La toma de decisiones en la filosofía antigua: la sabiduría práctica1
Decision making in ancient philosophy: practical wisdom
Juan Diego Lopera Echavarría, Jonathan Echeverri Álvarez, Jesús Goenaga Peña, Horacio Manrique Tisnés
Universidad de Antioquia,
Universidad EAFIT,
Universidad San Buenaventura
Universidad EAFIT.
Recibido: 1 de febrero de 2022–Aceptado: 18 de octubre de 2022–Publicado: 1 de enero de 2024
Forma de citar este artículo en APA:
Lopera Echavarría, J. D., Echeverri Álvarez, J., Goenaga Peña, J., & Manrique Tisnés, H. (2024). La toma de decisiones en la filosofía antigua: la sabiduría práctica. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 15(1). https://doi.org/10.21501/22161201.4280
Resumen
En este artículo mostramos que la problemática de las decisiones humanas fue de gran interés para la filosofía antigua desde la perspectiva de la sabiduría práctica y de la concepción de la filosofía como una forma de vida, en cuanto fundamento de las decisiones prudentes de los seres humanos en la vía de un mejor vivir. Pensamos que estas reflexiones tienen vigencia para analizar situaciones dilemáticas del hombre en la actualidad. En esta medida, expondremos: primero, la concepción de la filosofía como forma de vida; segundo, la diferencia entre esta concepción y el discurso filosófico; tercero, la idea de la sabiduría como un saber que implica una dialéctica entre la teoría y la práctica; cuarto, la relación entre deliberación, elección y sabiduría práctica; y quinto, el lugar del discurso filosófico en la deliberación humana en incertidumbre.
Palabras clave
Episteme; Filosofía como forma de vida; Sabiduría práctica; Toma de decisiones; Virtudes; Filosofía antigua; Vida buena.
Abstract
This article demonstrates that the issue of human decision-making was of great interest to ancient philosophy from the perspective of practical wisdom and the conception of philosophy as a way of life, as a foundation for prudent decisions by human beings in the pursuit of a better life. These reflections are considered relevant for analyzing contemporary human dilemmas. The article first presents the conception of philosophy as a way of life, then distinguishes it from philosophical discourse. It discusses the idea of wisdom as knowledge that involves a dialectic between theory and practice, the relationship between deliberation, choice, and practical wisdom, and the role of philosophical discourse in human deliberation in uncertainty.
Keywords
Episteme; Philosophy as a way of life; Practical wisdom; Decision making; Virtues; Ancient philosophy; Good life.
Introducción
Las decisiones humanas han estado signadas por la incertidumbre en torno a las consecuencias que de ellas derivan: por un lado, los acontecimientos en los que intervenimos son cambiantes y, por el otro, desconocemos de antemano los resultados de nuestras elecciones (Aubenque, 1999). Para Aristóteles (1985, Ética nicomáquea, 1140a30-35) no existiría una ciencia que, al modo de una serie de conocimientos generales, dijera a cada hombre cuál sería la mejor decisión en determinada encrucijada moral. En consecuencia, a cada ser humano le compete prepararse de la mejor manera posible para elegir, para dirigir su vida, para buscar lo que, a su modo de ver, sería la felicidad (el buen vivir). Esto requiere un saber práctico que se va adquiriendo por ejercitación, por la puesta en práctica de las conclusiones a las que se llega luego de una atenta deliberación en torno a las opciones con que se cuenta. La phrónesis, entendida como prudencia o sabiduría práctica, sería justamente lo que se busca como fundamento de las decisiones sabias.
A juicio de Pierre Hadot (2006), una vía para la apropiación de esa sabiduría práctica es entender la filosofía como una manera de vivir, y no únicamente como un discurso filosófico. La filosofía antigua se caracterizaría, precisamente, por dar mayor importancia al modo de vida que al discurso filosófico. Este último serviría de soporte para la vida filosófica, articulándose íntimamente con ella. Pero ya tempranamente se supo del divorcio entre esas dos facetas: entre lo que se dice (o se teoriza) y lo que se hace (o se practica). Un ejemplo extremo sería el incontinente (el akratés) que, sabiendo supuestamente lo que le conviene, hace exactamente lo contrario, arrastrado por los placeres. Sócrates explica esta conducta aduciendo que el incontinente no es vencido por los placeres, sino por la ignorancia (Platón, 1985, Protágoras, 345d). Aristóteles, en cambio, señala que no se trata necesariamente de ignorancia, sino de una acción voluntaria, pero no elegida (Aristóteles, 1985, Ética nicomáquea, 1110a15).
En últimas, lo que se muestra es que la elección humana está sujeta a una serie de contingencias y dificultades, que la distancia entre el modo de vivir (la existencia) y lo que se pregona teóricamente (el discurso) no es fácil de acortar. No hay, además, una episteme que fundamente nuestras decisiones (Nussbaum, 2004, p. 383, 1995, p. 107), lo que indica que a cada ser humano le corresponde decidir por sí mismo y desde sí mismo, cultivando, además de la razón deliberativa, la sensibilidad y la capacidad intuitiva que le permiten enfrentar lo nuevo con sabiduría práctica.
El presente artículo defiende la tesis de que la filosofía antigua, entendida como una forma de vida, comprende la sabiduría práctica como el fundamento para la toma de decisiones en incertidumbre, y que en ello juegan un papel fundamental el cuidado y cultivo de sí, la deliberación y la puesta en práctica (ejercitación) de las conclusiones obtenidas, en un intento por lograr la congruencia entre el decir y el hacer, entre el discurso y la experiencia.
La philosophia como forma de vida
La palabra sophia, traducida usualmente como sabiduría, ha tenido desde la antigüedad (siglo viii a. C.) múltiples acepciones (Hadot, 2006, p. 238, 1998, p. 30; Ferrater-Mora, 2004, p. 3143) relacionadas, en principio, con un saber hacer, ya fuese referido a un arte u oficio, a la actividad poética inspirada por las musas, a la palabra prudente del monarca en su interpretación de las leyes divinas; también para describir la habilidad en la discusión política y jurídica, la persuasión y el encantamiento poético, la destreza para conducirse ante los demás (con prudencia o moderación) (Hadot, 1998, p. 32); inteligencia o prudencia práctica (Ferrater-Mora, 2004, p. 3143). En el siglo vi a. C., se agrega también otro sentido: el saber hacer del científico, fruto del desarrollo de ciencias como la medicina, la geometría, la aritmética, la astronomía (Hadot, 1998, p. 33).
En el siglo v a.C., con Sócrates, sophia como saber hacer se convierte, paradójicamente, en el reconocimiento del no saber: el más sabio de los hombres es aquel que reconoce que no sabe, posición articulada con la mayéutica en la que Sócrates (Platón, 1985, Apología, 23b), al decir que solo sabe que nada sabe, se convierte en el gran interrogador (Hadot, 1998, p. 38), aquel que pregunta a los demás por el saber que dicen poseer, llevándolos a una aporía (Arendt, 1977/2002, p. 192; Jaeger, 1992, p. 472), esto es, a una sin salida debido a una inviabilidad de orden racional, a una contradicción y, con ello, al reconocimiento de su ignorancia. “La misión de Sócrates es pues hacer tomar conciencia a los hombres de su no saber” (Hadot, 1998, p. 38), disponiéndolos para que ellos mismos dieran a luz la verdad; “una imagen así permite comprender que es en el alma misma donde se encuentra el saber y que es el propio individuo el que debe descubrirlo cuando ha averiguado, gracias a Sócrates, que su saber estaba vacío” (Hadot, 1998, p. 40).
Decir que Sócrates no sabe nada quizá sea expresión de la misma ironía socrática (Ramírez et al., 2019, p. 340), pues en realidad sabía preguntar y responder, escuchar, señalar contradicciones, dirigir el diálogo (Platón, 1985, Menón, 80a), entre otras habilidades que mostraban su saber en torno a un método, a una forma de proceder (Ramírez Gómez, 2012, p. 105; Lopera Echavarría et al., 2022, p. 29; Lopera Echavarría, 2016, p. 193; 2001, p. 119; Ramírez Gómez et al., 2017, p. 69; López, 1995, p. 123). Reconocer su no saber apuntaba, por un lado, a dejar en suspenso sus saberes adquiridos (como sustantivo, lo sabido, no como verbo: aprender) (Manrique Tisnés, 2008, p. 98; Ramírez Gómez, 2011, p. 313), por otro, a que, en realidad, en muchas ocasiones no sabía sobre determinado asunto, y justamente esa actitud era la que lo disponía a emprender la búsqueda de la verdad mediante el método mayéutico.
Para Jaeger (1992), sin renunciar a la búsqueda de la verdad, Sócrates se consideraba víctima de ese estado permanente de sin salida, de la aporía a la que conducía a los demás, mostrando con ello que el saber del que se trataba no era del orden de la formalización científica (episteme) o de un conjunto de proposiciones, sino de la virtud o ascesis subjetiva (Ramírez Gómez, 2012, p. 146; 2011, p. 319; Lopera Echavarría, 2016, p. 193; Nussbaum, 2004, p. 373; Hadot, 1998, p. 39; Santos-Ihlau, 1995, p. 19), puesto que
en el diálogo “socrático” la verdadera pregunta que está en juego no es aquello de lo que se habla, sino el que habla … atosiga a sus interlocutores con preguntas que los cuestionan, que los obligan a poner cuidado en ellos mismos, a preocuparse por ellos mismos. (Hadot, 1995/1998, p. 40)
Sócrates actuaba como un tábano que les despertaba a una vida que habría de ser examinada, pensada, reflexionada (Platón, 1987, Apología, 30e; Arendt, 2002, p. 195).
Tenemos entonces que sophia (sabiduría) se entendió originalmente como saber hacer referido a un arte u oficio, habilidad para conducirse ante los demás, buen uso de la palabra bajo la inspiración de las Musas, inteligencia y prudencia práctica, saber hacer del científico y, a partir de Sócrates, como el reconocimiento del no saber en cuanto fundamento de una sabiduría para vivir la vida, para el cuidado y cultivo del alma. Es justamente esta última acepción la que puede destacarse para concebir la filosofía como forma de vida.
El otro compuesto de la palabra filosofía, el vocablo philo, designaba el interés, el placer, el amor referido a determinada actividad (Hadot, 1998, p. 42; Corominas, 2006, p. 273); y relacionado con sophia, significaba amor por la sabiduría. Ahora bien, si sabiduría se entiende (entre las múltiples acepciones posibles), desde la perspectiva socrática, como el arte de vivir, el cultivo y cuidado de la propia alma, la prudencia en las decisiones y la relación moderada con los propios placeres (Foucault, 2002, 1987), entonces la filosofía sería una forma de vida (Hadot, 1998, 2006, 2009, 2010)2. Esta concepción permitió diferenciar al filósofo del sofista, al amante de la sabiduría que vive la vida filosóficamente y al que hace uso de la palabra para persuadir o convencer, sin que necesariamente su propia vida se vea modificada (Platón, 1985, Protágoras, 312d; Hadot, 2006, p. 236; 2009, p. 169).
Las características que definen la filosofía como forma de vida, como sabiduría, serían esencialmente tres: “la serenidad de espíritu (ataraxia), la libertad interior (autarkeia) y la consciencia cósmica” (Hadot, 2006, p. 237). La primera se refiere al cuidado del alma, su ascesis y cultivo; la segunda a la autonomía del hombre que toma sus propias decisiones, contando con el entorno en el cual está, y la tercera con el vivir el presente teniendo en cuenta una mirada amplia de la existencia, la “mirada desde lo alto” (Hadot, 1998, p. 116; 2006, p. 237; 2010, p. 51). Según Hadot (1998), los platónicos, los aristotélicos, los estoicos, los epicúreos, los escépticos y los cínicos coincidían en definir la sabiduría “poco más o menos en los mismos términos, y ante todo como un estado de perfecta tranquilidad del alma. En esta perspectiva, la filosofía parece ser una terapéutica de las preocupaciones, de las angustias y de la desgracia humana” (p. 117). Esto significa que la filosofía era una forma de vida en estas corrientes de pensamiento, y era entendida fundamentalmente como “amor a y búsqueda de la sabiduría” (p. 116).
Robinson (1994), si bien señala las grandes diferencias, por ejemplo, entre los epicúreos y los estoicos, coincide con Hadot (2006) en afirmar que la sabiduría en ambas escuelas filosóficas tenía que ver con la búsqueda de una serenidad (apatheia) segura: para los epicúreos, mediante la prudencia y el autocontrol, “evitando la competencia y la envidia y disciplinando nuestras necesidades y querencias” (p. 32); para los estoicos, a través de una aceptación de las leyes universales (p. 33).
La philosophia como discurso filosófico
El discurso filosófico se refiere, en un sentido general, a los conocimientos filosóficos: saberes expresados en palabras que, al articularse en conjuntos de proposiciones, constituyen teorías propiamente dichas, explicaciones de la realidad3. Estos conocimientos pueden ser sistemáticos y formalizados, al modo de una episteme; o ser poco sistemáticos, al modo de bosquejos discursivos, conjeturas, aforismos, sentencias, ensayos, entre otros. El discurso filosófico puede estar íntimamente vinculado con la filosofía como forma de vida, constituir con ella una unidad que muestra la integridad moral del filósofo en la medida en que intenta vivir lo que pregona, ser congruente entre lo que piensa y lo que hace (Ramírez Gómez, 2011, p. 327).
Pero también puede estar desarticulado de la manera como se vive. Esto explica por qué Hadot (2006) afirma: “El discurso filosófico no es filosofía” (p. 238). Y luego: “En realidad, cuando se reflexiona en lo que implica la vida filosófica, uno se da cuenta de que existe un abismo entre la teoría filosófica y el filosofar como acto existencial” (p. 239). Y, sin embargo, reconoce que en los estoicos ambas partes constituían la experiencia y la práctica de un modo de vida unitario (Hadot, 2006, p. 238; Abbagnano, 1973, p. 169; Brett, 1972, p. 100).
Por esta razón, destacar la relevancia de la filosofía como forma de vida no necesariamente constituye una oposición al discurso filosófico, sino solo a aquella modalidad que se ha distanciado de la vida filosófica. Pero, dicha relevancia sí muestra que lo esencial es la forma de vida, como lo ilustran los casos de individuos que han sido considerados filósofos, aunque no han escrito nada, y que han influenciado duraderamente el pensamiento filosófico o religioso con su modo de vivir, no con sus teorías; por ejemplo, Sócrates, Buda, Cristo (Gadamer, 1992, p. 204; Hadot, 1998, p. 35).
Ahora bien, el desarrollo del pensamiento filosófico ha llevado, paradójicamente, a un distanciamiento entre estos dos aspectos, al punto de que en la actualidad es frecuente considerar que la filosofía es el conjunto de conocimientos elaborados por los filósofos, solo esclarecimiento conceptual, no una forma de vida; situación que, según Hadot (2009), Kant critica, y lo parafrasea de la siguiente manera: “Hoy se considera un exaltado a aquel que vive conforme a lo que enseña” (p. 169); pero también Aristóteles (1995), con sus críticas a quienes se contentaban con el conocimiento sin ejercitarlo, sin vivirlo (Ética nicomáquea, 1143b25). De hecho, las escuelas posaristotélicas (estoicos, epicúreos, escépticos, cínicos) privilegiaron la concepción de filosofía como forma de vida por sobre el discurso filosófico (Abbagnano, 1973, p. 171; Zambrano, 1987, p. 20; Foucault, 1990, p. 27; 2002, p. 20; Brett, 1972, p. 100; Lopera Echavarría et al., 2010, Lopera Echavarría, 2016, p. 193).
A esta tendencia filosófica que privilegia el modo de vivir, Ramírez et al. (2015) la llaman tendencia ascética, expresión tomada de la manera como Foucault (2000) entiende la ascesis antigua (diferente a la ascesis cristiana)4; Nehamas (2005) la llama filosofía como arte de vivir (p. 77); y Wolf (1995) la considera concepción metódica, referida a la vida buena, por contraste con la concepción temática, que busca un conocimiento teórico riguroso (pp. 33-34). Por su parte, la tendencia ascética en filosofía se diferencia de la tendencia epistémica (Lopera Echavarría, 2006, p. 77; Ramírez Gómez et al., 2015, p. 30), y la filosofía como arte de vivir de la filosofía teórica o sistemática. Todo esto fundamenta la idea de que la deliberación y la phrónesis (prudencia), que fundamentan el buen vivir, no son ni pueden ser ciencia (Aristóteles, 1985 Ética nicomáquea, 1140a30; Nussbaum, 2004; Aubenque, 1999; Lopera, 2016).
La sabiduría. Entre la teoría y la práctica
Con base en las elaboraciones previas, sophia se define como sabiduría: como una forma de vida en la que el sabio logra una moderación de sus placeres (Foucault, 1987) y se caracteriza por la serenidad de espíritu, la libertad interior y la consciencia cósmica (Hadot, 2006, 2010). No obstante, esta caracterización del hombre sabio se asocia también (y más directamente) con la palabra phrónesis, que usualmente designa prudencia (Aubenque, 1999) o moderación, templanza, temperamento (Foucault, 1993, pp. 62-63), con lo que habría una diferencia entre ambas palabras. En Aristóteles (1985), por ejemplo, sophia (sabiduría) es la más exacta de las ciencias y, en cuanto ciencia, trata sobre las leyes eternas e inmutables, no sobre lo que es cambiante y efímero. Así, el filósofo reserva la palabra phrónesis para la prudencia en la deliberación sobre lo que es bueno y conveniente para vivir bien en general, por tanto, no puede ser ciencia (Ética nicomáquea, 1140a25). Ahora bien, esta distinción no está presente en todas las obras de Aristóteles; en algunas, sophia y phrónesis son usadas como sinónimos (Aubenque, 1999). En cambio, en el libro Ética nicomáquea,
la phrónesis, que antes era asimilada a la sophía, es aquí opuesta a ésta: la sabiduría trata de lo necesario, ignora lo que nace y perece; es, pues, inmutable como su objeto; la phrónesis trata de lo contingente, es variable según los individuos y las circunstancias. (Aubenque, 1999, p. 17)
Platón (1981), por su parte, utiliza el término phrónesis en varios de sus diálogos. En el Menón, por ejemplo, considera que las cosas que son buenas y útiles a los hombres van acompañadas de phrónesis5. Esta palabra es traducida en este diálogo, unas veces, por discernimiento, razón, conocimiento (Platón, 1987,6 Menón, 70b, 88c, 89a); en otras, por prudencia (Platón, 1871, p. 3227).
Esta asociación entre prudencia y discernimiento se explica porque la palabra razón, que puede entenderse como facultad y acto de discurrir el entendimiento, esto es, como discernimiento, ha sido utilizada en la filosofía para traducir varios conceptos griegos, tres en particular: phrónesis, logos y nóus (Ferrater-Mora, Tomo iv, 2004). Justamente, las acepciones de phrónesis son variadas: “espíritu, inteligencia, sabiduría, esp. Divina, pensamiento, manera de pensar, razón, sentimientos, esp. Elevados [nobleza, magnanimidad, valor, etc.]; idea, propósito; sensatez, cordura, buen juicio, presencia de espíritu; temple, corazón, ánimo; confianza en sí mismo, orgullo” (Diccionario Manual Griego, 1967, p. 631).
Robinson (1994) dice que en los diálogos platónicos
existe la sabiduría como sophia, el don especial del filósofo y de aquellos que se han dedicado a la vida contemplativa en búsqueda de la verdad. Existe la sabiduría como phronesis, la «sabiduría práctica» del hombre de estado y del legislador, la sabiduría que encuentra el curso prudente de la acción y resiste a las pasiones y decepciones de los sentidos. Y existe la sabiduría como episteme, una forma de conocimiento científico desarrollado en aquellas personas que conocen la esencia de las cosas y los principios que gobiernan su conducta. (p. 28)
Los tres modos de vida para alcanzar la felicidad, según Aristóteles, son: la vida voluptuosa, la vida política y la vida contemplativa (Aristóteles, 1985, Ética nicomáquea, 1095b15); evidentemente, se inclina por esta última, relacionada con la sabiduría teórica (sophia), más que con la phrónesis. Sin embargo, como la felicidad “es la virtud o alguna clase de virtud” (1098b30), y es, además, una cierta actividad del alma de acuerdo con la razón, no es posible alcanzarla sin una vida activa, lo que relaciona ambas formas de sabiduría y ambas formas de vida (la contemplativa y la activa).
Según Jaeger (1963) “la actividad de la razón pura es para Aristóteles la forma más alta de la felicidad humana, pues una especie particular de alegría va unida con toda forma de actividad y la complementa” (p. 539). Y para Robinson (1994),
la vida contemplativa en sí misma es una especie de actividad, desde luego la más sublime. El sabio que se dedica al desarrollo de su mente y a perfeccionar la virtud, puede también verse como hombre de estado, abogado, un líder del pueblo. (p. 32)
Según Wolf (2002),
la vida de la teoría, la vida del filósofo que se ocupa con lo que es de manera perdurable y perfecta, es una de las dos concepciones de felicidad que Aristóteles propone. La otra consiste en la polis, en la vida del político que ejercita la virtud ética. (p. 62)
Es posible concluir que, dada la doble acepción de sabiduría, teórica: sophia, y práctica: phrónesis, conviene diferenciar ambas formas reservando la expresión sabiduría para la primera, y sabiduría práctica para la segunda. No todos los autores hacen esta diferencia, pero es la que adoptamos en la investigación que fundamenta el presente artículo, pues phrónesis, en cuanto prudencia o moderación en el actuar, se relaciona con las decisiones que han de tomarse para vivir la vida, conforme a los criterios de una vida éticamente buena. Ahora bien, adoptar la expresión sabiduría práctica no significa que se establece una separación tajante con la sabiduría teórica, puesto que ambas se complementan: uno de los componentes de la sabiduría práctica es la verdad en cuanto universal, basada en lo que los antiguos llamaban nous theoreticos o razón pura o especulativa. En cambio, sus otros dos componentes: la virtud y el bien, están relacionados con el nous praktikos o razón práctica. En síntesis, la sabiduría práctica expresa, finalmente, una dialéctica (en el sentido de contrastación y transformación mutua) entre la teoría y la práctica. Justamente el sabio, o simplemente el hombre prudente, es aquel que vive su vida conforme a lo que piensa, siente, cree (esfera ética), teniendo en cuenta y en consideración a los otros (esfera moral)8. Busca la integridad, aun reconociendo los errores o retrocesos en ese proceso de ascesis subjetiva, tendiente a la virtud.
Deliberación, elección y sabiduría práctica
Para la filosofía antigua, el hombre no se hace prudente o virtuoso sin un cuidado y transformación de sí (Platón, 1998, Fedón, 64d; Aristóteles, 1985, Ética nicomáquea, 1103a15; Séneca, 1996, 1984; Epicuro, 2005; Foucault, 2002, 1993, 1990, 1987; Hadot, 2013, 2010, 2009, 2006, 1998, Aubenque, 1999; Nussbaum, 2004; Jaeger, 1992, 1963; Wolf, 2002, 1995; Zambrano, 1987; Nehamas, 2005; Ramírez Gómez, 2012, 2011; Ramírez Gómez et al., 2015; Lopera Echavarría, 2016, 2006; Lopera Echavarría et al., 2017). Esta transformación de sí, o ascesis subjetiva (Ramírez Gómez, 2012, 2011), en la medida en que conduce al ser humano hacia la virtud o excelsitud (Jaeger, 1963, p. 21; Lacan, 1983, p. 14), implica la capacidad de elegir lo apropiado en circunstancias cotidianas o existenciales, como la que describe Platón (1985) en el Eutifrón9.
Si, como dijimos al final del segundo apartado de este artículo, la sabiduría práctica (phrónesis) no es ni puede ser una episteme (ciencia), no habría un conocimiento general que diga a los seres humanos cuál es la decisión correcta en una situación. Además, la sabiduría práctica corresponde a un saber acerca de lo apropiado en una situación concreta, como la que describe Nussbaum (1995) del piloto que dirige su barco en una tempestad de dirección e intensidad nuevas e imprevistas: si lo dirige según reglas generales, sería incompetente. “La persona con sabiduría práctica tiene que enfrentar lo nuevo con sensibilidad e imaginación, cultivando el tipo de flexibilidad y percepción que le permitirá … ‘improvisar lo que se requiere’” (p. 126). Lo nuevo, lo imprevisto, implica incertidumbre, pues, por un lado, por definición, no se subsume a un conocimiento previo (ni a reglas previas generales), pues no sería nuevo10; por el otro, no se pueden conocer previamente todas las consecuencias de las propias decisiones en una situación concreta (Aristóteles, 1985, Ética nicomáquea, 1140a30; Aubenque, 1999; Nussbaum, 2004; Lopera Echavarría, 2016).
Si el futuro estuviera predicho o si toda la realidad estuviese determinada, bastaría con que la ciencia diera cuenta de ella y sería superfluo deliberar; “la ciencia no es de ninguna ayuda allí donde la realidad sobre la cual conviene actuar no está suficientemente determinada para ser conocida científicamente” (Aubenque, 1999, p. 132). Nussbaum (2004) plantea al respecto que, para Aristóteles, la deliberación práctica no es ni puede ser ciencia y que la elección correcta radica en el sujeto (el prudente). Trae la siguiente cita del filósofo: “Es evidente que la prudencia o sabiduría práctica no es saber científico (episteme)” (Nussbaum, p. 373)11. En la traducción de Gredos de este pasaje de Aristóteles, leemos: “Es evidente que la prudencia no es ciencia” (Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1142a23). Líneas antes, Aristóteles (1985) había escrito: “Se llama prudente al que puede examinar bien lo que se refiere a sí mismo, y eso es lo que se confiará a ese hombre” (1141a25). Basándose en esta apreciación, Lopera Echavarría (2016) considera que
no puede haber un algoritmo (conocimiento general, universalizable) que diga al ser humano cómo proceder de la manera más prudente en determinada situación existencial, ante esas aporías que con frecuencia la vida presenta: es a cada uno a quien le corresponde actuar con base en la deliberación que hace sobre esas situaciones. (p. 232)
De allí que el ser humano se vea confrontado con la pregunta: ¿cómo saber qué es lo apropiado? ¿Cómo se logra la prudencia?
Para Aristóteles (1985, Ética nicomáquea, 1098a12) se logra la prudencia mediante la ejercitación, la puesta en práctica de las virtudes, pues de nada sirve hablar de la justicia, de la bondad, de la sensatez, de la valentía si no se llevan a la acción. Por eso, toda decisión habría de implicar la acción. Para este filósofo el asunto más importante en torno a la ética es precisamente la acción, de allí que considere la virtud como una cierta actividad del alma de acuerdo con la razón, y la defina como la excelencia en el actuar.
Se desprende, de estas reflexiones, la idea de la responsabilidad moral del hombre por sus acciones: en tanto el principio de la acción está en él, es responsable de lo que hace. Si se dice incluso que fue arrastrado por sus deseos, también es responsable, puesto que sus deseos están en él, así como lo está su razón, en caso de que actuara por mandato o guía de esta (Aristóteles, 1985, Ética nicomáquea, 1110b12-15). Las acciones realmente forzadas son aquellas cuyo principio es externo al hombre. Estas, efectivamente, serían involuntarias. También lo serían aquellas que se hacen por ignorancia y causan pesar: “Cuando alguien dice que se le escapó una palabra o que no sabía que era un secreto, o que, queriendo sólo mostrar su funcionamiento, se le disparó, como el de la catapulta” (1111a8-10). De esta forma, la elección es algo voluntario, aunque no todo lo que se hace voluntariamente es una elección, como las acciones impulsivas; o como lo ilustra el incontinente (akratés), que actúa voluntariamente, movido por el apetito, pero, según Aristóteles (1985), no eligiendo (1111b10-15). Para que la elección sea propiamente dicha, ha de ser algo deliberado (1112a16) (reflexionado), es decir, acompañado de la recta razón.
Pero la deliberación no se da en el mismo momento de la acción (elección): ha de precederla12. Para Aristóteles (1985), deliberamos sobre las cosas que dependen de nosotros, “sobre lo que está en nuestro poder y es realizable” (1112a32),
sobre lo que se hace por nuestra intervención, aunque no siempre de la misma manera, por ejemplo, sobre las cuestiones médicas o de negocios, y sobre la navegación más que sobre la gimnasia, en la medida en que la primera es menos precisa. (Ética nicomáquea, 1112a32-1112b1-5)
Se delibera sobre aspectos o experiencias en las que el ser humano debe decidir y no le asiste un conocimiento general o sistemático (episteme) sobre la mejor manera de hacerlo, como ocurre con las situaciones existenciales o en las que está en juego un dilema moral, aquellas que precisan de sabiduría práctica. El resultado es incierto, la situación comporta algo nuevo (por eso no se subsume en reglas o principios generales), está caracterizada por el azar. Por eso, para Aristóteles (1985) “la deliberación tiene lugar, pues, acerca de cosas que suceden la mayoría de las veces de cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro y de aquellas que es indeterminado” (Ética nicomáquea, 1112b7-10). La deliberación, en cuanto indagación de los pros y los contras antes de tomar una decisión, se asemeja a una investigación (1112b22).
Sin embargo, tal como señala Aubenque (1999), “la acción humana se desarrolla en un tiempo irreversible” (p. 126), y es equivocado pensar, como hizo la tradición filosófica (y científica), que la deliberación en cuanto investigación, es “una elucidación casi matemática de la deliberación” (p. 125). En el análisis matemático la reversibilidad entre el antecedente y el consecuente (en un bicondicional) supone un universo homogéneo; mientras que en los asuntos humanos no es posible deducir con certeza el fin de los medios o los medios del fin, y esto porque, por un lado, un fin puede ser realizado por diversos medios y, por el otro, porque la causalidad que llevaría al fin es supuesta, ya que entre la causa y el efecto se pueden interponer acontecimientos no previstos que impiden que se realice el fin esperado o porque dicha causalidad puede llevar a resultados no previstos, como en el caso de la cirugía que, aunque busca la salud, puede conducir a la muerte (Aubenque, 1999, pp. 126-127).
De este modo, los accidentes son posibles: la acción humana se realiza siempre en un universo contingente, incierto. En la elucidación matemática, en cambio, un medio conduce a un fin y, allí, no cabe deliberación, mientras que en las decisiones humanas muchos medios pueden conducir a un fin o a fines no previstos, y es precisamente esta pluralidad la que genera perplejidad y la necesidad de deliberar. Por este motivo, la deliberación, aunque sea un acto de la razón, un discernimiento (Platón, 1987, Menón, 97c), se relaciona más con las conjeturas, las opiniones fundadas, la intuición, la imaginación; y no podría fundamentarse en una ciencia (episteme) que supuestamente guiaría el curso de acción. En este campo, una ciencia de la medición estaría cuestionada desde Aristóteles (1985), puesto que el ser humano delibera y toma sus decisiones en incertidumbre.
Para Aristóteles elegir es, entonces, escoger, luego de deliberar atentamente, un medio determinado (entre varios posibles) para alcanzar un fin. En este sentido diferencia tres conceptos: acción, sería el ejercicio del hacer, del ejecutar, deliberada o no; elección, acción deliberada, y deliberación, análisis y reflexión que incluye el examen de los aspectos a favor y en contra de una acción antes de tomarla. Según Aubenque (1999), “evocando la práctica homérica, Aristóteles quería simplemente recordar que no hay decisión (πϱοαíϱεσιϛ) sin deliberación” (p. 128)13. La palabra griega πϱοαíϱεσιϛ (proairesis) es entendida por Aubenque (1999), en concordancia con el sentido que le da Aristóteles (1985), como elección deliberada, que se diferenciaría de los otros actos que, aunque voluntarios, no han sido precedidos de reflexión, y que Aristóteles no califica de elecciones. Para García (2008), “el motivo de esta diferenciación reside, pues, en que el acto espontáneo no va precedido de una deliberación, mientras que la προαιρεσις [proairesis] sí” (p. 2).
Sin embargo, en contra de Aristóteles (1985), es posible llamar elecciones a determinadas acciones así no estén precedidas de deliberación (Damasio, 2006, p. 192; Ramírez Gómez, 2012, p. 45; Wagensberg, 2007, p. 31, Samaja, 2004, pp. 55-56). Es lo que ocurre en una inmensa mayoría de veces, en las que el ser humano elige sin deliberar, por ejemplo, cuando a un individuo se le ofrecen dos platos de comida iguales, entre los que debe elegir y, sin un proceso deliberativo, se inclina espontáneamente por uno de ellos. O cuando tiene como propósito llegar caminando a un determinado lugar y, en una encrucijada del trayecto, sabe que tomar la derecha o tomar la izquierda es, no solo igualmente probable, sino que aproximadamente llegará en igual tiempo a su destino. Simplemente, opta espontáneamente por uno de los dos. Nosotros diríamos: elige, aunque no haya deliberado.
Con base en lo anterior establecemos una diferencia. Hablaremos de decisión (proairesis) cuando se trata exclusivamente de una elección con deliberación (una acción deliberada); y hablaremos de elección, en sentido general, cuando se haya escogido una opción entre dos o más posibles, hubiese habido o no deliberación. En suma, toda decisión es una elección, pero no toda elección es una decisión. Desde esta perspectiva, los animales, al seguir un curso de acción entre varios posibles, eligen, pero no deliberan, esto es, no deciden14. Por su parte, una elección deliberada incluye los dos sentidos de esta última palabra: la deliberación como reflexión, análisis previo antes de actuar; y como intencionado, a propósito, voluntario, deliberado15.
Si bien para Aristóteles (1985, Ética nicomáquea) la proairesis es un acto voluntario, es también “un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance, porque, cuando decidimos después de deliberar, deseamos de acuerdo con la deliberación” (1113a13). Aquí, Aristóteles introduce otro elemento: el deseo que acompaña lo que se decide después de deliberar, de allí que hable de un deseo deliberado.
La proaíresis es entonces el momento de la decisión, el deseo (ὄϱεξις) que sucede a la deliberación, y que no es ya solamente la manifestación de la inteligencia deliberante, sino de la voluntad deseante, la cual interviene para poner en marcha la deliberación, pero también para ponerle fin (Aubenque, 1999, p. 140)
Si previamente diferenciamos entre deliberación y acción y dijimos que la deliberación implica reflexionar antes de actuar, es posible entonces que el hacer (el ejecutar, el actuar) sea diferente, e incluso contrario, a lo que la deliberación dicte. Por ejemplo, un individuo puede deliberar sobre la importancia de dedicarse a hacer gimnasia para mejorar su salud, piensa en las ventajas y desventajas que le traería, examina los mejores medios y lugares para practicarla, la hora más conveniente, reflexiona sobre la importancia de tener un profesor, etc., y luego de esta concienzuda deliberación, dice: “Ya lo decidí. Haré gimnasia en la mañana, tres veces a la semana, con un tutor. Comienzo el martes”. Llega el martes… y no es capaz de levantarse de la tibia cama. En este caso, la decisión (elección deliberada) no fue sucedida por la acción: esta última fue diferente. No hubo, como esperaría Aristóteles (1985), un deseo de acuerdo con la deliberación. ¿Se trata de un incontinente? O ¿de un ignorante, como supondría Sócrates?16 ¿Realmente no desea lo que decidió? Examinemos brevemente otro ejemplo: un hombre decide, luego de deliberar, que la mejor actitud en las reuniones de trabajo es mantener la calma para poder pensar y tomar mejores decisiones; sin embargo, en cada reunión estalla arrobado por la ira y comete los errores más absurdos.
Estos ejemplos muestran la importancia de otro concepto aristotélico, que termina siendo central en la sabiduría práctica: el concepto de hábito. No basta con la decisión; con la deliberación concienzuda. Es necesario pasar a la acción, practicar lo deliberado, hacer que la teoría coincida con la práctica. En estos casos, se trataría de un cambio gradual, de una ejercitación que no conducirá a cambios de la noche a la mañana, sino que, de realizarse de manera sistemática, gradualmente, poco a poco, llevará a que los viejos hábitos den lugar a otros más acordes con la deliberación. Para Aristóteles (1985),
realizando acciones justas y moderadas se hace uno justo y moderado respectivamente; y sin hacerlas, nadie podría llegar a ser bueno. Pero la mayoría no ejerce estas cosas, sino que, refugiándose en la teoría, cree filosofar y poder, así, ser hombres virtuosos; se comportan como los enfermos que escuchan con atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que les prescriben. Y, así como estos pacientes no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía. (Ética nicomáquea, 1105b10)
Por esta razón destacamos, de acuerdo con Hadot (2009), que lo más importante de la filosofía es concebirla como forma de vida, como un modo de vivir que intenta la congruencia entre el decir y el hacer o, mejor, entre el sentir, el expresar, el creer, el pensar, el decir y el hacer. (Ramírez Gómez, 2011, pp. 294 y 327; Ramírez Gómez et al., 2017, p. 52), no como discurso filosófico aislado de la vida. Así, es claro que
la deliberación, si bien es importante, no es garantía suficiente para que la acción sea correcta. El concepto de hábito de Aristóteles intenta resolver esta dificultad, puesto que se acierta por hábito y no tanto por deliberación: el hombre justo, mientras más se habitúa a actuar con justicia, más justo es en casos concretos. Y a la inversa: un sujeto que delibere “correctamente” y nunca pase a la acción, no podrá contrastar con la experiencia (con los efectos en la experiencia) la adecuación o inadecuación de su deliberación, ni podrá rectificarla cuando sea errada. Por el contrario, la deliberación ha de ser contrastada en la experiencia, puesta a prueba, examinada por medio de sus efectos en la práctica existencial. Así puede ser corregida, mejorada, modificada, vigorizada. El sujeto va adquiriendo un hábito, un modo de ser caracterizado por esa actitud ética de llevar a la práctica su teoría, su modo de pensar y deliberar. Se trataría de una contrastación dialéctica entre el discurso y la práctica existencial, en un diálogo que transforme ambos aspectos. (Lopera Echavarría, 2016, pp. 234-235)
Si el hábito se adquiere con la ejercitación, se comprende la relevancia que Aristóteles (1985) concede a la acción, a la puesta en práctica de las virtudes, más que a su conocimiento simplemente teórico. Si cada día se ensaya una forma de proceder, si se ejercita de manera constante, se irá incorporando y convirtiendo en un hábito, que es la base de las acciones espontáneas e intuitivas. Vemos en su justa medida el papel de la deliberación: muestra un camino, una vía posible a partir del examen de los pros y los contras de una situación sobre la que hay que decidir; prepara un terreno, pero no es suficiente. De allí la importancia de la contrastación dialéctica entre la teoría (discurso) y la práctica (experiencia).
Deliberación, discurso filosófico y episteme
Si en la adquisición de la virtud y de la sabiduría práctica el hacer (actuar, practicar) es esencial, esto no significa que se trate de una propuesta meramente empírica, pues se espera que la elección esté precedida por la deliberación, por un acto de razonamiento. Además, el discurso filosófico tiene su lugar, que está más allá de la función ejercida por la deliberación. ¿Cuál es este lugar? ¿O sería preferible no producir teoría filosófica puesto que lo que se relieva es la forma de vida?
La deliberación, en cuanto proceso de razonamiento, es una acción, un proceso que deviene y que se despliega en el acto mismo en que ocurre. Por tanto, es diferente de un conocimiento escrito, plasmado mediante sinos lingüísticos, estático. Cuando decimos que la deliberación no puede ser una ciencia, queremos indicar que un texto escrito, con los rigores de sistematicidad y formalización que exige la ciencia, no puede sustituir el acto de deliberar: un tratado o un conjunto de proposiciones escritas, por ejemplo, sobre el arte de navegar o sobre el modo de intervenir en la clínica psicológica, o sobre la prudencia, la amistad, el amor, la sabiduría, entre otros, no puede indicar qué hay que hacer en cada encrucijada existencial, o en un dilema moral, o en un caso concreto en la clínica, porque justamente estas situaciones, aunque compartan ciertas regularidades con un universo de referencia, son también específicas, sujetas a sus propias leyes o regularidades singulares, pero, además, a la contingencia producto del azar, esto es, a lo peculiar17.
Es a cada sujeto a quien le corresponde, desde su experiencia, deliberar en torno a un asunto y, de ser posible, decidir, arriesgar, apostar, ensayar: Siempre en incertidumbre. Pretender hacer una ciencia de la deliberación es considerar que el ser humano y las circunstancias de la vida son completamente regularizables, que los hechos están plenamente determinados por leyes que obligan a una sola respuesta, a un único modo de ser y que es posible conocer todas las variables presentes en una situación. Nussbaum (2004), refiriéndose a Aristóteles, expresa que
el Estagirita señala tres atributos de ‘lo práctico’ que demuestran que ni siquiera en principio pueden las elecciones prácticas ser incorporadas adecuada ni completamente a un sistema de reglas universales. Dichos atributos son la mutabilidad, la indeterminación y la particularidad. (p. 386)
Decimos pues, con Aristóteles (1985), Hadot (2013, 2010, 2009, 2006, 1998), Nussbaum (2004, 1995), Aubenque (1999), Santos-Ihlau (1995), Gadamer (1993), Ramírez Gómez (2012, 2001), Lopera Echavarría (2016), entre otros, que la deliberación no es una episteme (ciencia); más precisamente, que no hay una ciencia de la deliberación. Los intentos, en este sentido, por rigurosos que puedan ser, terminarían por fuerza siendo fútiles, quizá una colección de leyes o proposiciones generales que muy poco tendrían que ver con la situación concreta, con el caso en su especificidad.
Esto no excluye la importancia del conocimiento (discurso filosófico), aun reconociendo que no habría una ciencia de la prudencia ni de la deliberación, puesto que es diferente cuando, por el contrario, el discurso filosófico consiste en una serie de máximas, aforismos, sentencias, greguerías, ensayos, ensayitos, cavilaciones, entre otros, que intentan condensar teóricamente una sabiduría que ha sido decantada a lo largo de años (o de siglos), y que, en lugar de indicar qué es lo que hay que hacer, o de explicar las leyes de la sabiduría y del pensamiento sabio, suscitan en el lector otra cosa: un deseo de reflexionar, de pensar, de interrogar, de decidir por sí mismo, similar al intento de Sócrates con sus diálogos mayéuticos. Este es el valor que Hadot (2006) da a los escritos de los antiguos, que no pueden examinarse a la luz de la sistematicidad, coherencia y comprobación científico-experimental, porque en ellos la contradicción18, la ambigüedad, la aporía, lo tentativo, lo audaz, lo apenas pergeñado es justamente lo que posibilita generar preguntas y procesos de transformación subjetiva en sus lectores.
A juicio de Jeannie Carlier (2009), los libros de Hadot, como muchos escritos de filosofía antigua, tienen esa virtud: inducen, motivan al lector a examinarse, a cuidar de sí. En la introducción que hace al libro La filosofía cono forma de vida, cuenta que un joven historiador escribió a Hadot una carta contándole que su libro ¿Qué es la filosofía antigua? Le cambió la vida. Para Carlier (2009), se trata de una función protréptica, puesto que son “libros destinados a ‘volver’ … al lector a la vida filosófica” (p. 9). Opuesto a lo que ocurre con un tratado científico, tal como lo señala Foucault (2002), al diferenciar la verdad científica (a partir del siglo xvii), que no transforma a nadie aunque puede ser comprobada por todos, de la verdad en la filosofía antigua, que producía un efecto de transformación subjetiva en aquel que lograba construirla o acceder a ella, aunque no fuese comprobable por los demás (Lopera Echavarría, 2001).
Ramírez Gómez (1991) propone reservar el término verdad para esa experiencia que posibilita la ascesis subjetiva, y mejor hablar de validez cuando se trate de la verdad científica. Vargas Guillen (2014) analiza la obra de Ramírez bajo esta luz, destacando precisamente el valor de los ensayitos como juegos existenciales relacionados con la verdad y con la ascesis subjetiva, enmarcados en la tradición del ensayo iniciada por Montaigne y continuada en Colombia por Baldomero Sanín. Denuncia, no obstante, la agonía que sufren este tipo de escritos debido a la hegemonía de una única forma de escribir propuesto por la ciencia: el artículo científico (Vargas Guillen, 2014).
Ahora bien, si la deliberación práctica no es un conocimiento científico sistemático (episteme), tampoco sería una opinión (doxa) (Lopera Echavarría, 2016, p. 234), puesto que toda deliberación implica, como hemos dicho, un examen atento, cuidadoso, reflexivo y pormenorizado de los pros y los contras de una posible decisión; en cambio, una opinión, así sea verdadera (ortho-doxa), se fundamenta en un parecer o suponer, imaginar, creer19, esto es, en una forma de saber menos formalizada, más ocurrente. Esto no significa restarle importancia a la doxa, pues ella misma puede ser, en muchos momentos, guía para nuestro actuar, especialmente, cuando no disponemos de tiempo para deliberar o cuando la situación es tan urgente que exige una elección inmediata, sin dilación. Lopera Echavarría (2016) relaciona la doxa (tan cara a Platón, como puede verse en el Menón)20 con la intuición, que establecería un puente entre la deliberación y la incertidumbre propia de todo acto.
Conclusión
La filosofía como forma de vida no es opuesta necesariamente a la filosofía como discurso, como teoría filosófica. La sabiduría práctica, a la que le subyace la concepción de la filosofía como una manera de vivir, muestra precisamente la confluencia entre la experiencia (la vida, el hacer) y el discurso (la teoría, el pensar, el decir).
Ahora bien, la sabiduría práctica es un saber que orienta al ser humano en situaciones difíciles (dilemáticas, existenciales) en las que no hay normas o conocimientos previos que indiquen cuál es la mejor opción. Este saber práctico se adquiere mediante la conjunción de tres aspectos: el cuidado y cultivo de sí, a través de una transformación subjetiva; la deliberación, como una práctica recurrente antes de tomar una decisión, y la ejecución de la decisión a la que se llegó. Esta última es la que posibilita que, gradualmente, se vaya constituyendo un hábito, una forma de proceder, una manera de vivir en la que la intermodificación o dialéctica entre la teoría y la práctica se erige en base de las acciones humanas. Para Aristóteles (1985), el resultado de la deliberación debe estar acompañado de la complacencia (el deseo deliberado) por la decisión a la que se arribó.
Esta congruencia entre el decir y el hacer, entre el discurso y la experiencia, muestra que la sabiduría práctica y la deliberación no son ciencia, no consisten en una episteme o un conocimiento científico que, al modo de normas o principios generales, supuestamente determinarían la acción. Por el contrario, la deliberación se ejerce precisamente porque las condiciones de la situación a la que nos enfrentamos, así como sus resultados, son inciertos, impredecibles, cambiantes en el curso de los mismos acontecimientos. Por esta razón, la sabiduría práctica, aunque guíe las decisiones humanas, es falible, sujeta al error y, en consecuencia, a su cultivo y ejercitación constante.
Toda decisión implica un riesgo, una apuesta, en la medida en que las circunstancias son inciertas. La sabiduría práctica procura, mediante la importancia que le concede a la deliberación y a la decisión, que aquella apuesta cuente con las diferentes dimensiones humanas: la razón (la deliberación, el discernimiento, la reflexión), pero también la sensibilidad, la imaginación, la intuición. De esta manera, se da cabida a la capacidad humana de crear opciones nuevas, caminos diferentes, que constituyen precisamente la expresión de la libertad humana, aun reconociendo las limitaciones de esta libertad.
Declaración de contribución de autoría
Juan Diego Lopera Echavarría, Investigador principal. Jonathan Echeverri Álvarez, Co-investigador. Jesús Goenaga Peña, Co-investigador. Horacio Manrique Tisnés, Co-investigador.
Conflicto de intereses
Los autores declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.
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Notas de autores
Juan Diego Lopera Echavarría
Doctor en Ciencias Sociales, Universidad de Antioquia. Profesor titular del Departamento de Psicología de la Universidad de Antioquia. Pertenece al grupo de investigación El método analítico y sus aplicaciones en las ciencias sociales y humanas, Universidad de Antioquia – Universidad EAFIT. Medellín, Colombia. Contacto: diego.lopera@udea.edu.co ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9773-0178. Google Académico: https://scholar.google.es/citations?user=xs4KPqIAAAAJ&hl=es
Jonathan Echeverri Álvarez
Doctorando en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Profesor en el departamento de Psicología de la Escuela de Artes y Humanidades de la Universidad EAFIT. Investigador del grupo Conocimiento, historia, filosofía, ciencia y sociedad, Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Investigador del grupo de Estudios en Psicología de la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia. Contacto: Jechev39@eafit.edu.co ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1129-6356 Google académico: https://scholar.google.com/citations?user=h4CAbrsAAAAJ&hl=es
Jesús Goenaga Peña
Doctorando en Ciencia Cognitiva de la Universidad Autónoma de Manizales. Profesor asociado de la Facultad de Psicología de la Universidad de San Buenaventura, Seccional Medellín. Pertenece al grupo de investigación Psicología y Neurociencias, Medellín, Colombia. Contacto: jesus.goenaga@usbmed.edu.co. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1936-1642 Google Académico: https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=Ba-25PsAAAAJ
Horacio Manrique Tisnés
Doctor en Psicología, Universidad del Norte. Profesor titular en el Departamento de Psicología de la Universidad EAFIT. Pertenece al grupo de investigación El método analítico y sus aplicaciones en las ciencias sociales y humanas, Universidad de Antioquia – Universidad EAFIT. Medellín, Colombia. Contacto: hmanriqu@eafit.edu.co. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7621-7391. Google Académico: https://scholar.google.com/citations?user=LgB84OEAAAAJ&hl=es Google Académico: https://scholar.google.com/citations?user=LgB84OEAAAAJ&hl=es
1 Artículo derivado del proyecto de investigación De la sabiduría práctica y la decisión en incertidumbre (Acta 2014-1582), en el marco de la Convocatoria Programática Área Ciencias Sociales, Humanidades y Artes 2014-2015 del Comité para el desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia. Recibió financiación de la Universidad de Antioquia.
2 La tesis de la filosofía como una manera de vivir la sostiene Hadot a lo largo de cada una de estas obras que citamos recurrentemente.
3 Ramírez Gómez (2011, 2012) diferencia saber de conocimiento. Saber sería un conjunto articulado de huellas mnémicas (heredadas o adquiridas por experiencia), mientras que el conocimiento sería un saber expresado en palabras, de allí que su fundamento sean las proposiciones. De esta manera, todo conocimiento es un saber, pero no todo saber es un conocimiento. La teoría sería un conjunto de conocimientos articulados que usualmente pretende explicar un sector de la realidad. El saber se puede entender como proceso (verbo): el aprender; o como resultado (sustantivo): lo sabido, el contenido. En el caso que nos compete, el saber socrático que fundamenta la idea de la filosofía como una forma de vida sería un proceso, una actitud ante la verdad: una actitud centrada en aprender, investigar, interrogar y no en la erudición o en la transmisión de contenidos o proposiciones ya construidas (Hadot, 1998, p. 39). La sabiduría práctica sería un saber del orden del proceso, del indagar, ensayar: probar en la existencia un modo de vida, buscando la prudencia (phrónesis) en las decisiones, la congruencia entre la teoría y la práctica, entre el discurso y la experiencia.
4 Véase, también, Lopera Echavarría (2006, p. 77).
5 Aunque en el mismo diálogo, ya al final, dirá que la doxa, y más precisamente la ortho-doxa (opinión verdadera), es también una guía para la virtud (Platón, Menón, 1987, 1871).
6 El traductor de esta obra para la editorial Gredos (Madrid) es F. J. Olivieri (Platón, Menón, 1987).
7 El traductor en este caso es Patricio de Azcárate (Platón, Menón, 1871).
8 En sus estudios sobre filosofía antigua, Foucault (2000) destaca que la ética del cuidado de sí, en tanto práctica de la libertad, implicaba también un cuidado y consideración por los otros (p. 263).
9 Sócrates interroga a Eutifrón acerca de si es tan fácil y claro decidir si se ha de denunciar o no al propio padre cuando ha cometido un acto impío (o un delito). Véase: Platón (1985, 44-5ª).
10 No se desconoce que lo nuevo no es completamente inédito o ajeno a lo ya sabido: comporta algo de lo viejo; sin embargo, se define justamente por lo que no existe previamente, por lo que se sale de las leyes conocidas. Ramírez Gómez (2012) propone que una singularidad (un existente, un fenómeno, una situación concreta) tiene cuatro aspectos: universal (leyes de un universo de referencia), particular (leyes de una parte de ese universo de referencia), singular (leyes propias, diferentes a las del universo de referencia) y peculiar (aleatoriedad o azar, indeterminado) (Véase también Ramírez Gómez et al., 2017, pp. 255 ss.; Lopera Echavarría, 2016, p. 241; Manrique Tisnés et al., 2016, pp. 51 ss.). En el caso de la sabiduría práctica, justamente se trata de las decisiones que se han de tomar en situaciones concretas, en las que tienen primacía las leyes singulares y lo aleatorio e incierto. Por esta razón, toda decisión implica una apuesta, un riesgo y, en consecuencia, un ejercicio de la sensibilidad, la imaginación y la intuición.
11 En la versión en inglés leemos: ‘That practical wisdom is not scientific understanding (epistēmē) is obvious’. (Nussbaum, 2001, p. 290).
12 El Diccionario de la Real Academia Española (s.f.) define deliberar como “considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos” (definición 1).
13 La práctica homérica a la que alude Aubenque (1999) es la institución del Consejo de Ancianos, encargados de deliberar lo que el pueblo habría de escoger o al menos ratificar.
14 Algunos autores sostienen que incluso en el nivel de las partículas elementales o de los sistemas materiales se podría hablar de selección (Wagensberg, 2007, p. 31), de elección (Ramírez, 2012, p. 45) o de acción-orientada (Samaja, 2004, p. 55-56), sin que ello implique desconocer las leyes a las que están sometidas las partículas o el sistema material, que operan como prohibición, pero no como obligación (Wagensberg, 2007, p. 28), dejando un margen de indeterminación. Damasio (1994/2006), por su parte, considera que a nivel biológico hay un know-how que permite seleccionar determinadas respuestas sin que haya habido un proceso deliberativo, pues no pertenece al ámbito racional-decisorio (p. 192).
15 Hannah Arendt (2002, p. 294) establece una relación entre voluntad y proairesis (elección deliberada). Debido a la complejidad de esta y otras temáticas, y por limitaciones de espacio, no se abordarán aquí.
16 Recuérdese que para Sócrates si un hombre luego de examinar lo que le conviene llega a una conclusión de qué es lo mejor para él y, no obstante, hace lo contrario, lo que le perjudica, no se trata de un incontinente que se habría dejado arrastrar por los placeres, sino de un ignorante que desconoce realmente lo que le conviene. Carece de sabiduría en tanto conocimiento de lo bueno y lo malo. (Platón, 1985, Protágoras, 357d).
17 Sobre la diferencia entre lo universal, lo particular, lo singular y lo peculiar, véase: Ramírez Gómez, (2012, p. 57); Manrique Tisnés et al. (2016, p. 51); Lopera Echavarría (2016, p. 241); Ramírez Gómez et al. (2017, pp. 257-259).
18 Contradicciones que, en la mayoría de los casos, lo que reflejan es la compleja realidad humana, habitada por tendencias opuestas y, en ocasiones, ambivalentes.
19 “Del latín opīniō, opīniōnis, derivado del verbo opīnor, opīnārī (“suponer”, “imaginar”, “creer”, “juzgar”)”. En: https://es.wiktionary.org/wiki/opini%C3%B3n
20 En el diálogo Menón, Platón (1987, 99c-d) muestra que la virtud (la excelencia del ser humano) no es un conocimiento (episteme), sino una opinión (doxa) verdadera (ortho), y la concibe como aquel saber que guía a los hombres sabios inspirados por un don divino.