ciudadano (Rorty, 2001, p. 210).

La propuesta pragmatista, por el contrario, señala que la inclusión de los otros al círculo del nosotros depende, sobre todo, de la ampliación de una lealtad densa (Walzer, 1994), del identificar notorias similitudes en las prácticas y el léxico, y de la capacidad de sensibilizarse frente al dolor y la humillación de esos otros.

En este horizonte, lo que está en la base de esta manera de entender la conformación del nosotros es la solidaridad humana. Sin embargo, no entendida como el reconocimiento de un yo-nuclear o una esencia humana, sino como “la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de ‘nosotros’” (Rorty, 2001, p. 210). En consecuencia, las principales contribuciones del intelectual al progreso moral en las actuales sociedades deberían ser: “las descripciones detalladas de variedades particulares del dolor y la humillación (contenidas, por ejemplo, en novelas o en informes etnográficos), más que en los tratados filosóficos o religiosos” (Rorty, 2001, p. 210). Así entonces, el uso pragmatista de la categoría del nosotros, aunque supone en su configuración la diferenciación con los otros, no por ello imposibilita las herramientas para que dicho círculo social se extienda; por tanto, la conformación del nosotros no ha de ser pensada como sinónimo de constitución inmutable y hermética de la identidad; por ende, es preciso comprender que las personas pueden, desde su etnocentrismo o dispositivo de identidad, exponerse a procesos de aculturación y persuasión, con el fin de desarrollar mecanismos de inclusión que permitan la ampliación de la expresión gente como nosotros.

En tal sentido, dicha expansión ético-política del nosotros puede ser también llamada solidaridad; aunque, no entendiendo esta como un principio universal descubierto o como resultado de un despertar de la razón, sino como una creación; se trata entonces de “ver la solidaridad como una cosa creada, antes que descubierta, producida en el curso de la historia, antes que reconocida como un hecho ahistórico” (Rorty, 2001, p. 213). Además, el mejoramiento del sentimiento de solidaridad o, lo que es lo mismo, de la ampliación del círculo del nosotros, será clave para contrarrestar los fenómenos de estigmatización y exclusión, debido a que dicha ampliación del círculo social consiste en que las personas empiecen a describir a los otros como si fueran parte de la categoría del nosotros y, por tanto, a desear que ellos sean tratados como todos nosotros queremos ser tratados (Rorty, 2001).

En definitiva, lo más loable que pueden hacer las personas es ensanchar la configuración de su círculo del nosotros y, por tanto, sus intenciones morales; es decir, evitar la exacerbación de su identidad al punto de conformar grupos herméticos. Se trata más bien de “crear un éthnos aún más amplio y más abigarrado” (Rorty, 2001, p. 216). De tal forma que se pueda crear una sociedad que se vanaglorie más por su capacidad de promover la inclusión que por generar o consentir prácticas de estigmatización y exclusión. Mas, para lograrlo es necesario educar el sentimiento de solidaridad como sospecha-proactiva, esto es: como una capacidad de evaluar constantemente si los grupos sociales se ocupan de sensibilizarse frente al dolor y la humillación a las que son sometidas otras personas, reconsiderando seriamente si las estructuras institucionales actuales son aptas para hacer frente a ese dolor y esa humillación, y cultivando cotidianamente la curiosidad por buscar alternativas de solución que posibiliten reducir fenómenos que generan dolor y humillación, tales como la estigmatización y la segregación.

Conclusión

Las actuales sociedades, al convertirse en escenarios de estigmatización, han devenido en auténticos territorios de miedos y de muros; por tal razón, promueven de forma asombrosa distanciamientos y, por ende, estereotipos, debido a que estos facilitan la comprensión y explicación de las trasgresiones o atentados al orden establecido. Es decir, frente a cualquier delito o vulneración de los esquemas de seguridad el estereotipo es útil, pues ayuda a clasificar simbólicamente el mundo y a fortalecer la idea de que lo propio de esos descritos como los otros es acechar, intentar violar el sistema de protección, quebrantar el orden, parasitar los recursos o ensuciar la pulcritud de las zonas de los nativos. Aún más, los estereotipos también sirven para reafirmar el desreconocimiento del otro, en la medida en que posibilitan la mitigación de la culpa cuando un infortunio ocurre: ante una catástrofe natural, una tragedia por violencia o muertes por inanición en sectores de marginales de inmigrantes, los nativos establecidos se suelen consolar con la idea de que esos individuos pobres no son lo suficientemente inteligentes para entender que no deben habitar en lugares de alto riesgo, o que por ser animales son propensos a la delincuencia, a la violencia, a la desobediencia y la anomia (Cortina, 2017).

Otra forma de sobrellevar —pero paradójicamente también empeorar— los distanciamientos sociales, es construyendo barricadas, las cuales suponen una especie de código social para expresar estatus y distinción, como forma de comunicar a los otros que, quienes habitan dentro de la fortaleza, se resisten a ser vistos como sobrantes del sistema; se trata de una estética de la seguridad:

Esos elementos tienen que ser sofisticados, no sólo [sic] para proteger contra el crimen, sino también para expresar el estatus social de los residentes: cámaras sofisticadas, intercomunicadores y portones con apertura electrónica, sin hablar del proyecto y de la arquitectura defensivos, se convierten en afirmaciones de la posición social (Do Rio Caldeira, 2007, p. 354).

Así entonces, el miedo lleva a algunos nativos a construir muros, reales y simbólicos: las cercas y los estereotipos o el lenguaje de aislamiento, ambos útiles para estigmatizar y segregar, emulando las monumentales murallas de las fronteras de algunos países. Lo irónico de todo esto es que quienes construyen dichos muros no solo amplían la distancia social con los otros, sino que terminan aprisionándose, y se encargan de que sus prisiones reflejen su estatus, configurando así una genuina estética del confinamiento, como forma de hacer frente al sentimiento de inseguridad en el territorio (Virilio, 1999).

En definitiva, a lo que lleva la exacerbación del nosotros es a la configuración de distanciamientos sociales y dinámicas de estigmatización-exclusión de aquellos a quienes se les reconoce como los otros; lo cual

va produciendo en el paisaje social una atmosfera [sic] de sospecha, de humillación, de segregación y anulación de lo diferente. Es el miedo, incluso expresado como repugnancia, el que subyace en los fenómenos de exclusión, tomando el control, quebrando cualquier tendencia a la solidaridad o la inclusión, detonando así dispositivos de vigilancia y castig (Girado-Sierra, 2019, p. 143).

De hecho, el miedo a los otros se autorefuerza con cada reproducción de las narrativas o discursos, justificándose así la idea de “conservar la distancia social” (Navalles Gómez, 2011, p. 174). Todo esto transforma, inexorablemente, las experiencias individuales y sociales, así como también el paisaje social y el espacio público; es a esto a lo que se refiere Teresa Do Rio Caldeira (2007) cuando afirma:

La idea de salir a dar un paseo a pie, de pasar naturalmente por extraños, el acto de pasear en medio de una multitud de personas anónimas, que simboliza la experiencia moderna de la ciudad, están todos comprometidos en una ciudad de muros. Las personas se sienten restringidas en sus movimientos, asustadas y controladas; salen menos de noche, andan menos por las calles, y evitan las “zonas prohibidas” que solo hacen crecer el mapa mental de cualquier residente de la ciudad, en especial en el caso de las élites. Los encuentros en el espacio público se hacen cada día más tensos, hasta violentos, porque tienen como referencia los estereotipos y miedos de las personas. Tensión, separación y sospecha son las nuevas marcas de la vida pública (p. 363).

A estas marcas de la vida pública no es preciso hacerles frente acudiendo a una propuesta de homogeneización de los individuos. De hecho, creer que las personas son iguales, o tratar forzadamente de hacerlas parecer iguales, es tan perjudicial como las prácticas de estigmatización y segregación. En efecto, cuando se considera que el reconocimiento del otro tiene como condición que este sea tomado como absolutamente igual, resulta contraproducente para la inclusión, en tanto elimina no solo la atracción y curiosidad por lo distinto, sino sobre todo el valor mismo de lo diverso. Es menester resignificar las dinámicas sociales desde una aceptación de la desigualdad en cuanto diferencia, solo así tendrá sentido el convivir, pues de lo contrario sería una tiránica y perversa homogeneización. Sobre este respecto, es importante recordar la advertencia de Iris Young (1990) en torno a una “dictadura de la homogeneización”,5 frente a la cual expresa de la siguiente manera lo que sería una forma de vida ideal en la ciudad: “es un estar junto a extraños (…) la vida en la ciudad ejemplifica las relaciones sociales de diferencia sin exclusión” (1990, p. 227). En este sentido, el miedo a los otros no desaparece al imponer la homogeneización o construir “invernaderos humanos inmunizados” (Vázquez Rocca, 2008, p. 1), toda vez que dicha tendencia siempre tendrá un alcance hacia un grupo limitado de personas; de tal suerte que quienes no pertenezcan a este esquema de iguales serán excluidos y tratados como una especie de entidad contaminante; y cuando esto sucede, se convierten los países y las ciudades en imperios de muros, miedos y repugnancia, esto es, en escenarios de la más cruel “biopolítica de inmunización” (Esposito, 2009, p. 14).

Ahora bien, no basta con penalizar las conductas individuales como forma de hacer frente al fenómeno de estigmatización y segregación, como si se tratara solo de un problema psicológico o de la acción de un yo aislado que ha disparado un prejuicio personal hacia otro yo aislado. Como ya se ha explicado, la estigmatización es un fenómeno en el cual se evidencia que los individuos se sienten parte de ciertos grupos en los que se soporta su identidad; por tanto, es preciso apostarle a la educación de las emociones grupales o con función sociopolítica, mediante narraciones que promuevan una representación participativa con la forma de vida de los otros (Rorty, 1998). La fe en la educación sentimental se soporta en que la historia ha mostrado cómo la ampliación de la benevolencia hacia los extraños le debe mucho al sentimiento de compasión, a los vínculos de amistad y solidaridad, en contraposición a la exacerbación del odio, la repugnancia y el miedo. La educación del sentimiento de solidaridad ha llevado a que las sociedades configuren mejores prácticas de justicia hacia los estigmatizados, al narrar su infortunio como punto de partida para que los grupos amplíen su lealtad y den cabida, a través de las leyes, a aquellos que no contaban.

En tal sentido, la educación del sentimiento de solidaridad supone que esta no ha de ser comprendida como un derivado de la naturaleza bondadosa de todos los seres humanos, sino más bien como una destreza que debe ser aprendida y, por ende, modelada a través de procesos educativos. Esto supone considerar que las emociones como la compasión pueden ser moldeadas, de tal forma que las personas puedan sentirse más orgullosas de incluir y ayudar a otros que de estigmatizarlos y segregarlos. En efecto, al comparar las actuales luchas contra el racismo con la forma como en el pasado se estigmatizaba y esclavizaba a las personas por su etnia, se pone en evidencia que la solidaridad no es una capacidad innata que permanece intacta a pesar del tiempo y los contextos socioculturales, sino que es más bien una habilidad que se mejora en la medida en que los individuos se hacen más expertos en expandir y mejorar su sensibilidad para incluir a personas distintas. Aún más, dicha educación sentimental o proceso de sensibilización es útil, no en cuanto que muestra cómo la sociedad ha descubierto una receta moral, o en tanto cuenta cómo los individuos se han alejado progresivamente de la irracionalidad bárbara, el mal radical o el estado de naturaleza, sino en la medida en que narra la historia de cómo algunas sociedades se atrevieron a desconfiar de sus prácticas, reconociendo la contingencia tras el orgullo de decir nosotros, al tiempo que creaban esperanzas en una sociedad distinta. Esperanzas que dieron lugar a muchas instituciones liberales promotoras de mecanismos de sensibilización e inclusión para posibilitar la expansión y mejoramiento de ese nosotros, mediante el compromiso con la eliminación de la desigualdad, el abuso y la opresión, esto es, de los actos de crueldad.

Conflicto de intereses

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

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Notas de autor

Jesús David Girado-Sierra

Doctor en Filosofía. Profesor de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas de la Universidad de La Sabana, Bogotá, Colombia. ORCID: 0000-0001-7663-5481. Contacto: jesus.girado@unisabana.edu.co


1 Lipovetsky (2006) considera que el término más adecuado para dar cuenta de la época actual es el de hiperconsumo; en el sentido en que los individuos hoy no consumen solo para demostrar superioridad con respecto a otros (consumo para otros), sino que sobretodo consumen por autocomplacencia (consumo para sí), como forma de otorgarse una “felicidad paradójica, con la cual intentan contrarrestar la realidad social estresante y triste.

2 De acuerdo con Simmel (1986) y Anderson (1965), la vida urbana está sustancialmente condicionada por la racionalidad económica, a tal punto que las interacciones entre las personas están caracterizadas por el cálculo, el individualismo, la ventaja, la instrumentalización basada en lo mínimo contractual y, en definitiva, por un modus vivendi que privilegia la racionalidad sobre la emocionalidad.

3 Bauman (2005) sostiene que la sociedad ha desarrollado una serie de técnicas para des-reconocer a quienes no pertenecen al círculo social, es decir, a los extraños. El propósito de dicho arte del desencuentro es hacer sentir al extraño que su presencia es irrelevante, un ser no reconocido o no admitido, es decir, una máscara y no un rostro. Con este conjunto de técnicas se logra enviar a los otros al plano de la desatención, en el cual se evitan las miradas, los contactos, los compromisos y donde, por ende, se configura un terreno hostil para que no germinen la compasión o el cuidado. Este fenómeno ya lo había analizado Goffman (1969) bajo la denominación de indiferencia o desatención cortés.

4 El término fastidium es usado por Nussbaum (2006) para describir ese sentimiento que emerge y caracteriza desde épocas romanas las relaciones mediadas por diferencias de jerarquía social. En tal sentido, afirma que involucra ver y tratar con condescendencia a ciertas personas, manteniendo la distancia al percibirlas como algo bajo. Así, “a las personas percibidas como bajas en el sentido jerárquico de fastidium se les puede imputar fácilmente propiedades repugnantes; y aquellas asociadas con una propiedad repugnante serán consideradas bajas y se las mirará con condescendencia” (p. 119).

5 Gran parte de las obras de Iris Young (1990) son una advertencia a que no se tome el camino de la supresión de la aceptación, valoración y reconocimiento de la diferenciación social. De hecho, cuando se dan prácticas sociales de exclusión de lo distinto, se puede configurar en el habitus de las ciudades un auténtico régimen de homogeneización o uniformidad. En otras palabras, se torna una práctica común suprimir la diferencia. Para Young, la forma de contrarrestar este fenómeno es a través de la justicia social concertada (como resultado de la inclusión), y no mediante la imposición de decisiones que reproduzcan la injusticia social, en la medida en que ejercen opresión y dominio en los escenarios donde se desarrollan los sujetos.