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Yepes Muñoz, W. A. (2020). La filosofía como una mística de acogida. Una lectura de la filosofía y la mística en Plotino y Pierre Hadot. Perseitas, 8. pp. 104-122. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3503

La filosofía como una mística de acogida. Una lectura de la filosofía y la mística en Plotino y Pierre Hadot

The philosophy as a mystic approach. A reading of the philosophy and the mystic in Plotino y Pierre Hadot

Artículo de reflexión no derivado de investigación

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3503

Recibido: 15 de mayo de 2019 / Aceptado: 6 de septiembre de 2019 / Publicado: 13 de diciembre de 2019

Wilfer Alexis Yepes Muñoz

Resumen

Esta reflexión pretende ahondar en el sentido de la expresión filosofía como modo de vida de Pierre Hadot y en las Enéadas III y V de Plotino, que justamente vinculan el Uno, la hipóstasis primera, con la necesidad de embarcamiento y de conversión del alma humana en tanto telos de la filosofía. Lo que explora, en otras palabras, es la unidad indisoluble entre la filosofía como discurso y como experiencia de transformación mediante la fórmula mística de acogida, esto es, una reinterpretación de la filosofía plotiniana que integra nuestra sed de conocimiento con la necesidad de hacernos-otros.

Palabras clave

Filosofía; Modo de vida; Mística; Plotino; P. Hadot.

Abstract

This paper tries to go in depth in to the meaning of the expression of philosophy as a way of life in Pierre Hadot in the Eneadas III and Plotino V, that relate One, the first hypostasis with the need of embarking and conversion of the human soul as telos of philosophy. In other words, there is an exploration of the indivisible union between philosophy as a discourse and as an experience of transformation through the mystic approach, that is, a reinterpretation of Plotinian philosophy that integrates our thirst for knowledge and the need to become others.

Keywords

Philosophy; Way of life; Mysticism; Plotinus; P. Hadot.

Introducción

Asistimos a la proclamación de una ciencia que en su ser más íntimo le asignó al ser humano el puesto de amo y señor sobre las cosas, pero al modo de razón instrumental. Martin Heidegger (1995) lo planteaba en los siguientes términos: “Pero se convierte en el primer y auténtico subjectum, esto significa que se convierte en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su modo de ser y su verdad” (p. 73). No obstante, estas transformaciones vertiginosas, ese acoger las cosas de un modo material, ese conocerlas para construir un mundo a la medida del hombre, encierra las mismas paradojas del fuego prometeico1: hacernos un mundo, comprimir la existencia humana a una única expresión de racionalidad acarrea cuantiosos riesgos, entre ellos, la deshumanización. Cuando el conocimiento soslaya la complejidad de esas cosas que acoge y comprime, no solo desvirtúa el sentido que da, sino que desfigura al mismo tiempo el sentido de lo humano.

La razón instrumental también proyecta su sombra; engendra una crisis de fundamentos que impulsa su modus operandi: el olvido –matizado en rechazo–, que consiste en la promoción de una visión unidireccional del modus vivendi del del existente. La razón humana, el cogito, ha centrado sus fines en la ocupación de la naturaleza en un sentido mecanicista, perdiéndose a sí misma. Esa denuncia la encontramos también en Sábato (2006):

De este modo, el mundo se ha ido transformando paulatinamente de un conjunto de piedras, pájaros, árboles, sonetos de Petrarca, cacerías de zorro y luchas electorales, en un conglomerado de sinusoides, logaritmos, letras griegas, triángulos y ondas de probabilidad. Y lo que es peor: nada más que en eso. Cualquier científico se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría estar más allá de la mera estructura matemática (p. 29).

El mundo, tan complejo como es, con sus misterios y sus símbolos, con sus causas y sus fines, es convertido en un laboratorio y nada más que eso. Esa misma exploración admirable de la ciencia moderna acarrea un peligro: el olvido de la complejidad en la que el existente se mueve en-el-mundo; y ese olvido se torna en una ceguera de la razón, que ya no acoge otros fines. Dicho de otro modo, acogido materialmente, unidireccionalmente, ese mundo se torna peligroso. De ahí que la crisis de fundamentos se desprenda de la expresión nada más que eso. ¿Dónde reencontramos lo humano? ¿Dónde quedan esas búsquedas de largo aliento que cautivaron e impulsaron a los presocráticos, a Sócrates, Platón y Aristóteles, a Zenón, a Epicuro, a Séneca, a Plotino? En este horizonte resuenan los planteamientos del último nombre, una original renovación del pensamiento antiguo que entrevera el telos de la filosofía con la mística en el crisol primordial del Uno2:

La metafísica plotiniana es a la vez rigurosa y mística: rigurosa, por cuanto se dedica a mostrar cómo todas las cosas, incluido el ser mismo, proceden del Uno, pero es también mística por cuanto apela a la visión del Uno, con quien puede unirse el alma en una experiencia extática (Grondin, 2006, pp. 123-124).

En las Enéadas se esboza la claridad de lo indecible en el discurso filosófico, que da lugar al encuentro con el sentido último en la “hipóstasis primera”, fundamentando así el ser y la existencia. Pero demanda, además, un silencio contemplativo, una conversión del alma humana que acoge lo divino y se humaniza en él, esto es, el discurso que cuida el ser y el silencio contemplativo, que lo revela sin poseerlo a cabalidad, toda vez que allí mismo reside una condición misteriosa de inaprehensión.

El sentido de la hipóstasis primera es precisamente la unidad que acoge tanto el deseo de conocer como el sentido de obrar de la existencia humana. De ahí que, al circunscribir la mística –mystikós, relativo a los misterios–, la filosofía plotiniana se adentra en la ceremonia del pensamiento que comparece ante el “mystērion ‘secreto’, ‘misterio’, ‘ceremonia religiosa para iniciados’’’ (Moliner, 2013, p. 161). Allí mismo cobra valor la hermenéutica hadotiana, que retrotrae la vigencia de la filosofía antigua (Martínez Barrera, 2008, p. 9) como periplo de la existencia que se eleva sobre su propia nada:

El concepto de filosofía como forma de vida surge en Pierre Hadot (2009, p. 100) de la tentativa de exponer y promover una concepción opuesta a la que hoy puede asumirse como la concepción imperante de la filosofía: opuesta, esto es, a la filosofía entendida exclusivamente como “discurso filosófico” (o, también, como “doctrina” o “sistema”) (Meléndez, 2016, pp. 37-38).

La filosofía es todo ese devenir histórico, pero se funda en el llamamiento de las cosas mismas, la acogida de esas cosas en el ámbito discursivo y, todavía más, en el místico. Por tanto, ha de resarcir ese llamamiento que procede de lo profundo, ese que sacude los fundamentos de este hombre indigente, deshumanizado por la ceguera de sus ambiciones.

De acuerdo con lo anterior, es preciso preguntar: ¿Qué elementos de la mística plotiniana permean el esquema experiencia-discurso que propone Pierre Hadot con la fórmula filosofía como modo de vida? ¿Puede acoger el discurso y la experiencia sin separarlos? ¿Puede lo inconmensurable justificar la relación estrecha en dicho binomio, aun cuando comparecen el habitus askético, los ejercicios espirituales? Para responder a estos interrogantes, proponemos dos momentos: en primer lugar, “Plotino y la experiencia unitiva”. Para este numeral contamos con algunas intuiciones tomadas directamente de las Enéadas III y V, y, en segundo y último lugar, “De la experiencia unitiva plotiniana a una mística de acogida en P. Hadot”, que retoma la propuesta del pensador francés sin desdibujar la de Plotino y con un llamamiento claro al ejercicio contemporáneo de la filosofía en consonancia con la búsqueda de la tradición helenístico-romana.

Plotino y la experiencia unitiva

Siguiendo el esquema experiencia-discurso planteado por P. Hadot, en Plotino esa estructura se despliega de manera distinta, aunque no completamente. En la mística plotiniana coexiste la configuración de la inseparabilidad en la incomensurabilidad experiencia-discurso. En primer lugar, de inseparabilidad, porque la contemplación de la hipóstasis primera, el Uno, implica una transformación del yo, es experiencia unitiva, contemplación como embriaguez e inmersión. Plotino privilegia la contemplación sobre la acción:

Efectivamente, cuando los hombres se encuentran débiles para la contemplación, se ayudan haciendo de la acción una sombra de la contemplación y del razonamiento. Es que, como la capacidad de contemplación de que disponen es insuficiente por su debilidad de alma, no pudiendo captar suficientemente el objeto de su contemplación y estando por ello insatisfechos pero ansiosos por verlo, se dejan llevar por la acción a fin de ver con los ojos lo que no podían ver con la inteligencia (Plotino, trad. en 1985, pp. 30-35).

La experiencia unitiva parte de la relación tensiva acción-contemplación. Si bien estos dos últimos constituyen los rasgos fundamentales de la experiencia humana, no pueden oponerse por completo. Se trata, más bien, de pensar esta oposición en términos de devenir, el devenir de las experiencias humanas que oscilan entre la transformación productiva del mundo material, la cultura, la política, el complejo estar con el otro y la experiencia de ascesis, el esfuerzo por renunciar a todo aquel sustrato material que va omitiendo la ruta de ascenso a la contemplación-inactividad de la mirada simple, o más bien, una intencionalidad centrada en lo Uno y descentrada de la materia, en términos plotinianos: “si basta con saber mirar en nosotros para descubrirlo [el Uno], también basta con saber mirar fuera de sí para percibirlo detrás de las apariencias” (Hadot, 2019, p. 51). Y esa experiencia interior de metamorfosis nos remite necesariamente a la fuente, a la unidad que la viabiliza al modo de tensión y búsqueda incesante. Ahora bien, ¿qué se considera lo Uno en Plotino?

Esta indeterminación de realidad mencionada se describe igualmente afirmando que el principio Supremo es Uno: esta noción de unidad es señalada no sólo por su singularidad, sino también por su completa simplicidad, o sea, la ausencia de cualquier limitación y determinación externa e interior, y refiriéndose esta designación de “Uno” no a un tipo de descripción adjetiva o cualitativa, sino siendo preferiblemente la expresión positiva del principio supremo, que no es ni esto ni aquello (García Bazán, 2011, pp. 22-23).

El Uno no es esto o aquello; en su simplicidad se disipa toda determinación y allí mismo refulge el fin último de todo cuanto existe. El alma humana, empero, se presenta en ese proceso como un ser que ha sido llamado a trascenderse en el Uno mediante el ejercicio askético de visión-contemplación: “Aquí se impone a nuestras almas la suprema y última batalla: todo nuestro esfuerzo es para esto, para no ser dejados sin parte de la suprema visión” (García Bazán, 2011, p. 35). La contemplación concibe el alma a partir de la trascendencia, es la mirada que se eleva, que se abstrae del mundo; es el alma que debe domeñar sus pasiones en tanto expresiones de una orientación-en-el-mundo:

Ciertamente, el don gratuito de la existencia indica que nos encontramos aquí y ahora para afianzar la gravedad del alma, aunque el mundo nos ofrezca sus deleites: los deleites que van y vienen. Quien vive para el placer exclusivamente le está cortando las alas a su alma; quien vive para el gozo de las pasiones, está negándose a vivir su vida (Yepes Muñoz, 2014, p. 99).

El alma humana lleva en su ser una señal, una exigencia de excedencia, de renuncia a lo que puede controlar, al llamado irrenunciable que lleva tatuado en su ser más propio. Por su parte, el mundo material afianza esa falta ante lo que queda, a lo que va y viene como en un reloj loco que lleva y trae sus utensilios, su material, como si careciera de fundamento. Es así como acción y devenir denotan ese llamamiento que está dispuesto y sedimentado en el centro de nuestra existencia. En el fondo de ese devenir y de esos movimientos complejos, mediante los cuales nos hacemos un mundo, una necesidad refulge: la acción exige un sosiego, la hazaña de vivir, el estar aquí, claman por regresar a ese centro del que dimana todo cuanto existe, y esta operación acarrea una angustia fundamental del hombre en cuanto anula lo que en ocasiones llega a considerar sucedáneos del fundamento. En definitiva, el alma humana es llamada a la contemplación (Hadot, 2019, p. 63), a la experiencia del Uno o experiencia ante lo indecible (Grondin, 2018, p. 38); es inmersión que vuelve insuficiente nuestro lenguaje y todo lo que se diga se torna en alabanza: el secreto en el que se mira esa zona innombrable e impensable del lenguaje:

El alma que procede del Uno busca en vano existir por ella misma y ser, como el Uno, un principio autosuficiente. Es la vanidad de toda alma, empujada por una fuerza centrífuga que la aleja del Uno. El discurso de Plotino quiere sacar el alma de su alejamiento, de su diástasis en el tiempo, y la llama a su centro esencial. La llama a una conversión y a un retorno, que andaría a la inversa el camino de la procesión de todas las cosas a partir del Uno. Camino largo, solitario, pero que expresa la tendencia esencial, trágica quizá, del alma humana (Grondin, 2006, pp. 127-128).

El alma ha de emparejarse. Esta ontología es, a su vez, una deontología que promueve la búsqueda del ser, no en términos de posesión cognoscitiva, sino más bien en términos de inmersión-contemplativa: “El nivel de la reflexión y la percepción se ha rebasado para alcanzar el de la intuición y la contemplación” (Hadot, 2019, p. 67). El alma, más que la razón, se entrega, se desposee, transforma su mirar miope y cosificador en un mirar silente, embebido de silencio. Debe alejarse de la música que suscita el mundo, sus deleites y sus masas informes de amnésicos y ciegos que ven sin contemplar y viven para echar raíces allí.

Ahora bien, el pasaje de la Enéada III no desdibuja ni desacredita la acción. Si analizamos la acción propia del alma humana como una búsqueda incesante, como una elevación que la eleva místicamente, espiritualmente a lo Uno, esa sería una acción deseante, una acción unitiva. Nuestro deseo nos eleva si nuestra voluntad recorre el mundo y los seres sin detenernos en ellos y confundirlos con el Uno. La acción, en lugar de ensombrecer la luz buscada, tendrá que aprestarse. El hombre en Plotino siempre es aquel que intenta excederse:

Ha quedado ya demostrado que hay que pensar que las cosas son así: que existe la que está más allá del Ser, o sea, el Uno. Tal cual nuestro razonamiento trató de mostrarlo en la medida en que la demostración era posible en este asunto; que, seguidamente, existe el Ser y la Inteligencia y que, en tercer lugar, existe la naturaleza del Alma. Ahora bien, del mismo modo que esta Trinidad de la que hemos hablado existe en la naturaleza, así hay que pensar que habita en el hombre. Quiero decir: no “dentro del hombre sensible” —pues esa Trinidad es trascendente—, sino “encima del hombre que está fuera de las cosas sensibles” y este “fuera de” se entiende del mismo modo que aquella está fuera del universo entero (Plotino, trad. en 1998, pp. 10–15).

En esta perspectiva, somos los caminantes; nuestras acciones están llamadas a la acción contemplativa, a la experiencia indecible, a un encima del hombre, que no logramos vivenciar cuando esas acciones puntualizadas en la Enéada III obnubilan la luz del Bien supremo con las costras de nuestras cavernas. La acción, en consecuencia, debe direccionarse por el caminar-elevación de la mística a su necesidad del Uno, al Uno como secreto de todo ser.

En efecto, la contemplación silente no se desliga de una acción pedagógica. Salimos de la caverna y entramos en el Uno, concentramos nuestro yo, abandonando así la posibilidad degradante de abandonarlo y volver a caer en nuestras pasiones. En Plotino, el yo es apertura, vaso, llama encendida, cosmos iluminado, deseo de experiencia unitiva, intención mística que hace inconmensurable la relación experiencia-discurso, sin por ello distanciarlas.

En consonancia con lo anterior, se puede inferir que Plotino se halla justo en el terreno donde la filosofía antigua intenta una dialéctica que ulteriormente privilegiará el religare, la relación alma-Dios: es más cercano a los ejercicios espirituales del naciente cristianismo. No por ello niega el discurso, la pedagogía de la contemplación, la transparencia del que habla como profiriendo oráculos. Tampoco significa que ese “yo cósmico” (Hadot, 2013, pp. 193-223) concentrado y desplegado se haya instalado definitivamente:

Por eso el auriga hace partícipes a los caballos de lo que vio, y ellos, al recibirlo, apetecerán, claro está, lo que vieron. Porque no lo recibieron todo. Y así, llevados de esa apetencia, realizan una acción, la realizan por motivo de lo que apetecen. Ahora bien, aquello no era sino objeto de contemplación y contemplación (Plotino, trad. en 1985, p. 35).

La contemplación implica un volver, un recobrar el discurso que alaba y señala el camino. Las acciones se dirigen al contemplar. La filosofía se convertiría, por tanto, en una contemplación a medio camino y en un señalamiento de ese camino. Así las cosas, Plotino privilegia la experiencia mística: “En este sentido podemos decir que, para Plotino, la filosofía, tanto en su discurso como en su elección de vida, prepara para la experiencia mística” (Hadot, 2009, p. 125). Lo anterior indica que, en esa experiencia unitiva, la filosofía no es simplemente amor a la sabiduría, sino experiencia auténtica de sabiduría, simplicidad de la mirada, lenguaje de la experiencia pura:

En efecto, el Intelecto es en cierto sentido el lugar en que todos los seres son interiores los unos a los otros, siendo cada Forma al mismo tiempo ella misma y todas las Formas. El yo es de este modo interior a sí mismo, a los otros y al Espíritu. Alcanzar este nivel del yo es alcanzar ya un primer grado de experiencia mística, puesto que se trata de un modo de ser y de pensar suprarracional. El grado superior será el estado de unidad total, el contacto con el Uno y que es también el Bien (Hadot, 2009, pp. 123-124).

Con esta interpretación, Hadot desentraña un yo unificado, contemplativo y silente; su lectura de Plotino enfatiza en la prerrogativa de la experiencia unitiva sobre el discurso. En Plotino la experiencia unitiva es telón de fondo y fin de toda especulación y de todo preguntar: se especula y se pregunta para contemplar: “El estado más elevado del alma es la pasividad total” (Hadot, 2019, p. 92).

La filosofía, como ese preguntar a medio camino, como ejercicio del yo, cuya concentración implica una expansión, no puede más que acentuar la acogida del discurso que se hace experiencia, e igualmente de esa experiencia que se hace transparencia y discurso. La lectura hadotiana se matiza en el siguiente fragmento de La filosofía como forma de vida:

En sí, el consejo de Plotino a aquel que quiera alcanzar la experiencia unitiva, “Quita todas las cosas”, puede parecer legítimo desde la perspectiva que le es propia. Se trata de superar todo lo que es particular, determinado o limitado, en un movimiento que no se detiene en nada, sino que va siempre hacia el infinito ya que, desde la perspectiva plotiniana, toda determinación es algo negativo. Pero añadiendo: “Acoge todas las cosas”, he querido dar a entender que, frente a esta mística del rechazo habría lugar para una mística de la acogida según la cual las cosas no son una pantalla que nos impediría ver la luz, sino un reflejo coloreado que la revelaría y donde “tenemos la vida” como dice Fausto a propósito de una cascada, en el prólogo de la segunda parte de Fausto. Podemos reconocer en las realidades más simples, más humildes, más cotidianas, la presencia de lo indecible (Hadot, 2009, pp. 130-131).

La expresión quitar todas las cosas estaría emparentada con la concentración del yo, tal como lo explica Hadot en ¿Qué es la filosofía antigua?:

Los ejercicios espirituales corresponden casi siempre a este movimiento por medio del cual el yo se concentra en sí mismo, descubriendo que no es lo que creía ser, que no se confunde con los objetos a los cuales se había apegado (Hadot, 2000, p. 209).

Al quitar todas las cosas, el yo abre su relación sujeto-objeto a un ejercicio de negación momentánea; concentrar el yo encierra una separación, una diferenciación, una elevación hacia aquello que no puede poseer como objeto.

El alma humana toma conciencia ante sus acciones y sus olvidos, se vuelve ascesis y desprendimiento (Hadot, 2000, p. 209). Quitar y concentrar son acciones recíprocas en Hadot. Quitamos porque concentramos; quitamos objetos y nos rescindimos. Caso contrario del pensamiento plotiniano que concentra el yo en el deseo de Uno, de contemplación y de experiencia unitiva. Plotino quita y aleja, se desprende de algo para acoger algo. Este ejercicio espiritual no estaría a medio camino; es advenimiento, se hace uno con el Uno, se unifica entrando en un kosmos abrazador, restituyéndose, incorporándose en el origen, en su causa original y teleológica.

El discurso resulta insuficiente si nos referimos al regreso definitivo de la experiencia unitiva. La propuesta de Hadot abre, por tanto, la mística de inmersión de Plotino a una mística de acogida: es una mística para todos los hombres y no solo para el místico; lo que hace justamente es emparejar el sentido de búsqueda del alma humana en las Enéadas a la experiencia que se efectúa en el proceso de conocimiento como una metamorfosis interior (Hadot, 2019, p. 77). Por consiguiente, la relación experiencia-discurso realza el privilegio de la experiencia mística sobre un lenguaje humano, que ni siquiera trasciende el lenguaje. Es más, al retomar ese discurso se tornaría en algo inobjetable e no-objetivable, toda vez que el alma ha sido abrasada por el fulgor de la hipóstasis primera: “En el éxtasis místico, el alma al abandonar toda forma y su propia forma se identifica con esta realidad sin forma, con esta presencia pura que es tanto el centro de sí misma como de todas las cosas” (Hadot, 2019, p. 96).

En síntesis, la mística de inmersión en Plotino no admitiría una vía de retorno, puesto que en esa contemplación transformadora el alma humana tiende a abandonar todo aquello que la desvíe de su telos más profundo. La experiencia unitiva, la mística de inmersión, en este sentido, subraya el presupuesto antropológico medular de las Enéadas: el ser humano en tanto búsqueda, trascendencia de sí mismo y contemplación de lo Uno. Dice Hadot (2019):

La experiencia mística aparece aquí como un retorno del alma a su origen, que, de hecho, es el origen de todas las cosas, es decir, el punto en el que el Espíritu, portador de toda realidad, emana como un rayo de ese centro que es el Bien (p. 98).

No obstante, en la lectura de Hadot, quitar las cosas significa también acogerlas en su ser más propio: la experiencia unitiva vuelve inconmensurable a la vez que inseparable la tensión experiencia-discurso, la vida humana que en el plano material no puede soslayar el decir paidético y que acoge a la humanidad. Pese al énfasis de las lecturas de su obra en la expresión filosofía como modo de vida, más cercana a su hermenéutica del estoicismo que del neoplatonismo, el componente místico de esa metamorfosis posibilita una suerte de mística de acogida en términos del eros demónico del Banquete platónico: una expansión del yo, un acto de sí, una búsqueda de alcance mistérico que acentúa el estado de apertura del alma humana.

De la experiencia unitiva plotiniana a una mística de acogida en Pierre Hadot

¿Puede la filosofía equipararse a una mística de acogida? En la segunda expresión que emplea Hadot parece estar la clave: acoge todas las cosas. ¿Qué significa acoger todas las cosas? ¿Puede el yo acoger todas las cosas místicamente? Una mística de acogida es filosofía, concentra al yo, pero lo expande; lo concentra en su deseo de la Belleza en sí, de lo sublime; atiende, vigila, su intención es universal:

El yo tendrá así un doble sentimiento, el de su pequeñez, al ver su individualidad corporal perdida en el infinito del espacio y del tiempo, y el de su grandeza, al experimentar su poder de abarcar la totalidad de las cosas (Hadot, 2000, p. 225).

La simplicidad de la mirada de Plotino parece estar enmarcada en la experiencia unitiva, en el sentimiento oceánico que produce la contemplación y la inmersión en el Uno. Su pretensión no es ver las cosas objetivamente; su intención es la inmersión contemplativa. En Hadot, el yo acoge desprendiéndose, ve las cosas desde arriba, las considera “con desprendimiento, distancia, perspectiva, objetividad, tal cual son en sí mismas, situándolas en la inmensidad del universo, en la totalidad de la naturaleza, sin agregarles los falsos prestigios que les atribuyen nuestras pasiones y las convenciones humanas” (Hadot, 2000, p. 227).

Por el contrario, el místico de Plotino no necesita ver las cosas desde arriba, la simplicidad de su mirada se dirige al Uno, fuente primordial donde se potencian y realizan todos los seres por emanación; es una mirada que mira siempre hacia-arriba y no desde-arriba. Por ello, no necesita más nada. Contemplar, en este caso, sería concentrar, subir y entrar. De esta manera, Plotino nos lega la posibilidad de hacer prevalecer la experiencia sobre el discurso. En él se hace más clara la inconmensurabilidad que puede existir entre el discurso y la vida filosófica, si esta se eleva a la experiencia unitiva. Por su parte, Hadot no desconoce la inconmensurabilidad, la resistencia de relación en el binomio experiencia-discurso, pero hace una lectura del estoicismo y el epicureísmo en la que la inconmensurabilidad está indisolublemente ligada a la inseparabilidad:

Los estoicos distinguían entre la filosofía, es decir, la práctica vivida de las virtudes que para ellos eran la lógica, la física y la ética, y el “discurso conforme a la filosofía”, es decir, la enseñanza teórica de la filosofía, dividida a su vez en teoría de la física, teoría de la lógica y teoría de la ética. (…) Reconocimos, a lo largo de nuestra indagación, por una parte, la existencia de una vida filosófica, más precisamente de un modo de vida, al que se puede caracterizar de filosófico y que se opone en forma radical al modo de vida de los no filósofos, y por la otra la existencia de un discurso filosófico que justifica, motiva e influye en esta elección de vida (Hadot, 2000, p. 190).

La reflexión hadotiana acerca de la filosofía y la mística recaba en la condición de posibilidad de una búsqueda que trasciende el proceder de la filosofía en tanto cúmulo de tejidos meramente gnoseológicos. De hecho, sus reflexiones exaltan ese crisol helenístico donde se entreveran, sin perder sus matices, tanto el discurso como las acciones que conlleva el pensar filosófico. Su mística de acogida se inscribe en esta perspectiva, acoge lo inconmensurable-inseparable:

Volviendo a tu pregunta, es verdad que ahora, para hacer comprender la idea que me hago de la filosofía, me parece que estoicismo y también el epicureísmo son más accesibles que Plotino a nuestros contemporáneos. Algunos pensamientos epicúreos, algunos aforismos de Marco Aurelio, algunas páginas de Séneca pueden sugerir actitudes que podemos adoptar aún hoy (Hadot, 2000, p. 133).

No es que la filosofía de Plotino carezca de validez en la propuesta de Pierre Hadot. Al finalizar su conversación con Arnold I. Davidson, pone de relieve la necesidad de vincular la filosofía como discurso a la filosofía como forma de vida. Es loable que elija un escalón a la puerta de llegada. Quizás el ideal del filósofo sea alcanzar esa experiencia unitiva, ese nivel definitivo de los ejercicios espirituales: “cuando el filósofo intenta alcanzar la sabiduría, tiende a alcanzar aquel estado en que sería perfectamente idéntico a aquel yo verdadero que es yo ideal” (Hadot, 2009, p. 136).

Pero en un mundo sumido en el sueño de sus máscaras y sus distractores, el epicureísmo y el estoicismo aparecen como mediación, como askésis del filósofo eros-daimon, hijo de Poros y Penia (Platón, trad. en 2010, 204b). Si es un camino tortuoso la filosofía como forma de vida que no excluye el discurso, ahora ¿qué diremos de este mundo que privilegia lo inmediato, lo líquido y lo pasajero para dar cabida a la experiencia mística que proponen Plotino y Hadot? Ese a medio camino de la filosofía es siempre un tratar la experiencia unitiva, aunque esta vida no nos alcance para lograrlo. Es más, la existencia humana constituye para él una apuesta pedagógica, a saber, un aprender a vivir, que traduce el discurso, la búsqueda de la razón humana, a unos ejercicios concretos con la yoidad, el compromiso impostergable a ejercitar la densidad del alma:

La actividad filosófica no se sitúa sólo en la dimensión del conocimiento, sino en la del “yo” y el ser: consiste en un proceso que aumenta nuestro ser, que nos hace ser mejores. Se trata de una conversión que afecta a la totalidad de la existencia, que modifica el ser de aquellos de aquellos que la llevan a cabo (Hadot, 2006, p. 25).

La existencia humana ha sido llamada al ser, esto es, a la posibilidad que elige su vocación más profunda: la vida del alma, que la emparenta con el Uno; la necesidad inextinguible de ampliar su ausencia ontológica, o mejor, de retomar el camino, avizorar en el olvido aquello que nos transforma en buscadores de la fuente de expansión del yo. Un grito es la clave, a saber, conversión: “La filosofía implica conversión, transformación del modo de ser y de vivir, búsqueda de la sabiduría. No estamos ante una tarea fácil” (Hadot, 2006, p. 249).

Conversión es justamente el quid para comprender la mística de acogida en la lectura de Hadot: el ser humano se elige en el fundamento de todo, se transforma, se expande. Su yo no es la instancia insuficiente, la razón impotente que, al intentar una comprensión total del mundo, calla y niega, sino más bien la conciencia cósmica que en sus ejercicios de conversión acoge aquello que la empareja con la sabiduría, el telos de la filosofía:

al igual que el resto de ejercicios espirituales, sirve para hacer cambiar el yo de nivel, universalizándolo. Lo milagroso de tal ejercicio, practicado en soledad, es que permite acceder a la universalidad de la razón en el tiempo y en el espacio (Hadot, 2006, p. 271).

Conclusiones

En esta mística de acogida, la mirada simple que no dice, pero que contempla, nos instiga a retomar el eco que nos salva del peligro de la deshumanización, esa que opera incluso en las facultades de filosofía y de los centros educativos en general: volverse operarios de una tradición de conceptos, re-semantizaciones, retóricas y olimpos academicistas que miran la objetividad del mundo y nada más que eso (Hadot, 2006, pp. 275-282). Es preciso recordar con Hadot la vocación de la filosofía: un entre, una existencia bifronte que se expresa en un modo de vivir no solo discursivo. Lo expresaba Argullol (2008): “La filosofía, por tanto, nos lleva hasta una penúltima etapa de conocimiento, pero la última es personal, incomunicable e intransferible” (p. 21). La última es, de acuerdo con Hadot, la askésis que torna insuficiente el discurso, el éxodo de la mirada interior, una paradójica inmanencia trascendente (Dopazo Gallego, 2015, p. 118):

Nuestra patria de donde hemos venido, y nuestro padre está allí. ¿De qué tipo, pues, es el viaje y la huida? No es posible ir a pie, porque nuestros pies solo nos llevan de un lugar a otro sobre la tierra, tampoco en coche o nave, por el contrario, es necesario despedirlo todo y no mirar, sino, por decir, cerrados los ojos trocar una visión por otra y despertar esa que todos tienen, pero pocos ejercitan (García Bazán, 2011, p. 35).

Plotino nos llama a la contemplación, a no quedarnos a mitad de camino, en el borde de la caverna y el punto donde la luz del Sumo Bien platónico se irradia, sino en una inmersión total como acogida de lo Uno, que implica un cierto olvido de ese yo, todavía atado a la materia y al paisaje de sus pasiones: “Es que el hombre perfecto va ya camino de la unidad y de la serenidad, no sólo de lo exterior, sino aun de la serenidad consigo mismo. Y todo le es interior” (Plotino, trad. en 1985, pp. 39-40).

Al ingresar al horizonte de lo sublime, daríamos cabida al discurso que alaba la verdad contemplada, puesto que sería un acto de posesión-desposesión mediante el cual el yo se vuelve cósmico. Dos serían nuestras razones para justificar esa posesión-desposesión del ideal último de la filosofía: la primera es que el yo no se sitúa frente a un objeto como si mirara de lejos con la lupa de su razón y poseyera la verdad bajo la modalidad de la lógica bidimensional: el yo en tanto sujeto y el Uno plotiniano como objeto último del conocimiento. El hombre no puede estar-en-el-Uno como quien avasalla algo. Sería más bien el poseído por la Musa, el testigo, el vidente Homero, enceguecido ante los ojos de los hombres, el gurú, el chamán, el oráculo. Frente a esta experiencia el discurso tampoco alcanza.

El discurso del filósofo se equipara al oráculo, al secreto que revelan las palabras y la experiencia, y al secreto que se rebela a ellas. Ergo, el hombre queda henchido de aquella luz que enceguece, de aquella luz con la cual no puede, porque ese yo no se asimila a esa Fuente de todo lo real, no sondea a la medida de su racionalidad. Sería un discurso enceguecido, un discurso que quema y transforma. No obstante, un discurso valioso, que da fe.

De esa posesión emerge el discurso como epifenómeno, que sirve de cigoñal entre un nivel del yo que podríamos denominar místico, y los hombres que se agitan en las sombras de un mundo material, cercado a esa posibilidad del místico que trae la luz con su vida y con su discurso. Esta sería la segunda razón. Plotino es mucho más radical en cuanto nos invita a pasear por toda esa emanación de formas y de cosas para acercarnos a la experiencia unitiva, la askésis que transforma la vida de quien vive en el Espíritu y que, en esa medida, se desprende de las cosas para acogerlas nuevamente.

En esa misma línea de expansión y conversión yoica, el hombre transformado también acoge a la humanidad. Su destino consiste, por tanto, en acompañar a sus semejantes, en servir de directores espirituales que en su vida concretizan la unidad indisoluble discurso-vida filosófica. El filósofo está llamado a adelantarse; su conversión se traduce también en labor pedagógica: que su vida sea su lenguaje, su discurso. Nos recuerda, en efecto, el sentido del eros demónico del Banquete de Platón:

Sócrates, el iniciado, se convierte ahora en el iniciador. Las palabras de la ausente Diotima cobran vida con la naturaleza mediadora de Eros. Cobra vida el aprendizaje que educa. Llena el espacio vacío que separaba lo divino de lo terrenal, pero también descubre un más allá de Eros: su naturaleza no es completamente divina, sino intermedia: “¿Y qué es ello, Diotima? Un gran demon, Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal” (Platón, 2007, p. 125) (Yepes Muñoz, 2014, p. 104).

El telos último de la filosofía vuelve a iluminar el mundo y a ser lo salvador en medio del peligro. El eros demónico del Banquete, entre la divinidad —fuente de todo ser y de todo conocimiento—, y esa vida de los existentes que transcurre en el olvido del ser, constituye una mediación materializada en la pedagogía del deseo de Sócrates. En definitiva, como mística de acogida, la filosofía no solo acoge el conocimiento, la aletheia, el desocultamiento, la memoria de lo pensado, ese ver lo que no es posible ver, lo olvidado, sino que con ese mismo conocimiento nos hace ser otros para otros y aproxima a la humanidad a sus ideales más nobles: el conocimiento diviniza a la vez que humaniza.

De acuerdo con lo anteriormente expuesto, reconocemos con Pierre Hadot el peligro inherente a la vida filosófica: abajarla a un lenguaje sin eco, ningunearla en un olimpo academicista. Hadot reconoce esta distinción, por ello, salva este peligro con un oxímoron: inseparables-inconmensurables. Así, la filosofía mantiene intacto su estado de apertura: el deseo irrenunciable de saber se concreta en el compromiso del filósofo con su transformación yoica y su acogida de la humanidad. Con la noción ejercicio espiritual, en cuyo significado descansa la filosofía antigua, la propuesta hadotiana rescata el sentido de la philosophia perennis: las ideas vividas, la intermediación meditativa que desposee-poseyendo y posee-desposeyendo.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

Referencias

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Notas de autor

Wilfer Alexis Yepes Muñoz

Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín-Colombia. Contacto: waymes4@hotmail.com, ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5782-2732


1 Rafael Argullol (2008) lo expresa así: “Retornando al relato de Prometeo, si éste hubiera robado tan sólo el fuego de la transformación técnica, el alcance del mito se habría reducido a nuestra capacidad de progreso civilizatorio. No obstante, Prometeo robó otro fuego que incitaba a los hombres a igualarse con los dioses. A partir de este impulso, los hombres se lanzan a emular la cualidad divina por esencia: la inmortalidad” (p. 36).

2 En un fragmento de su Introducción a la metafísica, Grondin (2006) plantea, respecto al Uno, lo siguiente: “Para Plotino, el principio del ser no puede en modo alguno depender del ser. El ser derivará, pues, del Uno, pero a la manera de una ‘procesión’ que Plotino explica con ayuda de su célebre concepción de las tres ‘hipóstasis’. Siendo primero, el Uno será necesariamente perfecto. Perfecto como es, ‘sobreabunda’ y engendra algo, una ‘existencia’, distinta de él: el ser nace así de la prodigalidad del Uno. Pero como lo engendrado procede del Uno, lleva en sí la huella de su origen y retorna (epistrophē) o refluye hacia el Uno. Esta visión puesta sobre el Uno la llama Plotino Inteligencia o nus. La Inteligencia y el ser forman así la segunda ‘hipóstasis’ del Uno. Plotino procura en esto diferenciarse de Aristóteles: la inteligencia no es el principio de lo real, porque presupone la visión y el ser vista, la dualidad, por tanto. Antes que ella, debe haber la unidad. El Uno embebe, no obstante, el ser y la Inteligencia, porque lo que es visto, o comprendido, es siempre el Uno y el ser como emanación del Uno. Prosiguiendo a su vez la obra del Uno, la segunda hipóstasis, o existencia, se expande hacia el exterior, pero para dar origen a otra unidad, la del alma, que forma la tercera hipóstasis” (pp. 125-126).