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Agudelo Torres, J. F., Rojas Restrepo, F. S., y Ocampo Ruiz, E. (2020). Sobre el reconocimiento y la otredad en la escuela: una lectura desde Lévinas y Mélich. Perseitas, 8.

pp. 1-20. DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3502

sobre el reconocimiento y la otredad en la escuela: una lectura desde Lévinas y Mélich

About the recognition and otherness in school: a reading from Lévinas and Mélich

Artículo de investigación científica y tecnológica

DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3502

Recibido: 9 de noviembre de 2018 / Aceptado: 5 de abril de 2019 / Publicado: 12 de diciembre de 2019

José Federico Agudelo Torres

Farley Sary Rojas Restrepo

Edgar Ocampo Ruiz

Resumen

La figura del otro y la otredad se constituye, sin lugar a dudas, en uno de los más importantes cuestionamientos de la ética en la escuela contemporánea. De ahí que la intención de este texto sea la de reconocer los alcances y las posibilidades de aquellas concepciones que sobre formación y otredad leemos en la obra de dos importantes pensadores coetáneos, a saber, Emmanuel Lévinas y Joan Carles Mélich. Para ello nos servimos de un riguroso análisis documental de la obra pedagógica de los autores mencionados, así como de la aplicación de una matriz de análisis categorial en procura de triangular los encuentros y los puntos de tensión. Es de resaltar que entre los hallazgos más importantes de la investigación se logró evidenciar la importancia de aquella otredad que habita en la escuela contemporánea en el proceso formativo de todo futuro maestro y que demanda, sin lugar a dudas, un ejercicio de valoración y reconocimiento. De igual manera se hizo evidente la necesidad de resignificar algunas de las más importantes concepciones éticas que se trabajan en el currículo escolar, así como la imperiosa demanda de ampliar el horizonte conceptual, propio del discurso ético, con el que se piensa y se deconstruyen las figuras del maestro, el estudiante y la escuela misma.

Palabras clave

Escuela; Ética; Formación; Otredad; Responsabilidad.

Abstract

The figure of the other and otherness undoubtedly constitutes one of the most important questions of ethics most important in contemporary school. This paper works on creating awareness regarding the reach and possibilities of such conceptions about education and otherness in the work of two important thinkers Emmanuel Lévinas and Joan Carles Mélich. There is a in depth literature review of the works of both authors using a categorical analysis grid in order to establish agreements and issues between both. It is important to point out that the most important findings in this research process is establishing the importance otherness, that is acknowledging others, in contemporary schools in the educational process of future teachers. There is also a need to redefine some of the most important ethical conceptions in school curricula, as well as the necessity to expand the conceptual horizon of ethical discourses to analyze teachers, students and schools.

Keywords

School; Ethic; Education; Otherness; Responsibility.

“El ser humano hace la experiencia de su vida y de él mismo, en el tiempo”

Christine Delory-Momberger (2015, p. 3)

Introducción

Ante la pregunta por la ética han surgido siempre e irremediablemente infinidad de respuestas; todas ellas convocan diversas índoles culturales y complejos estados de la naturaleza humana. Algunas de aquellas contestaciones han fundamentado, no en pocas veces y como piedra angular, la concepción de autonomía como principio primero para un adecuado quehacer ético. Aun así, es de considerar, en aras del acierto, que son aquellas posturas cercanas al otro y a la otredad las que se constituyen en emergencia y posibilidad de neófitos escenarios de praxis humana.

Hemos entonces de pensar la ética, al menos en estos tiempos cronos, como la experiencia filosófica de preguntarse e inquietarse por lo otro pero, esencialmente, por el otro. De acuerdo con Lévinas, en la lectura realizada por Romero Sánchez y Gutiérrez Sánchez (2011), esta cuestión debería estar primera en el orden de las prioridades, pues el propio Lévinas considera que la ética es la filosofía primera —en clara confrontación con toda la tradición filosófica occidental — ya que nos permite pensar en el otro. Por eso, debería tomar un lugar prioritario en el escalafón filosófico, y hacer del otro, por qué no, un foco de teorización.

El reconocimiento es el más natural de los sentimientos humanos, ya sea como especie o como individuo, parecemos estar llamados a reconocernos e identificarnos. No es de extrañar, pues, que Todorov (1995) lo advierta como una experiencia auténticamente humana, que da cuenta tanto de un otro como de mi propia existencia. Todorov tiene un acierto importante al proponer que la coexistencia es la evidencia misma del reconocimiento, que ambos se dan en un mismo momento. Sin embargo, el reconocimiento aparece allí como resultado de una interacción utilitarista entre un Yo y un otro egoisado1, que solo reconozco en la medida en que me siento identificado o reflejado en él. Reconocer al otro como un otro yo es una postura bastante natural, aunque egoísta, y no debe ser este el tipo de reconocimiento que vaya a la escuela.

Aunque la posición de Todorov (1995) es interesante en la medida en que propone el reconocimiento como algo característicamente humano, es necesario que en la coexistencia el Otro tenga valor por sí mismo. Es por eso que la lectura de Lévinas es mucho más propicia para pensar en un reconocimiento ético:

El otro [Autri] se da como inmanente al concepto de totalidad que, según los notables análisis de Merleau-Ponty, se expresa y se manifiesta a través de nuestra iniciativa cultural, gesto corporal, lingüístico y artístico (…) El otro no nos viene solamente a partir del contexto, sino, sin mediación, él significa por sí mismo (Lévinas, 1998, p. 59).

La apuesta ética de Lévinas no solo es más considerada, sino también más amplia que la postura de Todorov, y lo es mucho más que aquellas que se apoyan en la autonomía como fundamento ético. Aunque el reconocimiento del otro y el de sí mismo son simultáneos, debe ser preponderante el reconocimiento del Otro, ya que estamos dados a ello, a la alteridad. La manera en que Lévinas lo demuestra es verdaderamente exhortadora. La razón y prueba de que estamos dados a la alteridad es el rostro, el primer contacto con la humanidad, y al cual no podemos llegar por nosotros mismos, pues para ello es necesario Otro, de la misma manera que nuestro rostro es para los otros la puerta de la corporeidad y, por ende, la puerta del signo.

La rostredad es el tema determinante en la filosofía levinasiana, la manera en la que el rostro se presenta a los sentidos, y más aún, la manera en la que damos a este un significado que, en ocasiones, pasa desapercibido sin evidenciar que se pueden ejercer infinitas posturas a partir de un rostro, desde las más éticas hasta las más violentas2. Por eso, para Lévinas, el rostro es la antesala del reconocimiento. La conciencia de humanidad, es decir, del hombre como especie y sus interacciones, depende absolutamente del rostro. Tenemos, en consecuencia, que sea el rostro el tema central de la obra levinasiana y que, hacia los capítulos finales de Totalidad e infinito (1978), se haya propuesto caracterizarlo:

El rostro se niega a la posesión, a mis poderes. En su epifanía, en la expresión, lo sensible aun apresable se transforma en resistencia total a la aprehensión. Esta mutación solo es posible por la apertura de una dimensión nueva. En efecto la resistencia a la toma no se produce como una resistencia insuperable, como la dureza de la roca contra la que el esfuerzo de la mano se estrella en la inmensidad del espacio. La expresión que el rostro introduce en el mundo no desafía la debilidad de mis poderes, sino mi poder de poder. El rostro, aún cosa entre cosas, perfora la forma en que, sin embargo, lo delimita. Lo que quiere decir concretamente: el rostro me habla y por eso me invita a una relación sin paralelo con un poder que se ejerce, a sea gozo o conocimiento (Lévinas, 1978, p. 211).

Una vez hecha la precisión sobre la propiedad y las funciones del rostro, en la que Lévinas sugiere el rostro como signo y comunicación, entran en la discusión ética algunos asuntos en los que se hace necesario enfatizar. En la empresa hacia una hermenéutica del otro, se hace necesario clarificar asuntos como el de responsabilidad que, como bien nos dicen Viveros Chavarría y Vergara Medina (2014), debe ser entendida como una obligación para con el Otro, ya que la mera proximidad nos dispone a esta. La exterioridad debe pues convocarnos cierto grado de compromiso con el otro; por lo que el reconocimiento no basta sin una conciencia verdadera del otro que desemboque en una respuesta ética de la alteridad. Es precisamente esta conciencia la que se hace difícil de alcanzar en el ejercicio docente cuando la relación de alteridad no está debidamente fundamentada, por eso, como ya se dijo, será nuestro propósito proponer una hermenéutica del otro, similar al proyecto de García Ruiz (2013), cuando invita a pensar en una ontología del sí mismo desde la aceptación de un cogito hermenéutico. Lo que, por supuesto, demanda una conceptualización de la otredad que pueda expresarse en forma objetiva.

El otro egoisado es el más grande obstáculo para hablar de una hermenéutica del otro. El reconocimiento del Otro como un otro yo lo ubica en un plano subjetivamente peligroso. García Ruiz (2013) sugiere que el camino que lleva del ego al alter ego no implica la reducción de la alteridad a una ontología de la identidad como sostiene Lévinas” (p. 46). La hermenéutica que allí nos propone García Ruiz es una hermenéutica del Yo, pero sus razones pueden también ser apropiadas en la formulación de una hermenéutica de la alteridad, con una salvedad, a saber, mientras que el reconocimiento del Yo puede ser dado por un ejercicio racional, el reconocimiento del Otro se da solo en la praxis; pues, de acuerdo con Habermas (2000), solo en la praxis se puede llevar a cabo un principio moral (p. 109), como lo fuera el reconocimiento del otro.

Para los fines de nuestro argumento, es pertinente también traer a Burgos Acosta (2015) cuando propone una legitimación de las emociones en la configuración de relaciones humanas (p. 106), pues queda claro con esto que el reconocimiento de Otro, a diferencia del de sí mismo, no requiere un fundamento estrictamente racional. Claro que esto no lo explica todo, por el contrario, queda por encontrar la forma de objetivar el reconocimiento en la praxis emergente de la interacción e intersubjetividad humana, tal como lo dice Cabrolié (2010) “(…) es el reconocimiento de la alteridad y de su subjetividad lo que puede constituir una intersubjetividad, sobrepasando las visiones totalizantes que niegan la otredad del sujeto, la negación de la alteridad” (p. 325).

Pareciera del todo imposible sustentar una hermenéutica del otro objetiva, desde la praxis, que pueda llevarse a cabo dentro de la pedagogía. Para esto es necesaria una comprensión precisa de la ética y de las relaciones humanas, en especial de todas aquellas que tienen lugar en el aula. Cabe decir entonces que los españoles son quienes mejor han entendido en nuestros días la ética como un reconocimiento propiamente de la alteridad y la han aproximado a un estudio sobre la praxis y el quehacer pedagógico; tal vez el más pródigo de ellos sea Mélich (2010) quien, también desde Lévinas, nos señala que la fenomenología del rostro debe servir como escenario para establecer la compasión como acontecimiento ético (p. 242). Sin duda alguna, Mélich es quien más cerca ha llegado a la formulación de una hermenéutica del otro que pueda ser llevada a la escuela. Así, en su obra La prosa de la vida (2016), nos recuerda que un verdadero efecto de formación es siempre un efecto de transformación, una invitación a deshacerse de sí, una invitación a un viaje incierto (p. 95).

Método

El presente artículo es resultado de la ejecución del proyecto de investigación titulado: Formación de Maestros: una perspectiva en clave de educación para la paz y construcción de ciudadanía. El paradigma elegido para el despliegue del mismo correspondió a un modelo cualitativo, con una importante revisión documental que responde al interés de lectura de los textos pedagógicos de los pensadores contemporáneos Emmanuel Lévinas y Joan Carles Mélich. Para ello se realizó una búsqueda en diversas bases de datos y en las bibliotecas de la Universidad de Antioquia y la Universidad Católica Luis Amigó, ubicadas en la ciudad de Medellín, sobre las posturas éticas y pedagógicas referidas al otro y a la otredad en la escuela contemporánea. Durante el despliegue del proyecto se utilizaron fichas de trabajo, de resumen y de comentarios, todas ellas en procura de comprender los conceptos que sobre la formación se encontraron en los autores convocados. Para el análisis de la información se utilizó una matriz categorial y se optó por una perspectiva crítico-hermenéutica que ofreció a los investigadores amplias y generosas oportunidades para re-semantizar la información adquirida.

La responsabilidad como base para la relación profesor-alumno

Con el propósito de mostrar la relación entre profesor y alumno, se parte de la descripción que hace Mélich (2010) a propósito del profesor. El profesor puede entenderse como un experto, “el experto es alguien que parte de un corpus teórico de conocimientos y sabe cuándo y cómo aplicarlos” (p. 278). El profesor existe en tanto enseñante y como enseñante, convierte sus conocimientos en palabras, dirige sus discursos de manera ordenada, intencional y demostrativa, justificando así sus palabras. Añade más adelante, “el profesor explica teóricamente, argumentativamente, en tanto le es menester demostrar lo que dice” (p. 280).

La explicación se convierte en enseñanza. “La explicación hace referencia a un discurso coherente que parte de unas premisas y a través de un desarrollo, intencional e intencionado, llega a unas conclusiones” (Mélich, 2010, p. 278). El profesor como enseñante justifica su acción cuando da cuenta de su saber emitido como discurso, esto es, cuando explica. Aun así, el maestro, tal como lo enuncia el propio Mélich (2016), ha de saberse humano, en tanto rememora que “ser humano es no poder evitar la sensación de que a veces nada tiene sentido, de que el absurdo se hace presente en la vida” (p. 40).

La enseñanza parte de la explicación, mientras la explicación emerge de los saberes que posee el profesor. Por tanto, se entiende por enseñanza una acción consciente que tiene intenciones claras y, partiendo de dichas intenciones, hay un despliegue de saberes por medio del discurso. A diferencia del profesor, el alumno no puede identificarse como experto, la posición de este no es otra que la de aquel que aprende y, en tanto aprende, se constituye en sujeto de otredad. Mélich (2010) da a entender que la relación entre profesor y alumno es una relación polifónica de enseñanza-aprendizaje (p. 277), dicha relación hace posible que el saber del profesor y el deseo de saber del estudiante se configuren en nuevos escenarios de humanidad, en tanto ambos reconocen que se nace miméticos y se muere mimético. Todos somos siempre discípulos y no podemos dejar de serlo (Mélich, 2016, p. 94).

Reducir la relación profesor-alumno a un mero acto de enseñanza-aprendizaje de unos saberes disciplinares y particulares limita, en demasía, la comunicación entre las partes y no atina a establecer prácticas para acercarse al otro como un ser humano que exige acciones que respondan, precisamente, a ese otro comprendido como fundamento de una relación ética. De acuerdo con Lévinas (2003),

la comunicación sólo es posible fundamentada éticamente, por esto, “Comunicarse sin duda es abrirse; pero la abertura no es completa si acecha el reconocimiento. Es completa no en tanto que se abre al “espectáculo” o al reconocimiento del otro, sino convirtiéndose en responsabilidad respecto a él” (p. 190).

La responsabilidad posibilita la relación con el otro, pues en dicha relación emerge la génesis de la respuesta. No hay relación con el otro en un mero acercarse a él o en el emitir palabras, sino solo cuando me hago responsable de su otredad. Así, tal como lo enuncia el propio Lévinas (1978), el sentido es el rostro del otro y todo recurso a la palabra se coloca ya en el interior de ese cara a cara original del lenguaje (p. 220).

La relación, toda relación en la escuela puede ser enmarcada en un acto de responsabilidad. Así, la reducción de la relación que ha de tejerse e imbricarse entre el profesor y el alumno a un simple quehacer de la enseñanza y el aprendizaje de saberes, corre el peligro de desligar este acto educativo de un fundamento ético. No se puede reducir el accionar de la escuela a un simple proferir saberes, pues estéril resulta cualquier esfuerzo escolar si todas las relaciones que en ella se albergan están supeditadas a la unidimensionalidad que le es propia a un saber y a un discurso particular; siguiendo a Mélich (1995),

sin ética no puede darse ninguna acción educativa en sentido estricto, sino solamente adoctrinamiento o domesticación. La enseñanza como una acción educativa sólo la posibilita la responsabilidad con el otro, pues la educación es un modo de ser con los otros, una acción. Por lo tanto, la educación es esencialmente responsabilidad (p. 150).

La responsabilidad es el móvil de la acción, se entiende que el rostro del otro es aquello de lo que no puedo escaparme y, por tanto, es menester partir de que el otro hace las veces de protagonista en la relación ética. De acuerdo con Lévinas (2003), la responsabilidad para con el otro no puede haber comenzado en mi compromiso, en mi decisión (p. 54).

Es la llamada del otro, el rostro del otro el origen de la respuesta. El fundamento de la responsabilidad no lo determina una ley incondicionada establecida desde el sujeto, puesto que el personaje principal de la relación ética es el otro; de haber otro fundamento estaría establecido desde un lugar diferente a la ética. Lévinas (2003) afirma que “la relación ética que sostiene el discurso no es, en efecto, una variedad de la conciencia cuyo radio parte del yo y cuestiona el yo. Este cuestionamiento parte del otro” (p. 209).

Para Lévinas, la responsabilidad con el otro se establece cuando las bases de las cuales parte la relación entre yo y otro parten de la ética, cuando la ética no se desarrolla desde otro lugar (epistemología o metafísica). Dicho por Bárcena y Mélich (2000), “no tiene sentido pues preguntarse por el fundamento de la ética, la ética no tiene fundamento, es el fundamento” (p. 139).

El otro como punto de partida para la relación ética se manifiesta como rostro. El otro no se manifiesta como otro yo, sabiendo que es completa alteridad, la relación entre yo y otro solo es posible desde la responsabilidad, es decir, dicha relación es una praxis de responsabilidad. Pinardi (2014) nos invita a pensar que toda relación implica la interacción del otro, en tanto existe un yo como lugar común:

Ese otro, el prójimo, es siempre un extranjero, como tal escapa a “mi mundo” y a sus modos de apropiación y conocimiento, es lo inasible y ajeno, de tal modo que enajena, destierra y exilia al sí haciéndolo ingresar en otra tierra: la del “entre-nosotros” (p. 112).

Toda relación ética inicia con el reconocimiento del otro, como lo indican Rodríguez, Marín, Rubano y Moreno (2014): “Así, de acuerdo con Lévinas, el punto de partida del pensamiento filosófico no ha de ser el conocimiento, sino el reconocimiento, pues a través de los otros me veo a mí mismo” (p. 141). La responsabilidad parte del otro como fundamento ético, atender al rostro del otro, reconocer su llamado y actuar responsablemente a ese llamado respondiendo para dar cuenta de una auténtica relación ética. Las complejas relaciones que se trenzan entre el profesor y el alumno nos recuerdan que, tal como lo enuncia Mélich (1997), en el mundo de la vida el yo está volcado sobre lo otro; este depende de mí y yo de él. La comunicación y la interacción son constitutivas de su realidad (p. 72).

Una verdadera relación solo es posible como relación ética, sabiendo que dicha relación se ancla a la responsabilidad. La responsabilidad implica respuesta al rostro que se manifiesta para mí siempre implorando respuesta. Lévinas citado en Mélich (1995) nos refiere así el rostro:

llamo rostro (visage) a aquello que en Otro tiene que ver con el yo -le concierne- pues recuerda, tras la compostura que ofrece de sí mismo en su retrato, su abandono, su indefensión y su mortalidad, así como su apelación a mi antigua responsabilidad, como si fuera único en el mundo: el amado (pp. 148-149).

Se puede entender por rostro aquello que me hace saber que el otro es mi responsabilidad; es la pregunta, la petición, el reclamo que exige respuesta, nunca puedo apartarme de la necesidad de responder, por eso la respuesta es responsabilidad. Aguirre García (2012) lo expresa de este modo: “Es una responsabilidad que me persigue y me acusa; soy culpable sin saber de qué; ¡no importa de qué! Soy rehén del otro y sigo siendo yo, no puedo postergar mi respuesta ni buscar un reemplazo” (pp. 79-80). No escapo al rostro del otro, sé que ese otro que demanda respuesta se presenta para mí como responsabilidad, como mi responsabilidad.

La relación enseñanza-aprendizaje, cuando no está fundamentada desde la ética, olvida la génesis de toda relación posible con otro, esto es la responsabilidad. No se trata de subrayar que los procesos de enseñanza y aprendizaje sean superfluos, se sabe que estos procesos son necesarios; se trata de hacer manifiesto el problema de fundamentar una relación entre humanos en saberes y no en el otro mismo. De este modo, la acción educativa queda ciega ante la responsabilidad que se tiene con el otro, dado que desde el inicio lo desconoce, niega la manifestación del otro como rostro y aquí es imposible la respuesta. La auténtica relación profesor-alumno no es de enseñanza-aprendizaje, sino de un despliegue del quehacer ético; tal como lo enuncia Agudelo Torres y Gallego Henao (2017), ubicar al sujeto como epicentro de todo su quehacer y su discurrir resulta ser un apropiado caldo de cultivo para la libertad y la equidad en el mundo de la escuela.

La manifestación de la relación profesor-alumno como una de enseñanza-aprendizaje permite ver que dicha relación puede no corresponder con una relación ética. Más allá de la emisión de un discurso y del saber que está en el medio del profesor y el alumno, es menester reconocer que ambos son seres humanos y que, como humanos, la relación que hay entre ellos no difiere de una relación ética. Como afirman Bárcena y Mélich (2000),

ese otro con el que me relaciono, y que me permite la entrada en un espacio asimétrico de alteridad, como fuente de responsabilidad y respuesta a su llamada, es otro que reclama una relación de hospitalidad con él, una relación desinteresada y gratuita (p. 146).

Como relación ética, la relación entre profesor y alumno se fundamenta en la responsabilidad, de ahí que, en primera instancia, la educación inicia en la responsabilidad, en la respuesta al rostro del otro.

Mismidad y otredad, una postura logomítica dentro del aula

Mélich (2010) plantea que el maestro no es aquel que simplemente transmite un signo que, siguiendo la lógica wittgensteiniana, se reduce a todo aquello que se encuentra dentro de los límites del pensamiento y puede ser expresado mediante el lenguaje. “Este límite, por lo tanto, sólo puede ser trazado en el lenguaje y todo cuanto quede al otro lado del límite será simplemente un sinsentido” (Wittgenstein, 1975, p. 31). Para Mélich, el maestro es aquel que se expresa mediante el “símbolo” y el símbolo es aquello que está más allá del lenguaje, lo que no puede ser dicho, conceptualizado o expresado.

Mientras que el profesor esgrime un discurso lógico, un discurso informativo, el maestro propiamente no habla, muestra, y, por lo tanto, su forma expresiva es inspiradora, evocadora, sugerente (…) Mientras que el lenguaje del profesor es “sígnico”, el del maestro es “simbólico” (Mélich, 2010, p. 277).

Mélich (2010), con la figura del maestro y el símbolo, busca ir más allá de los límites del lenguaje, dirigirse hacia el sin sentido, al mundo trascendente, tomar el camino que nos lleva a recorrer lo impensable, lo inmovible, lo indecible, preguntarse por la posibilidad de nuevos mundos, que incesantemente buscan traer a este mundo lo que en su momento es impensable e indecible.

Lo que hace que surja la postura simbólica dentro del aula no es el capricho de un autor, de un maestro o de un profesor, incluso si el profesor quisiera dar cuenta del Otro a través del signo, este intento resulta siendo un fracaso, se reduce a un acto de violencia con el otro, ya que no existe un concepto mediante el cual el Yo pueda abarcar la esencia del Otro, por el contrario, el Otro es la posibilidad del Mismo porque, como concluye (Giménez Giubbani, 2011), la identidad propia del ser se forma con la apertura de su interioridad y a partir de las relaciones que establece con los demás. El Mismo se configura a través del Otro, y no simplemente se trata de un configurarse, pues sí no hay otro, no hay un Mismo y viceversa (García Ruiz, 2013, p. 122).

Toda pretensión de reducir el Otro a lo Mismo como una visión totalizadora es algo que el Otro rechaza, pues Lévinas (1978) dice que el yo que se presenta como otro, no es Otro. El yo como otro es un yo totalizador, porque lo importante del otro no es el otro, sino el Otro que es imposible de poseer. En estas mismas perspectivas, el propio Lévinas (1978) nos exhorta a pensar:

Lo absolutamente Otro, es el Otro. No se enumera conmigo. La colectividad en la que digo “tú” o “nosotros” no es un plural del “yo”. Yo, tú, no son aquí individuos de un concepto común. Ni la posesión, ni la unidad del número, ni la unidad del concepto, me incorporan al Otro. Ausencia de patria común que hace del Otro el extranjero; el extranjero que perturba el “ser” en nuestra casa. Pero extranjero quiere decir también libre. Sobre él no puedo poder. Escapa a mi aprehensión en un aspecto esencial, aun si dispongo de él. No está de lleno en mi lugar. Pero yo, que no pertenezco a un concepto común con el extranjero, soy como él, sin género… Somos el Mismo y el Otro (p. 63).

Pensar lo Otro a partir de Lévinas, implica alejarse del intento por querer colonizar al otro, de conquistarlo a través del lenguaje, de conocerlo, pues como lo menciona (Giménez Giubbani, 2011, p. 342), cuando me acerco al otro, no lo hago desde una posición cognoscitiva, sino ética en el sentido de que es el Otro quien me interpele, y al mismo tiempo me obliga a responder por él desde el primer momento en que nuestras miradas se cruzan. Asimismo, Lévinas (2000) expresa que somos responsables del otro sin esperar reciprocidad, somos más responsables que el otro, a tal punto de llegar a entregar la vida por el otro si es necesario, pues es el Yo quien debe soportar el peso del Mismo y del otro.

Empero, en un mundo que se presenta como negador de lo humano (Millán-Atenciano y Tomás-Garrido, 2012), donde se aborrece lo otro y se tiende a imponer el “self” sobre el otro (Vázquez, 2015, p. 211), resulta menester preguntarse ¿cómo es posible que el aula se convierta en un espacio de aconteceres éticos?

Para poder llevar la ética al aula, primero tenemos que superar el error educativo que nos revela Mélich (2010), a saber, pensar que el problema de la educación está en el signo.

Uno de los mayores errores educativos consiste en creer que el aprendizaje mejoraría si mejorasen las técnicas, los instrumentos, las evaluaciones, si todo se planificara mejor, más explícitamente, más tecnológicamente. Dicho de otro modo, se cree que el fracaso pedagógico podría superarse a fuerza de añadir más explícitos a los implícitos (p. 281).

Añadir más explícitos a los implícitos es creer que a través de técnicas se puede imponer lo Mismo sobre lo Otro. Es pensar que explicando, demostrado, argumentando se alcanza una totalidad, como si el lenguaje pudiera demostrar lo indemostrable. Contrario a la postura meramente instrumentalista, llevar la postura ética al aula desde Lévinas y Mélich significa acompañar al otro en su acontecer, en su epifanía, dejando que el otro se presente como es en su espontaneidad, en su devenir metamorfosis.

Desde el punto de vista simbólico, la educación no sería la transmisora del sentido, sino la transmisora de lo que, con la ayuda de Elías Canetti , llamo la persistencia de la metamorfosis. ¿Qué significa esto? sencillamente que el maestro no da, no transmite un sentido o el sentido de la vida, sino que cuida o procura que sus discípulos inventen (o imaginen) sentidos provisionalmente. El maestro se preocupa de que las metamorfosis de los sentidos persistan, de que se renueven constantemente, de que queden abiertas (Mélich, 2005, p. 14).

El maestro es el rostro (visage) desnudo que conmueve e incómoda, que permite que el otro abandone su subjetividad para acompañar la manifestación del Otro y de sí Mismo. El maestro es aquel que desde su posición de desnudez refleja su fragilidad. Es aquel que no da, no muestra, no explica, es aquel que responde, en términos de Lévinas (2000), al llamado del otro con desinterés. El maestro como un acompañante tampoco deja de lado al profesor, pues eliminar la figura del profesor sería reducir el aula al mito, de modo similar la figura del profesor que elimina la del maestro reduce el aula al Logos. En este sentido, Mélich (2010) recuerda que, tal como lo ha señalado Lluís Duch, la palabra humana es (o debería ser) logomítica, esto es: polifacética y polifónica porque, de lo contrario, las relaciones que cada ser humano establece consigo mismo, con los demás y con el mundo se harían unilaterales (p. 281).

Ya Mélich (2010) nos advierte de la caída en el totalitarismo, del monismo, que se constituye cuando las relaciones son unilaterales, y nos invita a pensar desde la complementariedad y la tensión, desde lo “científico-místico”3. Lo místico es inexpresable, como afirma Wittgenstein (1975) en su aforismo 6.522, pero el aula también necesita del concepto y el lenguaje para establecer un diálogo con el otro y los otros. Recordándonos, en palabras de Ordieres (2015), que el hombre solo es en el lenguaje, en la palabra sonora o en la palabra muda que se expande hacia el exterior (p. 30).

Para que pueda surgir una postura ética dentro del aula, el profesor-maestro y el alumno-discípulo deben convergen en un mismo espacio para reconocerse a través del logomitos como un Otro y un Mismo, como un extranjero en un mundo ajeno, mundo inalcanzable, imposible de poseer y abarcar en su totalidad. Es un imperativo que las dos posturas se reconozcan como necesarias, en tanto que no hay ética sin claro-oscuro, sin oposición, sin diversidad de pensamientos, porque lo que el profesor intenta enseñar es el concepto, que se complementa con el maestro que intenta decir aquello que no puede ser expresado a través del concepto mismo (Mélich, 2010, p. 282). Porque el Ser es precisamente aquello que no se puede neutralizar o hacer de él un contenido conceptual (Salas Astrain, 2012, p. 91).

Pensar logomíticamente es la postura ética que nos hereda tanto Duch, Lévinas como Mélich; es el reencuentro de dos posturas que cohabitan porque somos tanto concepto como metáfora, signo y símbolo, nos movemos entre el silencio y el mostrar, entre el logos y el mito, en suma, seres que cohabitan entre el Mismo y lo Otro.

Conclusiones

Los elementos develados durante el proceso de investigación sugieren de manera fehaciente la imperiosa necesidad de resignificar aquellas figuras de otredad que se evidencian, de tímida manera, en nuestras aulas escolares. El valor de sentido y significado del otro y la otredad tendrán que ser piedra angular de los postulados éticos contemporáneos que ponen de manifiesto aquella figura que convoca al sujeto uno a pensar, en tanto se piensa, como un sujeto otro.

Los enunciados de Lévinas y Mélich posibilitan en gran medida el alcance y el despliegue de aquel ejercicio real de la convivencia en la escuela en tanto exhortan al maestro a deconstruir su quehacer cotidiano, al estudiante, a saberse como un sujeto otro en medio de las más otredades móviles, y a la escuela como aquel campo de cultivo para hacer que las complejas relaciones humanas se gesten, se construyan y se transformen intencionalmente.

De igual forma, lo expuesto en este trabajo convoca a los diversos agentes vinculados al mundo de la escuela a diseñar, mantener y construir posturas éticas y responsables frente a todos los sujetos que constituyen la otredad misma. Así, toda reflexión pedagógica, todo análisis curricular y todo diseño didáctico habrá de resultar próximo y cercano a las posturas éticas que se erigen en el reconocimiento, auténtico y legítimo, de aquello y de aquellos que constituyen la otredad.

Conflicto de interés

Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.

Referencias

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Aguirre García, J. (2012). El uno-para-el-otro o la superación ética de la ontología. Escritos, 20(44), 069-082. Recuperado de http://www.scielo.org.co/pdf/esupb/v20n44/v20n44a04.pdf

Bárcena, F., y Mélich, J. C. (2000). Educación como acontecimiento ético. Barcelona: Paidós.

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Notas de autores

José Federico Agudelo Torres

Magíster en Educación de la Universidad Católica de Manizales, Caldas, Colombia. Docente de la Universidad Católica Luis Amigó. Integrante del grupo de investigación “Educación, Infancia y Lenguas Extranjeras” Medellín, Colombia. Contacto: jose.agudeloto@amigo.edu.co, ORCID https://orcid.org/0000-0003-0916-7707

Farley Sary Rojas Restrepo

Magíster en Administración de la Universidad Viña del Mar, Valparaíso, Chile. Docente de la Universidad Católica Luis Amigó. Integrante del grupo de investigación “Contas”, Medellín, Colombia. Contacto: farley.rojasre@amigo.edu.co, ORCID https://orcid.org/0000-0003-0328-5286

Edgar Ocampo Ruiz

Magíster en Educación, coordinador del programa de Vicerrectoría de docencia, Universidad de Antioquia. Integrante del grupo de investigación “FORMAPH”. Contacto: edgar.ruiz@udea.edu.co


1 Entendemos por “otro egoisado” el Otro del que un individuo se vale para reconocerse a sí mismo (alter ego).

2 En Ética de la compasión, Mélich (2010) aborda el término Fenomenología del rostro (p. 242) con una clara referencia a la comunicabilidad que se puede ejercer a partir del rostro mismo.

3 Según Zuluaga (2019), para Wittgenstein, las expresiones de valor, “no enuncian hechos verificables, como sí ocurre con las ciencias naturales en las que hay correspondencia entre proposición y hecho. Más allá de esto, aceptar que las expresiones de valor no están en el mundo sino fuera de él, no debe hacer suponer una separación entre estas y el mundo, antes bien, al igual que con las expresiones filosóficas que componen el Tractatus que, según 6.54, son elucidatorias como escaleras a las cuales subir para tener una visión distinta del mundo, “los hechos, todos ellos, pertenecen sólo a la tarea, no a la solución”, como se indica en Tractatus 6.4321. Bajo la consideración de Valdés (2003), esto indica que “los hechos, el mundo, son sólo parte de la tarea de indagar sobre lo místico, pero no forman parte de la solución. Los hechos tienen que ver con cómo son las cosas y no con que las cosas son” (p. 273), como informa Wittgenstein en Tractatus 6.44” (p. 47).