Deseo, aceptación y voluntad de exterminio: sobre los fundamentos últimos de la violencia exterminista

Desire, acceptance and will of exterminion: on the ultimate foundations of exterminist violence

Alberto Javier Ribes

Universidad Complutense de Madrid

Recibido: 26 de enero de 2022–Aceptado: 2 de diciembre de 2022–Publicado: 1 de enero de 2024

Forma de citar este artículo en APA:

Ribes, A. J. (2024). Deseo, aceptación y voluntad de exterminio: sobre los fundamentos últimos de la violencia exterminista. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 15(1). https://doi.org/10.21501/22161201.4094

Resumen

La simple brutalidad exterminista es una de las constantes que caracterizan la historia moderna. El objetivo de este artículo es aproximarse a la comprensión de los fundamentos últimos de la violencia exterminista, es decir, a aquello que hay detrás del deseo y de la voluntad de exterminio. Para ello, se examinan las obras de Herbert Spencer, William G. Sumner y Joseph de Maistre. La estrategia que se adopta en estas páginas pretende transformar en presencias los acontecimientos de los últimos doscientos años, junto con los acontecimientos actuales, poniéndolos a todos en movimiento. En el artículo, se sostiene que las claves para entender este fenómeno residen en las relaciones complejas entre inclusión-exclusión/expulsión/exterminismo, que se ven atravesadas por un conjunto de discursos y prácticas: la competencia y la legitimación de la desigualdad, la jerarquía, la ontología de la muerte, la negación y las complicidades. Se concluye con la exposición típico-ideal de dos escenarios sociales y su relación con las dinámicas exterministas: uno basado en la inclusión y, el otro, en la exclusión/expulsión.

Palabras clave

Violencia; Exclusión; Inclusión; Exterminismo; Violencia colectiva; Darwinismo social; Teoría social.

Abstract

Simple exterminist brutality is one of the constants that characterize modern history. The aim of this article is to approach the understanding of the ultimate foundations of exterminist violence, that is, what is behind the wish and the will to exterminate. To this end we analyze the works of Spencer, Sumner, and de Maistre. The strategy adopted in these pages aims to transform the events of the last two hundred years into presences, along with current events, setting them all in motion. The article argues that the keys to understanding this phenomenon lie in the complex relationships between inclusion-exclusion/expulsion/extermination, which are traversed by a set of discourses and practices: competition and the legitimization of inequality, hierarchy, the ontology of death, denial and complicity. We conclude with the typical-ideal picture of two social scenarios and their relationships with exterminist dynamics: one based on inclusion and the other based on exclusion/expulsion.

Keywords

Violence; Exclusion; Inclusion; Exterminism; Collective Violence; Social Darwinism; Social theory.

 

Introducción

Como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de

decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo.

—H. Arendt, Eichmann en Jerusalén

Se estima que, en el siglo xx, entre 167 y 175 millones de personas fueron asesinadas en genocidios y masacres organizadas, sostenidas o permitidas por los estados, excluyendo en esta cifra tanto a los soldados y militares como a las bajas de civiles que fallecieron como consecuencia de las diversas guerras que en dicho siglo tuvieron lugar (Morrison, 2006, p. 54). Las masacres, los genocidios y las dinámicas exterministas son una constante en la historia de la modernidad, y, sin embargo, en demasiadas ocasiones, los análisis académicos sociopolíticos e históricos bien ignoran estas realidades, bien se limitan a analizar el desarrollo pormenorizado de un determinado caso concreto.

Este enfoque nos ha permitido conocer con mucho detalle algunos de estos procesos, lo cual es necesario y fundamental para el avance del conocimiento científico-social, pero puede ser completado con análisis más inclusivos y con un mayor nivel de abstracción que nos permita perfilar modelos que iluminen, con mayor profundidad y desde un enfoque sociológico, las dinámicas que operan en estos distintos y diversos casos sociohistóricos concretos, así como en los casos con los que convivimos en nuestros días.

Con ese objetivo, y desde esa perspectiva, están escritas estas páginas. El objetivo que se plantea es, pues, aproximarnos a la comprensión de los fundamentos últimos de la violencia exterminista, es decir, a aquello que hay detrás del deseo y de la voluntad de exterminio. No se tratará, aquí, este problema como un asunto histórico, sino como una dinámica presente a lo largo de la modernidad, que aparece y desaparece, en diversos lugares del planeta, en distintos momentos históricos, y que opera, también, en nuestros días. Por decirlo con Lefebvre (2017, pp. 33-35), la estrategia que se adopta en estas páginas pretende transformar en presencias los acontecimientos de los últimos doscientos años, junto con los acontecimientos actuales, poniéndolos a todos en movimiento. Una estrategia similar a la que adopta Kara Walker (2017) en su obra Christ’s entry into journalism.

Como mostró Mann (2005), las masacres, los genocidios y las dinámicas exterministas han tenido lugar en la modernidad bajo el amparo de diversos sistemas político-institucionales y regímenes políticos, y han sido liderados y protagonizados por diferentes movimientos políticos con génesis, trayectorias e ideologías muy dispares. Por ello, se utilizará un enfoque sociológico, dado que, a pesar de que los anteriores han sido algunos de los ámbitos por excelencia de investigación sobre estas cuestiones, como puede verse en la literatura sobre genocidios, no parece que en sus márgenes seamos capaces de encontrar en ellos la variable independiente.

Para entender los fundamentos últimos de la violencia exterminista estableceremos, en primer lugar, una aproximación analítica a tres formas de violencia típicamente modernas: las lógicas banópticas, las lógicas de expulsión y las lógicas exterministas. En segundo lugar, nos ocuparemos de la fina línea que separa la “simplicidad brutal” (Sassen, 2015, p. 243) de la simple brutalidad exterminista. Para ello, nos remontaremos a la idea de la autonomización de los medios de Simmel. En tercer lugar, abordaremos las relaciones entre competencia y la asunción de la desigualdad entre los seres humanos, a través del análisis de algunos fragmentos significativos de las obras de Spencer y Sumner. En cuarto lugar, analizaremos la relación entre jerarquía y desigualdad, mediante las obras de Maistre y Sumner. En quinto lugar, reflexionaremos sobre la ontología de la muerte, para después ocuparnos, en sexto lugar, de las complicidades y de la negación colectiva. Finalizaremos recogiendo y dando sentido a las diversas piezas diseminadas a lo largo del artículo, enunciando lo que daremos en llamar la paradoja de Sumner, y señalando las relaciones complejas entre inclusión-exclusión/expulsión y exterminismo. Lo que se presenta, pues, es un análisis desde la teoría sociológica sobre el deseo, la aceptación y la voluntad exterminista que se basa en algunas corrientes sociológicas subterráneas, cristalizadas en algunos conceptos, prácticas y dinámicas fundamentales de los últimos doscientos años.

El marco de referencia espaciotemporal de este artículo son las violencias exterministas desarrolladas a lo largo de los últimos doscientos veinte años: desde el siglo xix hasta la actualidad encontramos numerosos casos y ejemplos, en la historia global, en los que se han desplegado estas lógicas. Por mencionar solamente unos cuantos de esos casos, que sirven como base empírica para el trabajo aquí presentado, podríamos citar los que han tenido lugar en estos dos siglos: el caso de los nativos americanos en América del Norte, los aborígenes en Australia, el genocidio armenio, el genocidio del pueblo Herero, el Holocausto judío, las violencias exterministas en la urss, las violencias exterministas en Indonesia, el genocidio en Camboya, el genocidio de Rwanda, las violencias en Darfur, el genocidio en Bosnia o la limpieza étnica en Myanmar. Este texto se enmarca dentro de la sociología de la violencia colectiva (Gerlach, 2010; Semelin, 2005), la sociología de la violencia exterminista (Ribes, 2019) y de la sociología de los genocidios (Ribes, 2021; Shaw, 2015; Hinton, 2012; Kuper, 1982).

Los esfuerzos de comprensión y análisis teórico son, en nuestros días, más necesarios que nunca. El abandono de la teoría no es solamente un problema interno a las ciencias sociales, sino que guarda una estrecha relación con el devenir de las sociedades actuales. Como escribieron Horkheimer y Adorno (2006), “la censura de la imaginación teórica abre camino a la locura política” (p. 53). Usemos, pues, la imaginación teórica, con la esperanza de contribuir a evitar la locura política.

Lógicas banópticas, lógicas de expulsión y lógicas exterministas

El don de encender en el pasado la chispa de la esperanza solo le

ha sido concedido al historiador íntimamente convencido de que

tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este

venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

—W. Benjamin, Tesis sobre el concepto de historia

En los últimos años, Han (2015, 2016; 2014) ha venido insistiendo en lo que para él supone una mutación esencial en las sociedades contemporáneas. A su modo de ver, estamos asistiendo a un cambio en la forma de control social. Aceptando el modelo básico de Foucault (1995, pp. 136-137), en el que disciplinar los cuerpos a través de la supervisión y mediante la coerción se convierte en una constante para generar utilidad-docilidad, Han (2014, 2015) observa que tras dicha fase de normalización habríamos entrado en un nuevo momento, cuya principal característica no es la inclusión forzosa ni el disciplinamiento sino la exclusión. Los dispositivos panópticos de vigilancia y supervisión dejarían así paso a los dispositivos banópticos de vigilancia y supervisión.

El banóptico, posible gracias al big data y a la colaboración entusiasta de los ciudadanos que se exponen constantemente a multitud de artefactos tecnodigitales, opera como un mecanismo de selección negativa mediante el cual determinados individuos son progresivamente eliminados del juego. Como escribe Han (2015): “El panóptico digital se sirve de la revelación voluntaria de los reclusos” (p. 62). El castigo es sustituido por la imposibilidad de acceder a un crédito, por ejemplo, por la pura exclusión de determinados espacios sociales. Las sociedades actuales no tendrían, pues, tanto interés en normalizar a la población (Foucault, 1995, p. 183) mediante una mera ampliación de un panóptico perfeccionado, que devendría un “superpanóptico” que interpelaría a los individuos a través de las bases de datos, entendidas como un discurso performativo (Poster, 1995, pp. 85-94), sino que operarían en una suerte de organización social de la exclusión basada en descartar individuos que son considerados como excedentes, a la manera de los “residuos humanos” de Bauman (2005).

Los análisis de Han guardan una estrecha relación con la crisis del modelo del Estado de Bienestar, cuya principal aspiración era la inclusión de todos los ciudadanos. Ahora, nos dice Han, lo que empieza a operar es la exclusión sistemática. Uno de los caminos hacia la violencia física legitimada y brutal es la exclusión organizada, bien adopte estos nuevos contornos que delinea Han, bien adopte otros formatos como las exclusiones étnicas, religiosas o ideológicas —y las varias combinaciones entre estos tres elementos— típicas de las sociedades de los siglos xix y xx. El otro son las expulsiones que se solapan, en ocasiones, con las exclusiones, pero en las que la categorización y la dominación de determinadas personas o grupos adquiere un carácter más físico y directo, más inmediato.

Saskia Sassen (2015) ha planteado cómo agrupaciones de actores poderosos, mercados, tecnologías y gobiernos han generado “formaciones predatorias” que han desencadenado, desde los años ochenta del pasado siglo xx, una nueva fase “que reinventó los mecanismos de la acumulación originaria” (p. 23), cuyos principales efectos, hasta ahora, han sido el incremento de la concentración de capital en pocas manos y las expulsiones sistemáticas (económicas, sociales y en el ámbito de la bioesfera). De modo que, en nuestros días, para Sassen (2015) “la complejidad y la tecnología están al servicio de causas de simplicidad brutal” (p. 243). Esta nueva acumulación capitalista estaría operando, al igual que la acumulación originaria descrita por Marx (2000), como una “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004) que despliega varios tipos de violencias con el fin de hacer posible la acumulación y la desposesión. De manera muy expresiva, Marx (2000) describió la historia de la acumulación originaria como el pecado original, como un proceso marcado por la violencia: “El recuerdo de esta cruzada de esta expropiación ha quedado inscrito en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego” (pp. 608-609). Como señala Sassen (2015), los expulsados son arrojados al afuera por medios que van desde la expulsión de sus salarios y de sus riquezas, del mercado de trabajo, de sus hogares y de sus tierras hasta la eliminación de sus medios de vida e, incluso, la eliminación física.

Y es precisamente en ese límite del exterminio físico donde encontramos la tercera de las dinámicas: las lógicas exterministas, que pueden entenderse como un modo de producción (Frase, 2016; Thompson, 1980) o como una forma de violencia física legitimada y moderna (Ribes, 2019). Desde un punto de vista cuantitativo, sabemos que las lógicas exterministas funcionan como una suerte de aceleradores exponenciales del asesinato y la destrucción, cuya extensión y profundidad las hacen difícilmente comparables con el devenir de la criminalidad habitual. Como explica Morrison (2006, p. 55), y por poner un ejemplo dramático, el genocidio en Camboya, que tuvo lugar en tres años entre 1975 y 1979, y en el que fueron asesinadas dos millones de personas, es el equivalente de 3 616 años de criminalidad “normal”. Desde el punto de vista de la teoría social, las dinámicas exterministas, que han sido escasamente teorizadas, en los últimos doscientos años se encuentran dramáticamente al margen de los núcleos centrales de los intereses de la disciplina sociológica. Estos tipos de violencias ya no se presentan normalmente como anomalías en el transcurso de la modernidad, sino como, en el mejor de los casos, la cara oculta de la modernidad o como posibilidades inscritas en los fundamentos de las sociedades modernas (Bauman, 2010; Mann, 2005).

Si contemplamos serenamente los casos en los que la violencia exterminista ha estallado a lo largo de los siglos xix, xx y de las casi dos décadas del siglo xxi en diversas partes del planeta estaremos obligados a reconocer que se trata no de una anomalía ni de una posibilidad inscrita en la modernidad, sino en una constante de la propia modernidad. Aplicando la metáfora del ritmo de Lefebvre (2017), podríamos considerar que el exterminismo opera como una armonía constante, mientras que la explosión cuantitativa, que tiene lugar por momentos, opera como una suerte de melodía con notas más altas o bajas, con más o menos cantidades de personas eliminadas que constituyen, normalmente, el objeto de atención de los estudiosos. En esa melodía faltan muchas notas, puesto que ni siquiera todos los casos son bien conocidos y, por tanto, tampoco son considerados, analizados y estudiados, dadas las dificultades que tenemos para acceder al conocimiento de estos.

En demasiadas ocasiones, algunos casos son normalizados, legitimados u ocultados con denuedo por diversos actores, empezando por los perpetradores mismos. La combinación de ese ritmo constante y la colección de esas notas estridentes supone el sonido triste y demoledor de la modernidad. La modernidad suena, por momentos, a la revolución industrial y a la posindustrial, a la primacía de la ciencia y a la racionalidad instrumental, a la burocratización, al capitalismo y sus mutaciones y al colonialismo, pero uno de sus ritmos fundamentales, uno de sus sonidos ininterrumpidos y constantes, es el ritmo del exterminismo. Si esto es así, ¿qué elementos subterráneos atraviesan los últimos doscientos años y nos ayudan a comprender los fundamentos básicos del exterminismo? En las páginas que siguen, nos ocuparemos de este asunto.

Simple brutalidad exterminista y autonomización de los medios

La simplicidad brutal de la que habla Sassen (2015) se puede convertir fácilmente en simple brutalidad exterminista. Si para Sassen (2015) la lógica de las expulsiones contemporáneas se esconde bajo la supuesta complejidad, pero responde a una cuestión simple y brutal decisiva, como es la acumulación por desposesión, a nosotros nos interesa saber en estas páginas cómo esa simplicidad brutal puede transformarse, y se transforma, en ocasiones, en dinámicas exterministas, o en lo que aquí llamamos simple brutalidad exterminista. Nos interesa, pues, el tránsito posible entre la simplicidad brutal y la simple brutalidad, atendiendo tanto a lo que han significado y cómo se han estructurado en el pasado esos tránsitos, a cómo lo hacen también ahora y a cómo lo harán, previsiblemente, en un futuro próximo. Una cuestión fundamental es, pues, si esta lógica de intensificación de la violencia —desplegada, inicialmente, como procesos de exclusión y expulsión sistemática de grupos y personas— puede llegar a autonomizarse y ganar terreno en el centro de lo social.

Decía Simmel (2003) que el ser humano es el animal que es capaz de establecer largas cadenas causales de medios y fines: es el animal que “determina fines” (Simmel, 2003, p. 237). El problema, añadía, es que con frecuencia los medios se autonomizan y se convierten ellos mismos en fines. La determinación de fines nos trae la posibilidad del futuro, del mismo modo que la memoria nos trae la existencia del pasado. En cualquier caso, la creación de fines es lo que obliga a generar medios —instrumentos, instituciones sociales— que aproximen a los individuos a tales fines. Sin embargo, y al mismo tiempo, los medios generan también nuevos fines. De modo que, “toda organización duradera de seres humanos ... tiene una tendencia a incorporarse fines para los que no estaba destinada desde un principio” (2003, p. 239).

La importancia del medio guarda relación directa con los fines que promete, por lo que se va dando una autonomización de los medios con respecto a los fines concretos. Las culturas más complejas están compuestas, según Simmel (2003), por el incremento de deseos y de medios para alcanzar tales fines: “La multiplicidad y la longitud de los órdenes teleológicos”, (p. 455), y por el incremento de pasos intermedios que se encadenan y han de seguirse para alcanzar un determinado fin concreto. Y es esta aglomeración de medios y fines la que exige la aparición de un fin último que dé sentido a todo este caos. Y aquí el dinero aparece en todo su esplendor, dado que es puro medio que no está ligado de antemano a ningún fin concreto. De ahí la primacía del dinero en las sociedades modernas, pues este aparecería como la pura potencialidad y, por tanto, como el centro mismo del sistema social.

Lo que nos interesa de este análisis de Simmel es la forma en la que, a su modo de ver, los medios se independizan de los fines. Aplicado a nuestro objeto de interés, podemos entender que si bien las violencias de exclusión y de expulsión pueden ser simples medios para lograr otros fines (morales y/o depredadores), hay momentos en los que los medios se convierten en fines, se independizan de estos últimos y la violencia se transforma y deviene exterminismo. Ya advertía Arendt (2015b) que “los medios utilizados para lograr objetivos políticos son más a menudo que lo contrario de importancia mayor para el mundo futuro que los objetivos propuestos” (p. 13). Thoreau (2016), por su parte, entendía que uno de los principales elementos de la modernidad era la aparentemente inevitable lógica que lleva a que los seres humanos acaben convirtiéndose “en las herramientas de sus propias herramientas” (p. 90). De alguna forma, como bien se sabe, la autonomización de los órdenes sociales, de las instituciones sociales y de las herramientas, y su consecuente transformación en algo que regresa y se cierne amenazadoramente sobre sus propios creadores, es una de las constantes en el análisis sociológico desde sus primeras tentativas clásicas hasta nuestros días.

Debemos tratar de comprender el fenómeno de la violencia exterminista no solamente como un medio para lograr un fin ni como una consecuencia de algún proceso superior que lo activa y conforma (el capitalismo, el colonialismo, los totalitarismos del siglo xx, el neoliberalismo), sino como algo que, además de estar vinculado a los fenómenos descritos, los trasciende y permanece, y es capaz de aparecer vinculado a distintas configuraciones económicas, políticas y sociales.

Pero ¿en qué juegos de medios/fines encontramos a las violencias de exclusión y de expulsión y, finalmente, a las violencias exterministas? ¿Qué dinámicas interaccionales, discursos y prácticas se encuentran en las bases de tales violencias? Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos señalar algunas de ellas: la competencia y la desigualdad legitimada, la jerarquía, la ontología de la muerte, las complicidades y la negación colectiva. Examinemos, pues, a continuación, todos estos elementos.

Competencia y desigualdad legitimada

El primer Dios: ¿lo pasa mal aquí la gente?

Wang: los buenos, sí.

El primer Dios, serio: ¿Tú también?

Wang: Sé lo que estáis pensando. Yo no soy bueno. Pero

para mí tampoco resulta fácil.

—B. Brecht, El alma buena de Sezuán

 

La competencia, entendida como “lucha por la vida”, es uno de los pilares fundamentales de la modernidad. Las raíces de la idea de lucha por la vida deben, obviamente, rastrearse en el darwinismo social. Es cierto que el concepto de darwinismo social es equívoco, y hay que darle aquí la razón a Banister (1979), quien consideraba que la etiqueta de darwinismo social se había utilizado como un “proyecto antiutópico de un mundo guiado exclusivamente por consideraciones científicas” (p. 7), como una suerte de etiqueta que recogía todas las peores ideas del siglo xix en relación con la organización de la sociedad; un nombre, a fin de cuentas, en el que se recogían distintas variaciones del mal. El propio Banister muestra cómo dicha etiqueta contribuye a generar más confusión que claridad cuando pretendemos aproximarnos al cuerpo ideológico-cultural que se va formando a lo largo del siglo xix.

Esto es así porque si bien a día de hoy el descrédito del darwinismo social, entendido como movimiento intelectual, es completo, no puede decirse lo mismo de algunas de las ideas fundamentales asociadas a esta etiqueta, que han pasado, en cambio, a ser parte central de determinados discursos ideológicos y proyectos políticos, así como del saber de sentido común, del conocimiento tácito, de los individuos y de las sociedades (Garfinkel, 2006; Durkheim, 2003) de manera intermitente, desde mediados del siglo xix hasta el día de hoy. La noción de darwinismo social ha servido para arrojar a ese espacio las peores ocurrencias intelectuales y las más enormes barbaridades pensadas, escritas y realizadas en los siglos xix y xx, lo que permite desvincular algunas de esas ideas que aparecen bajo otro formato y con otra presentación en diversos momentos, y oscurece también los cruces, las alianzas y las hibridaciones entre diversos cuerpos ideológicos.

El concepto de darwinismo social es una reificación que oscurece más que ilumina, dado que veda el acceso a los componentes y los contenidos reales y específicos, así como a las variedades y a las diferencias sutiles entre distintas posiciones que se enmarcan bajo esta etiqueta. Pero, sobre todo, dicho concepto desvincula a sus componentes, lo que reduce la etiqueta de darwinismo social a un enemigo de paja que sintetiza y exhibe todo el mal posible, y excluye de responsabilidad a los contenidos concretos, a los conceptos e ideas específicas, siempre y cuando se presenten en formulaciones y reformulaciones individuales, aisladas del conjunto. La construcción del fallido tipo-ideal del darwinismo social, pues, supone, hoy en día, un obstáculo para la comprensión de los fundamentos últimos de la violencia exterminista.

Uno de los componentes asociados al darwinismo social, como decíamos al principio de este epígrafe, que sin embargo lo excede y trasciende, es la idea de competencia entendida de una manera muy particular como lucha por la vida. Hofstader (1941) entendió que en el darwinismo social el concepto de competencia y la idea de la lucha por la vida legitimaban el orden económico liberal. En la obra de Sumner, según argumenta Hofstader (1941), la lucha por la vida y la idea de progreso encontraban en la producción de capital y la productividad del trabajo los medios para el avance de la civilización Occidental. Según la crítica de Hofstader en la visión del mundo del darwinismo social, agresiva y competitiva, no había lugar para la igualdad y difícilmente para la democracia.

Paxton (1998) señalaba la función del darwinismo social como cuasimanifiesto intelectual en las bases del fascismo. La lucha por la vida estimularía, así, que se desate la violencia y que se glorifique la voluntad. El darwinismo social fue esencial a la hora de reconfigurar el liberalismo, ya que puso, en su momento, el foco en la competitividad extrema que quedaba legitimada por el propio bien de las sociedades humanas y del futuro de los individuos. En la disciplina sociológica, Spencer y Sumner representan los esfuerzos más acabados por tratar de interpretar el mundo desde unas coordenadas que enfatizaban la lucha por la vida, legitimaban la desigualdad y abogaban por la competencia despiadada entre individuos, grupos sociales o países.

Spencer (2002) desarrolló una teoría social complementaria a los postulados de Darwin, y lo hizo desde la defensa del orden liberal y la desconfianza absoluta con respecto al Estado. Acuñó, incluso, el concepto de la “supervivencia del más apto”, que iba a ser utilizada de modo complementario al concepto de “selección natural”, y que abría, además, espacio para el desarrollo de las legitimaciones sociológicas de la eugenesia. El concepto spenceriano de la supervivencia del más apto fue adoptado por el propio Darwin —a sugerencia de Wallace—, y se incluyó a partir de la cuarta edición en El origen de las especies en 1868, según Paul (1988).

La formulación de Spencer es muy cruda, como muestra su apuesta por la competición agresiva de todos contra todos como fuerza del motor social y político. Así, escribe Spencer (2002):

En competencia con los individuos de su propia especie, luchando con los individuos de otras especies, el individuo degenera y sucumbe o prospera y se multiplica, según sus cualidades .… Si los beneficios recibidos por cada individuo fuesen proporcionales a su inferioridad: si, por consiguiente, se favoreciese la propagación de los individuos inferiores y se entorpeciera la de los mejores dotados, la especie degeneraría progresivamente, y desaparecería bien pronto ante la especie que compitiese y que luchase con ella. (p. 96)

El proyecto de Spencer pretendía favorecer la reducción de la injerencia de los Estados y la sustitución de las regulaciones militares-estatales por el contrato y la cooperación. Su concepción, pues, quedaba ligada a una determinada lectura de Darwin que suponía la asunción de que aquellos que no pudieran competir en la lucha por la vida, aquellos que no fueran los mejores, irían desapareciendo, lo que supondría un beneficio para la humanidad a medio y largo plazo. De este modo, la pobreza se convierte en culpabilidad y la miseria se explica por la propia inferioridad moral de los que la padecen: “No son otra cosa que parásitos de la sociedad, que de uno u otro modo viven a expensas de los que trabajan, vagos e imbéciles que son o serán criminales jóvenes mantenidos forzosamente por sus padres” (Spencer, 2002, p. 32).

Para Sumner (1919a), el concepto de la lucha por la existencia era tan fundamental que incluso lo situó como el propio objeto de su sociología, en ese juego clásico del siglo xix en la disciplina sociológica mediante el cual cada autor se sentía en la obligación de definir la disciplina. La sociología, escribía Sumner, “es una ciencia que se ocupa con una serie de fenómenos producidos por la lucha por la existencia, mientras que la biología trata con otros” (1919a, p. 173). La sociología debía lidiar, pues, con la competición entre las formas de vida, mientras que la biología debería ocuparse con la lucha de la vida frente a la naturaleza. Sumner, igual que otros clásicos y darwinistas sociales, pretendía elaborar una ciencia sociológica capaz de identificar leyes naturales.

Según Sumner (1919a), “la ley de la supervivencia de los más aptos no ha sido creada por los hombres y no puede ser derogada por ellos. Si interferimos en ella, lo único que podemos producir es la supervivencia de los no aptos” (p. 177). Desde el punto de vista de Sumner, esta idea era suficiente para explicar el enorme error de las doctrinas socialistas y de cualquier esfuerzo intervencionista destinado a evitar la competición y reducir la desigualdad. El remedio para la pobreza y otros problemas sociales era, desde su punto de vista, el trabajo y el capital, cuyas bases residían en el esfuerzo y en la autonegación. Sin embargo, a su modo de ver, determinados tipos de personas eran incapaces de esforzarse y autonegarse, lo que lo lleva a preguntarse si podría ser positivo eliminar a esas personas. Sumner no se mostraba partidario de proponer que se adoptara una medida tan extrema, pero hay un fondo sombrío y tenebroso en su obra, que podemos caracterizar como un deseo eugenésico. No existe en él una decidida voluntad eugenésica, que se desarrollará y se pondrá en práctica poco después en Europa y América, pero sí la fantasía de la desaparición de determinados tipos de personas. Así, escribe Sumner (1919a,): “Hubiera sido mejor para la sociedad, y no hubiera supuesto ningún dolor para ellos, si estas personas nunca hubieran nacido” (p. 187)1.

No hay en Sumner un plan de exterminio (ni un deseo ni una voluntad de exterminio), como tampoco encontramos una hoja de ruta para la esterilización de determinadas categorías de personas, pero sí hay un claro deseo eugenésico que se deriva de su concepción de lo social y de la asunción de los principios teóricos, de los que nos estamos ocupando: la supuesta ley natural de la lucha por la existencia, la sacralización de la competencia y la legitimación de la desigualdad. El deseo eugenésico supone, en fin, la combinación de la asunción de la competencia como motor de la humanidad, junto con el reconocimiento explícito de que determinados seres humanos —los más débiles, los menos aptos, los que no sobrevivirían en todo caso— podrían perfectamente no haber nacido, con lo que su propia desaparición y la extinción de sus cualidades y características operarían de una manera suave y sin necesidad de ejercer sobre ellos ningún tipo de violencia. Que no existan, parece querer decir Sumner, lo mejor para ellos y para nosotros hubiera sido que no existieran. La desigualdad y las desiguales capacidades y aptitudes de los seres humanos, en un contexto de competencia salvaje, una vez concebida la debilidad —las capacidades diferentes, como diríamos hoy en día, y las condiciones sociohistóricas, que generan cualquier tipo de desigualdad—, se convierten en una combinación peligrosa que conduce a imaginar un futuro sin una buena parte de la sociedad.

Desde el punto de vista de Sumner (1919b), dado que la naturaleza no tiene empatía, las sociedades tampoco debieran tenerla: “Un borracho en la cuneta está exactamente donde debiera estar, de acuerdo con la tendencia de las cosas. La naturaleza ha activado en él el proceso de declive y disolución a través del cual elimina a las cosas que han sobrevivido a su utilidad” (p. 252). Este modo brutal de concebir a las sociedades humanas fue criticado tempranamente por autores como Loria (1896), quien consideraba que la lucha por la vida en las sociedades se describía mejor desde la metáfora del “parasitismo”. La lucha contra el darwinismo social suponía para Loria (1896) la lucha por el progreso, la fraternidad universal, la redistribución económica, el amor y el altruismo. De modo similar, Ward (1907) realizó un acerado ataque contra el darwinismo social y contra la eugenesia, subrayando que todos los individuos, independientemente de su posición social, son por “naturaleza” “iguales en todo excepto en privilegios” (p. 710). Otros autores, sin embargo, como Giddings sostenían que debieran hacerse esfuerzos por educar y cuidar a algunos individuos escogidos, mientras se empujaba a otros, a los considerados no aptos, a despeñarse por el barranco de la perdición, siguiendo el consejo de Nietzsche, pues esto supondría un enorme ahorro de tiempo y dinero (Banister, 1979, p. 178).

De los principios teóricos de Sumner que estamos subrayando, se deduce cuál es su posición con respecto a la guerra y la violencia física. A la manera roussoniana, Sumner (1919a) consideraba que las sociedades premodernas eran básicamente pacíficas, de modo que el individuo premoderno era un “animal pacífico”. A su modo de ver, si bien “no podemos sostener que el carácter guerrero o el hábito de la lucha sea universal ni tampoco que sea un rasgo del hombre primitivo” (Sumner, 1919f, p. 7), una vez que se establecieron las dinámicas del in-group y el out-group la violencia se volvió frecuente y las disputas, los enfrentamientos y las guerras se tornaron mucho más sangrientas y despiadadas. De modo similar a lo que hemos planteado al inicio de este artículo, Sumner consideraba que las guerras y la violencia física se habían incrementado en la modernidad, y aventuraba que en el siglo xx se iban a desplegar violencias que la humanidad jamás había visto antes. Para Sumner (1919f, p. 10), los miembros del in-group se convierten en aliados y compañeros, gracias al interés compartido, mientras se enfrentan con los individuos y grupos que no pertenecen al nosotros.

Malesevic (2010) subrayó que Sumner interpreta la guerra desde la metáfora de la competición por la vida: “A su modo de ver es la competición por la vida la que genera las guerras” (p. 42), de modo que “la lucha por la existencia que emerge del instinto individual por la supervivencia” (p. 42), se distingue de “la competición por la vida” (p. 42), que es un “fenómeno de grupo” (p. 42) que separa un nosotros de un ellos. Los individuos luchan individualmente por la existencia y colaboran entre ellos cuando forman parte de un nosotros que compite con otros grupos. Lucha individual y competencia grupal describen un orden social atravesado por las rivalidades, el despliegue de la fuerza y el dominio sobre las debilidades de los otros, bien sean individuos o grupos.

Mientras que Spencer (1885) se defendía de sus críticos dejando claro que para él “cualquier tipo de agresión es odiosa” (p. 514), Sumner planteaba que sin competencia y lucha nunca hubiera habido progreso ni modernidad. Para Spencer la competencia moderna e industrial pacificaba las sociedades una vez superada la fase militar y una vez que las prácticas predatorias fueran sustituidas por la cooperación y el contrato (Hawkins, 1995, p. 52), mientras que, para Sumner la competición trae la violencia y la guerra (la competición genera las guerras), y la guerra y la violencia han traído la modernidad, el progreso y la posibilidad de la libre competencia. Durante los periodos de paz, opera la selección natural, dado que hay libertad. Sin embargo, si hay “prejuicio social, monopolios, privilegio, ortodoxia, tradición, engaños populares, o cualquier otro impedimento sobre la libertad, la selección no tiene lugar” (Summer, 1919f, p. 32).

Cuando hay guerra, sin embargo, opera una “selección imperfecta” (Sumner, 1919f, p. 32). Así que la selección tiene lugar cuando hay paz y libertad y cuando hay guerra. Si hay paz, pero no libertad, la selección natural se detiene. La guerra y la paz-libertad son, pues, en su esquema, los mecanismos fundamentales que permiten que la selección natural —que es un mecanismo no diseñado por los hombres y supone la pura realización de lo humano— pueda desarrollarse. Con este argumento de Sumner tenemos, ya claramente enunciada, la asociación entre la competencia y la guerra, entre la lucha por la vida y la violencia. La competencia no viene, pues, a detener la violencia ni a pacificar las sociedades, por más que este pueda ser el ideal, dado que no hay violencia y se permite que la selección natural siga su curso, sino que competencia, lucha, violencia y guerra se confunden hasta generar desarrollo y progreso, y permiten el desarrollo de la selección natural y de la supervivencia de los más aptos. Escribe Sumner (1919f):

Si hubiera sido posible para los hombres permanecer en paz sin civilización, nunca la hubieran alcanzado; es el estímulo de hierro del proceso natural el que los ha forzado, y una de las formas del proceso natural ha sido el ataque de algunos hombres sobre otros, que eran más débiles que ellos. (p. 34)

De igual modo que los programas eugenésicos aspiraban a una futura no intervención que debiera ser alcanzada a través del exterminio o la esterilización, el ideal de la selección natural aspiraba a una futura no intervención (a la paz-libertad) fundada, y necesitada en determinados escenarios, en la guerra y en el exterminio de otros grupos humanos. Aquí, el deseo exterminista, en ciertas condiciones, se combina con la aceptación del exterminismo en términos filogenéticos.

Jerarquía y desigualdad legitimada

Si con los conceptos de competencia y lucha, violencia y guerra, supervivencia de los más aptos y supervivencia de los no aptos, fuerza y debilidad, civilización y capital tenemos ya una serie de combinaciones posibles que ayudan a comprender lo social desde el siglo xix hasta nuestros días, hay que añadir todavía otro juego de conceptos que prácticamente se deducen de las combinaciones de los anteriores. Se trata de la jerarquía y de la aceptación y legitimación de la desigualdad.

La categorización de individuos va estrechamente asociada con la inmediata jerarquización de estos en función del propio criterio categorizador. Hemos asistido a numerosas variaciones de este proceso en los últimos doscientos años. El contenido de la clasificación es, por supuesto, variable como lo son los categorizadores y los categorizados, y también lo son las razones por las que se acepta la clasificación.

La explicación clásica de Bataille (1979) sobre el fascismo nos permite aproximarnos a la comprensión de este problema. Para los fascistas, en esta lucha encarnizada que supone la vida, la autoridad queda legitimada por las cualidades personales de aquellos que ostentan los espacios de privilegio; representan, por decirlo con Bataille (1979), la “heterogeneidad” frente a la “homogeneidad” de las vidas cotidianas y la “homogeneidad” de aquellos que carecen de esas determinadas cualidades que les permiten ocupar esas determinadas posiciones y dominar a los demás. Aquí es crucial, evidentemente, la categorización de los seres humanos en grupos diferenciados que son clasificables y que pueden observarse jerarquizados. El desprecio y el odio aparecen, así como la reacción inicial ante los otros, una vez que la fraternidad queda eliminada, dado que es considerada perjudicial o irracional —o, incluso, paradójicamente injusta—. Como explicó Paxton (1998), el grupo propio, que es visto como una víctima, está legitimado para llevar cualquier acto contra los otros grupos, incluso, como sugiere Zizek (2011), para dejarse llevar por ese “plus-de-obediencia” (pp. 64-65) desde el exceso de goce.

Desde la autoridad científica y la consideración de determinadas personas como inferiores e incluso peligrosos para la especie humana, se pusieron en práctica programas eugenésicos que han tenido continuidad, en algunos lugares, hasta hace bien poco. Como señaló Arendt (2015a), la eugenesia que se practicó en la Alemania nazi preparó el camino para la Solución final. Pero la eugenesia tuvo un desarrollo previo que empieza a tomar forma en el darwinismo social (Mann, 2005, p. 180; Banister, 1979, pp. 164), y que va siendo refinado gracias a la intervención de médicos, intelectuales y políticos que entendían que la supervivencia de los más aptos no solamente dependía de no ayudar o no intervenir para que determinados grupos (pobres, gente con diversas discapacidades, minorías étnicas, etc.) se fueran extinguiendo, sino que consideraban que había que garantizar que esas personas no pudieran reproducirse. Es, por supuesto, un error histórico considerar que el programa eugenésico estaba exclusivamente vinculado al nazismo, puesto que las leyes y las prácticas eugenésicas, como es bien sabido, preceden al nazismo y lo sobreviven en diversos lugares. Según Wittman (2004), las primeras leyes que consagraron esta práctica se promulgaron en Estados Unidos; en concreto, en Indiana en 1907. Los precedentes de esas leyes pueden ser rastreados en las leyes sobre inmigración de los Estados Unidos de América de la década de 1880 (Wittman, 2004, p. 16).

Es preciso recordar que la Eugenics Record Office (ero) norteamericana se creó en 1904, la Oficina Germánica para la Higiene Racial en 1905 y la Sociedad Eugenésica Británica en 1907 (Wittman, 2004, p. 17). De hecho, se estima que unas 60. 000 personas fueron esterilizadas en Estados Unidos antes del comienzo de la ii Guerra Mundial (Reilly, 2015). Aunque el movimiento eugenésico era internacional, casi podría decirse que debía tener necesariamente una vocación internacionalista por definición, y se puede entender fundamentalmente como una cuestión de clase social —de élites internacionales—, con un marcado componente racial, albergaba también una lógica nacionalista que se explica atendiendo a la salud de la nación, y también a la posibilidad de la lucha entre naciones como forma de lucha por la vida (Bruneteau, 2009, pp. 50-62).

La jerarquización de los individuos y la aceptación de la desigualdad trasciende, sin embargo, la cuestión de la eugenesia, que vendría a ser algo así como su máxima expresión. La defensa de la organización jerárquica de lo social fue abiertamente defendida por Sumner (1919e), para quien el régimen industrial precisaba “capitanes de las industrias”. A su modo de ver, el éxito de los trabajadores descansaba en su preparación y disciplina, fundamentalmente en la combinación de esfuerzo y autonegación. La desigualdad, aquí, es concebida como una consecuencia natural de un tipo de competición, la competencia industrial: los capitanes de la industria son aquellos que tienen las capacidades requeridas para triunfar en esta competición, lo que lleva a un “monopolio natural” (Sumner, 1919e, p. 200).

La desigualdad, en Sumner (1919a), resulta naturalmente de la libre competición, que es entendida como la “definición de la justicia” (Sumner, p. 192). La libre competición es la justicia y, por tanto, la desigualdad generada por esa libre competición es natural y justa. La desigualdad es un signo de la libertad, de la ausencia de intervención por parte del Estado. El principal indicador de la paz-libertad de Sumner (1919c) es la desigualdad. La redistribución, la empatía, el apoyo mutuo son, a su modo de ver, injustos porque invierten “la distribución de las recompensas y castigos entre aquellos que han cumplido con sus deberes y aquellos que no lo han hecho” (p. 258). Los individuos situados en los puestos más bajos de la estructura social merecen, en la formulación de Sumner (1919e), su suerte, mientras que la acumulación de capital y de la riqueza en unas pocas manos no solamente es un proceso natural, sino que además es justo (pp. 199-208).

A su modo de ver, la democracia debe quedarse restringida a la arena política y no debe, en ningún caso, ser introducida en el sistema económico (Sumner, 1919e, pp. 204-208). Las guerras industriales y comerciales tienen en su modelo una consideración similar a las guerras políticas. Aunque sea “una inconveniencia; es dudoso que sea un mal” (Sumner, 1919d, p. 234), puesto que, igual que la guerra y la violencia política, cuando no existe el escenario de paz-libertad, “solucionan cuestiones que no pueden de ninguna manera ser solucionadas de otro modo” (Sumner, 1919d, p. 236), y es “un signo del vigor presente en una sociedad” (Sumner, 1919d, p. 243).

Guerras comerciales y guerras militares, eugenesia, competencia y desigualdad caminan ligadas en la formulación general de Sumner. Su manera altamente estratificada de entender la sociedad incluía además una dimensión moral. Más allá de las élites y la clase trabajadora, Sumner (1919b) plantea la oposición entre una categoría de individuos que incluía a los pobres, los viciosos y los mendigos y, otra categoría, de individuos que eran los que pagaban los impuestos, unos idealizados trabajadores, los individuos que “usan su libertad sin abusar de ella” (p. 253), los individuos que “no crean problemas a nadie” (p. 253); en definitiva, los individuos que todos debían aspirar a ser: se trata del “hombre olvidado” y de la “mujer olvidada” (Sumner, 1919c). No es difícil encontrar una correspondencia entre estos hombres y mujeres olvidados y el constructo del individuo al que apelan, en todas las partes del planeta, numerosas y diversas élites políticas a lo largo del siglo xx y hasta nuestros días.

La competición y el juego de la lucha por la vida y por la existencia debían ser dirigidas por élites. No se trataba, y no se ha tratado nunca, de eliminar todas las restricciones y permitir que la selección natural operara. La eugenesia, como el exterminismo, eran proyectos de las élites intelectuales, políticas y médicas que debían ser implementados sobre otros. En su crítica a Spencer, Laveleye (1885) pasaba por alto la importancia de estas élites que dirigían el proceso: “Si fuera recomendable que la ley de la supervivencia de los más aptos se estableciera entre nosotros, el primer paso a adoptar sería la abolición de todas las leyes que castigan el robo y el asesinato” (p. 503). Independientemente de las aspiraciones ideales, la concepción del proyecto lo que generaba, en realidad, era la creación de leyes que permitían el asesinato y el robo a algunos. Se trataba, y se trata, de simple brutalidad.

Ontología de la muerte

La aceptación de la competencia se puede entender como una forma suavizada de conflicto, a través del desplazamiento de la violencia al juego económico, como hemos visto, pero también puede entenderse/interpretarse desde la óptica de la inevitable pugna por la supervivencia o por el dominio y el poder, lo que combinaría la competencia económica y la resolución de algunos conflictos de manera físicamente no violenta con la violencia física explícita de las guerras militares. Hemos visto cómo una de las líneas fundamentales, que acaban desembocando en la violencia, es la exaltación decimonónica de la competencia y la rivalidad, enmarcadas ambas por una idea biologicista típicamente moderna, acompañada por la idea de progreso.

Estas nociones aparecen sostenidas por una noción de lo inevitable. Lo inevitable es la competencia, la rivalidad, el enfrentamiento de todos contra todos. Hay diversos enfoques que han partido de esta noción de la inevitabilidad del conflicto. Centremos, brevemente, nuestra atención en de Maistre. Como señaló Berlin (1965,), de Maistre entendía que la naturaleza era un “enorme matadero” (p. 5) en cuya bóveda reinaba el ser humano —que es visto como irracional, como un animal, como un simio o un tigre—, el asesinato y la muerte. De manera muy significativa, Dessaint (1921) calificó a de Maistre como un darwinista antes de Darwin. De hecho, para Berlin (1965) de Maistre es un “protofascista” (p. 23); así, en lugar de un reaccionario que observa cómo su mundo se desmorona, es un anticipador del futuro, es un pensador “ultramoderno” (Berlin, 2013, p. 100).

La idea clave que fundamenta el pensamiento de Maistre es precisamente que “la guerra es la terrible y eterna ley del mundo” (Berlin, 1965, p. 11). La violencia queda legitimada, también, como una forma de evitar la violencia. Así es como de Maistre (1831) justifica la violencia contrarrevolucionaria y entra, obviamente, en el juego de la defensa y crítica de las violencias y las contraviolencias, como hará también Sorel (2016), cuando establezca su clásica diferenciación entre la “fuerza” burguesa y la “violencia” revolucionaria.

Pero así es, también, como de Maistre (1822) llega a justificar la Inquisición española: como el ser humano tiende a ser un asesino irracional, una élite de gobernantes debe imponer un régimen fuerte y autoritario, basado en el misterio y lo irracional, y debe de imponer el orden desde la violencia autoritaria. Según de Maistre la violencia solamente se puede prevenir y enfrentar desde la violencia, y la inquisición sirvió para garantizar la “felicidad media”, que es la mayor felicidad posible para el mayor número de generaciones posibles (de Maistre, 1822, p. 88), dado que fue capaz de prevenir las guerras de religión y evitar la destrucción del catolicismo (de Maistre, 1822, pp. 89-157). Ésta es la idea principal, a mi juicio, que quiere transmitir de Maistre: es preciso combatir la violencia con violencia; de hecho, sus Lettres a un gentilhomme russe sur l’inquisition espagnole tiene precisamente una estructura circular: comienza con esta frase y termina prácticamente con la repetición de esta (de Maistre, 1822, pp. 8-160).

La Inquisición, pues, se convierte así en una fuerza para lograr la paz (Berlin, 1965, p. 14). La represión y el horror de los “quemaderos” se convierten, de este modo, en el camino para garantizar la estabilidad nacional. Si la contrarrevolución se justifica por los excesos revolucionarios, la Inquisición se justifica —y aquí se avanza un peldaño más, sin duda, por los potenciales conflictos futuros—. Es, básicamente, la lógica de la guerra preventiva contra un enemigo hipotético que utilizará medios violentos para destruir la forma de vida basada en el orden y la jerarquía. Según ha subrayado Berlin (2013), para de Maistre los enemigos, los otros, aquellos que deben ser eliminados son “la secta” (p. 121), y son todos aquellos que amenazan con impedir o subvertir el orden cristiano: judíos, protestantes, ateos, científicos, filósofos ilustrados, periodistas, demócratas, etc. Y, además de la secta, están en un escalón más bajo, los otros no europeos, los habitantes de otras latitudes, que son básicamente, para de Maistre, “subhumanos”, un experimento fallido de Dios.

Señalaba Wollstonecraft (2014) “que puede tomarse como axioma que aquellos que pueden presenciar el dolor sin conmoverse pronto aprenderán a infligirlo” (p. 277). Wollstonecraft hablaba de la “crueldad habitual” (p. 277) que se aplicaba a las mujeres, niños y sirvientes por parte de los varones, socializados en la violencia. Las sociedades descritas por Spencer, Sumner y de Maistre se basan, sin duda, en la crueldad habitual wollstonecraftiana y, en el último caso, dicha crueldad se presenta como algo inevitable y necesario. Difícilmente, se puede imaginar un escenario más distópico que el de unas sociedades en la que los individuos son socializados en la violencia, la legitiman y estiman que las desigualdades existentes en ellas son también legítimas, unas sociedades donde “los otros”, entendidos desde una lógica “inmunológica”, “mediada por una clara división entre el adentro y el afuera, el amigo y el enemigo o entre lo propio y lo extraño” (Han, 2022, p. 13), son exterminados. De este modo, el problema fundamental de las sociedades modernas no es solamente que apunten hacia un futuro distópico, sino que están construidas sobre un pasado cruel y bárbaro, basado, precisamente, en la violencia exterminista.

Complicidades y negación colectiva

Intentamos no cargar con nuestras tragedias hasta

mañana. No es de extrañar, por tanto, que la raza humana quiera

quitarse de encima Hiroshima, el punto extremo de la tragedia

humana.

—K. Oé, Cuadernos de Hiroshima

La negación de la muerte, entendida como un mecanismo de represión de la problemática doble naturales (simbólica y corporal) de los seres humanos y de falsificación de la verdadera condición humana (Becker, 2008, p. 55), se torna más urgente y concreta cuando se traslada al exterminio. Lo que es negado ahora es el asesinato de los otros. Según Girard (2016), la violencia unánime debe ser olvidada para garantizar la posibilidad de la paz y del orden social. Desde su punto de vista, si la violencia fuera visible el ciclo de venganza y violencia recíproca terminaría por destruir la sociedad. Si los individuos, tal y como sostenía Garfinkel (2006), hacen esfuerzos cotidianos para mantener el orden social y buscan reducir la ansiedad y la inseguridad (Turner, 1988, pp. 74-75; 2007) para poder sacar adelante sus actividades en la vida cotidiana, parece evidente que la visibilidad de la violencia o, incluso, la exploración de sus fundamentos genera amenazas para su “seguridad ontológica” (Giddens, 2003).

En su reflexión sobre las consecuencias problemáticas que genera la burocracia en las sociedades contemporáneas, Graeber (2015) incluye la exigencia del compromiso, la “complicidad” (p. 30), con la propia burocracia, hasta el punto de llegar a negar la propia realidad vivida y experimentada. Una demanda institucional-burocrática apunta, según Graeber, a la complicidad con la propia burocracia, independientemente de lo que uno vea con sus propios ojos. Esto tiene consecuencias potencialmente devastadoras. El problema se agrava cuando estas complicidades burocráticas locales se extienden a toda la sociedad.

Para Graeber (2015) es el concepto de meritocracia el que permea las sociedades modernas y genera complicidades que impiden a los individuos hacer caso a lo que ven, los alejan de su propia experiencia y, finalmente, generan dificultades para la crítica de la sociedad. Si continuamos los argumentos de Graeber y la tesis de Sassen (2015), de la que nos ocupamos más arriba, podríamos entender que los sistemas burocratizados, encabezados por tecnócratas que presentan decisiones políticas como si fueran técnicas y que complejizan hasta la oquedad las herramientas y los productos, no solamente sirven de justificación para la desigualdad, sino que acaban generando complicidad, conformidad y brutalidad y, sobre todo, la sensación de que aquellos que tienen problemas —son, por ejemplo, excluidos o expulsados— se lo merecen.

Desde la microsociología, Zerubavel (2006) subrayaba cómo los espacios sociales en los que se niega sistemáticamente la presencia de un elefante en la habitación generan un distanciamiento crítico entre lo vivido y lo expresado, lo que genera un elevado nivel de alienación. Hay, por tanto, situaciones sociales en las que tiene lugar una negación colectiva que impone la ley del silencio con respecto a determinadas cuestiones que son, sin embargo, conocidas por todos, secretos a voces. Cualquier individuo que habita situaciones en las que hay elefantes en las habitaciones sabe lo que no debe saber. Los recién llegados a situaciones en las que hay elefantes en la habitación experimentan una pérdida de contacto con la realidad (la tensión entre lo que se experimenta interiormente y lo que se reconoce públicamente), los individuos que se ven obligados a negar y a silenciar lo que experimentan interiormente se ven sometidos a un exigente control emocional que genera cansancio y tensión (la sensación de pasear por un campo de minas), se generaliza la soledad (dado que la comunicación se ve enturbiada), y, sobre todo, existe un riesgo fundamental: aceptar el silencio que abre la puerta a la normalización de situaciones que pueden ser problemáticas.

Aquella experiencia genera también un reforzamiento del compromiso con la institución, puesto que se exige sistemáticamente que incluso se mienta (a uno mismo o a otros) por ella. Arendt (2015a) señaló que, en la Alemania nazi, el autoengaño llegó a convertirse en “un requisito moral para sobrevivir” (p. 83). La negación de la muerte y de la violencia, las demandas sistémicas de compromiso y complicidad abren, pues, la puerta, como sostienen Graeber, Zerubavel y Arendt, al alejamiento de los individuos con respecto a la realidad vivida y experimentada, y a la destrucción, en última instancia, del vínculo social. Ambos elementos son potencialmente peligrosos y pueden contribuir a abrirles el camino a las violencias exterministas.

Para concluir: deseo, aceptación y voluntad de exterminio

La conciencia de la desgracia supone la posibilidad de

algo distinto (de una vida distinta) de la existencia

desgraciada.

—H. Lefebvre, La vida cotidiana en el mundo moderno

Lo que se defiende en este artículo es que hay varios elementos (que son una combinación de discursos y prácticas) que generan/estimulan el deseo, la aceptación y la voluntad de extermino. Sobre la base de unas dinámicas generales de eliminación, exclusión de individuos o grupos sociales —que suponen el reverso de la propuesta ideal de la inclusión y la construcción de sociedades igualitarias con balance y equilibrios de poder— que adoptan diversas formas: la exclusión, la expulsión y el exterminio. Con todo, hemos identificado una gradación analítica con el fin de aproximarnos de manera más cuidadosa a estos asuntos tan graves y serios.

Por ello, hemos adoptado una triada de conceptos: deseo, aceptación y voluntad. No es lo mismo, si bien es en sí mismo problemático y altamente preocupante, plantear que sería mejor que una parte de la sociedad no existiera (deseo), que aceptar que una parte de la sociedad va a desaparecer o va a dejar de existir por el propio desarrollo de la historia (aceptación) o por las acciones conscientes y decididas llevadas a cabo por otra parte de la sociedad (voluntad). En términos sociohistóricos; no obstante, esta división conceptual se encuentra normalmente entremezclada y no es sencillo, en todos los casos, distinguir entre estas posiciones; sirva, en todo caso, esta aproximación como un esquema típico-ideal.

Sin ánimo de ser exhaustivos, hemos identificado algunos de dichos elementos: la competencia/legitimación de la desigualdad, la jerarquía/aceptación de la desigualdad, la ontología de la muerte y la complicidad/negación colectiva. Las relaciones entre ellos son complejas y se pueden articular de la siguiente manera: la competencia genera jerarquía porque legitima la desigualdad. La jerarquía, sin embargo, anula la libre y justa competencia. De modo que la competencia se niega a sí misma, pero lo hace dejando un resto de desigualdad legitimada. La ontología de la muerte pretende la paz perpetua y sin conflictos, pero provoca muerte constante y conflictos rítmicos y recurrentes. La ontología de la muerte se vuelve muda en cada caso concreto, aunque recuerda los anteriores. La negación de los casos concretos, hasta hacerlos desaparecer, posibilita la ontología de la muerte.

De todo lo anteriormente escrito, se desprenden dos tesis básicas que apuntan a la posibilidad del surgimiento de la simple brutalidad exterminista y a la potencial autonomización de las dinámicas violentas:

1)En escenarios sociales de exclusión/expulsión, encontramos competencia/legitimación de la desigualdad, jerarquía/aceptación de la desigualdad, ontología de la muerte y complicidad/negación colectiva que generarán deseo, aceptación y, en algunos casos, voluntad de exterminio. Este escenario genera entornos sociales con desigualdad legitimada e institucionalizada y, también, potencialmente, entornos sociales atravesados por la violencia exterminista.

2)En escenarios sociales de inclusión, pese a que encontremos competencia/legitimación de la desigualdad, jerarquía/aceptación de la desigualdad, ontología de la muerte y complicidad/negación colectiva el deseo, la aceptación y la voluntad de extermino tendrán más dificultades para prosperar. Este escenario, nada idílico, generaría entornos sociales con desigualdad legitimada e institucionalizada, pero que tienen ciertos límites con respecto a la realización, el “paso al acto” (Semelin, 2005), de la violencia física exterminista.

La cuestión inicial y crucial se sitúa, pues, en las relaciones inclusión-exclusión e inclusión-expulsión. Pero, esta se trata de una relación compleja, dado que las dinámicas de inclusión generan potencialmente exclusión. Quiénes somos “nosotros” se construye sociohistóricamente, por oposición a quiénes son “ellos” (en última instancia: “ellos” son los que no somos “nosotros”). La inclusión genera exclusión y su interacción, como hemos visto, potencialmente, simple brutalidad exterminista.

Esta dinámica funciona también al revés, dado que la exclusión (de algunos “otros”) genera inclusión (hacia dentro, y construye un “nosotros”) y, de nuevo, estamos ante la potencialidad de la simple brutalidad exterminista. Sucede exactamente lo mismo con la expulsión y su relación con la inclusión. La inclusión impide la expulsión, mientras que la expulsión (de “otros”), que bordea ya con la simple brutalidad exterminista, refuerza la inclusión (de los no expulsados). Podríamos llamar la paradoja de Sumner a estas relaciones complejas entre inclusión-exclusión/expulsión. Como es sabido, Sumner (1906) creó el concepto de etnocentrismo, pero la revisión de sus ideas, como hemos visto más arriba, manifiesta un deseo etnocéntrico, una aceptación y un deseo eugenésico; en suma, una aceptación del exterminismo.

La desactivación de las dinámicas exterministas pasa por el análisis complejo de las dinámicas de exclusión y expulsión, así como por el cuidadoso análisis de la competencia, la desigualdad, la jerarquía, la ontología de la muerte, la negación y las complicidades. Estas páginas pretenden, solamente, avanzar en la comprensión de todos estos elementos y en sus formas de relacionarse, así como estimular posteriores análisis e investigaciones (sociohistóricas y empíricas, teórico-empíricas, de depuración conceptual, puramente teóricos) que operen en estas coordenadas y en este marco.

Conflicto de interés

El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.

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Nota de autor

Alberto Javier Ribes

Doctor en Sociología (UCM, 2005). Profesor del Departamento de Sociología: Teoría y Metodología en la Universidad Complutense de Madrid, Madrid-España. Contacto: ajribes@cps.ucm.es. ORCID: http://orcid.org/0000-0003-3041-0804. Scholar: https://scholar.google.es/citations?user=DDwFEB4AAAAJ&hl=en


1 Véase, también, Wells, 1907, pp. 702-703.