Los impactos sociales de la pandemia causados por el SARSCoV-2 en México
The social impacts of the pandemic caused by SARSCoV-2 in México
Rubén Darío Ramírez Sánchez*, Daniar Chávez Jiménez**
Universidad Nacional Autónoma de México
Recibido: 3 de diciembre de 2020–Aceptado: 7 de junio de 2022–Publicado: 2 de enero de 2023
Forma de citar este artículo en APA:
Ramirez-Sánchez, R. D., & Jiménez-Chávez, D. (2023). Los impactos sociales de la pandemia causados por el SARS-CoV-2 en México. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 14(1), pp. 345-370. DOI: https://doi.org/10.21501/22161201.3829
Resumen
El presente escrito tiene como objetivo central estudiar los efectos que la pandemia (causados por el SARS-CoV-2) está ocasionando en la sociedad mexicana. Dentro de un contexto marcado por una crisis generalizada, originada por el modelo capitalista neoliberal, los hábitos de consumo mundial y los impactos negativos del deterioro ambiental a nivel planetario, nos proponemos revisar el material bibliográfico relacionado con la crisis sanitaria. El estudio analiza algunos efectos económicos y sociales de la pandemia, así como las nuevas convivencias basadas en la solidaridad y la comunalidad. De igual forma, reflexionamos sobre el papel del Estado ante la emergencia sanitaria. Finalmente, se analiza cuál será la función que deberá desempeñar la educación en la postpandemia.
Palabras clave
SARS-CoV-2; Cambios sociales; Modelo de producción; Medio ambiente; Educación; Estado; Pandemia; Nueva normalidad.
Abstract
The main objective of this paper is to study the effects that the global pandemic (caused by SARS-CoV-2) is causing in the Mexican society. Within a context marked by a generalized crisis, caused by the neoliberal capitalist model, world consumption habits and the negative impacts of environmental deterioration at the planetary level, we propose to review the bibliographic material that has appeared on the health crisis. The study analyzes some economic and social effects of the pandemic, as well as the new coexistence based on solidarity and communality. Similarly, we reflect on what has been the role of the State in the face of the health emergency. Finally, we analyze what role the education in the post-pandemic period.
Keywords
SARS-CoV-2; Social changes; Production model; Environment; Education; State; Pandemic; New normal.
… surge una imagen: la de una humanidad que viaja toda en un gran barco, el timón lo manejan unos irresponsables, desquiciados, borrachos de poder y ambición que nos llevan directo a una colisión catastrófica. Las preguntas y el desconcierto abundan: ¿qué hacemos? ¿Saltamos? ¿Peleamos por el timón? ¿Cerramos los ojos? ¿Esperamos un milagro? ¿Buscamos salir de ahí para ir a otra embarcación? ¿Improvisamos un bote salvavidas? ¿Nos lanzamos a nadar solos? La única respuesta que tenemos hasta ahora es que sabemos que ya no podemos seguir por ahí, o es trágicamente claro lo que va a pasar. Seguimos navegando a toda velocidad hacia la catástrofe y hemos agotado todo aquello que parecía funcionar y que por más que intentamos remendarlo, reacomodarlo, sigue siendo igual que lo que nos ha conducido a este punto.
—Tamara San Miguel & Eduardo J. Almeida, La pandemia, el Estado y la normalización de la pesadilla
Introducción
El presente artículo tiene como objetivo examinar algunos efectos de la pandemia ocasionados por el SARS-CoV-21 en la sociedad mexicana, enmarcada ya de por sí en una fuerte crisis debido, entre otras cosas, al modelo civilizatorio capitalista neoliberal que nos rige, cuyas relaciones de producción incentivan la desigualdad, el consumo y el mérito. Como preguntas centrales nos planteamos: ¿Qué efectos sociales y económicos generó la pandemia de COVID-19?, ¿qué perspectivas de convivencia se vislumbran en el futuro?, ¿qué papel jugará la educación en este contexto? Como respuesta reflexionamos sobre las limitaciones del Estado como garante y generador de bienestar, así como su papel como difusor de medidas disciplinares de vigilancia y castigo. Ante estos cuestionamientos analizamos las fragilidades que caracterizan a la sociedad actual, las estrategias de resiliencia que generó el confinamiento forzado o la “normalidad” epidémica, el retorno a la “nueva” normalidad y sus perspectivas de futuro. La información que alimenta esta reflexión procede de materiales bibliográficos, muchos de ellos encontrados en línea, y de las experiencias generadas de la observación y las vivencias de la pandemia que distintos intelectuales e investigadores realizaron sobre la marcha. Hacemos un recuento de estos materiales con la intención de entablar un diálogo que nos lleve a una mejor comprensión de cómo se constituirán en el futuro nuestras “nuevas normalidades” y cómo las instituciones, la academia, los intelectuales, los activistas y la sociedad en general están entendiendo estas primeras etapas de un fenómeno que pone duras pruebas e importantes retos a la sociedad mundial.
Con pies y cabeza neoliberal
En diciembre de 2019, en Wuhan, China, se hizo pública la emergencia de un nuevo coronavirus, conocido como SARS-CoV-2, que produjo la enfermedad conocida como COVID-19.2 Después de expandirse fácilmente por el mundo y convertirse en una enfermedad global, con más de quinientos quince millones de personas contagiadas y sesenta y dos millones cuatrocientos mil de defunciones (contabilizadas hasta el 5 de mayo de 2022), la pandemia dejó a su paso profundas secuelas en la salud pública, en las relaciones sociales y en las economías nacionales. Para contener los contagios, a sugerencia de las instituciones de salud globales y nacionales, los gobiernos del mundo implementaron el aislamiento como medida preventiva, por lo cual la “sana distancia” corporal, para anular el contacto con los demás, se convirtió para grandes sectores de la población en una medida de autodisciplina.
La intempestiva expansión de la pandemia evidenció la fragilidad humana y motivó cambios transversales en nuestra compleja relación con la naturaleza y el tipo de convivencia social a que nos ha llevado la lógica del modelo de desarrollo capitalista. Este cambio de vida derivado de la pandemia nos obliga a revisar críticamente la “normalidad” en la que hemos vivido, a todas luces en crisis, así como las implicaciones del regreso a la apologética “nueva normalidad”, con todas sus vaguedades.
Para explicar los cambios en los rituales de convivencia, consideramos necesario ubicar la emergencia de la pandemia en el contexto de una sociedad imbuida por la crisis del modelo civilizatorio bajo la hegemonía capitalista, la cual se asienta en la apertura global de la economía neoliberal, como mutación del capitalismo, y cuyo resultado ha sido el deterioro vertiginoso de la naturaleza, así como la individualización y atomización de la vida en su conjunto. Este deterioro se debe a que la globalización neoliberal y la nueva fase de acumulación del capital, al imponer la desregulación del mercado, llevaron al mínimo la intervención estatal. La debilitación de la mayoría de los Estados nación propició la concentración de la riqueza en favor de los países capitalistas industrializados, y de sus empresas multinacionales diseminadas en todo el mundo; en tanto que los países del Tercer Mundo o “economías emergentes” se constituyeron en fuente de materia prima para el capital trasnacional, al mismo tiempo que fueron víctimas de sus propias elites, las cuales se aprovecharon del proceso privatizador (Sax Fernández, 1997). Esta nueva “modernidad” neoliberal articulada a los valores de la democracia liberal agudizó el proceso de individualización y racionalización (medios-fines o costos-beneficios), al mismo tiempo que rompió el equilibrio entre la esfera económica y social al convertir a los trabajadores con capacidades productivas en desempleados y excluirlos de la productividad, aunque como ciudadanos continuaron formando parte de la colectividad (Vite Pérez, 2000).
De acuerdo con Brown (2015), el neoliberalismo se constituyó en “un orden de razón normativa” (p. 6), en tanto que los valores, las prácticas y mediciones económicas se convirtieron en la guía de las preocupaciones y conductas humanas. Este nuevo imaginario económico dio lugar a que tanto el lenguaje como las conductas en “todas las esferas de la existencia se enmarcan y miden a partir de términos y medidas económicas, incluso cuando las esferas no se moneticen directamente” (p. 6). La economización de la vida impuso un modo distinto de razón y de producción de sujetos cuyas conductas derivan de un esquema de valorización encaminado a diseminar la cultura de negocios, basada en la competencia, la cual convierte al ser humano en homo economicus, valorizado en términos de capital humano instrumentalizable y desechable. Bajo este esquema civilizatorio la vida se convirtió en una disputa entre ganadores y perdedores, con lo cual la posibilidad de relación de igualdad entre los seres humanos prácticamente se canceló, al mismo tiempo que se perdió el interés por lo público y el bien común. El resultado de este proceso configuró una sociedad mayoritariamente consumista y meritocrática, cuyas estructuras y dinámicas son modeladas por esta lógica que privilegia el valor de cambio frente al valor de uso, donde los factores de producción —naturaleza, capital y trabajo— se conviertan en mercancías y la ganancia se ubica como el valor central de la actividad económica (Uwe Schimank, 2013, pp. 2-3).
También se modificaron las reglas del mercado mediante la transformación profunda del Estado, basada en la transferencia de la reconversión laboral a los mercados, la desregularización y la privatización de las empresas estatales. Derivado de ello, las relaciones y vínculos humanos se transformaron mediante la construcción de nuevas identidades, que aislaron, individualizaron y explotaron la vida y “todas las formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación” (Han, 2019b, p. 13). Al privilegiarse la construcción de una subjetividad desechable enfocada en el consumo donde ya no predomina la lógica de adquirir y acumular sino de eliminar y reemplazar, asentada en “el aquí y el ahora”, que ha dado forma a lo que Bauman (2007) denomina sociedad líquida, el predominio de esta sociedad basada en el consumo y marcada por las enormes desigualdades económicas y sociales convierte a la vida humana en un bien de cambio y da lugar a la conformación de una “infraclase” excluida del mercado e impedida para consumir (Han, 2019b, p. 17).
Como parte de esta hegemonía del consumo se ha apologizado la apertura y la conexión tecnológica y la preeminencia digital que absorbe a clases y generaciones de todas las edades. De acuerdo con Byung-Chul Han (2017), este fenómeno dio paso a la configuración de una sociedad del trabajo y la información, la cual ha propiciado un sistema dominado por lo “idéntico” y el exceso de la “positividad”. Esto significa que pasamos de una sociedad disciplinar, en término foucaultiano (Foucault, 1975), a una sociedad que privilegia el exceso de trabajo y la búsqueda del rendimiento, donde el animal laborans se autoexplota. Esta búsqueda del rendimiento produce seres humanos depresivos, fracasados y atomizados, carentes de vínculos sociales, debido a que esta vida eufórica “produce un cansancio y agotamiento excesivo” (p. 68), destruye toda comunidad, diluye la cercanía, abona a la proliferación de enfermedades psíquicas y a que la supervivencia conduzca a una histeria por la salud (Han, 2017).
Bajo esta nueva lógica economicista se ha privilegiado el rendimiento y la producción, así como se ha incentivado el uso indispensable de la tecnología y la información digital, la cual propicia que el tiempo laboral totalice y destruya el tiempo “sublime” y se renuncie a la “festividad” de la vida. Ahora, el trabajo está en todas partes y todo el tiempo, lo cual da lugar a la auto esclavización en aras de la optimización, bajo la sensación de libertad y autorrealización. Esta carrera acelerada por el rendimiento laboral multiplica los fracasos que recaen en uno mismo, en lugar de cuestionar los modelos sociales o los sistemas generadores de estas condiciones de desigualdad y depresión.
Esta euforia por el uso de las tecnologías de la información digitalizadas ha dado lugar a la conformación de un incalculable enjambre digital conformado por individuos solitarios, disolubles, que teclean en lugar de actuar, cuyo resultado es la superficialización y vulgarización del lenguaje y la cultura. En esta inmensa red coactiva se erosiona la comunidad, se destruye el espacio público, se agudiza el aislamiento y predomina el narcisismo (Han, 2019a, p. 75).
Enfrentamos un diluvio de información donde impera el flujo de esta, que ya no es formativa, sino acumulativa y deformativa. En esta protocolización de la hegemonía digital, el enlace en red y la hipercomunicación fungen como mecanismos de control, propiciando que los individuos se comuniquen no por coacción externa, sino por necesidad interna (Han, 2019a, p. 101). En esta sociedad en crisis permanente, donde se articulan nuevas formas de autoexplotación y se mantiene la relación explotador-explotado, la emergencia de la pandemia representa un alto frente a las inercias y una experiencia pedagógica para repensar otras formas democráticas de Estado y sociedad, cuyo punto de arranque y llegada no sea la racionalidad económica impuesta por el modelo neoliberal, sino una que esté dirigida a fortalecer un tipo de Estado que articule y genere inclusión económica a las poblaciones que viven en los márgenes del desarrollo.
Pedagogía de la pandemia
La expansión de la pandemia en una sociedad como la anteriormente descrita, se vive de manera diferenciada, aunque prevalece una lógica para enfrentarla. De acuerdo con Žižek (2020), quien retoma la idea de Ilizabeth Küber-Roos, en Sobre la muerte y los moribundos (2010), considera que, al enfrentar la epidemia, pasamos por cinco fases, tal como cuando padecemos una enfermedad terminal: la negación, la cólera, la negociación, y si esta no funciona, llega la depresión y finalmente la aceptación. Siguiendo esta lógica, en México, podemos sostener que la negación se dio a partir de ignorar las advertencias de la existencia de la COVID-19, sostener que era una invención del gobierno o una estrategia con fines económicos o políticos de algunos de los países hegemónicos;3 la cólera emerge por la molestia que generan las medidas de confinamiento del Estado; la negociación se manifiesta a partir de la euforia narrativa que copa los medios de comunicación y se viralizan en las redes sociales; la depresión se manifiesta con el aumento de infectados y decesos; finalmente, la aceptación se da a partir de que se conocieron los efectos reales de la enfermedad en la salud y fueron innegables los daños ocasionados por la parálisis socioeconómica y la inseguridad, aunque los resultados finales de la pandemia son impredecibles, así como la vida postpandemia sigue siendo inescrutable.
La pandemia de la COVID-19, como ninguna otra enfermedad, ocupa hoy un lugar central en la vida de una sociedad global, debido a la ola de información que fluye en los medios masivos de comunicación, así como las narrativas catastróficas y estadísticas que saturan las redes sociales. En un contexto epidémico como este, el cual representa un peligro para la especie humana, las capacidades de adaptación o resiliencia de las poblaciones en riesgo suelen potenciarse. Para Evans & Reid (2016) la resiliencia es la “habilidad que un sistema tiene para, de forma eficiente, absorber, acomodarse o recuperarse de los efectos adversos de un acontecimiento azaroso” (pp. 60-62), lo que no significa simplemente poner en alerta el instinto humano de supervivencia, sino poner en marcha la capacidad de adaptarse y prosperar ante los riesgos. En este sentido, la expansión de la pandemia de la COVID-19, convertida en un enemigo invisible, propició que gran parte de los habitantes del planeta entráramos a una rápida etapa de ajuste. Al someter nuestras vidas al confinamiento y a nuevas formas de convivencia bajo un esquema de distanciamiento, nos ajustamos a protocolos de seguridad que nos obligaron a suspender la vida social, enmascararnos y mantenernos en el anonimato. Las ciudades y los pueblos se desmovilizaron parcialmente, reduciendo y tensando la vida cotidiana; en la estrechez de las viviendas perdimos la dimensión del tiempo y los días se hicieron idénticos.
Con la intención de no tener contacto humano, el aislamiento propició el aumento del trabajo desde los ordenadores; la educación y el trabajo en línea se volvieron indispensables, así como se intensificó el uso de teleconferencias y el WhatsApp, se arraigó el servicio a domicilio y emergieron nuevas ideas para ejercitarse físicamente (Carmona, 2020). Este conjunto de cambios configuró un estado de alerta permanente con efectos directos en nuestra psicología y en la forma que nos relacionamos. La emergencia de nuevos hábitos como el distanciamiento social, el lavado de manos, los protocolos de seguridad para salir a la calle o ingresar a nuestras casas, la desinfección de alimentos, el uso de tapabocas, el trabajo remoto o el dejar de compartir espacios cerrados transformó radicalmente nuestras vidas. Se incrementó la soledad, el estrés y la ansiedad en adultos, jóvenes y niños, debido a que la pandemia del coronavirus aumentó la preocupación por la salud de los seres queridos, colapsó las finanzas familiares, suspendió servicios, cambió patrones de sueño y alimentación, con efectos inmediatos y mediatos en nuestra salud mental.
El afán de mantener el aislamiento y la sana distancia suspendió los rituales de la convivencia humana. De acuerdo con la respuesta de Han (Peralta, 2020), los rituales “no son simples restricciones de la libertad, sino que dan estructura y estabilidad a la vida. Consolidan en el cuerpo valores y órdenes simbólicos que dan cohesión a la comunidad. En los rituales experimentamos corporalmente la comunidad, la cercanía comunitaria”. Los trastornos que provocan la distancia y el aislamiento nos llevaron a perder la mirada y, con ello, la pérdida de empatía con los demás, tales como la posibilidad de comer juntos; se suspendieron también las prácticas religiosas, las cuales se desarrollaban de manera virtual o a distancia, así como los velatorios, cuyas ceremonias fúnebres se sintetizaron. Esta paralización y suspensión de rituales de convivencia arraigados en las comunidades nos hizo sentir incompletos y a la intemperie.
La coyuntura pandémica también ha motivado manifestaciones extraordinarias de solidaridad de grupos organizados o de manera individual, quienes emprendieron distintas acciones de apoyo desinteresado hacia el personal médico, así como expresiones de apoyo a los que se quedaron sin trabajo; en el lado extremo, también emergieron agresiones inexplicables de distinto tipo contra el personal médico (González, 2020). Este comportamiento hostil se dio dentro de los hospitales, el transporte, la vía pública y los ámbitos privados por el simple hecho de “portar una bata blanca o un uniforme como elemento simbólico de riesgo y las creencias en torno a la enfermedad propiciaron formas de violencia específica hacia los trabajadores”; esto derivó en “una ruptura de las expectativas en el orden de la interacción y se [expresaron] en los distintos espacios del quehacer cotidiano de los trabajadores sanitarios” (Espinoza & Ramírez, 2021, pp. 46-56).
Debilidades del Estado frente a la pandemia
La expansión de la COVID-19 por el mundo puso a prueba las capacidades del Estado como institución garante de la seguridad social, debido a que bajo la hegemonía neoliberal los Estados dejaron de hacerse responsables de la mayoría de los servicios públicos. En el sentido weberiano, el Estado es considerado un ejecutor del bienestar y garante de los derechos de los asociados, así como la entidad que detenta el monopolio del uso legítimo de la fuerza para mantener el orden (Weber, 1997). Sin embargo, frente a circunstancias especiales, como las que produce la pandemia, el Estado puede presentar distintas caras o cambiar su fisonomía. Entre ellas, encontramos la categoría de “Estado fallido”, cuya disfuncionalidad le impide normar la vida social y mantener el monopolio legítimo de la violencia (Rotberg, Clapham, & Jeffrey, 2007); están también los “Estados colapsados”, incapaces de suministrar identidad jurídica, seguridad física, que delegan algunas de sus funciones a entidades políticas privadas (Zapata, 2014; Rojas, 2005), regularmente en contextos de guerra civil o externa, que menguan sus capacidades institucionales. Una categoría distinta, similar a las anteriores, es la que se denomina el “Estado débil”, el cual se caracteriza por tener una funcionalidad media, debido a que algunas instituciones tienen una función deficiente, y, aunque no llegan a la inoperancia, son incapaces para cumplir funciones jurídicas, de bienestar, así como regular los altos niveles de impunidad y violencia en territorios completos (Rice & Patrick, 2008).4
En este sentido, consideramos pertinente utilizar la categoría de Estado débil para referirnos al caso mexicano, debido a que en las últimas tres décadas el modelo neoliberal desmanteló el otrora Estado nacional, mediante la privatización de gran parte de los servicios que estaban bajo su responsabilidad, y cuyos gastos transfirió a los ciudadanos. Como señaló De Sousa Santos en entrevista con Mª. Ángeles Fernández & J. Marcos (2020), “la pandemia del coronavirus viene por encima y por dentro de otra pandemia, el neoliberalismo”, la cual “ha incapacitado al Estado para responder a emergencias” (13). Este desmantelamiento de las instituciones del Estado que padecieron la mayoría de los países latinoamericanos propició que sus gobiernos hicieran frente a la pandemia con estructuras de salud limitadas y con recursos económicos escasos para acceder al mercado global de vacunas, acaparado por las economías industrializadas.
El primer caso de coronavirus en México se dio en febrero de 2020, tres meses después de haberse manifestado en China, mientras el gobierno mexicano se encontraba sorteando un severo decrecimiento nacional y la desaceleración económica global, algunos de los motivos por el cual el crecimiento en 2019 había sido nulo, si bien el gobierno había pronosticado para ese año prepandémico un crecimiento del 4 % anual que no se dio.5 Aunque las expectativas de crecimiento económico para 2020 eran medianamente positivas, los efectos de la pandemia diluyeron esa posibilidad, pues en el primer trimestre la economía decreció 1.6 % y para el segundo trimestre se desplomó 18.9 %, afectando principalmente a la industria, el comercio y los servicios (Informe General del Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2020). Para julio de 2020, tanto la balanza comercial como las remesas presentaron una ligera recuperación y el gobierno federal estimó que en el último trimestre del año inició la recuperación. En este complejo contexto, la economía mexicana se contrajo 8.5 % anual, con una pérdida de alrededor de setecientos mil empleos, con lo cual se prevé una recuperación lenta y a largo plazo (FORBES México, 4 de mayo 2020). Un ejercicio de medición de los costos económicos de la pandemia durante el cierre parcial o total de las actividades económicas en los meses de abril y mayo de 2020, realizado por Dávila & Valdés (2020) indica que:
El efecto inicial del cierre de actividades no esenciales es una reducción equivalente en el valor de la producción de bienes y servicios involucrados en la misma. El siguiente impacto, es la contracción en la demanda de insumos directos y factores primarios (capital y trabajo) necesarios para su producción, (pp. 24-26)
lo que provocó una contracción en la economía mexicana de alrededor de 2.38 billones de pesos, equivalente a una disminución del 8.6 respeto a 2019. Esta caída generó efectos negativos diferenciados en el valor de la producción bruta en las regiones Noroeste (-10.6 %), Noreste (-10.55) y Altiplano Centro-Norte (-9.6 %), siendo las más afectadas las actividades de la construcción, la petroquímica, el plástico y el hule, la maquinaria, el equipo y los accesorios en general, los equipos de transporte, el comercio al menudeo y los servicios inmobiliarios.6
En este incierto panorama económico, el gobierno mexicano se encontró frente a la disyuntiva de privilegiar el confinamiento que detuviera los contagios mediante la parálisis total o parcial de las actividades económicas, o la reactivación en su totalidad para propiciar la sobrevivencia de la pequeña y mediana empresa, principales generadoras de empleo.
Este gobierno también enfrenta las deficiencias de un sistema de salud en ruinas desde hace varias administraciones. Los desvíos de recursos para actividades políticas y la desatención deliberada para favorecer el sistema de hospitales privados, en detrimento de la salud pública, han repercutido para que la estructura hospitalaria quede prácticamente desarticulada, con 327 hospitales inconclusos, sin equipamiento ni personal médico. La emergencia sanitaria obligó a que el gobierno federal contratara a cerca de cuarenta y cinco mil profesionales de la salud para atender la pandemia, estableciera convenio con hospitales privados e invirtiera en la reconversión de hospitales, lo cual le permitió habilitar ochocientos setenta y cuatro hospitales para atención de la COVID-19, según datos registrados hasta mediados de 2020, cuando la pandemia alcanzó su máximo nivel de expansión, en esta primera etapa (Associated Press [AP], 2020). La emergencia sanitaria evidenció la incapacidad de la estructura de salud pública y las contradicciones del gobierno en el manejo de las cifras, que rondaban hasta el 18 de febrero de 2021 los dos millones de contagios y las casi ciento ochenta mil muertes, aunque el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) menciona que hasta agosto de 2020 habían ciento ocho mil seiscientos cincuenta y ocho personas muertas por COVID-19 en México, cifra 44.8 por ciento superior a los setenta y cinco mil diecisiete casos confirmados por la Secretaría de Salud en ese mismo lapso (Milenio, 27 de febrero de 2021).7 De ello se derivaron acciones de protestas por la falta de equipo médico, medicamentos, y provocaron permanentes cuestionamientos a las autoridades de salud mexicana por el manejo de la pandemia.
Otro desafío del Estado mexicano para mantener las medidas de aislamiento en la pandemia fue la compleja masificación y pobreza de las grandes ciudades y capitales. Esto se debe a que en las ciudades se concentra el 78 % de los mexicanos, en tanto que el 22 % restante se concentra en áreas rurales (INEGI, 2010). De ahí que la mayor expansión del coronavirus se de en las metrópolis y capitales del país, donde la movilidad por la sobrevivencia de millones de personas se impone a las medidas de confinamiento, frente a las cuales el Estado y el mercado resultaron insustanciales. Aunque algunos han llegado a considerar que la COVID-19 es democrática porque “no distingue entre pobres y ricos ni entre hombres de Estado y ciudadanos corrientes” (Žižek, 2020, p. 28), los efectos de la pandemia se viven de manera distinta en una estructura social profundamente desigual.
Aunque el virus golpea por igual a ricos y pobres, hay grandes diferencias a la hora de combatirlo en función de la clase social ya que, en una sociedad estructuralmente desigual, la vida de los grupos marginados está cruzada por distintos tipos de carencias y dominación, los cuales se agudizan con la pandemia. Entre estos grupos destacan las mujeres, sobre las cuales se incrementó más de 100 % la violencia; en ese grupo también se ubican los niños, los trabajadores precarizados o autónomos, los vendedores ambulantes, las personas que viven en la calle, los migrantes y desplazados, los discapacitados y ancianos (Excelsior, 23 de mayo de 2020).
Una característica común de más de la mitad de la población en condición de pobreza es su exposición forzada a la pandemia, la cual la coloca en la primera línea de riesgo de contagio y muerte. En México, la pobreza ha sido una de las principales causas de movilidad en el confinamiento, ya que de los mil doscientos cincuenta y ocho millones de mexicanos que teníamos en 2018, el 48.8 % (sesenta y dos millones) se encuentra en pobreza o “vive al día”, de los cuales 20.2 % (veinticinco millones) carece de servicios de salud, en tanto que la pobreza extrema alcanza el 7.0 %. Otro elemento adicional es que del 59.8 % (quinientos sesenta y nueve millones), considerada como Población Económicamente Activa (PEA), solo veintiséis millones tiene empleos formales, en tanto que trescientos nueve millones se emplea en la informalidad (INEGI, 2018),8 por lo cual, la búsqueda del ingreso diario se convirtió en una práctica de sobrevivencia durante el semestre marzo-agosto, que comprendió el momento más álgido de confinamiento.9 En este sentido, la parálisis del sector público y privado en México, como medida de contingencia sanitaria para frenar la pandemia, propició que hasta abril de 2020, ciento cincuenta y siete millones de personas no contaran con una fuente de trabajo, de los cuales veintiún millones corresponden a la población desocupada abierta de la Población Económicamente Activa (PEA) y ciento treinta y seis millones a la población disponible de la Población no Económicamente Activa (PNEA) (Encuesta Telefónica de Ocupación y Empleo, INEGI, 2020).
Entonces, ¿la COVID-19 es un virus democrático porque no distingue clases sociales? Los datos duros nos reflejan que esta aseveración carece de fundamento y que la condición social determinó el destino letal de la mayoría de la población en condición de pobreza. De acuerdo con Héctor Iram Hernández Bringas (2020), investigador del Centro de Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM-UNAM), en su informe Mortalidad por COVID-19 en México. Notas preliminares para un perfil sociodemográfico, la existencia de un perfil de mortalidad está asociado a algunas condiciones demográficas y socioeconómicas, ya que siete de cada diez víctimas de coronavirus tenían una escolaridad máxima de primaria (o inferior) y vivía en condiciones de pobreza. Sostiene que el 71 % de los fallecidos eran pobres, de los cuales el 46 % eran jubilados, desempleados o tenían un trabajo informal, y más de la mitad de las defunciones ocurrieron en unidades médicas para población abierta, es decir, personas que no tenían acceso a la seguridad social; el 70 % eran hombres y más de la mitad (55.7 %) se concentraban en la Ciudad de México y en el Estado de México.
Otro estudio realizado por Mendoza-González (2020), indica que hasta finales de mayo de 2020, los efectos de salud más drásticos de la pandemia se dieron en hombres, principalmente “en personas de la tercera edad y grupos con elevadas prevalencias de enfermedades cardiovasculares, renales o de efecto inmunosupresor” (p. 139). Sostiene también que, hasta julio de 2020, el 8 % de los pacientes hospitalizados que requirieron ingresar a una unidad de cuidados intensivos se dio en el sector público, de los cuales 56.2 % no tenía seguridad social contributiva, lo que refleja que el grado de rezago social condicionó el tipo de atención que recibieron los pacientes. A las condiciones de pobreza y la falta de infraestructura médica, como causa de la letalidad, se unió
una estrategia sanitaria basada en la vigilancia centinela y de baja cobertura poblacional. A ello se suma el estudio deficiente de los contactos, así como el número reducido de pruebas diagnósticas, que se han considerado insuficientes y, por tanto, poco orientadoras para la atención epidemiológica oportuna. (p. 149)
Esto provocó que en 2020 México alcanzara una letalidad del 9 %, que lo colocó en el décimo tercer lugar con el mayor número de casos y en el tercer lugar de muertes en el mundo (Cortés-Meda & Ponciano, 2021).
La necesidad de subsistencia en las ciudades se convirtió en el principal incentivo de la movilidad y la expansión de los contagios en las ciudades o centros urbanos ya que, en los municipios integrados al Sistema Urbano Nacional, conformado por cuatrocientas ciudades de más de quince mil habitantes, de las cuales setenta y cuatro son consideradas zonas metropolitanas que concentran el 83% de la población nacional, se dio el 95 % de las defunciones por COVID-19. En las zonas metropolitanas fallecieron cuarenta y cuatro personas por cada cien mil habitantes, en tanto que la Ciudad de México ochenta por cada cien mil, mientras que en las zonas rurales el número desciende a once por cada cien mil (Rodríguez, 2020), según los datos registrados hasta el 2020. Esta morbilidad por coronavirus muestra también la vulnerabilidad del sistema de salud ensamblado para esta pandemia, ya que el 85 % de las defunciones se dieron en hospitales pertenecientes a la Secretaria de Salud y solo el 3 % en hospitales privados.10 La saturación de los hospitales del sector público, la falta de equipo y jornadas extenuantes, propiciaron que el número de contagiados y muertos por la pandemia alcanzara hasta septiembre de 2020 a los mil cuatrocientos diez trabajadores de la salud, según datos arrojados por la propia Secretaría de Salud. En esta alta letalidad por la pandemia en México se articulan las deficientes condiciones físicas de los infectados de COVID-19 y el defectuoso sistema de salud (Hernández, 2020).
En esta pandemia, la institución en la que se atiende la salud se convierte en un factor de riesgo de muerte: ser hombre incrementa el riesgo en 80 por ciento con respecto a ser mujer. Tener más de 70 años lo incrementa más de 24 veces respecto a tener edades menores. Ser indígena lo incrementa en 53 por ciento, ser hipertenso en 51 por ciento, ser obeso en 34 por ciento, ser diabético incrementa el riesgo en 89 por ciento… pero ser atendido en el IMSS o en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), lo incrementa en 380 por ciento. (Cruz, 2020, p.2)
Otro elemento de análisis en la pandemia es la aplicación de medidas disciplinares por el Estado en circunstancias excepcionales, tales como el aislamiento establecido por la autoridad de salud para prolongar la expansión de los contagios e impedir el colapso de la capacidad hospitalaria. Esto implica que en la coyuntura pandémica por la COVID-19 se abren las puertas a la imposición de regímenes de vigilancia y cuarentena biopolíticas, que propician la pérdida de libertad, generadas por la histeria y el miedo colectivo, llegando a casos extremos como el toque de queda, donde la necesidad de seguridad confisca la libertad. Al respecto, Agamben (2020) hizo una lectura catastrófica del fenómeno y llegó a sostener que este aislamiento forzado nos llevaría a un Estado de excepción, debido a que, al propagar el miedo mediante una declaratoria de emergencia para salvar vidas, propició la aceptación generalizada de mediadas disciplinares que confinó la libertad de tránsito. Días después, Agamben dio marcha atrás a sus apreciaciones, pero sus comentarios son un claro indicador de las preocupaciones que estas medidas pueden generar. En otro sentido, De Sousa Santos (2020) consideró que “en el futuro no solo tendremos que distinguir entre Estado democrático y Estado de excepción, sino también entre Estado de excepción democrático y Estado de excepción antidemocrático” (p. 40), y, sin pasar por alto el poderío de los intereses de las grandes corporaciones globales y los Estados supranacionales, habría que mencionar que la pandemia también abrió cauces a expresiones de solidaridad global y local (Žižek, 2020), y fortaleció los cuestionamientos al modelo capitalista y a los poderes que lo sostienen. Las manifestaciones en Europa se dieron contra las medidas de restricción, el uso de cubrebocas, la obligación de presentar el certificado de vacunación para acceder a lugares públicos o viajar. En tanto que, en América Latina, principalmente en México, la pandemia agudizó problemas en los servicios de salud pública, paralizó la económica, ensanchó otras desigualdades como las de género, la digital, la intergeneracional, etc., y potenció la desconfianza hacia las instituciones del Estado. Esto ocasionó la emergencia de álgidas manifestaciones, principalmente en las capitales o centro urbanos, cuyas demandas se dirigieron a cuestionar, a exigir una mejor gestión sanitaria y la atención de los problemas sociales y económicos provocados por la pandemia (García & Francesc, 2022).
Ahora bien, las medidas de sana distancia y el uso de aditamentos para evitar el contagio por el Estado dieron paso a la autodisciplina, pero al mismo tiempo a la desobediencia generalizada. En este sentido, en tanto que algunos gobiernos estatales y municipales se negaron a establecer cualquier tipo de medidas coercitivas y apelaban a la conciencia ciudadana, otros establecieron medidas disciplinares restrictivas mediante el uso desmedido de la fuerza, que derivó en violaciones a los derechos humanos, fundamentalmente a la libertad de tránsito por el establecimiento de retenes o la detención arbitraria por no usar cubrebocas. La deficiencia en el sistema de salud propició que el Estado no cumpliera con el servicio de salud, por lo cual emergieron múltiples quejas por violaciones a los derechos humanos. Entre marzo y abril de 2020, la Comisión Nacional de Derechos Humanos recibió setecientas sesenta y siete quejas relacionadas con la pandemia, principalmente por la falta de acceso a medicamentos e insumos, deficiencias en las medidas sanitarias para evitar algún tipo de contagio, conflictos laborales, discriminación a la población que padece o era un caso sospechoso de COVID-19, y agresiones físicas o verbales al personal de salud.11
La defensa de la vida y las voces no escuchadas
Desde la antigüedad, las epidemias y posteriormente las pandemias,12 han representado importantes retos para las distintas sociedades, con el resultado común de que en todos los casos trajeron consigo, en mayor o menor medida, graves consecuencias para el desarrollo de las civilizaciones. Su aparición, su expansión y su impacto han marcado importantes periodos de nuestra historia. Han derrumbado economías, así como monarquías y gobiernos, han diezmando poblaciones enteras y arrasado con campos de cultivo, distintos tipos de ganado y fuentes de trabajo a lo largo y ancho de los territorios donde estas han emergido, así como han fracturado las relaciones humanas en todos sus sentidos, ya fueran estos económicos, políticos, culturales o sociales.
Su rápida expansión resulta ser incontrolable en las primeras etapas y las secuelas que deja se traducen en profundos cambios en los entornos donde se desarrollan. Castañeada & Ramos (2020), entre muchos otros investigadores e intelectuales del mundo, ante la emergencia de la COVID-19, han comenzado a enfatizar en sus estudios el impacto que a través de la historia han tenido estas epidemias y pandemias, también denominadas plagas, originadas por virus o bacterias de distinta índole. Desde la viruela, pasando por la peste bubónica, el cólera, el virus de la influenza, el VIH o el ébola, entre otras, hasta la llegada de la COVID-19, las experiencias y las lecciones que estas enfermedades han dejado a la población mundial en sus distintos momentos históricos han sido devastadoras.
Castañeda & Ramos (2020), en su evaluación, cuantifican el número de víctimas mortales que ocasionaron algunas de las epidemias y pandemias a lo largo de la historia de la humanidad, así como delimitan algunos de los inmensos territorios donde se propagaron. Por mencionar algunos de los varios ejemplos que exponen (y, por supuesto, de los vastos ejemplos que existen en nuestra historia) aludimos a la denominada Peste Antonina, posiblemente ocasionada por la viruela o el sarampión, que entre el año 165-180 ocasionó la muerte de cerca de cinco millones de personas en Asia Menor, Egipto, Grecia e Italia. La llamada Peste de Justiniano (peste bubónica) que entre 541-542 terminó con la vida de casi veinticinco millones de personas en el Imperio Bizantino y Europa. La Muerte Negra (también peste bubónica) que entre 1346-1353 acabó con la vida de entre setenta y cinco y doscientos millones de personas en Europa, Asia y África. Más recientemente, una de las pandemias más importantes que impactó a nivel mundial, aunque no la primera, es la mal denominada gripe española, ocasionada por la Influenza AH1N1, que entre 1918 y 1920 se cobró la vida de entre cincuenta y cien millones de seres humanos.
Pese a lo impresionante del número de las defunciones registradas en sociedades inmensamente menos pobladas que la nuestra, lo más impactante resulta ser que la causa del surgimiento de la enfermedad, en muchos de los casos, ha sido detonada por la relación que los seres humanos hemos establecido con el medio ambiente a través de los siglos.
Si bien a la llegada del siglo xvii, tras la colonización de América, el choque de culturas fue el detonante que originó el intercambio de enfermedades como la viruela, el tifus, la influenza o el sarampión, a los que la población nativa no había sido expuesta y para las cuales no tenía defensa biológica,13 la dominación del hombre occidental ya no solo sobre las culturas americanas, cuya finalidad era incorporar la mano de obra indígena a los sistemas de explotación europeos, sino sobre todos los sistemas ecológicos de soporte (recursos naturales extraíbles) exacerbó la problemática. La sobreexplotación de las culturas llamadas “periféricas” en América, Asia y África, y de los recursos que sus tierras proporcionaron durante casi cinco siglos, comenzó a tener importantes efectos a nivel planetario desde la segunda mitad del siglo xx, como lo fueron:
el calentamiento global, los llamados desastres naturales, la pérdida de biodiversidad, la ocurrencia cada vez más frecuente de eventos climáticos extremos (tsunamis, ciclones, inundaciones, sequías, aumento del nivel del mar debido al deshielo de los glaciares) y, como resultado, el brote más frecuente de epidemias y pandemias. (De Sousa, 2020, p. 83)
Así como los cada vez más frecuentes desastres industriales y tecnológicos que también impactan gravemente en el entorno, en la salud y en la sociedad, como fue el ocurrido en Chernobyl, Ucrania, entonces perteneciente a la Unión Soviética, en 1986, que originó el peor accidente nuclear en la historia de la humanidad.
El estudio de la relación de los seres humanos con la naturaleza es materia antigua, interesó a científicos de todas las áreas del conocimiento, pero también a filósofos, poetas, escritores, artistas e intelectuales de toda índole, pero no sería sino hasta 1962, con la publicación de La primavera silenciosa, de Reachel Carson, en donde, si bien no por primera vez, pero sí con mayor certeza, se plantearía la posibilidad de que la disonancia entre los seres humanos y la naturaleza marcaría el inicio de una nueva era. La explosión demográfica ocurrida también en esas épocas agravó los pronósticos que durante los años sesenta y setenta se tornaron profundamente preocupantes. Muchas fueron las voces, incluso anteriores a la obra de Carson (pero principalmente posteriores a ella) que manifestaron su inquietud y señalaron que “el saqueo y la destrucción del medioambiente podrían tener consecuencias sanitarias nefastas” (Ramonet, 2020, p. 7) para la población mundial.
Con la llegada de la COVID-19 (pese a que ya con anterioridad habían saltado infinidad de alarmas sobre las condiciones catastróficas a las que estábamos sometiendo los sistemas ecológicos de soporte del planeta) la sociedad mundial en su totalidad comenzó a experimentar, como explica Ignacio Ramonet (2020), el “famoso ‘efecto mariposa’: alguien al otro lado del planeta se come un extraño animal y, tres meses después, media humanidad se encuentra en cuarentena” (p. 2), prueba inequívoca de que los sistemas naturales del mundo son sistemas vivos, que interactúan con otros, que se retroalimentan de otros y que, en última instancia, dependen de otros y determinan a otros. El origen de todo, explica Ramonet siguiendo a Quammen, “reside en los comportamientos ecodepredadores” (p. 10), que nos condicionan y nos orillan a un inevitable y peligroso cambio climático.
Lo que está realmente en causa es el modelo de producción que lleva decenios saqueando la naturaleza y modificando el clima. Desde hace lustros, los militantes ecologistas vienen advirtiendo que la destrucción humana de la biodiversidad está creando las condiciones objetivas para que nuevos virus y nuevas enfermedades aparezcan: “la deforestación, la apertura de nuevas carreteras, la minería y la caza son actividades implicadas en el desencadenamiento de diferentes epidemias —explica, por ejemplo, Alex Richter-Boix, doctor en biología y especialista en cambio climático—. Diversos virus y otros patógenos se encuentran en los animales salvajes. Cuando las actividades humanas entran en contacto con la fauna salvaje, un patógeno puede saltar e infectar animales domésticos, y de ahí saltar de nuevo a los humanos; o directamente de un animal salvaje a los humanos …, murciélagos, primates o incluso caracoles, pueden tener enfermedades que, en un momento dado, cuando alteramos sus hábitats naturales, pueden saltar a los humanos. (Ramonet, 2020, p. 10)
La naturaleza tiene un equilibrio que nosotros constantemente violentamos con nuestros hábitos de subsistencia y consumo. Nuestra crisis económico-financiera, alimentaria, energética, de salud e, incluso, social es ante todo una crisis ambiental que pone en duda nuestros procesos de legitimización de los modelos de producción, acumulación y consumo, pero también de nuestras instituciones y modelos de regulación y contención, que no han dado los frutos prometidos ni han realizado los esfuerzos adecuados para los que fueron creados. Por eso, especialistas y activistas ambientales y sociales han señalado la importancia de establecer un diálogo global sobre estas realidades que incluya a todos los actores sociales involucrados: defensores de los derechos, ambientalistas, intelectuales y, ante todo, a las comunidades de todas las latitudes del mundo que representan a las minorías excluidas en todos los continentes, y no solo a los órganos de gobiernos y a las instituciones internacionales que dicen representar los intereses de todos los países y de todas las culturas. Dávila-Flores & Valdés-Ibarra (2020) han mencionado que:
La sospecha de vínculos entre la pandemia, la desigualdad social y el deterioro ambiental, así como su percepción por parte de la población bajo condiciones de confinamiento y amenazas a su salud e integridad económica, fortaleció el consenso sobre la importancia de la sustentabilidad ambiental y la inclusión social en las estrategias de desarrollo. (p. 16)
Hoy sabemos que la enfermedad ocasionada por la COVID-19 no solo transformó negativamente la vida de millones de ciudadanos. Particularmente en México, alteró la economía familiar, las relaciones sociales, la vida escolar, el trabajo, pero también canceló las expectativas de poder acceder a un desarrollo sostenible (Mendoza-González, 2020). En esta perspectiva, instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Mundial del Comercio (OMC) o la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), como sostiene Ignacio Ramonet (2020), parece que hasta el momento todavía no han estado “a la altura de la tragedia, [ya fuera] por su silencio o por su incongruencia” (p. 2).
Pero esta crisis ecodepredadora, globalizada y financiera es una oportunidad para admitir la necesidad de un inminente cambio de paradigma de nuestro modelo civilizatorio que nos lleve hacia la sustentabilidad socioambiental, a la que debemos considerar el primer criterio de desarrollo de los pueblos y las naciones del mundo (Fernandes & Sampaio, 2008). Es una realidad que ya no podemos omitir, aunque desde la segunda mitad del siglo xx llevemos postergándola irresponsablemente. Resultan
necesarios nuevos métodos de cooperación capaces de preservar, integrar y desarrollar las virtudes de las libertades positivas y negativas, y evitar sus trampas para resistir a la captura y reconfiguración de la iniciativa empresarial … y el consumo por las finanzas. (García-Barrios & Serra, 2016, p. 210)
Hay que aceptar que es imprescindible echar a andar otras formas de cooperación humana en la nueva normalidad.
Conclusión: hacia una “nueva normalidad”
El confinamiento nos ha dejado exhaustos, se agudizó el uso compulsivo de las nuevas tecnologías y la comunicación para el trabajo, la educación, el juego y las francachelas virtuales. En menor medida, el encierro también permitió recuperar algunas dimensiones perdidas como la conversación y la cercanía familiar, la preocupación por los demás, y valorar que cuando nos preocupamos por los demás, nos estamos preocupando por nosotros. La coyuntura de la crisis nos obligó a transitar del individualismo social a los actos de solidaridad entre nosotros, pero también a mostrar conductas agresivas impensables que manifiestan la fragilidad emocional frente a los efectos de la pandemia.
Frente a la pérdida masiva de vidas que esparcen dolor y la incertidumbre que genera la expansión del desempleo y la pobreza súbita de millones de mexicanos, vale la pena cuestionarnos por el provecho que le podemos extraer a una situación extraordinaria como esta. Las respuestas pueden ser diversas y se dan en distintas direcciones. Al ser interrogado por este punto, De Sousa Santos expresó a los entrevistadores (2020) que “el virus es un pedagogo que nos está intentando decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo y entender lo que nos está diciendo”. Frente a esta idea, podemos apuntar que una disyuntiva radica en si nuestra terca memoria se hará ilusa y simplemente todo pasará, que olvidaremos el mal momento y retornaremos a la normalidad de consumo demente, de contaminación irracional, de competencia rapaz por el reconocimiento y la aspiración de acumular. Esto implica que el regreso a la “nueva normalidad” tendrá que edificarse “sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas” (Žižek, 2020, p. 6), y es posible que esta crisis quede en el recuerdo, como si nada hubiera pasado, y lejos quedarán los cuestionamientos al modelo civilizatorio sobre el cual se edificó un Estado incapaz de paliar las disparidades, garante de la propiedad privada de un reducido grupo y vigilante de una sociedad basada en el consumo, el individualismo y el ostracismo digital. La otra disyuntiva radica en que la “nueva normalidad” nos lleve a cuestionar los males estructurales del viejo sistema que nos ha colocado frente a esta catástrofe, a ver en el espejo de la pandemia la fragilidad de la sociedad a la que pertenecemos, y hacernos cargo de los cambios de vida que nos corresponden promover en lo individual y en lo colectivo.
En este sentido, la pandemia abre una oportunidad de revalorar y reconocer nuestra realidad, reconectarnos con la naturaleza para construir una nueva comunidad capaz de articular relaciones más solidarias y justas, porque la salud de los humanos no tiene sentido sin la salud de la naturaleza. La lógica del mercado autorregulado, de acuerdo con la retórica neoliberal, no ha generado bienestar general o universal. El camino transitado hasta ahora ya no nos sirve, no les sirven a las mayorías, no le sirven al planeta. Nos urgen nuevas ideas para retornar a nuevas formas de “comunalidad” (Esteva, 2020, p. 32) que permitan organizar y generar nuevos caminos que tengan como base la solidaridad y la cooperación, porque de ello depende nuestra propia sobrevivencia.
La pandemia, entre otros significados, es un “grito de la naturaleza”, debido a la “sobrecarga” que esta forma de producir ha puesto sobre sus hombros. En este sentido, la pandemia muestra el fracaso de la lógica del capital promotor del individualismo y de la idea de triunfar por encima de los demás y a costa de lo que sea, mediante la imposición de ritmos inhumanos de producción y consumo. Esto ha dado como resultado la construcción de una “sociedad del cansancio” (Han, 2017, pp. 67-74), caracterizada por la lucha interna que lidiamos contra nosotros mismos a causa de la exigencia y eficiencia que la competencia por un puesto de trabajo demanda. La sacudida nos movió el piso, la incertidumbre nos llegó y, con ella, se acentuaron los desafíos que como sociedad ya vivíamos.
Si bien es cierto que la pandemia nos pone frente al espejo de una sociedad distópica donde el futuro es incierto, estamos también ante la posibilidad de que esta encrucijada nos lleva a buscar salidas, entre ellas, a reconstruir la confianza entre la gente y los aparatos del Estado, así como a buscar articulaciones entre la producción y distribución fuera de la lógica del mercado. En este sentido, la pandemia es una sacudida que puede ser positiva para pensar en una sociedad alternativa, que priorice formas de solidaridad más allá del Estado-nación y de las propias inercias de la democracia representativa.
La lección ecológica es significativa en la medida que nos asumimos como especie hegemónica y antropocéntrica que estableció una relación de dominio sobre la naturaleza sin asumir que somos seres vivos entre otras formas de vida. De ahí que la pedagogía del virus estriba en entender que “cuando la naturaleza nos ataca con un virus, lo hace para devolvernos nuestro propio mensaje. Y el mensaje es: lo que tú me has hecho a mí, yo te lo hago a ti” (Zizek, 2020, p. 25).
Comenzamos a cerrar estos comentarios con las siguientes palabras de Ignacio Ramonet (2020): “Como dice uno de los memes que más ha circulado durante la cuarentena: ‘No queremos volver a la normalidad, porque la normalidad es el problema” (p. 31). Habremos de buscar nuevas formas de cooperación humana, imaginar nuevas formas de repensar el Sur, tal como lo proponen intelectuales como de Sousa Santos (2009), nuevas fórmulas que fortalezcan la relación sociedad-Estado, agotada por la democracia representativa, nuevas formas de integración y colaboración que transformen nuestras realidades, donde la educación deberá convertirse en uno de los principales actores que impulse el diálogo social y la transformación de las instituciones que nos han regido sin los menores principios de ética, inclusión y solidaridad. El grito pedagógico de la emergencia sanitaria es una invitación a debatir sobre las nuevas necesidades de convivencia, basada en la solidaridad y la comunalidad, un reto que requiere, y que nos obliga, a repensar la escuela y la universidad como el espacio donde germinan esas nuevas formas de pensamiento que pueden convertirse en los detonantes del cambio.
Sabemos que en México como en la mayoría de los países del mundo, la enseñanza había sido transmitida tradicionalmente a través del aprendizaje presencial. La pandemia vino a cambiar radicalmente esta realidad y de la noche a la mañana mandó a los alumnos de todos los niveles básico, medio-superior y superior a sus casas:
Este cambio ha ocasionado que la educación sea a través del uso provisional de plataformas virtuales. Aun cuando la transición de clases presenciales a clases a distancia evitaría que los estudiantes perdieran el ciclo escolar, la SEP no contempló que no todos los estados de la República tendrían el mismo privilegio de realizar este cambio de manera exitosa. Por ejemplo, en el 2018, en México el índice de pobreza rebasó los 50 millones de personas, dato que podría explicar los 18 millones de hogares mexicanos sin equipo de cómputo. (Fernández-Sánchez et al., 2020, p. 6)
Hernández Bringas (como se citó en Cortés-Medina & Ponciano-Rodríguez, 2021) ha señalado que la escolaridad es un indicador que puede medir el nivel de las personas para poder acceder a la información. Dependiendo de ese acceso, también se determina el nivel de decisión que las personas pueden tomar en torno a situaciones de emergencia como la de la COVID-19. En México la baja escolaridad y las condiciones de pobreza se encuentran directamente relacionadas con el aumento en los riesgos de muerte ante la emergencia sanitaria que hoy vivimos. Pero no solo se trata del escaso acceso a internet que tienen los hogares mexicanos, sino también de las habilidades que profesores, alumnos, padres y tutores tenían para poder trabajar a distancia a través de plataformas electrónicas para los cuales no tenían ninguna preparación.
La emergencia sanitaria que hoy vivimos, además de que abrió las venas enfermas del modelo civilizatorio capitalista basado en el consumo, exhibió también las contradicciones funcionales de los sistemas educativos actuales. En este contexto, creemos que la coyuntura pandémica nos pone frente a dos vertientes. Por un lado, el confinamiento ha mostrado que la desigualdad social condiciona la realidad educativa que hoy viven millones de mexicanos. En el caso de nuestro país, aunque la autoridad gubernamental intentó resolver el ciclo escolar vigente (en la educación básica y media-superior, principalmente) la poca funcionalidad de las transmisiones televisivas y el traslado de la responsabilidad de la tutoría educativa a los padres, así como la falta de acceso a la conexión y a los dispositivos en línea de amplios segmentos sociales, propiciaron que las condiciones y oportunidades de aprendizaje fueran cada vez más desiguales para millones de alumnos en nuestro país. Por otro lado, permitió cuestionar e imaginar las nuevas directrices que deberá tomar la educación en el futuro cercano, lo que abre una importante oportunidad de cambio que no debemos dejar escapar.
Conflicto de intereses
Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.
Referencias
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Notas de autores
Rubén Darío Ramírez Sánchez
Doctor en Ciencias Sociales. Especialidad en Estudios Rurales por El Colegio de Michoacán A.C. (2002 2007). Investigador de la Unidad Académica de Estudios Regionales de la Coordinación de Humanidades de la UNAM-Jiquilpan, Michoacán, México. Contacto: rubendario105@hotmail.com, ORCID: 0000-0002-8766-0233. Investigador principal
Daniar Chávez Jiménez
Doctor en Letras. Especialidad en Literatura Latinoamericana por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (2000-2007). Investigador de la Unidad Académica de Estudios Regionales de la Coordinación de Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. Contacto: daniarc@yahoo.com, ORCID: 0000-0002-4116-3223. Investigador principal.
1 Por sus siglas en inglés.
2 También nombrado como Coronavirus; en el presente documento utilizamos indistintamente las tres acepciones.
3 En México, un sector reducido de la población llegó a señalar que la pandemia era una estrategia del gobierno lopezobradorista para disminuir a los pensionados de la tercera edad (de 65 años en adelante), y con ello generar ahorros. Otro señalamiento sostuvo que los países de primer mundo habían detonado la pandemia con el objetivo de disminuir la población mundial y que la vacunación era una estrategia para controlar a la población mediante la inserción de un chip.
4 Frente a esta realidad diferenciada por la emergencia de salud, el Estado puede asumir distintos rostros. Por un lado, puede evidenciarse como un ente hegemónico en el ejercicio de la fuerza para mantener el confinamiento y, por otro, mostrarse incapaz para generar bienes y servicios básicos de salud a sus gobernados (Segato, 2013).
5 La pandemia en México ha generado un intenso debate político entre el gobierno federal y un sector de la oposición, entre la Secretaría de Salud y algunos de los gobiernos estatales, lo cual se articula a la narrativa del presidente sobre la poca efectividad del uso de cubre bocas para evitar los contagios, el achatamiento o control de la curva pandémica y el número de muertos, entre otros temas de conflicto que han enfrentado a la sociedad, a los actores políticos y a sus diversas instituciones.
6 Para paliar los efectos económicos de la pandemia, la mayoría de las instituciones y de los especialistas financieros sugirieron a los gobiernos del mundo poner en marcha medidas contra cíclicas, mediante la utilización de líneas de crédito de los organismos financiero internacionales. De acuerdo con Esquivel (2022), estas medidas deberían encaminarse al rescate de los desempleados por la pandemia, así como a las micro, pequeñas y medianas empresas. Entre otras medidas, están el seguro de desempleo, el programa de protección de ingresos, otorgar diferimiento en el pago de sus contribuciones a la seguridad social hasta por cuatro meses, diseñar un programa especial de apoyo para el pago de rentas u otros gastos fijos, para quienes pierdan empleo la posibilidad de acceder a créditos o un programa de salario mínimo hasta por tres meses. Sin embargo, el gobierno de México determinó no solicitar préstamos a los organismos financieros internacionales y esperanzarse a la apertura y recuperación paulatina de las actividades económicas.
7 Con datos de la Secretaría de Salud federal, hasta abril de 2022, México alcanzó cincuenta y cuatro millones de contagios y trecientas veinticuatro mil muertes, aunque si se contabilizan los excesos de muertes que registró el INEGI (2022), entre enero de 2020 y septiembre de 2021, la cifra alcanzaría seiscientos cincuenta y tres decesos en ese periodo.
8 A dos años de iniciada la pandemia, la población del país alcanzó, en 2021, mil doscientos ochenta y nueve millones de habitantes, de los cuales 52.8 % (sesenta y siete millones veintiocho mil habitantes) vive en la línea de la pobreza y ochenta y cinco millones (diez millones novecientos cincuenta y seis mil quinientos habitantes) en pobreza extrema, asimismo, cuatrocientos sesenta millones cien mil (35.7 %) carece de servicios de salud. En lo que corresponde a la PEA, esta alcanzó quinientos setenta y cinco millones (44.6 %), de los cuales trescientos veintidós millones (56.2 %) se mantuvo empleado en la economía informal (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social [CONEVAL], 2020; INEGI, 2021).
9 Las proyecciones del Coneval estiman que la pobreza total y extrema por ingresos, por los efectos de la pandemia, podría aumentar hasta en diez millones de personas. “La política social en el contexto de la pandemia por el virus SARS-CoV-2 (Covid-19) en México” (Coneval, 10 de mayo de 2020).
10 El estudio comprendió la revisión de las actas de defunción desde el inicio de la pandemia hasta el 27 de mayo de 2020. Hasta esa fecha, el acumulado de muertos era de ocho mil quinientos noventa y siete y la tasa de mortalidad era de setenta millones novecientos mil por cada cien mil habitantes (Hernández Bringas, 2020).
11 Un caso significativo en Guadalajara, Jalisco, fue el asesinato de Giovanni López a manos de la policía, porque no llevaba cubre bocas para protegerse del nuevo coronavirus. Otro se dio en Oaxaca con el asesinato de Alexander Martínez, presuntamente por usar tapabocas y ser “confundido” con un delincuente (Agence France-Presse [AFP], 2020); “Acusan en CNDH 767 violaciones a derechos humanos por Covid-19” (El Universal, 13 de mayo de 2020).
12 La diferencia entre las epidemias y las pandemias es que las primeras se desarrollan en un área geográfica concreta, mientras que las segundas se propagan en más de un continente y en algunos casos se dan a nivel mundial, como es el caso de la emergencia sanitaria que experimentamos hoy.
13 Cuyos efectos fueron devastadores, se calcula que un 95 % de la población amerindia fue exterminada a causa de estas enfermedades (Diomedi, 2003).