Seguridad, obediencia y gestación de la violencia en contextos de encierro
Security, obedience and the development of violence in Contexts of confinement
Claudia Liliana Perlo , Diego Carmona Gallego , María Celeste Carlín
Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de Rosario
Recibido: 7 de noviembre de 2023 – Aceptado: 4 de marzo de 2024 – Publicado: 13 de enero de 2025
Forma de citar este artículo en APA:
Perlo, C., Carmona Gallego., D., & Carlín, M. C. (2025). Seguridad, obediencia y gestación de la violencia en contextos de encierro. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 16(1). https://doi.org/10.21501/22161201.4838
Resumen
En este trabajo, profundizamos la reflexión teórica en torno a la relación entre obediencia y violencia dentro del paradigma securitario en el encierro. Esta reflexión deriva del corpus teórico-conceptual que forma parte de nuestras investigaciones, enmarcadas en el encierro como contexto socio-educativo. Comprendemos la violencia como un complejo fenómeno social que se encuentra ligado a una deriva sociohistórica, generada por condiciones de vida patriarcales que han fragmentado lo humano. Inicialmente, hacemos referencia al paradigma represivo-punitivo que sustentan las políticas públicas actuales ancladas en la seguridad, con especial referencia a las políticas penitenciarias. Profundizamos en los aportes teóricos, en torno a la banalidad del mal, revisando los experimentos de los psicólogos sociales Stanley Milgram (1963) y Philippe Zimbardo (1969), quienes, empíricamente, demuestran la tesis de la filósofa Hannah Arendt (1963/1999). Estos aportes nos conducen a revisar investigaciones recientes de la epigenética en torno a los contextos que propician la violencia. Nuestra metodología, guiada por la investigación-acción-participativa, nos permite articular vívidos testimonios de campo con la teoría aquí expuesta. Finalmente, presentamos conclusiones en torno a las tensiones entre la seguridad y el cuidado en el contexto de encierro que ponen en vilo las democracias actuales.
Palabras clave
Seguridad; Obendiencia; Violencia; Prisión; Educación; Políticas penitenciarias; Investigación.
Abstract
In this paper, we deepen the theoretical considerations on the relationship between obedience and violence within the security paradigm. These considerations emerge from the theoretical-conceptual corpus that is part of our research in the socio-educational context of the penitentiary system. We understand violence as a complex social phenomenon linked to a socio-historical development caused by patriarchal living conditions that have fragmented the human being. Next, we address the repressive-punitive paradigm that underlies current security-focused prison policies. We address the theoretical contributions around the banality of evil by looking at the experiments of social psychologists Stanley Milgram (1963) and Philippe Zimbardo (1969) that provide empirical evidence for philosopher Hannah Arendt’s thesis (1963/1999). These contributions lead us to review recent epigenetic research on the contexts that promote violence. Our methodology, guided by participatory action research, allows us to reconcile vivid accounts of experience with the theory presented here. Finally, as a conclusion, we describe the tensions between security and care in the context of captivity that plague contemporary democracies
Keywords
Security; Obedience; Violence; Prison; Education; Penitentiary policies; Research.
Introducción
En este trabajo, referimos una reflexión teórica en torno a la relación entre obediencia y violencia, derivada de nuestras investigaciones enmarcadas en el encierro como contexto socio-educativo. Se trata de un estudio cualitativo que se desarrolla a través de la metodología de la investigación-acción-participativa. Cuando nos referimos al encierro como contexto socio-educativo, aludimos a las organizaciones como contextos de aprendizaje. Allí, el mismo acontece, a veces, casi de manera imperceptible en las interacciones inherentes al devenir cotidiano en la vida de los sujetos. En este sentido, remitimos aquí al marco general de nuestros estudios de más de 20 años, que se inscriben en el campo del Aprendizaje y Desarrollo Organizacional en el Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación (irice- conicet/unr).
En trabajos anteriores (Perlo & Carmona, 2021), hemos desarrollado un corpus teórico que analiza el riesgo del abordaje de la violencia y la seguridad pública tanto desde la mirada punitivista como desde la exclusiva restitución de derechos. Ambos enfoques se encuentran sustentados en un mismo paradigma ligado al control y se pone en práctica a través de una estrategia política vertical, piramidal y jerárquica que ignora la dimensión ética y de cuidado del problema en cuestión.
Partiendo de aquel corpus, en primer lugar, haremos un desarrollo teórico que busca comprender la violencia como un complejo fenómeno social, ligado más a una deriva sociohistórica, generada por condiciones de vida patriarcales que han fragmentadoras de la especie humana, que a condiciones supuestamente naturales, han legitimado el conflicto y el delito como inherentes de la especie (Perlo, 2023b).
En dicho desarrollo, haremos una breve referencia a la experiencia de Milgram (1963) y al experimento Stanford de Zimbardo (1969), como dos hitos científicos que abonan la teoría filosófica sobre la banalidad del mal, en la que se evidencia la relación entre violencia, disciplina y patriarcado en el marco del contexto disciplinario. Estos aportes nos conducen a revisar investigaciones recientes de la epigenética en torno a los contextos que propician la violencia. Finalmente, presentamos conclusiones alrededor de las tensiones entre la seguridad y el cuidado desde una perspectiva educativa biocéntrica; esto es, centrada en la vida.
El fracaso del punitivismo
Numerosos son los estudios, tanto desde la filosofía como de las ciencias sociales en general que, promediando el siglo xx a esta parte, han anunciado y denunciado el fracaso de los modelos punitivistas que atraviesan las instituciones modernas en general y, especialmente, aquellas ligadas al encierro de “lo anormal” como son la cárcel y el manicomio. Asimismo, mientras esta última se encuentra en una gradual deconstrucción a partir de políticas de desmanicomialización, la primera pareciera resistirse a su transformación. Destacamos, en particular, los trabajos de Foucault (1975/1976), que dan cuenta clara de la orientación de las instituciones modernas hacia la vigilancia y el castigo.
En este sentido, Goffman (1961/2001) ha profundizado en los efectos lesivos de las instituciones totales sobre la subjetividad de las personas, definiendo a este tipo de instituciones como
un lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Las cárceles sirven como ejemplo notorio, pero ha de advertirse que el mismo carácter intrínseco de prisión tienen otras instituciones, cuyos miembros no han quebrantado la ley. (Goffman, 2001, p. 13)
Goffman (1961/2001) deja en claro que, tanto los modelos punitivistas y el encierro como método de separación de lo “anómalo”, así como el castigo, no son privativos de algunas instituciones destinadas para ello, sino que constituyen un atravesamiento cultural que evidencia la incapacidad de la especie humana de convivir. Ahora bien, es en la institución carcelaria donde esta situación se exacerba y los procedimientos de seguridad al servicio del punitivismo encuentran su más acuciante desarrollo. En estas instituciones, que según el artículo N.°18 de la Constitución Nacional Argentina no se han hecho para castigo, el encierro se erige como método de privación de la libertad y modalidad de tratamiento.
Las personas no son peligrosas en sí mismas, más bien se encuentran en situación de peligro. Primero, en una sociedad desigual y discriminante y, posteriormente, en el encierro, donde las situaciones de riesgo redoblan la apuesta, como veremos más adelante al presentar el experimento Standford. En este sentido, es importante destacar que, del análisis de diversos estudios y estadísticas oficiales, se puede ver que el proceso de prisionalización no alcanza a la población que se aleja del “contrato social” en general, sino a un grupo de la sociedad en particular que, en realidad, se encuentra lejos del cumplimiento de la “tutela del mínimo” de sus derechos por parte del Estado (Perlo, 2023a), esto es, acceso a la educación básica, la salud y el trabajo.
Numerosos estudios (Wacquant, 1999/2000; Alexander, 2011; Reiman & Leighton, 2020) y los propios informes oficiales, como lo es el informe realizado por el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (sneep), dan cuenta de que la prisión y el castigo alcanza mayormente a las personas en situaciones de pobreza. Tal es así que, el informe sneep (2022), da cuenta de que, al momento de ingresar a la cárcel, solo el 34 % de la población tiene estudios primarios completos, el 10 %, secundario completo y, además, el 44 % no tenía oficio ni profesión. En este mismo sentido, investigaciones recientes también advierten en torno a la criminalización de la pobreza (Bayón, 2024; Jaramillo & Londoño, 2021; Azaola, 2021; Mancini, 2020).
Cuando nos referimos al encierro, no lo hacemos solo en el sentido de separación de las personas y confinamiento en espacios especiales aislados de la sociedad, sino en un sentido más profundo; de clausura de sus vidas. Esto, se valida también al analizar la información que recopila el informe sneep. En él, se puede ver que, a la complejidad ya citada de la población que ingresa al sistema carcelario, que está mayormente representada por varones (95,8 %) de 25 a 44 años de edad (65 %), la cárcel agrava aún más su situación, vulnerando derechos.
De esta manera observamos que, mientras que en el momento de ingresar el 56 % de la población censada tenía un oficio o una profesión y el 62 % era trabajador a tiempo completo y/o parcial; en prisión, el 64 % de esta misma población no tiene trabajo remunerado, el 80 % no participa ni participó nunca de un Programa de Capacitación Laboral y, el 49 %, no participa ni participó de un Programa Educativo (sneep, 2022).
Los motivos de las restricciones a la educación y al trabajo en el encierro encuentran casi una exclusiva razón: la seguridad que secuestra la vida de las personas presas poniendo en riesgo y peligro a la sociedad toda. Si bien en el proceso de ejecución de la pena, según la Ley 24660 de 1996, se espera “la resocialización de las personas”, esta perspectiva securitaria se erige como un impedimento para dicho cometido.
En este contexto, tal como afirma Daroqui (2008), es imprescindible producir un contradiscurso que deslegitime el “uso” del encarcelamiento como solución al problema de la inseguridad vinculada con el delito, ya que, ni en nuestro país ni en el mundo, las variaciones de las tasas del delito se relacionan linealmente con la tasa de encarcelamiento. Al mismo tiempo, se vuelve necesario desarrollar estrategias para hacer visible la cuestión carcelaria y “penetrar” los muros con alternativas institucionales no punitivas, que desarrollen propuestas en las que las personas privadas de libertad puedan acceder y ejercer sus derechos.
La peligrosidad de la obediencia y la banalidad del mal
Llegados a este punto, es necesario recordar que las instituciones, en tanto aparatos ideológicos del Estado (Althusser, 1988), fueron creadas, en la primera modernidad, con un diseño piramidal jerárquico (Perlo et al., 2011, 2019) que facilita que las personas, en muchas ocasiones, atribuyan el sentido último de sus actos a las decisiones tomadas por un otro inmediatamente superior en la cadena de mando. Quizá, en esta cuestión radique el más alto grado de peligrosidad que encontró la filósofa Hannah Arendt (1963/1999) no sobre el sujeto, sino sobre el modelo de pensamiento que la condujo a escribir sobre la banalidad del mal.
Arendt (1963/1999), en su reconocido libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, sostiene que, banalizar el mal, es depositar el sentido pleno y la responsabilidad en torno a los propios actos en una autoridad percibida como legítima. Es decir, muchas prácticas que implican esta banalización son realizadas por personas obedientes que se limitan a realizar sus tareas, pero esa es, justamente, la manera en la que el mal se oculta y no se deja ver precisamente como tal.
En este trabajo, comprendemos el mal mencionado por Arendt (1963/1999) no desde una oposición dicotómica con el bien, ya que esto omitiría considerar los efectos lesivos y violentos de muchas prácticas que se realizan en el nombre del bien. Ejemplos de esto se encuentran al revisar los trabajos de Narayan en torno a las narrativas de cuidado con las que se ha justificado, por ejemplo, el imperialismo (Tronto, 2020). Es por ello que consideramos entonces que el mal es un modo de nombrar la irresponsabilidad ante el rostro del otro (Lévinas, 1953/2001).
En las organizaciones centradas en los modelos patriarcales y mecanicistas, punitivos per se, en las cadenas de órdenes recibidas acríticamente, se diluye el sentido ético de la propia acción. Se trata de organizaciones fundadas en un fuerte sentido de la obediencia y, por lo tanto, reflexionar o cuestionar una orden que se recibe implica, de algún modo, poner en cuestión toda la organización y estar haciendo mal el propio trabajo. Esta moral técnica, propia de la modernidad mecanicista, sustituye el sentido propio de la responsabilidad por el otro por una preocupación focalizada en la ejecución y el cumplimiento de las órdenes (Najmanovich, 2021).
Las organizaciones atravesadas y sustentadas por esta racionalidad instrumental desvalorizan la sensibilidad, los afectos y las emociones, ya que son percibidas como “desviaciones” con respecto a lo verdaderamente importante: la ejecución y acatamiento de las órdenes que se reciben en busca de realizar un buen trabajo. En este marco, no solo se reprime la dimensión afectiva constitutiva de la vida humana, sino lo que Arendt (1963/1999) denominará como “piedad meramente instintiva” (p. 161), esto es, el poder experimentar, de manera instintiva, el sufrimiento del otro como si fuese propio, hasta lograr empatizar.
La dicotomía animal-humano, reforzada por el paradigma mecanicista, trae consigo la creencia de la racionalidad como rasgo distintivo de lo humano; no obstante, muchos de los actos más cruentos que los seres humanos han llevado adelante han sido planificados, diseñados y ejecutados bajo los lineamientos de una excelsa racionalidad. Tal como afirma Arendt (1963/1999) en relación con los integrantes de los escuadrones nazis:
Las tropas de los Einsatzgruppen procedían de las SS armadas, unidad militar a la que no cabe atribuir más crímenes que los cometidos por cualquier otra unidad del ejército alemán y sus jefes habían sido elegidos por Heydrich entre los mejores de las SS, todos ellos con título universitario. De ahí que el problema radicara, no tanto en dormir su conciencia, como en eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico. (Arendt, 1963/1999, p. 161)
El concepto de piedad convocado por Arendt (1963/1999) se corresponde con los aportes contemporáneos en torno a la empatía (Rifkin, 2015) que, tal como afirma Butler (2017) recuperando a Lévinas (1953/2001), implica cierta porosidad para poder recibir a los otros y sentir lo que a sus cuerpos les sucede. En otros términos, la empatía es un concepto que permite nombrar a la propia vulnerabilidad, comprendida como la posibilidad de ser afectados en los encuentros con los otros (Carmona, 2021).
No obstante, esta empatía genuina no siempre se despliega ni experimenta y, aquí, se torna relevante la pregunta acerca de cuáles son los marcos sociales y culturales que la obstaculizan, fundamentalmente ante ciertos otros cuyas vidas no son consideradas por la sociedad como valiosas y si se pierden no son lamentadas (Butler, 2009/2010). Las organizaciones sustentadas en un paradigma mecanicista como la cárcel impiden la asunción de la propia vulnerabilidad, lo que genera condiciones adversas para la prevención de la violencia. “¿De dónde podría surgir un principio que nos comprometa a proteger a otros de la violencia que hemos sufrido, si no es de asumir una vulnerabilidad humana en común?” (Butler, 2006, p. 57).
De acuerdo con la filosofía de Lévinas (1953/2001), ante el rostro vulnerable y expuesto del otro podemos responder con hospitalidad (cuidado) o con su negación como alteridad (violencia). Esta negación de la alteridad, es decir, la reducción del otro a una etiqueta, para nuestro caso, “el delincuente”, como efectos trae consigo la indiferencia y una micropolítica y macropolítica de lo inhóspito. Lejos de propiciar hospitalidad para buscar una responsabilidad y posibilidades de reparación, por parte de la persona que comete un delito, el modelo represivo-punitivo responde acrítica y obedientemente con el castigo, castigo que alcanza a todo aquel que no obedezca, en el sentido de reclamar y protestar (Olivas, 2023), en estas organizaciones donde impera la jerarquía (hieros-arquía) (Perlo, 2017).
Los procedimientos securitarios en las cárceles contribuyen a afianzar la banalización del mal antes referida, ya que, para muchos agentes del servicio penitenciario, cuestionar una determinada orden resulta equivalente a la impugnación de la jerarquía. El enfoque en las tareas y la orientación hacia el castigo, sin una consideración ética sobre el trato hacia las personas presas, redunda en que podamos establecer una relación posible entre estos contextos y el concepto propuesto por Arendt (1963/1999).
En la misma senda de los trabajos de Arendt (1963/1999), Stanley Milgram (1963), de la Universidad de Yale, diseñó un experimento a poco tiempo que Adolf Eichman fuera juzgado y sentenciado a muerte. Milgram (1963) se preguntó: ¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices sólo [sic] estuvieran siguiendo órdenes? (p. 17) En dicho estudio, se seleccionaron cuarenta varones a los que se invitó a participar de una investigación sobre la influencia del castigo en el aprendizaje. Estos participantes fueron seleccionados a través de anuncios que fueron publicados en periódicos de la ciudad de New Haven.
En la situación experimental, el experimentador con bata blanca representaba a la ciencia y, tras un sorteo con resultados manipulados por los experimentadores, se le asignaba al sujeto experimental el rol de profesor y, a otra persona (cómplice del experimentador), el rol de alumno. En situación de aprendizaje, los alumnos fueron conectados a electrodos que proporcionaban una aparente descarga eléctrica. El experimentador informó al profesor (sujeto experimental) que su tarea consistiría en leer palabras al alumno, supervisar si este era capaz de repetirlas y, en caso de que este se equivocara, debería infligir una descarga eléctrica por cada error cometido.
Durante el experimento, en el cual el castigo era simulado por parte de quien lo recibía, ya que tales descargas eléctricas eran ficticias, el alumno cometía adrede errores y, el profesor, que recibía instrucciones por parte del experimentador, debía ir aumentando progresivamente el nivel de descargas eléctricas aplicadas. Se había dispuesto un generador con 30 conmutadores que llegaba al máximo de 450 voltios, una descarga que, claramente, podría poner en peligro la vida. El experimentador utilizaba cuatro indicaciones ante las preguntas o resistencias de quienes encarnaban el rol de profesores: “Por favor, continúe, el experimento requiere que prosiga, es absolutamente esencial que prosiga y usted no tiene otra opción, usted debe continuar”.
En este experimento, el 65 % de la muestra experimental (26 personas) obedeció las órdenes del “científico”, hasta llegar a los 450 voltios. “Esta violencia no fue mediada por la furia, no tuvo prácticamente ningún componente agresivo. Por el contrario, muchos deseaban ‘ayudar’ a sus víctimas y sufrían mientras aplicaban las descargas” (Najmanovich, 2019).
Este experimento permitió avanzar sobre una línea de investigación en torno a la “psicología social de la obediencia” y su peligrosidad en la trama social en general y, de manera más particular, en el contexto organizativo. En dicho estudio, se advierte que, a pesar de que las personas muchas veces saben que obran mal, es más fuerte su lealtad a la jerarquía, lo que les imposibilita rebelarse ante las órdenes impuestas. “Lo esencial de la obediencia es que una persona llega a considerarse instrumento para realizar los deseos de otra y por tanto deja de creerse responsable de sus propios actos” (Milgram, 1980, p. 4). El experimento también muestra la respuesta a la autoridad en relación con la distribución de tareas, cuando el que infringe dolor no lo hace de manera directa, lo que muestra claramente la relación entre despersonalización-desresponsabilización que ya hemos analizado en nuestros estudios (Perlo, 2017).
Milgram atribuye a esto el marcado cambio que dio la división del trabajo en la revolución industrial y la fragmentación del yo que condujo a la desintegración social. El caso Stanford, que presentamos a continuación, redobla la apuesta de los postulados de Arendt (1963/1999) y las experiencias de Milgram (1963), exponiendo los cuerpos a una cruel experiencia humana, la violencia en el contexto carcelario, foco de nuestro trabajo.
El experimento de la cárcel de Stanford
No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos
—Milgram, 1980
Tanto el experimento de Milgram (1963) como el de Zimbardo (1969) implican la demostración empírica de la tesis de Arendt (1963/1999) sobre la banalidad del mal y abonan la denominada psicología social de la obediencia. En ambos experimentos, se explica cómo se configura socialmente el fenómeno de la violencia en relación con la sumisión ante el otro, emerge el miedo al castigo, la necesidad de pertenencia y el miedo de ser desaprobado por las autoridades.
El experimento de Zimbardo (1969) buscó replicar una cárcel en los sótanos de la Universidad de Stanford. Para ello, se reunió a 24 personas, estudiantes universitarios que no contaban con antecedentes delictivos, a los que se les asignó, de manera aleatoria, los roles de “prisionero” o “guardia”. La intención era evaluar la presión que el cumplimiento de roles puede acarrear. Si bien el experimento fue diseñado para que durara dos semanas, al sexto día debió ser suspendido por la crueldad que varios “guardias” expresaron contra los “presos”. De este modo, se evidenció, ante visiones endogenistas, el peso del contexto en la determinación de las acciones violentas. Zimbardo (1969) demostró con su experimento y, más aún, con su suspensión anticipada, que la cárcel lejos de producir integración y potencial reinserción genera una irrefrenable violencia, tal y como evidencian Ormart et al. (2013), quienes traen a colación sus palabras.
Creamos un ambiente carcelario muy realista, una “mala cesta” en la que colocamos a 24 individuos voluntarios seleccionados entre estudiantes universitarios para un experimento de dos semanas. Les elegimos de entre 75 voluntarios que pasaron una batería de tests psicológicos. Tirando una moneda al aire, se decidía quién iba a hacer el papel de preso y quién el de guarda. Naturalmente, los prisioneros vivían allí día y noche, y los guardas hacían un turno de 8 horas. Al principio, no pasó nada, pero la segunda mañana los prisioneros se rebelaron, los guardas frenaron la rebelión y después crearon medidas contra los “prisioneros peligrosos”. Desde ese momento, el abuso, la agresión, e incluso el placer sádico en humillar a los prisioneros se convirtió en una norma. (p. 21)
El autor del experimento Stanford llegó a la conclusión de que los individuos pierden su capacidad intelectual y su juicio cuando están en grupo y que hay una tendencia a abusar del poder en contextos grupales (Canto & Álvaro, 2015). Najmanovich (2019), por su parte, afirma que, considerar al comportamiento de quienes encarnaban el rol “guardias” como un mero “abuso de poder”, ignora las características sistémicas que impulsan la obediencia y la disciplina. Tal como afirma la investigadora, en la obediencia no hay pensamiento vital, la persona se mueve por miedo al castigo, deseo de aprobación o de pertenencia. En este marco, emerge una “responsabilidad flotante” ya que la responsabilidad sobre la propia acción se traslada “de tal modo que finalmente parece flotar en el vacío y no anidar en nadie” (Najmanovich, 2019).
Los desarrollos de las neurociencias actuales y más específicamente los avances de la epigenética en el estudio de la conducta humana, nos han conducido a pensar el experimento Stanford y las prácticas punitivistas en el encierro, incorporando en el análisis la interacción sistémica de ecofactores positivos y negativos presentes en el ambiente.
Figura 1. Aportes de las neurociencias y la epigenética para repensar la violencia
Nota. Fuente: Fotografía de los autores del artículo. Mural “Ningún pibe nace chorro” en Barrio República de la Sexta, Rosario, Provincia de Santa Fe-Argentina
En los desarrollos en torno al principio biocéntrico, Toro (2007) reconoce ecofactores que interactúan resultando en determinadas conductas humanas. Los ecofactores son elementos del ambiente que influyen en nuestro crecimiento y desarrollo, lo que permitie desenvolver o inhibir nuestro potencial genético. Aquellos, incluyen el entorno en que nos movemos, las personas con las que nos relacionamos, las cosas que hacemos, entre otros. Los ecofactores positivos son los que nos nutren y potencian y, los negativos, los que bloquean la expresión y, en algunas ocasiones, inhiben el desarrollo de la vida y engendran violencia.
El experimento Stanford (1969) es un ejemplo claro de cómo las condiciones del contexto de prisión afectan el desarrollo de las personas, lo que en este apartado nos motiva a profundizar, aunque sea de manera escueta, en algunos conceptos desarrollados recientemente por las neurociencias y la epigenética.
Desde estos campos de conocimiento, se considera que, la forma en la que los individuos responden a las experiencias adversas, está determinada por la interacción de una serie de factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales. Estos factores no se adicionan, sino que se encuentran entramados en la interacción, lo que hace imposible separar unos de otros. Tal como afirman Maturana y Dávila (2015), el ser humano es, ante todo, un ser vivo, portador de una matriz biológica (sensorial, operacional, relacional) y cultural (historia, cosmovisiones, valores) en interacción permanente con el ambiente en el cual está inmerso. Esta trama compleja que constituye al ser se configura como un sistema, de manera tal que sus componentes son codependientes entre sí, imposibles de ser escindidos o aislados.
La adquisición de habilidades resilientes que favorecen la adaptación a situaciones adversas ha sido estudiada por la neurociencia afectiva (León-Rodriguez & Cárdenas, 2020). Este campo de conocimiento ha permitido comprender el funcionamiento emocional articulando eventos que suceden dentro de sistemas mediados por la acción de diversos neurotransmisores y que dependen al menos de dos elementos: la expresión de genes específicos y una constante retroalimentación ambiental.
Desde el punto de vista genético, los seres vivos están constituidos por células en cuyo núcleo se encuentran moléculas de ácido desoxirribonucleico (adn) con la información para expresar todas las proteínas necesarias para el funcionamiento del organismo. Esta información está contenida en estructuras conocidas como genes, que no son más que secuencias de adn cuya expresión está directamente relacionada con el ambiente. Los factores externos que condicionan la expresión o no de los genes son conocidos como ambioma, un equivalente de lo que anteriormente describimos como ecofactores, pero que, aquí, adquiere un enfoque molecular.
Ahora bien, desde el punto de vista epigenético, vamos a concentrarnos en los ecofactores positivos, atendiendo a cuáles aspectos genéticos se encuentran involucrados en los procesos de cuidado, que son los que anteponemos a los securativos de corte punitivos. Las conductas de cuidado son reguladas por diversos neurotransmisores, la oxitocina es la de mayor relevancia. Este neurotransmisor se sintetiza en el hipotálamo y presenta receptores en regiones del encéfalo relacionados con la socialización, vínculos parentales, emociones positivas y relaciones de pareja.
Interesa destacar que existe una marca epigenética que se asocia con la mayor o menor expresión de receptores de oxitocina en áreas del encéfalo asociadas con la cognición social. Sobre estas últimas, se ha observado que, la exposición a experiencias estresantes durante la infancia, produce una modificación química conocida como metilación. Dicha alteración actúa sobre el gen impidiendo su expresión. De esta manera, habría una menor cantidad de receptores disponibles para la acción de este neurotransmisor. Esto, se traduce en una menor capacidad de regulación emocional y social, es decir, dificultades para la socialización.
En los últimos años, se ha demostrado que, el proceso de metilación del adn, es reversible y en las neuronas adultas también ocurren modificaciones epigenéticas (Spuch & Agís-Balboa, 2014). Este hallazgo molecular ha permitido describir el mecanismo de plasticidad cerebral que hace referencia a la “capacidad biológica inherente del Sistema Nervioso Central de experimentar cambios adaptativos y funcionales en respuesta a las demandas del ambiente” (Fóster & López, 2022, p. 340).
Por un lado, mientras un ambiente desfavorable (como el experimento Stanford (1969) o el modelo punitivo) anula la expresión del receptor asociado con la capacidad de socializarse de una persona, un ambiente favorable permitiría desacoplar esa metilación que inhibe al gen de dicho receptor, lo que permite una mayor cantidad de receptores que, en asociación con el neurotransmisor, le devuelven la funcionalidad al sistema de cuidado y lo retroalimenta para mantenerlo activo.
A su vez, a este proceso particular se le adicionan los efectos positivos que tienen los contextos emocionales positivos sobre el cerebro. En este sentido, se ha descrito que, en ambientes donde hay cooperación, un rol activo, expectativas positivas y se asume con naturalidad el error, se estimulan zonas del hipocampo que favorecen el aprendizaje (Guillén, 2013). Esto nos permitiría explicar, desde la arista neurobiológica, cómo el apoyo social, la cooperación y el acompañamiento podrían revertir las consecuencias genéticas de los contextos de descuido en los que crecieron muchas de las personas presas que forman parte de nuestro estudio, lo que permite generar procesos efectivos de aprendizaje de cuidados.
En este punto del análisis, nos interesa articular los conceptos en torno a las neurociencias y la epigenética hasta aquí desarrollados, con los aportes psicosociológicos en los que se enmarcan nuestros estudios previos (Perlo, 2006). Nos referimos a los aportes del interaccionismo social que plantea en sus inicios George Mead (1973), a través de la Escuela de psicología social de Chicago (1905). Mead (1973) señaló en su libro Espíritu, persona y sociedad que, el yo, emerge en la experiencia social con el otro. Lo que implica que “una personalidad múltiple es en cierto sentido normal, como acabo de indicar. Por lo general existe una organización de toda la persona con referencia a la comunidad a la que pertenecemos y a la situación en que nos encontramos” (p. 174).
A partir de esta obra, Mead (1973) sienta tempranamente las bases del interaccionismo simbólico y de lo que posteriormente podría ser comprendido, desde la epigenética, como la relevancia del ambiente, ya no solo en la identidad de un yo psicosocial, sino, aún más, en la expresión de aquello que está contenido en el adn.
Dichos conceptos nos permiten echar luz sobre testimonios de campo tales como el siguiente: “Lo que ocurre es que ustedes no los conocen bien, en el aula son corderitos y cuando ustedes se van, con nosotros muestran su cara real, son lobos” (Agente penitenciario). Asimismo, al finalizar el periodo de confinamiento de la pandemia por covid-19, recogimos el siguiente testimonio de parte de otro agente penitenciario hacia un grupo de docentes: “Qué suerte que volvieron, ya no sabíamos qué hacer, necesitábamos de ustedes para que pongan la otra cara y apacigüen un poco las cosas aquí adentro”. Aquí, la lectura de estos testimonios es interesante a la luz de los conceptos que hemos expuesto en relación con el ambiente y el rostro de la otredad (Lévinas, 1953/2001) enmarcados en las teorías de la complejidad (Morin, 1994).
También, interesa destacar la apropiación de verdad que trae consigo mirar al otro absolutizando su esencia, de manera independiente de la interacción en la que el yo se encuentra construyendo con el tú, generando un nosotros. En cualquier caso, se trata no solo de la negación del otro como legítimo otro, sino de la negación del vínculo que revela a ambos.
Una mirada negadora de esta perspectiva impide apreciar la emergencia del yo ante un otro, en tanto generadora de una multiplicidad de vínculos. Es más, dicha negación, en alguna y otra medida, reclama obediencia y sumisión del otro a la mirada del yo. Finalmente, este esfuerzo de articular e integrar aportes provenientes tanto de la neurobiología como de la filosofía, la psicología social y la sociología en busca del encuentro humano, quizás nos permita encontrar un hilo de Ariadna para desactivar la violencia no solo en las prisiones, sino, también, en las sociedades humanas.
Apreciaciones finales
En este artículo, hemos profundizado en aportes teóricos que nos han permitido pensar la relación entre seguridad, obediencia y gestación de la violencia en contextos de encierro. No ha sido objeto de este artículo profundizar en el problema de la resocialización y las estrategias educativas para dicho fin, cuestión que sí hemos tratado en estudios anteriores (Perlo, 2023a). Asimismo, podemos afirmar que, la seguridad, entendida como castigo y obediencia, no produce ningún efecto socializador en términos educativos.
La cárcel como hoy la conocemos constituye un diseño epigenético que, más que generar procesos de cambio y aprendizajes del cuidado en las personas (tanto presas como oficiales), paradójicamente constituye un precipitante de la violencia. Cuando hablamos de cambio y aprendizajes de cuidado, ponemos énfasis en la dimensión ético-relacional a la que abonan nuestros trabajos (Perlo & Carmona, 2021).
La obediencia que reclama el yo genera sumisión y encierro del otro. De este modo, el otro se encuentra inhibido para expresar su propio yo (singularidad), determinando el vínculo entre ambos. A modo de bucle sistémico (Senge, 2010), la obediencia al servicio de la seguridad genera violencia. A su vez, la emergencia de violencia desde el paradigma punitivo-represivo se atiende con más seguridad, retroalimentación negativa a los fines esperados que, paradójicamente, exige más obediencia.
En relación con la concepción de bucle sistémico (Senge, 2010), nos permitimos inferir que las personas en el encierro están presas del servicio penitenciario, a la vez que, el servicio penitenciario, lo está de la obediencia a la jerarquía, anclada en los poderes punitivistas. En similar sentido, los poderes ejecutivo, judicial y legislativo están presos del miedo a la opinión social y mediática. Finalmente, la sociedad está presa de su propia sombra, por lo que ignora que la misma también le pertenece, la mira ajena y la confina al castigo del otro lado de la reja. La sombra que no entiende de rejas, como toda sombra, camina junto a la sociedad que también se siente presa.
Asimismo, entendemos que, allí donde prima el presidio y se elige la seguridad como solución a la violencia, el cuidado está ausente. Esta premisa nos permite pensar en al menos dos situaciones en las que el cuidado está ausente. La primera se refiere a que, generalmente, las personas que cometen un delito provienen de un ambiente en el que previamente han fracasado los contextos epigenéticos de cuidado. Dicho en otros términos, estas personas no han tenido mesa familiar ni tablón de club en el que se gestaran relaciones centradas en el cuidado de sí mismo y los otros. Tampoco han estado presentes, y si lo estuvieron no de manera efectiva, aquellos lazos que eran de responsabilidad del Estado para el sostenimiento de la trama social.
La segunda situación que da cuenta de la ausencia del cuidado es el contexto carcelario mismo, centro de nuestro análisis, donde el Estado redobla la apuesta del descuido. El cuidado no forma parte del universo de significados dentro de esta institución estatal. Contrariamente, se trata de instituciones donde la descalificación, el desprecio y el maltrato son distintivos de la cultura institucional y se encuentran informalmente legitimados. Dentro de esta cultura, se considera que hay vidas que no merecen ser cuidadas.
Afortunadamente, en la actualidad los aportes de la justicia restaurativa están permitiendo repensar esta cuestión. La relación entre el daño y su reparación responsable y una mirada compleja de la relación víctima-victimario. Dichos aportes convergen con la perspectiva de la ética del cuidado en la que se inscriben nuestros trabajos, a partir de los cuáles buscamos atender los problemas de la violencia desde el reconocimiento del otro y su singularidad hasta la configuración de los vínculos, desde una mirada holográmica (Perlo, 2023b) y totalidad.
Consideramos que, si por el momento las comunidades humanas necesitan prisiones, estos modelos institucionales deberían revisar profundamente la peligrosa relación entre seguridad y obediencia que genera violencia. Ni lobos ni corderos. En este contexto, necesitamos generar condiciones de aprendizajes en las que emerja la persona con todo su potencial. Estas organizaciones deberían centrarse en ambientes generadores de experiencias humanas-comunitarias que posibiliten el potente aprendizaje de ser y estar con otros (Perlo & Costa, 2019).
Para finalizar, compartimos con nuestros lectores una breve reflexión ontoepistemológica sobre nuestro modo “poco obediente” de producir conocimientos. Consideramos que, estos aportes, han asumido un desafío teórico-metodológico que busca “salir del encierro” y del “lugar seguro” del paradigma científico disciplinar. Hemos tomado la invitación de Edgar Morin (1994), propiciar diálogos que tejan conocimientos entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, para comprender los fenómenos humanos desde una mirada compleja. Confiamos que, en un contexto de cuidado, la asunción de la incertidumbre conjuntamente con el coraje a ser y a estar con otros nos posibilite una epigenética humana fundada en la paz.
Conflicto de interés
Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés de tipo personal o con institución o asociación comercial de cualquier índole.
Fuentes de financiación
IRICE- CONICET- UNR.
Nota de autoría
Claudia Liliana Perlo: investigadora principal, recolección de datos, análisis de datos, trabajo de campo, marco teórico, redacción y revisión de la versión final del manuscrito. Diego Carmona Gallego: Coinvestigador, recolección de datos, análisis de datos, trabajo de campo, marco teórico, redacción y revisión de la versión final del manuscrito. María Celeste Carlín: Coinvestigador, recolección de datos, análisis de datos, trabajo de campo, marco teórico, redacción y revisión de la versión final del manuscrito.
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Notas de autores
Claudia Liliana Perlo
Dra. En Humanidades y Artes con mención en Educación (Universidad Nacional de Rosario). Investigadora del Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IRICE) perteneciente al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Licenciada en Ciencias de la Educación (UNR). Profesora Universitaria en Ciencias de la Educación (UNR). Fundadora del Grupo de investigación Aprendizaje y Desarrollo Organizacional (IRICE-CONICET/UNR). Docente de posgrado en UCEL y UNR. Rosario, Argentina. Contacto: perlo@irice-conicet.gov.ar, ORCID: http://orcid.org/0000-0002-9363-3952
Diego Carmona Gallego
Dr. en Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Entre Ríos). Becario Posdoctoral del Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IRICE) perteneciente al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Psicólogo (Universidad Nacional de Rosario). Miembro del Grupo de investigación Aprendizaje y Desarrollo Organizacional (IRICE-CONICET/UNR). Rosario, Argentina. Contacto: carmona@irice-conicet.gov.ar, ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3089-4936
María Celeste Carlín
Doctoranda en Humanidades y Artes con mención en Educación (Universidad Nacional de Rosario). Médica Veterinaria (Universidad Nacional de Rosario). Departamento de Formación Educativa de la Facultad de Ciencias Veterinarias (Universidad Nacional de Rosario). Adscripta del Grupo de investigación Aprendizaje y Desarrollo Organizacional (IRICE-CONICET/UNR). Rosario, Argentina. Contacto: mcelestecarlin@gmail.com