El deseo estaba puesto en la militancia. Paradojas y reapropiaciones de género en la experiencia de mujeres revolucionarias (Argentina, 1970)1

The desire was placed in the militancy. Paradoxes and gender reappropriations in the experience of revolutionary women (Argentina, 1970)

María Florencia Actis

Universidad Nacional de Mar del Plata

Recibido: 26 de enero de 2022–Aceptado: 19 de enero de 2023–Publicado: 1 de enero de 2024

Forma de citar este artículo en APA:

Actis, M. F. (2024). El deseo estaba puesto en la militancia. Paradojas y reapropiaciones de género en la experiencia de mujeres revolucionarias (Argentina, 1970). Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 15(1). https://doi.org/10.21501/22161201.4240

Resumen

Introducción: el trabajo surge de la inquietud hacia las experiencias y formas de subjetivación de género de mujeres militantes de organizaciones armadas en la Argentina de los años 70. Se entiende que sus singulares derivas en mujeres-militantes constituyen procesos de interpelación crítica a las construcciones victimizantes presentes en las tecnologías (generizadas) de memorialización. Método: para su indagación y análisis, se realizaron entrevistas biográfico-narrativas con dos mujeres que ocuparon puestos de responsabilidad dentro de la organización político-militar Montoneros, en las que se hace hincapié en el entrecruce de sus experiencias políticas y personales. Resultados: si bien no eran todavía mujeres permeadas por la teoría de género, sus narrativas revelan una “actitud feminista ante la vida” y una radicalización performática de la premisa “lo personal es político”, en tanto las prácticas de militancia funcionaban —y hasta la actualidad— como lugares nodales, y privilegiados, de producción de deseo. Conclusión: las informantes, a través de su “hacer experiencia” militante, rearticularon formas novedosas de ser-mujeres, problematizando la ideación femenina como grupo identitario homogéneo y despolitizado.

Palabras clave

Mujer; Participación política; Montoneros; Historia argentina; Memoria colectiva; Género; Feminismo.

Abstract

Introduction: This article arises from a concern towards the experiences and forms of gender subjectivation of women belonging to armed organizations in Argentina in the 1970s. It is conceived that their unique drifts in women-militants constitute processes of critical interpellation to victimizing constructions of (gendered) memorialization technologies. Method: For this, biographical-narrative interviews were conducted with two women who held positions of responsibility within the Montoneros political-military organization, emphasizing the intersection of their political and personal experiences. Results: Although they were not permeated by gender theory yet, their narratives reveal a “feminist attitude towards life”, and a perfomatic radicalization of the premise “the personal is political”, while the militancy practices functioned —and until today— as nodal and privileged places of desire production. Conclusion: The informants, through their militant “doing experience”, rearticulated new forms of being-women, problematizing feminine ideation as a homogeneous and depoliticized identity group.

Keywords

Woman; Political participation; Montoneros; Argentine history; Collective memory; Gender; Feminism.

Introducción

El trabajo articula los estudios de género a los estudios de memoria mediante la pregunta por las experiencias de militancia de mujeres argentinas en la década de 1970, en post de desandar las formas de hacer política siendo mujer y, simultáneamente, las formas de “hacer género” a través de la "práctica militante". Se inscribe, también, en un campo de debate que se ha planteado mirar, en clave de género, el ejercicio del poder en el interior de las organizaciones político-militares, particularmente los roles desempeñados por las mujeres, pero también la esfera de la vida cotidiana, las relaciones interpersonales y la subjetividad militante.

Entre sus consensos, es posible señalar, a grandes rasgos, el machismo de los proyectos revolucionarios dado por el sesgo tradicionalista de la familia militante, la androginia de su sujeto político —el Hombre nuevo—, así como el rechazo deliberado hacia las reivindicaciones del feminismo consideradas como desviaciones pequeño-burguesas, es decir, no solo no se revisaban las cuestiones de género, sino que prevalecía una relación casi excluyente y de mutua desconfianza entre la izquierda y el feminismo.

Asimismo, de estas nuevas “verdades” historiográficas se desprenden imaginarios de las militantes, ya sea como mujeres masculinizadas o víctimas abnegadas, que convergen en una conflictiva representación de la política, de la violencia y del poder como prácticas esencialmente patriarcales. A lo largo del trabajo, y con base en dos entrevistas en profundidad con militantes de la organización Montoneros, se intentarán problematizar estos sentidos del pasado reciente, teniendo en cuenta las limitaciones del corpus, los sesgos que imprime el con-texto sociopolítico en que tienen lugar las entrevistas y su posterior análisis.

Se parte de la hipótesis de que las experiencias de las militantes, aún hoy, desestabilizan (incluso subvierten) los sentidos culturales del género, y, particularmente, las construcciones generizadas (y victimizantes) de las políticas de memoria, donde los símbolos del dolor y el sufrimiento fueron corporizados en mujeres (Jelin, 2002). Pero, también las representaciones masculinizadas de la guerra, donde las mujeres devienen, casi unívocamente, en “territorios” conquistables, cuerpos apropiables y sacrificables (Medina García, 2018). En este sentido, la inserción y participación de mujeres en espacios político-militares supone una contradicción a la noción hegemónica y dulcificada de “Mujer”, en cuanto sujeto de no violencia, temor e indefensión (Marcus & Olivares, 2002), pero también a las versiones que interpretan su accionar violento como un hecho siempre pasional y por ello, despolitizado.

Si la memoria implica un ejercicio selectivo que busca mantener el ordenamiento social con sus roles de género claramente definidos, “lo recordable” será aquello que encaje en él, que no lo interrumpa (Troncoso Pérez, 2020). Las poblaciones simbólicas o fácticamente marginalizadas siempre mantendrán una relación difícil y “desencajada” con las tecnologías de memorialización (Coker, 2017). El trabajo actual pretende incorporar a las mujeres como combatientes y sujetos políticos, desde una crítica anti-esencialista, a los campos de género y de memoria, en la medida que su propósito es menos ampliar y pluralizar el concepto de identidad femenina, o “sumar voces” a la memoria, que disputar la economía de las palabras y las imágenes del pasado reciente de Argentina, visibilizando el paradigma androcéntrico de la historia y la memoria y sus efectos performativos en la construcción de sujetos generizados (Troncoso Pérez, 2020).

Se trata de producir un relato, siempre parcial, que, necesariamente, se teje poniendo en tensión otros relatos ya existentes (Tarducci, 2019). Por último, de acuerdo con Alejandra Ciriza (2006), se espera abonar al trazado de una genealogía feminista latinoamericana y a una reflexión crítica en torno a las memorias/olvidos, discontinuidades y silenciosas prolongaciones que atraviesan las relaciones entre el presente y el pasado.

Antecedentes históricos

El trabajo de campo se inscribe concretamente en experiencias de militancia dentro de la organización armada Montoneros, oficializada en 1970, que se trató de una organización de la izquierda peronista, cuyos integrantes, en su mayoría, provenían de la militancia católica estudiantil y rearticularon matrices del catolicismo y el nacionalismo al movimiento peronista, entendiendo a este último como vehículo para iniciar un proceso revolucionario de liberación nacional.

Para comprender el surgimiento de organizaciones armadas en la Argentina de entre finales de 1960 e inicios de 1970 y la creciente politización y radicalización de las mujeres-jóvenes, es necesario empezar por delinear algunas condiciones políticas y sociales de la coyuntura internacional y nacional.

En primer lugar, es inevitable señalar la emergencia de procesos emancipatorios en países del sur global, que funcionaron como “faros” o paradigmas revolucionarios inspiradores de los grupos locales: la lucha por la liberación y unificación del pueblo vietnamita, la guerra de la independencia en Argelia, la experiencia maoísta en China y el triunfo de la Revolución Cubana. Vale mencionar que, más allá del lugar de referencialidad de estos procesos históricos, en los sectores militantes jóvenes de Argentina la violencia tenía otro origen político —interno—, y configuraciones sociales, culturales y económicas drásticamente diferentes (Aronskind, 2011).

En segundo lugar, el clima de violencia política, en el escenario argentino, se agudizó a partir del derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, lo que derivó en la proscripción del peronismo y en la instauración de una dictadura militar, especialmente represiva, autoproclamada Revolución Libertadora. Desde entonces, se produjo un auge del militarismo que posibilitó un nuevo golpe de estado, la Revolución Argentina, en 1966, encabezada por Juan Carlos Onganía, en busca de disuadir toda probabilidad de legalización del peronismo, es decir, la política nacional era vivida, en ese momento, como sinónimo de confrontación, antinomia, violencia, persecución y proscripción, signada por la división peronismo/antiperonismo (Guglielmucci, 2008).

En este marco, las universidades nacionales —y su principal sujeto, los/as estudiantes— representaban para los gobiernos dictatoriales espacios de tendencia “subversiva” y su control ideológico devino en uno de los objetivos centrales de gobierno (Jacovkis, 2011). Además, el período 1960-1970 coincide con una entrada masiva de jóvenes en las universidades, en particular de una gran cantidad de mujeres y, desde allí, una vía de ingreso a la militancia revolucionaria y social.

La experiencia histórica de ser joven, en esos años, estuvo marcada por un impulso social que estimuló la participación en todas las esferas. El clima de época fue construido por una cantidad de fenómenos con características múltiples (emergencia de culturas juveniles, revolución sexual, participación de los estudiantes) y se convirtió en la base desde donde surgió una fuerte identidad generacional; una forma particular de estar en el mundo, de pensar, sentir y actuar (Alzogaray & Noguera, 2010, p. 24).

En este clima de época, las mujeres militantes de todas las orientaciones políticas se sintieron atraídas por alternativas que propugnaban un cambio violento y radical sobre una realidad percibida como injusta y asfixiante (Guglielmucci, 2008). Los estudios que han indagado en la situación de las mujeres revolucionarias de Argentina, entre 1960-1970 (Jelin, 2002; Guglielmucci, 2008; Oberti, 2015; Sepúlveda, 2016), coinciden en señalar que su presencia fue transversal a las organizaciones políticas del período y que llegaron a representar un número significativo de las mismas, es decir, se constituyeron en activas participantes del proceso de politización y movilización creciente, canalizando sus inquietudes a través de la militancia en partidos políticos, sindicatos de base, organizaciones armadas, agrupaciones estudiantiles y otras formas de militancia social (Sepúlveda, 2016).

En términos culturales, el nuevo paradigma de mujer joven contradecía las interpelaciones de género de los conservadores regímenes militares, donde la mujer era esencialmente concebida como madre, garante del cuidado, control y policiamiento sobre todos los miembros del grupo familiar, en especial de los/as hijos/as. “La ecuación mujer-madre fue ampliamente publicitada por la dictadura [de 1976-1983], y la conjunción entre militarismo y patriarcado se mostró como el camino correcto y espacio restaurador del orden” (Sonderéguer, 2020, p. 3). El carácter visible, exacerbado e, incluso, publicitario, de este discurso gubernamental, produjo simultáneamente una rearticulación eficaz de una serie de equivalencias y metáforas feminizadas (mujer = madre, hogar = Nación) y una exclusión radical encarnada en la figura de las “subversivas”, en la medida que suponía la desconstitución social, política y moral-sexual de la mujer.

Método

Se trata de una investigación cualitativa, ya que el interés está puesto en la perspectiva y percepción de las mujeres; en sus modos de narrar y significar la propia vivencia. Se trabaja desde la técnica del relato de vida, o entrevista biográfica, en la medida que el foco está puesto en las experiencias, o formas en que resignifican hechos (sociales, políticos, personales), por intermedio de su propia memoria biográfica (Meccia, 2019). El tiempo comprendido no es el de “toda la vida”, sino que se prioriza un tramo espaciotemporal de sus biografías, sus experiencias de militancia en la década de 1970 y, a modo de contextualización, sus experiencias familiares y educativas previas.

A la vez, sus relatos resultan significativos porque permiten interrogar las relaciones de poder desde una óptica diferencial, vinculada con la condición femenina de las entrevistadas, pero también con otras marcaciones tales como la pertenencia de clase, la (hetero)sexualidad, la edad, etc. En este sentido, se trata de relatos indefectiblemente parciales, basados en experiencias femeninas singulares donde las estructuras sociales están solapadas con maneras específicas (Crenshaw, 1991; Lamas, 2022) y delimitan formas, condicionamientos y posibilidades de ser reconocidas en cuanto mujeres.

Se identifican dos principales ejes o dimensiones de análisis que, a su vez, van a organizar y estructurar el desarrollo del trabajo en dos subapartados. El primero, focalizado en el “universo militante”, tiene como objetivo repensar el ejercicio político-militante en clave de género. Para ello, se pregunta por sus inquietudes políticas y sensibilidades sociales, por los vectores que las han dinamizado; sus vías de ingreso a la militancia; la composición, dinámicas de distribución de tareas/roles y procesos de toma de decisión en el interior de Montoneros; concepciones y permeabilidad ante el feminismo; modos singulares de sentir, habitar y llevar el “rol militante”. El segundo, dirigido al “universo personal”, busca reconocer los procesos de ser/hacerse mujeres en el marco de sus prácticas militantes. En esta instancia, se indaga en sus vínculos de pareja, en sus experiencias de maternidad, etc. Se entiende que ambas dimensiones o “universos” en la vida cotidiana están íntimamente concatenados, por lo que dicha separación responde a una estrategia de presentación y análisis de los resultados que justamente permite desagregar, para visibilizar, la interdependencia en el ser mujer/militante (o militante/mujer).

El corpus consta de dos entrevistas realizadas a mujeres de la organización Montoneros que han desempeñado distintos roles con niveles variables de responsabilidad. Una de las entrevistas fue desarrollada en la ciudad de Mar del Plata, provincia de Buenos Aires bajo la modalidad presencial, desdoblada en dos encuentros: 01/10/2021–08/10/2021; la otra, bajo la modalidad remota: 29/10/2021. En este punto, se identifican posibilidades enunciativas diferentes entre un contexto de interacción y otro. Las condiciones de la entrevista presencial —el hacernos un tiempo y un espacio específico para encontrarnos— estableció determinados umbrales de enunciabilidad que permitieron abordar los ejes predefinidos, pero además intercambiar opiniones y reflexiones sobre el pasado/presente e, incluso, conversar sobre nuestros trabajos, familias, etc. En cuanto a la entrevista virtual, la ausencia de corporalidad, o su mediatización, ha redundado en una mayor dificultad para crear un ambiente de confianza entre entrevistadora-entrevistada y, por ende, en una mayor limitación para “desestructurar” la conversación, repreguntar o profundizar en determinados aspectos.

Por último, en cuanto al trabajo con relatos de vida, es necesario mencionar que el corpus no está hecho de acontecimientos históricos, sino de construcciones y mediaciones que las informantes han elaborado desde el presente y a la luz de los nuevos contextos enunciativos y climas sociopolíticos (Jelin, 2014). En los últimos años, el discurso feminista ha reestructurado definiciones/percepciones de la política y de lo político; desplazado/producido moralidades que nutren los nuevos marcos interpretativos-narrativos del pasado. En este contexto, se vio habilitada la pregunta (y la escucha) sobre el ejercicio diferencial de la violencia política en clave de género sobre las formas de distribución del poder en el interior de las organizaciones armadas, o de la pareja-militante, es decir, predisponiendo a las entrevistadas no solo a hablar del género en las organizaciones, sino a abordar, desde el género, dimensiones de la juventud revolucionaria soslayadas de la esfera pública más amplia, como el militarismo, el uso de armas, etc.

A su vez, se pone en juego un mecanismo selectivo de memoria que lleva a las informantes a recordar u olvidar determinados hechos, o bien a ajustar sus interpretaciones a los fines de la investigación, planteada desde el inicio de las entrevistas como “una investigación con perspectiva de género”. Lo que se dice no se toma como “verdad del acontecimiento”, sino como una narrativa construida en el momento de la interacción, hecha de múltiples temporalidades o “capas de memoria” (Jelin, 2014): el registro “fáctico” —o de los hechos—, el recuerdo de los sentimientos de esa época, que se entremezclan con los generados en la misma práctica de rememoración (Jelin, 2014). Pero, también supone resignificar la propia escucha como un “reservorio activo” de (co)producción del relato (Cruz Contreras, 2018). El conocimiento que allí circula emerge como resultado de una práctica de articulación que reconstruye tanto a quien investiga como a quien es investigado/a (Cruz Contreras, 2018).

Resultados

La primera entrevistada fue Graciela Iturraspe. Tiene 70 años y tres hijos/as. Es nacida en la ciudad bonaerense de Dolores, pero vivió y militó hasta sus 40 años en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (en adelante, c.a.b.a). Es hija única de un matrimonio que define como “típico de la clase media argentina”: padre comerciante y madre docente. Estudió en un colegio de monjas y, luego, ingresó en la carrera de Relaciones Internacionales en la Universidad Argentina de la Empresa (uade). Actualmente, y desde inicios de la década de 1990, reside en la ciudad costera de Mar del Plata, donde tuvo lugar la entrevista. Es militante de la Asociación Trabajadores del Estado (at) de la Central de Trabajadores de la Argentina (cta), y se desempeñó como diputada nacional por el partido político Unidad Popular2 (up) entre los años 2009 y 2013.

La segunda entrevistada fue Nina Brugo. Tiene 78 años, dos hijos y es abogada laboralista. Nació en Paraná, ciudad capital de la provincia de Entre Ríos. Pertenece a una familia de la aristocracia provincial, en sus palabras: “bienuda”, “gente muy acomodada”. Cursó sus estudios primarios-secundarios en un colegio de monjas, los superiores, en la Universidad Nacional de Córdoba y en la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María. Es una referente del movimiento feminista de Argentina, cofundadora de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Libre, Seguro y Gratuito e integra el partido político up.

Universo militante

Primeros acercamientos

Si bien son múltiples los factores que han incidido en la politización de las jóvenes, y varían de acuerdo con las condiciones de clase, edad, grado de politización de la familia, etc., destacamos, a partir de los relatos de las informantes, la experiencia de trabajo religioso-social en las villas miseria, y, en particular, la impronta de algunos integrantes de la institución católica, vinculados a las “nuevas olas” ideológicas dentro de la misma. En cuanto a las primeras inquietudes políticas, no hacen referencia a una preocupación por el contexto político nacional (proscripción, represión, golpes de Estado), sino más bien al hecho de verse interpeladas ante las desigualdades sociales estructurales, al “choque” con la pobreza durante el trabajo territorial. En el caso de Graciela, desde la instancia escolar comenzó a participar en las “misiones” de su colegio en las villas miseria de c.a.b.a. En el caso de Nina, ocho años mayor que Graciela, el acercamiento a los “nuevos debates” y al trabajo de “promoción social” en barrios tuvo lugar durante su estadía en la Universidad Católica.

A partir de mis 15 años, ya empieza a aparecer el tema de los curas más comprometidos con la Teoría de la Liberación. Me acuerdo de una monja que era re piola y nos empezó a charlar un poco sobre la situación social. Vos pensá que nosotros vivíamos dentro de un frasco. Muy criados entre algodones. Empezar a estar permeados por lo que pasaba en la sociedad, en mi caso, empieza a darse a través de estas monjas y curas. Y en cuarto año, ya con 16 años, hay un cura que nos lleva, a los que queríamos, a alfabetizar a los niños pobres de la villa de Retiro, con el padre Mujica3. Y para mí fue un choque, no podía creer que la gente viviera así. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

La Universidad Santa María era más abierta. Incluso se armaban discusiones porque era la época del Concilio Vaticano ii, que fue muy progresista, y yo adherí a esa doctrina muy rápidamente, y tomé contacto con sectores que iban a trabajar a barrios haciendo promoción social, y no solamente religiosa, y eso me introdujo a mí en el trabajo de militancia. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

Para muchas jóvenes, los espacios educativo-religiosos comienzan a emerger, de la mano de docentes o referentes institucionales puntuales, como lugares de pensamiento crítico y de acción social, hasta adquirir una dimensión política que no encontraban en otros espacios de socialización, como la familia. Pero también, para el caso de Graciela, la propia configuración jerárquica y clasista de la institución escolar comenzó a ser objeto de cuestionamiento.

Yo vengo de un colegio de monjas muy “concheto” (exclusivo) de Buenos Aires. El Jesús María, en Barrio Norte. Y en general, unas monjas terribles. Mis primeras nociones de injusticia son en el colegio. Me acuerdo un día, volví del colegio y le pregunté a mi mamá, “¿por qué en el colegio hay monjas que son ‘hermanitas’ y monjas que son ‘madres’?”, me respondió, “y, las hermanitas son las que limpian, cocinan, las que nos sirven la mesa, y las madres son la directora, la que nos da clase de religión”, y eso donde tenía que ver con la que había pagado, y la otra, tenía que limpiar. Son las primeras sensaciones de injusticia que siento. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

En estos relatos, la Iglesia católica deviene, en el marco de una coyuntura política y social más amplia, en un espacio de discursos, agentes y prácticas contradictorias, que en Graciela funcionaron como condición de posibilidad para el despliegue de una “subjetividad inquieta” y cuestionadora. En cuanto al ingreso formal a organizaciones políticas, la universidad representaba un lugar fundamental desde donde militar y/o hacer contactos. Como señala Pablo Buchbinder (2005), las organizaciones guerrilleras contaron con nutridos contingentes de estudiantes y profesionales entre sus militantes, y algunas facultades, dadas las condiciones de clandestinidad, conformaron ámbitos de reclutamiento para dichas agrupaciones.

En el caso particular de Graciela, si bien cursaba en una universidad privada, tenía amigos por fuera de ese ámbito, con quienes compartía inquietudes políticas. Su acercamiento a la Universidad de Buenos Aires (uba), en particular a la Facultad de Filosofía y Letras, fue a través de su “noviecito”, devenido en su primer esposo, un estudiante de sociología: “Y también, por esa vía, accedo al mundo ... él estaba en otros grupetes y debates, que se comunicaban con lo que yo veía en la villa”. En ese entonces, tenía 20 años y su ingreso inicial fue a la organización de base peronista denominada Descamisados, al poco tiempo, fusionada con Montoneros.

La universidad pública era un hervidero de gente, era maravilloso. La primera vez que fui a Filosofía y Letras, imaginate, yo venía de un mundo que era todo prolijo, todo ordenado. En ese momento era bastante gracioso si querías participar en una organización. Nos llevó un año y medio de debate con este ‘grupete’ de compañeros, pero además con una misma. Yo llevaba trece años de colegio de monjas y me costaba asumir el tema de la violencia. Y finalmente decidimos que queríamos entrar en las Fuerzas Armadas Peronistas (fap), pero claro, no había unidades básicas, entonces había que buscar puntas a ver dónde y cómo entrar. Había un grupete que daba clases sobre Frantz Fanon. Se decía que eran de las fap. Era todo así, “se dice que…”. Así que bueno, hacemos el curso, y una vez que terminó, los profesores nos preguntaron si queríamos tener algún tipo de militancia social, barrial. Dijimos que sí. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

En el caso de Nina, su paso por la universidad católica fue lo que le permitió integrar un grupo de militancia social que, tiempo después, se consolidaría en el Grupo Revolucionario de Estudio, Trabajo y Acción (greta).

Era un grupo grande que teníamos de universitarios ... Ahí es donde yo comienzo mi gran militancia. Luego, eso se rompió, y cada uno tomó diferentes caminos. Yo me fui a Tucumán y ahí ya me metí en la militancia política. Entré en la organización, podríamos decir que era “monto” (integrante de Montoneros), pero a la vez era más trabajo político y con sectores sindicales. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

Si bien el acercamiento efectivo a Montoneros se realiza a través de su inserción en la Juventud Obrera Católica, liderada por José Sabino Navarro y la Confederación General del Trabajo de la República Argentina (cgt), su despertar político y lo que nombra como “el comienzo de su gran militancia” se sitúan en la experiencia universitaria y, al igual que Graciela, en el marco de instituciones católicas, donde se forjaron y vehiculizaron “las primeras sensaciones de injusticia”.

A su vez, es llamativo el modo distante en que Nina se identifica a sí misma como parte de la organización, “podríamos decir que era ‘Monto’”, y también en que aclara insistentemente que su trabajo principal era político y sindical, como una forma de desmarcarse (y eludir hablar) de lo militar. De hecho, sus diferencias respecto de la militarización de la política son las que la llevan a alejarse de Montoneros. Contrariamente, Graciela se afirma como integrante de las fap, y si bien da cuenta de las dificultades para asumir la cuestión de la violencia, su ingreso a la organización fue resultado de una decisión deliberada, personal y colectiva que llevó más de un año y medio.

Género y feminismo

En cuanto a las tareas y roles asignados, las entrevistadas coincidieron en que no había una distribución por género y que era “bastante igualitaria”. En el caso de Graciela, en 1971 comenzó a militar en barrios populares del área metropolitana, al norte de c.a.b.a, hasta llegar a ser referente de la columna norte de Montoneros. A partir del paso a la clandestinidad en 1974, y hasta su detención carcelaria en 1975, trabajó en los Servicios de Documentación. Al salir en libertad, seis meses después, ingresó en el Servicio de Inteligencia. En cuanto a Nina, fue conocida —y perseguida— como “la abogada de los Montoneros”; sin embargo, ella desmiente haber ocupado ese rol y cuenta que su labor estuvo focalizada en el trabajo político-territorial, y también en tareas de articulación sindical. Fue una de las cofundadoras de la Agrupación Evita4 y dirigió la zona norte del Gran Buenos Aires.

En ambas entrevistadas, circula la idea-fuerza de que, si bien en el interior de la organización no había una formación teórica feminista, sí estaba regida por una “práctica feminista”, es decir, el modo de organización estaba basado en el reconocimiento de las mismas potencialidades físicas y ejecutivas entre unos y otras, por ende, en las mismas posibilidades de acceso a lugares de poder. Graciela señala que la clave de esta “igualdad” radicaba en el método “multidireccional” de evaluación del desempeño personal.

Yo te mentiría si te digo que sentí discriminación por género en esa época. La sentí menos que en casi todos los otros órdenes de la vida. Creo que había una cosa que pesaba mucho y es una cosa que siempre reivindico y es el sistema de evaluación que teníamos nosotros mismos. Cada seis meses, se evaluaba a cada uno de los compañeros, o compañeras, para ver si se lo promovía, despromovía, o si se lo dejaba en su lugar. Y era una evaluación entre pares, de abajo y de arriba, con lo cual era muy difícil chinguearla. Yo siempre reivindico ese método de evaluación, porque la verdad es que construía un todo de las personas que era muy certero. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

De este modo, Graciela llegó a ser “oficial primero”, lo que significaba tener varios grupos de suboficiales a su cargo. A su vez, los suboficiales eran responsables de los aspirantes, generalmente integrantes de organizaciones de base/territoriales nucleadas en Montoneros. Hacia arriba estaban los oficiales mayores, “jefes de columnas” (o jefes por zona), jefes por provincia y, finalmente, la Conducción Nacional.

Eso es muy loco porque había mucha paridad. En la Conducción Nacional la única que estaba era Norma Arrostito. Pero, después, en las conducciones regionales y en las columnas, era realmente mujeres y hombres de acuerdo a la capacidad. Eso era muy loco para la época. Había una jefa de nuestra columna y yo era en ese momento jefa con tres unidades [de suboficiales] a cargo, de las cuales, dos tenían jefas mujeres, y después los que estaban abajo, mayoritariamente varones, decían que era un “matriarcado”. Al revés, se quejaban de la cantidad de mujeres que tenían para arriba. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

En este sentido, no solo se destaca lo que Graciela describe como un sistema “neutro” de evaluación, sino que el efectivo dictamen positivo hacia las mujeres, y sus performances, les permitió conseguir y sostener relativa paridad de género. Nina, quien ya desde los años 70 entró en contacto con grupos feministas, plantea que, si bien el trato era igualitario, existían prejuicios en relación con las mujeres: “Para la lucha nos consideraban casi de igual a igual, pero a los lugares de conducción muy pocas mujeres llegaron. A una mujer no le tenían tanta confianza para ser conductora”. Contrasta la percepción de “mucha paridad” de Graciela con la opinión de Nina sobre la representación minoritaria de las mujeres en el espacio de la Conducción Nacional. De acuerdo con Nina, el libro de Alejandra Oberti (2015), Las revolucionarias, reúne testimonios de militantes que plantean que los esfuerzos de las mujeres no se veían suficientemente reflejados en las jerarquías de la organización, y que el imaginario hegemónico de lo que es un varón y una mujer pesó de manera determinante. De hecho, la autora entiende que la valorización de lo militar —un mundo del cual las mujeres poco conocían— por sobre el trabajo político no inhibió, pero sí limitó su contribución: “Cuando apenas se estaban apropiando del espacio de la política, debieron asumir la lucha armada” (Oberti, 2015, p. 207).

De este modo, vale relativizar la noción de igualdad, en tanto el avance —numérico— de las mujeres en los espacios de participación no es sinónimo ni consecuencia de condiciones de paridad, sino que, contrariamente, la ocupación femenina es la que va traccionando procesos internos de redistribución del poder. Incluso, en el relato de Graciela, se expresa esta confusión entre híper-visibilidad y exotización de sus posiciones de poder. La percepción masculina, en los términos de un matriarcado, da cuenta de una visión sobre el poder femenino vinculado al exceso, al ejercicio de prácticas y posiciones que, se supone, no les corresponden naturalmente. Como lo expresa Graciela: “No existían corrientes feministas dentro de las organizaciones como tales ni había debates sobre feminismo. Sí había debates que tenían que ver con ser mujer en tal o cual situación, pero no de la reivindicación del feminismo”.

El feminismo en la Argentina de los 70 estaba conformado, centralmente, por la Unión Feminista Argentina (ufa), fundada en 1970, y el Movimiento de Liberación Femenina (mlf), fundado en 1972. Sus propuestas estaban asociadas a la discusión y distribución del poder dentro de la familia, y, en términos más amplios, con la revolución cultural, la modernización de ciertas pautas morales y la “liberación de la Mujer”. Como señala Catalina Trebisacce (2019), “la militancia de izquierda conceptualizaba a la modernización como un modo de despliegue imperialista, con lo cual procuraban desmarcarse de dicho proceso, buscando evitar las desviaciones burguesas de sus filas revolucionarias” (p. 15). Por otro lado, vale decir que los colectivos feministas de entonces no tenían anclaje territorial ni sus categorías conceptuales daban cuenta de las realidades, problemáticas y percepciones de mujeres por fuera del universo de mujeres de clase media, profesionales y universitarias.

Yo conocí a algunas compañeras que eran feministas en ese momento y me cuestionaban porqué yo estaba en una organización que reprochaba el feminismo. Yo les respondía: “primero la revolución económica y social, después veremos qué problema hay con la mujer”, ¿qué problema hay? (se ríe). Evidentemente no lo tenía claro. Pero las consideraba que estaban alejadas de la lucha por un cambio social, por eso no las respetaba. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

A lo largo de su relato, se vislumbran las tensiones y los reproches entre “feministas puras”, autónomas, cuya militancia no se inscribía ni se desprendía de estructuras político-partidarias, y “feministas políticas” (Trebisacce, 2019), quienes formaban parte de espacios políticos más amplios y, desde allí, exploraban —o rearticulaban— la militancia feminista. Más allá de las autocríticas de género que hoy en día Nina, devenida en referente del movimiento de mujeres de Argentina, pueda formularse y formular a la que ha sido su organización, sigue sosteniendo que el feminismo de la época pecaba de teoricista y estaba desconectado de las experiencias populares. Sus primeros clics sobre la cuestión feminista llegaron de la mano del trabajo político-territorial.

En ese momento, lo patriarcal no lo cuestionaba. Me parecía que era “natural”, entre comillas. Lo cuestioné a lo largo del tiempo. Sí me había empezado a picar que algo pasaba con la cuestión de género. Sobre todo, me impactó cuando las mujeres en las reuniones barriales decían que les gustaba participar de ese espacio porque no estaban sus maridos. O sea, había un cuestionamiento a que la mujer se metiera y opinara de política. Eso me hizo ver a mí que las mujeres necesitábamos un espacio propio. Me hizo un clic, un clic que me quedó para siempre. Después decían [las feministas] que Eva Perón no era feminista. Para mí, en los hechos tuvo una actitud feminista. Cuántas compañeras hay, muchas que conocí, que sus actitudes y miradas ante la vida eran feministas, aunque no hayan llegado a comprender qué era el feminismo. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

El género dejó de ser natural y se tornó visible como problemática política/personal a partir del contacto con experiencias femeninas alejadas de la suya propia. En esa instancia, tomó conocimiento no solo de las violencias de género específicas que sufrían las mujeres de los barrios pobres, sino, sobre todo, de sus formas de organización, su praxis feminista o, en sus palabras, su actitud feminista ante la vida. De algún modo, esta expresión condensa una reapropiación crítica del término feminista que fungió de experiencias situadas del género —inseparables de experiencias de pobreza—, y le permitió cuestionar tanto la política sexual de su organización como el sesgo clasista y antipopular del feminismo.

Por último, lo que en un momento identifica como “una necesidad de tener un espacio propio” para las mujeres entra en tensión con la visión de Montoneros que describe Graciela, donde, paradojalmente, la no problematización del género y de la especificidad femenina produjo, según ella, una paridad real, un sistema “neutro”. De hecho, como lo remarca Karin Grammático (2012) en su investigación sobre las mujeres Montoneras y la Agrupación Evita, para muchas militantes la asignación a este nuevo espacio político representaba un desprestigio, una forma solapada de castigo o despromoción. “Así el trabajo con mujeres era visto como algo menor, y no como expresión de una verdadera política revolucionaria” (p. 58).

Más allá de la discusión político-estratégica, todavía vigente en el feminismo, en torno a si la construcción de espacios exclusivos de mujeres redunda o no en su “encapsulamiento” y en una particularización de la lucha de género, en la experiencia de Nina el encuentro con/entre mujeres tuvo efectos políticos positivos y es enunciado como el puntapié de un proceso de transformación cualitativa de su militancia; como el nacimiento de su propia actitud feminista. Sin embargo, a juzgar por la importancia que da en su relato a la condición —y conciencia— social de estas mujeres, la riqueza del espacio pareciera radicar menos en su composición puramente femenina que en las posibilidades que abrió de ponderar al género como una variable que las atravesaba desigualmente.

La violencia de las mujeres

De acuerdo con el “feminismo práctico” y la inscripción de las mujeres en determinados mecanismos, prácticas y relaciones sociales que simbolizan una disrupción de género, se analiza su vinculación con el ejercicio de la violencia y su eventual participación en operativos militares. Sus formas subjetivas y corporales de hacer este tipo de experiencias.

En el caso de Graciela, contó haber recibido instrucción político-militar y tenido un desempeño activo en diversos operativos, incluso como responsable de los mismos.

A los 20 años empiezo con toda la instrucción. Primero era robar un auto, después me acuerdo que era una operación más compleja, y había que interceptar a unos que venían en una camioneta. “Tenés que bancártela, no podés vacilar en estos momentos”. Yo los tenía que chocar de frente, y lo primero que te sale es no hacerlo. Y el instructor lo que me explicaba es que en el ejército eso se llama “código rojo”, o algo así, es decir, cómo a pesar de que vos podés sufrir un daño, tenías que hacer eso en ese momento. Y había un nivel de complejidad cada vez mayor que vos ibas asumiendo antes de ir a una operación. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

Es interesante la noción de “bancar”, “aguantar”, repetida durante la etapa de instrucción, como un enunciado performativo que intentaba producir coraje, regular y afianzar el coraje acumulado: como una forma de disuadir el miedo, la posibilidad de retroceso y rendimiento. A su vez, “el aguante es un bien simbólico, una manifestación del honor grupal e individual” (Garriga Zucal, 2016, p. 28). En este sentido, aguantar, resistir y no vacilar devienen en formas de ser reconocida —como leal y capaz— por sus pares y superiores y, por ende, de ser promovida dentro del sistema de jerarquías y honores ya descripto. Pero, también construir esa creencia, desplegar esa actitud, suponía una resignificación de la violencia. Como señaló Graciela: “Había que producir daño cuando lo primero que te sale es no hacerlo”. A su vez, desde la subjetividad no solo femenina, sino marcada por una trayectoria moral-religiosa, la violencia se configuró como una posibilidad corporal especialmente ajena, como una emocionalidad específicamente reprimida. Ejercer violencia supone desestructurar “guiones culturales” que se nos han impuesto como mujeres (Marcus & Olivares, 2002, p. 65).

A mí me resultaba muy duro. Me daba más miedo ejercer violencia que sufrirla. Y con ese lastre de los trece años de colegio de monjas, aunque Montoneros también tenía una raíz católica muy importante. A mí me costó muchos años de terapia posterior sacarme de encima el tema de la culpa ... Me preguntaba si yo sería capaz de… esa decisión llevó como un año y medio, de un debate casi interior. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

En otras palabras, si el proceso de legitimación de la violencia se presentaba como un desafío a trabajar, en la etapa de instrucción, para el conjunto de los/as militantes, para las mujeres —configuradas históricamente como sujetos de temor y sufrimiento, cuya violencia es aún hoy culturalmente negada— el desafío era doble. Vale decir que, pese a participar de hechos de violencia y enfrentamientos en reiteradas ocasiones, incluso liderando operativos, Graciela manifiesta haber tenido una dificultad para tramitar el impacto subjetivo que supone practicar violencia, producir daño, y que era el carácter colectivo de su ejercicio lo que la ayudaba a diluir culpabilidades.

Además, hace hincapié en la necesidad de comprender esa violencia como resultado de relaciones y correlaciones de fuerzas que van a legitimar prácticas inhibidas en otros contextos históricos y sociales. Dentro de este contexto, la violencia como metodología, y como forma de comunicación política, adquirió un valor positivo en cuanto accionar necesario y justo, que también imponía una resignificación de la propia muerte. En términos de María Soledad Cattogio (2011), la condición de “víctima” se reelabora como una forma de heroísmo y de martirio, donde la muerte era aceptada (y tramitada) como símbolo de victoria, incluso como privilegio. Nuevos sentidos de vida y de muerte, una “ética sacrificial” y un “aguante” que debían ser construidos, deconstruyendo otros sentidos, otras racionalidades y, sobre todo, otras sensibilidades. De esta manera, lejos de su representación instrumental, la violencia deviene en un lenguaje que produce subjetividad, formas de identificación, sociabilidad y comunidad, alteridad y pertenencia (Guglielmucci, 2019).

Por último, en cuanto a Nina, directamente rechazó la metodología de la violencia, motivo por el cual fue gradualmente apartada de la organización hasta que la echaron. Al igual que Graciela, reconoce que su formación religiosa incidió en sus dificultades para ejercer y legitimar la violencia.

En Montoneros no puedo hablar de las cuestiones militares porque no participaba mucho. La militarización me chocaba. Para mí, como cristiana, no había podido terminar de romper … me costaba mucho todavía la cuestión política de esa época, tan virulenta. Si bien yo estuve mucho, siempre tuve una actitud … prioricé el trabajo sindical y territorial. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

Más allá del grado de participación variable de las entrevistadas en los operativos militares, es posible identificar en ambos relatos un registro de la propia vulnerabilidad, la fragilización, la imposibilidad, la culpa y el temor, dimensiones que debían ser trabajadas e inhibidas por los militantes en busca de modelizar y forjar el cuerpo revolucionario como un arma de guerra. Héctor Schmucler (1980) plantea que el devenir de la política (y de la violencia) en una técnica, y su fundamento en categorías abstractas, modélicas e ideales produjo el olvido, o la omisión, de este tipo de vivencias en los testimonios de los sobrevivientes, las vivencias de los “hombres reales”, en este caso, de las mujeres reales. Sin embargo, en las memorias de Graciela y Nina se advierte, en términos de Jelin (2014), una prevalencia del registro emocional y corporal de ese momento: “me chocaba”, “me costaba mucho” (Nina); “me daba más miedo ejercer violencia que sufrirla” (Graciela), habilitado de otra manera en las mujeres por su relación de ajenidad con la violencia, y que, en el caso de Graciela, se articula a un registro reflexivo, donde dichas emociones buscan ser racionalizadas, contextualizadas y legitimadas.

Significados de la militancia

Algunos de los sentidos asociados al ejercicio de la militancia, que surgieron en el marco de las entrevistas, fueron la entrega, “la completud”, el “dar la vida”, “lo colectivo”, “la felicidad”.

En primer lugar, vale volver a mencionar que las entrevistadas continúan participando, desde la apertura democrática hasta la actualidad, en diversos frentes y espacios políticos, en su mayoría, con anclaje sindical y de derechos humanos. En el caso particular de Nina, dialogando transversalmente con colectivos feministas.

No puedo hablar de la militancia de antes y de la de ahora, decir que es distinta, porque el centro de mi vida es la militancia. Fue el centro de mi vida el haber comenzado a ir a los barrios, a preocuparme y a buscar un cambio social en todo sentido. Yo creo que mi vida es eso, no la concibo de otro modo. (N. Brugo, entrevista remota, 29 de octubre de 2021)

La militancia como un continuum que hilvana trayectorias, como una memoria viva que dota de sentido al presente y a los diversos órdenes de la vida: el trabajo, la pareja, los vínculos en general. Este ofrecimiento de la vida a la militancia también se vincula con la ética sacrificial, ya que “lo que prima, para el mártir y el devoto, es ‘el mensaje’: se da la vida por su causa, o bien, se justifica la sobrevida para su propagación” (Cattogio, 2011, p. 109).

En el caso particular de Graciela, reconoce una idea de convencimiento político profundo, y casi empecinado, que adjudica, en parte, a la edad; a la forma de vivir la militancia desde los parámetros perceptivos y conductuales de la juventud. También, vincula este grado de entrega al crecimiento de Montoneros y, por ende, al aumento de responsabilidades que fueron asumiendo.

Yo tenía un profundo convencimiento y era disparatado para la edad que teníamos. Porque cuando vos pensás en las consignas de ese momento, de las organizaciones, ves cómo estaba presente esta cualidad etaria, “venceremos en una, venceremos en diez, pero venceremos”. Estaba esta cosa soberbia de la juventud donde la posibilidad de la derrota no cabía, y esto era un disparate. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 1 de octubre de 2021)

En primer lugar, hay un contraste en las respuestas de Nina y Graciela ante la pregunta por el significado de la militancia, y sus autopercepciones, en aquellos años. En el caso de Nina, elude hablar del período en específico, de su “virulencia” política y del uso de armas para definirse a partir del concepto amplio de “militante” —opuesto al de “guerrillera” (Diana, 1997)—, lo que remite a su larga trayectoria y a diversas actividades políticas. En el caso de Graciela, responde en tiempo pasado y su relato refiere abiertamente al “profundo convencimiento” característico de los jóvenes setentistas. Aun con una mirada crítica sobre las implicancias de esa forma de militancia, define su identidad política como “militante revolucionaria”.

En segundo lugar, es notable el hecho de que el compromiso político, además de sacrificio, esfuerzos físicos y agotamiento, produjo activamente un sentimiento de felicidad e, incluso, de completud, es decir, el proyecto político deviene en un proyecto de vida elegido y deliberado, tal vez mucho más que aquellos otros culturalmente impuestos o naturalizados.

Nada tenía que ver con lo individual, y yo creo que esa es la gran diferencia con el hoy. Todo tenía que ver con lo colectivo. Nos concebíamos desde lo colectivo. Y después la riqueza de esos grupos tan heterogéneos en extracción social, en edad, en historias de vida, y era eso de una riqueza increíble, y se veía en cada reunión. Por eso, hay una cosa muy loca, que yo lo hablaba con muchos compañeros y compañeras que vivieron esa etapa, parece terrible decirlo, pero por ahí fue la etapa más feliz de mi vida. Entre el 70 y el 76 hay un montón de años antes de la masacre, pero aún después, prima esa cosa de lo colectivo, de la riqueza y el aprendizaje de lo colectivo, y el tema de la completud, que los psicólogos dicen que no existe. Bueno, yo durante esos años lo que sentía era una cuestión de completud. Más allá de todas esas diferencias, estábamos sólidamente unidos en un proyecto común con los mismos parámetros.

El sentido de la felicidad tiene que ver entonces con la construcción de un sujeto colectivo, es decir, ese “estar sólidamente unidos” que, al hablar del universo personal, deviene —como se verá más adelante— en un elemento problemático. En este momento de la entrevista, Graciela da cuenta de una forma particular de “estar juntos” que produce felicidad, en la medida que resitúa al sujeto individual en nuevos parámetros, prácticas y ambientes de socialización donde “lo individual” se experimenta a través de “lo colectivo”. Pero, también se pone en juego lo diverso, el conocer distintas experiencias de vida como instancias que interpelan y enriquecen lo individual, que ofrecen otras perspectivas de una misma y que, según Nina, pueden hacer “clics que quedan para siempre”.

Universo personal

Se precisan niños para amanecer.

—Mario Benedetti, Gurisito

En este apartado, interesa conocer los modos en que transcurría la vida cotidiana de las mujeres-militantes, el cómo sintetizaban “lo personal” y “lo político” y qué comprendía/excluía para ellas “lo personal”.

Para comenzar, es pertinente subrayar que las informantes se involucraron desde muy jóvenes en actividades de índole social y política. La militancia fue ganando espacio en sus vidas, transformando inadvertidamente los parámetros, los horizontes y, por ende, los significados naturalizados de ser mujer. En ambos casos, el núcleo primario de instituciones —familia y escuela— estaba permeado por una matriz religiosa y tradicionalista, con especial énfasis en el entorno de Nina.

Mi madre quería que encontrara un marido y me casara. Su único objetivo era que yo consiguiera marido. Consideraba que el estudio universitario era un peligro para la mujer. ... Para mí, el estudio era la libertad y la forma de independizarme y no depender de nadie. Eso estaba muy fuerte en mí. Y fue así, y yo recién formé una pareja, digamos, mucho después, a los 31 años. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

Casi como una forma de desafiar la mirada patriarcal de su entorno y, en particular, la de su madre, elige lo que define como el camino de la libertad, priorizando la formación universitaria, en un primer momento, y la militancia, en un segundo. La construcción de una pareja no fue el centro o el eje de su vida, y devino tardíamente en un proyecto integrado a lo político. Su compañero, un excura tercermundista y uno de los fundadores del movimiento tercermundista en Argentina, compartía con Nina el cuestionamiento a la militarización de las organizaciones de izquierda. Con él se casó y tuvo dos hijos. Por la persecución política, se mudaron a la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y si bien no cambiaron formalmente sus identidades, vivieron de forma clandestina durante más de cinco años. En 1982, se exiliaron a Brasil (apenas unos días), luego a Canadá y, por último, a México. Regresaron a la Argentina en 1984.

En cuanto a la pareja de Graciela, como ya se mencionó, también era un joven con inquietudes políticas, y el noviazgo estuvo, desde sus inicios, atravesado/permeado por dichos intereses comunes, luego, por la pertenencia a Montoneros. Según ella, no eran una “pareja normal”, no compartían como pareja. Incluso, al comienzo, tampoco compartían tiempo y espacio de militancia en el día a día, ya que participaban en distritos diferentes. Al tiempo, se casan y se van a convivir, período que coincide con el crecimiento numérico de Montoneros.

La militancia era todo, 24 horas por 7 días de la semana, por 30 días del mes, por 365 días del año. Éramos un colectivo con objetivos superiores a cualquier objetivo que tenía que ver con nuestras vidas personales. El deseo estaba puesto en la militancia, básicamente. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

En relación con la vida cotidiana de cada una, a su día a día como mujeres-militantes, si bien aparecen diferentes descripciones, y emociones, en ambas el universo personal se configura a partir del universo militante. Como plantean Melina Alzogaray y Ana Laura Noguera (2010), en el interior de las organizaciones políticas se cuestionaba la idea de “pareja cápsula”, es decir, aquella que se cerraba hacia dentro y centraba todas sus actividades en dicho vínculo. Por el contrario, se bregaba por la identidad de la pareja a partir del colectivo, de la organización.

La vida cotidiana era un infierno. Y la vida en pareja también. Cuando a nosotros nos detienen, estábamos totalmente en crisis. Ya desde unos meses antes, yo le decía a Jorge, “¿qué tengo que ver yo con vos, que no tenga que ver con cualquier otro compañero o compañera, si lo único que compartimos es ‘el proyecto’? ... no compartimos nada”, por esto de que era una locura y una vorágine. No era una vida normal la que hacíamos, entonces era muy difícil .... Salíamos de casa a las 6 de la mañana con el niño, con los bolsos, con las cosas del chico, con los bolsos con otras cosas, y por ahí volvíamos a las 12 de la noche con lo cual nosotros compartíamos muy poco como pareja. Todo era actividad militante. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

La vida familiar y la crianza de los hijos eran vistas como actividades político-militantes en sí mismas, ya que a través de ellas se debían transmitir los principios y valores morales del proyecto revolucionario, es decir, para las organizaciones armadas, la familia constituía una célula política fundamental y era el único espacio legitimado para el ejercicio de la sexualidad (Oberti, 2015). Sin embargo, en el relato de Graciela se exponen las dificultades para sintetizar responsabilidades militantes y de crianza, la falta de tiempo destinada a la familia y su imposibilidad de abrazarla como un proyecto de vida significativo. En este sentido, Alejandra Oberti (2015) subraya esta contradicción: la politización de la vida cotidiana y de las relaciones interpersonales, lejos de una revalorización de los espacios privados, supuso la subordinación de estos a la política armada.

A finales del 75, imaginate el nivel de locura que teníamos todos, que el domingo no se funcionaba, había que reservarlo para la familia, la pareja, porque tenía que haber algún espacio de parate. Pero no lo cumplimos nunca, porque no se podía, siempre había más cosas que te demandaban. Más tu realidad … los hijos que iban creciendo como por fuera de una, no tenía nada que ver con lo que una hubiera decidido .... Yo tengo hoy una gran autocrítica sobre eso. Al inicio del 70 en las organizaciones se discute si había que tener hijos o no, y había diferencias entre los que decían que no, porque nos debíamos a la revolución, y los que decíamos que sí porque nosotros éramos parte del pueblo y teníamos que tener hijos … una visión mucho más romántica. Como el poema de Benedetti, Gurisito, “se precisan niños para amanecer”. Hoy te diría que no tendríamos que haber tenido hijos. Yo me acuerdo que cuando nació Nico y me lo pusieron en brazos, dije “¿qué hago con esto?, ¿cómo se hace?” (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

De esta manera, los valores morales de la familia militante no redundaron en un mayor espacio de agencia para las mujeres y una ampliación de su autonomía reproductiva, sino en el reforzamiento del mandato materno. “Dar luz al hombre nuevo” (Oberti, 2015) suponía una nueva forma de instrumentalización/subordinación del cuerpo de las militantes. Pero, también las condiciones de crianza, marcadas por la clandestinidad, el aislamiento de sus familias y la soledad, delinearon formas de maternidad particularmente alejadas del deseo. En 1975, Graciela y Jorge son detenidos y caen presos. Él fue liberado en 1982, ella, a los seis meses, con lo cual todo “el peso” de la crianza recayó en Graciela. La maternidad es enunciada como un factor que, lejos de afirmarla en su autopercepción como militante, producía inseguridades y aumentaba el agotamiento.

En cuanto a Nina, sus años de militancia activa transcurrieron sin hombres, y el formar pareja fue un hecho crucial que marcó su lejanía con la organización. Sin embargo, el día a día en pareja y la experiencia de maternidad estuvieron signados por la situación de clandestinidad, en sus palabras, de “susto permanente”. Alquilaban el fondo de una casa en una zona periférica de la ciudad de La Plata.

En el 78 nació mi hijo mayor, y en enero del 80, el menor, ambos prematuros. Yo tuve que estar cinco meses en la cama por mis nervios. Además, los partos que tuve fueron casi sentada porque yo tenía miedo... porque me habían dicho que … Había escuchado que en un hospital [los militares] habían ido a buscar a una parturienta y se le metieron en la sala de parto. Cuando escuché eso, durante mis partos, cuando el médico decía “relájese”, no … yo estaba sentada, pero no porque era más cómodo sino para ver la puerta, y si venían a buscarme. Vivía mirando la ventana casi todas las noches. Vivía en un susto permanente. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

Pero también aparece la soledad, ya no por la ausencia del compañero, sino por la ausencia de la organización. En este sentido, las dinámicas organizacionales de control sobre la vida de los militantes no contemplaron dinámicas de protección, de seguridad y de acompañamiento a las mujeres embarazadas durante el proceso de parto (ni de crianza), lo cual, en tiempos de clandestinidad, implicaba una situación de alta exposición y aislamiento.

Por su parte, en relación con las tareas domésticas y de cuidado, las entrevistadas manifiestan haber construido con sus compañeros lógicas igualitarias en la distribución de las cargas. Se relatan —para la época— vínculos novedosos desde el punto de vista del género, que, como mencionamos al comienzo, no surgen espontánea o voluntariamente, sino que se inscriben en un contexto social dentro del cual la concepción acerca de “lo femenino” era puesta en cuestión. Para Graciela, ellas forman parte de una “generación bisagra de mujeres”, que protagonizó una transición política y cultural.

No obstante, las experiencias no son unánimes y la investigación de Alejandra Oberti (2015) reúne testimonios que también cuestionan la noción de igualdad en el interior de la pareja militante. Por ejemplo, sus entrevistadas recuerdan situaciones en que la propia organización priorizaba la participación del compañero en las reuniones para que la mujer quedara al cuidado de los niños, lo que reproducía sutiles tramas de autoridad y subordinación semejantes a las de la sociedad que criticaban (Oberti, 2015).

La autora define la situación de las militantes como una situación paradojal, ya que intentaron compatibilizar —cada una de distintos modos— militancia y vida familiar, superponiendo actuaciones muchas veces incompatibles y produciendo una suerte de “subjetividad fragmentaria”. Así, si bien la participación política implicó para las mujeres la salida de los lugares tradicionalmente asignados, el mandato familiar trazó un límite a su proceso de liberalización que, entre otras cuestiones, las volvió a interpelar como sujetos gestantes.

Discusión

Feminismo práctico

En primer término, se considera que para las mujeres la opción de participar en política estaba abierta en el marco de un escenario social internacional de ebullición, en el que la mujer como sujeto político ya estaba en escena de la mano del feminismo. Se entiende que el avance del movimiento de mujeres y el movimiento feminista, en los países centrales y su articulación con otros movimientos de liberación, representó una condición de posibilidad para la aceptación de las jóvenes en la vida política nacional. Pero, también la politización de “lo personal”, la liberalización de la sexualidad y la “modernización de la mujer” fueron modelizando nuevas subjetividades femeninas y, por ende, nuevas experiencias y opciones de vida para ellas.

La decisión de participar no solo en política, sino en organizaciones armadas, universo especialmente ajeno al de las mujeres, representó un hecho político en sí mismo que no surgió espontáneamente, sino a partir de un embrionario cambio social y cultural. Ser y hacerse militantes supuso una definición pragmática de corte feminista que las insertó en nuevos repertorios simbólicos, prácticas corporales y lugares de enunciación alejados del destino preconcebido para ellas, anclado en el espacio doméstico. Podríamos hablar de una radicalización de la premisa feminista: “lo personal es político”, al punto de sublimar lo personal a través de lo político, depositar todo el deseo en la militancia (Graciela) o, como expresa Nina, “hacer de lo político el eje de la propia vida”.

Sin embargo, como se evidencia en los relatos, esta decisión de anteponer la militancia tuvo un costo particularmente alto para ellas por el hecho de ser mujeres, ya que no se presentaba del todo conciliable con el “llamado revolucionario” de formar una familia. De algún modo, la sobrevaloración discursiva de la familia militante por parte de las organizaciones y, por ende, de la función reproductiva de las mujeres, las sitúa en posiciones estructurales de desigualdad con respecto a sus homólogos masculinos, ya que además de militantes, debían ser madres. Si bien describen situaciones de paridad con sus compañeros en lo que respecta a tareas de cuidado, hay una brecha que empieza a abrirse a medida que recrudece el contexto represivo, y las condiciones de crianza se tornan cada más desfavorables y solitarias.

En cuanto a su inserción en prácticas militares, las entrevistadas acuerdan en que eran tratadas de igual a igual. En el caso particular de Graciela, hay un convencimiento en cuanto a que su organización, Montoneros, fue el ámbito más igualitario del que participó a lo largo de su trayectoria política. En este punto, marca la contradicción de que, bajo el sistema democrático, pese a la ampliación de derechos civiles y sociales, se reinstalaron imaginarios y lógicas discriminatorias en el marco de las organizaciones e instituciones políticas.

En el juego de la democracia formal, en la confección de las listas, en la participación partidaria, en lo sindical, ahí sí tenía un peso enorme el ser mujer como un rasgo negativo, es decir, no se jugaba la capacidad, sino el hecho de que eras “mina” (mujer). Hasta el día de hoy, en los sindicatos, no es obligatorio. Todos los secretarios generales son varones. No se bancan ni en figurita el hecho de que haya una mina que pueda hablar, tener voz, que pueda tener un micrófono en frente. Es terrible. En democracia, y con todas estas leyes de cupo, con el Nunca Más … y a pesar de todo, todo sigue siendo así. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

Es oportuno mencionar que la llamada democracia transicional, y la nueva racionalidad política de la no violencia, conllevó también un cambio de enfoque epistemológico para abordar la situación de la mujer, donde se produjo un desplazamiento desde el concepto de “opresiones de género” —crítico del entramado social/estructural— al de “violencia de género” —tendiente a su individualización y, por ello, a su despolitización— (Núñez Rebolledo, 2019). Pero, también supuso releer la violencia en clave binaria: víctimas-victimarios, inocentes-culpables.

La creciente victimización de las mujeres, entre las décadas de 1980-1990, naturalizó su visión como sujetos inferiores, tutelables, sin plena voz ni capacidad de agencia. Tal es así que es posible comprender la paradoja que señala Graciela, en tanto, en tiempos de formalización de la igualdad, pareciera haberse instaurado un sentimiento de desconfianza y recelo respecto de las aptitudes femeninas para la política, y un imaginario de mujeres-víctimas favorable al aumento de la desigualdad “real”.

Desde la perspectiva victimista, también se relee (y construye) la historia en términos binarios. En este trabajo, se ha priorizado la escucha de la perspectiva de las mujeres, donde —con sus contradicciones y lecturas desde la subjetividad presente— se sigue reconociendo un llamativo componente de “igualdad real” en el interior de las organizaciones armadas. Una igualdad entendida no como simple concesión de los varones, o mérito de las mujeres, sino como un tipo de relación política surgida en un contexto histórico determinado, y nunca exenta de negociaciones, tensiones, resistencias y disputas de poder. Asimismo, dado que los resultados están basados en solo dos testimonios, es necesario seguir poniendo en diálogo las percepciones de Graciela y Nina con las de otras militantes de la época, que desestiman la política igualitaria de las organizaciones y su correlato en la organización de la vida cotidiana (Diana, 1997; Oberti, 2015).

Por último, los relatos entran en tensión con el postulado que suele atravesar los estudios sobre memorias de mujeres militantes en los 70, donde se afirma que “en el propio movimiento guerrillero había dificultades para integrar la feminidad de las mujeres” (Jelin, 2002, p. 4) y su aceptación quedaba siempre en duda, en la medida que al demostrar su habilidad en operativos armados eran vistas como “pseudo hombres”, mujeres des-sexuadas o masculinizadas. A contrapelo de dichas lecturas, se concibe que, más allá de la existencia efectiva de este tipo de experiencias y tratos, no deben tomarse como generalizaciones extensibles a todas las mujeres y organizaciones. En la presente investigación, las informantes en ningún momento plantearon haber sufrido una privación al ejercicio de su feminidad; en su lugar, se vislumbró una síntesis novedosa de feminidad, plegada a lo colectivo y definida por lo político.

Se considera que el revisionismo feminista del poder aporta una dimensión de análisis —el género— de suma importancia para comprender el escenario político, en tanto y en cuanto género no devenga en una categoría estática que transforma apriorísticamente a las mujeres en víctimas. Por otro lado, leer el rol de las militantes revolucionarias como “mujeres masculinas”, es decir, desde el lente único de la masculinización, o la desviación de su género, supone adscribir a la existencia de un sistema de diferencias claro y estable entre los géneros sexuales (Forastelli, 2002). Se entiende que la identificación de estas mujeres con prácticas, saberes y rituales, históricamente ejercidos por varones cis, lejos de “contaminar” su feminidad, la rearticula promoviendo, hasta el día de hoy, vínculos inéditos con el cuerpo y el lenguaje.

¿Revolucionarias o víctimas?

De acuerdo con las políticas gubernamentales, el estudio de la memoria histórica se ha convertido en el estudio del trauma y de las víctimas (Kaplan, 2010; Zenobi & Marentes, 2020) en el que predomina el acento en la etapa de la represión, la prisión política, el sufrimiento y los costos psicológicos en los sobrevivientes, por sobre otro tipo de experiencias vinculadas al compromiso político activo. La victimización y la construcción discursiva de los militantes a partir de rasgos de bondad, generosidad e inocencia casi infantil fueron la contracara de la sospecha generalizada del “por algo será” (Jelin, 2014). Sin embargo, el campo de la memoria es en sí mismo un campo de disputa de significados sociales atravesado por relaciones de poder (Montenegro, 2020), vinculado más con los intereses del presente que con el tiempo pasado.

Fue una lucha por el significado y la versión de la historia, porque fuimos nosotros, por nuestra identidad como militantes revolucionarios que queríamos transformar la realidad, y en determinado momento histórico, decidimos que también valía la violencia, pero no lo hicimos inocentemente, lo hicimos después de muchas reflexiones. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

Graciela identifica, en concreto, el enjuiciamiento a las Juntas Militares y la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, acciones implementadas por el gobierno de transición del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989), como los dispositivos que instauraron en Argentina la narrativa victimo-céntrica.

Con los juicios empieza el “festival del horror” y ahí aparece la figura de la víctima, “pobrecitos, las cosas que les hicieron”. Y los familiares que declaraban, “mi nene no tuvo nada que ver, mi hija daba catecismo en la villa”. O porque lo creían, o porque era así, porque hubo casos en que fue así, pero también era dar una visión light de lo que había sido nuestro compromiso. (G. Iturraspe, entrevista presencial, 8 de octubre de 2021)

A su vez, dado que la categoría víctima no tiene un contenido esencial, sino que se adecúa a los contextos sociales de inscripción (Guglielmucci, 2017), el proceso generalizado de victimización produjo efectos simbólicos, y performativos, diferenciales en las mujeres. Estas fueron interpeladas y reconocidas en la memoria colectiva desde su especificidad como “víctimas de tormentos sexuales”, abonando a la sobrerrepresentación de las mujeres como víctimas, pero también como sujetos sexuales que solo pueden dar cuenta de hechos vinculados a su género y su sexo, es decir, la sexualidad se tornó especialmente visible como parámetro desde donde construir inteligibilidad en torno a las mujeres y a sus vivencias. A contrapelo de la narrativa del sufrimiento, asociada a la violencia sexual y de género, durante la presente investigación emerge una narrativa deseante que se expresa en el sentimiento de completud y de “profundo convencimiento”, manifestado por Graciela, y en la firmeza de Nina al ubicar la militancia en el centro de su vida.

Este tipo de percepciones tiene lugar en otras investigaciones con mujeres militantes en contextos de violencia política. En los trabajos de Ana Guglielmucci (2008) y Temma Kaplan (2010), los testimonios relevados dan cuenta de la angustia y del miedo, pero también del placer por el hecho de haber participado en eventos de trascendencia histórica, de haber sido protagonistas. Por su parte, la investigación de Kimberly Theidon (2006), sobre el conflicto armado en Perú (1995), da cuenta de las consecuencias para las mujeres, evidentemente destructivas, y, a la vez, de aquellas —en términos de género— transformativas, en particular, el haber adquirido oportunidades de liderazgo.

En la misma línea, Anabel Garrido Ortolá (2018), en cuya tesis analiza, desde una perspectiva de género, las narrativas institucionales durante los procesos de paz en Colombia, también identifica un borramiento de las memorias de las mujeres como excombatientes o sujetos políticos, en favor de su reificación como víctimas. En este sentido, Theidon (2006) recomienda que las comisiones de verdad se muevan más allá de su lógica víctimo-céntrica para abrir espacio narrativo a otros testimonios de las mujeres, y advierte que el énfasis en las categorías victimizantes —combinadas con la naturaleza altamente feminizada del imaginario victimal— pueden inintencionadamente construir otros silencios (p. 86).

Conclusiones

La subestimación de la participación femenina en eventos de trascendencia histórica, como la ausencia de narrativas que incluyan dinámicas de resistencia y agencia por parte de las mujeres, se resume en lo que Hillary Hiner (2009) denomina “proceso de re-democratización incompleto” (p. 51). Esto es, la construcción de una memoria colectiva oscilante entre su invisibilización directa y su estereotipación. Para “completar” el proceso al que alude Hiner, se ha propuesto menos incluir los recuerdos de las mujeres, que complejizar las formas en que diferentes campos discursivos —la memoria, pero también el feminismo—, han producido un significante y un significado de mujer que, en muchos casos, contrasta con las narrativas de sus protagonistas, es decir, se ha procurado realizar un ejercicio de contra-memoria, entendido como el despliegue de “memorias minoritarias” (Luongo, 2013) que no se acoplan, sino que tensionan “la monumental memoria mayoritaria” y sus mecanismos de producción de verdades.

En cuanto a los hallazgos del trabajo, se identifican tres puntos críticos surgidos de los relatos que permiten seguir revisitando el lugar de las mujeres en el período estudiado.

En primer término, la noción de actitud feminista, entendida como una dimensión práctica del feminismo inherente a su forma de militancia, que no solo pone en cuestión la (no) relación de las militantes con el feminismo, sino que lo hace descentrando espacios, sujetos e imaginarios del propio feminismo, interpelando sus contornos y definiciones. Si bien como señala Nina “no tenían claro qué pasaba con las mujeres”, no recibieron una formación teórico-política específica en materia de género ni su organización se hizo eco de las reivindicaciones feministas, de hecho, eran consideradas “contradicciones menores” del capitalismo, son sus biografías —su joven inserción en la política, el significado vital que fue adquiriendo y la subordinación de lo doméstico a lo político, la ocupación de lugares de jerarquía, el aprendizaje de los códigos militares— las que alteran fácticamente las definiciones normativas y universalizantes de lo que “es una mujer” (Oberti, 2015).

En segundo término, y en relación con lo anterior, los relatos desestabilizan la ideación de las militantes como pseudo hombres que tuvieron que renunciar a su feminidad para imitar la masculinidad del soldado. En su lugar, se advierte una rearticulación del ser mujer, una forma novedosa de actuación del género que difumina las categorías, aparentemente estables y claramente diferenciables, de femenino y masculino. El ejercicio de prácticas militares es descripto como un proceso difícil de asimilar —en el caso de Nina, hasta la actualidad—, que supuso replantearse formas aprendidas de ser mujer en el marco del catolicismo, vinculadas a la experiencia del miedo, la culpa y la debilidad. De este modo, su participación en la lucha armada, y más ampliamente en el campo de la política, no solo desequilibra el significado de mujer y deja abierta la pregunta por lo que pueden sus cuerpos, sino que también tensiona los sentidos de hombre y el patrimonio masculino de la violencia, el heroicismo y la ética sacrificial.

En tercer término, las entrevistadas plantean que había un ejercicio del poder igualitario entre mujeres y varones tanto en el marco de la organización armada como de la vida cotidiana —especialmente en el caso de Graciela, quien describe a Montoneros como el ámbito más igualitario de toda su trayectoria política—. En principio, estas percepciones resultan novedosas ya que problematizan el imaginario de la mujer como un personaje secundario de las organizaciones, pero también la sobrerrepresentación de la militante como víctima instaurada en el lenguaje transicional y en las políticas de memoria. De hecho, la condición de inferioridad de las mujeres en la política se materializa, en la experiencia de Graciela, durante el contexto democrático, y en espacios políticos y sindicales de izquierda que, se supone, son los más relevantes en la atención de las desigualdades de género (Friedman & Tabbush, 2020).

Asimismo, se plantean contradicciones —vistas desde el hoy— en relación con el imperativo de las organizaciones de tener hijos, “dar luz al Hombre nuevo” y formar una familia cuando no solo las condiciones políticas no eran las más favorables, sino que tampoco se reparaba en el costo físico, emocional y psicológico adicional que implicaba para las mujeres transitar un proceso de embarazo, un parto o llevar el rol de madres siendo militantes. De esta manera, las sensaciones de agotamiento, soledad y temor que se cuelan en los relatos poco tienen que ver con la escena de una maternidad deseada, lo que permite relativizar la igualdad de la organización, desidealizar a la pareja militante y dimensionar los efectos diferenciales de género que produjo, en términos de Schmucler (1980), esta forma “instrumentalizada” de hacer política.

Para finalizar, es posible concluir que la situación de estas militantes no estaba exenta de tensiones inherentes al hecho de ser, en palabras de Graciela, una “generación bisagra de mujeres” y de habitar las paradojas discursivas/prácticas que atravesaban a las organizaciones de izquierda, pero también su participación en este tipo de espacios supuso una doble disrupción que reconfiguró, al mismo tiempo, dinámicas de la vida doméstica y de la vida política. Dado que los hallazgos remiten a la experiencia de solo dos militantes, se torna necesario seguir abriendo diálogo con investigaciones sobre el tema, de cara a hacer nuevas y mejores preguntas al proyecto revolucionario, pero más aún, al paradigma democrático y a sus complejas formas de inclusión femenina en la política y en la memoria.

Conflicto de interés

La autora declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.

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Nota de autor

María Florencia Actis

Doctora en Comunicación (Facultad de Periodismo y Comunicación Social-Universidad Nacional de La Plata). Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades- Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina. florenciactis@gmail.com, https://orcid.org/0000-0002-7266-7838, https://scholar.google.com/citations?user=1e6MzQMAAAAJ&hl=es&oi=ao


1 El artículo sintetiza los principales ejes de análisis y resultados de investigación de un trabajo desarrollado entre los meses de julio y octubre de 2021, en el marco de la Especialización en Memorias colectivas, Derechos Humanos y Resistencias, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.

2 El partido up se creó en el año 2010 como herramienta electoral de la CTA-Autónoma (cta-a), una vertiente política “autónoma de los gobiernos de turno” dentro de la principal estructura sindical del país, la cta. Sin embargo, desde el año 2019, y hasta la actualidad, integra la coalición de gobierno del Frente de Todos.

3 Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe fue un sacerdote y profesor argentino, referente del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Fue asesinado por la Alianza Anticomunista Argentina (“Triple A”) en mayo de 1974.

4 La Agrupación Evita fue creada por Montoneros en 1973, y disuelta en 1974, luego de la muerte del general Juan Domingo Perón, y el paso a la clandestinidad de la organización. Estructurada como un frente de masas de alcance nacional, estuvo abocada al trabajo político con mujeres de los barrios populares y constituyó una forma de anclaje territorial de Montoneros. Pero, también significó una herramienta de disputa de poder en el interior del peronismo, en este caso específico, de la Rama Femenina del Partido Justicialista (Grammático, 2012). A su vez, vale aclarar que la Agrupación Evita no mantiene ninguna relación con el actual Movimiento Evita, creado entre 2004-2006, cuyos principales sujetos políticos son los jóvenes y los trabajadores de la economía popular.