REVISIÓN CRÍTICA DE LAS PERSPECTIVAS SOCIOLÓGICAS SOBRE LAS PSICOTERAPIAS: APORTES PARA COMPRENDER UNA DE LAS PRÁCTICAS MÁS INFLUYENTES EN LOS MODELOS DEL YO CONTEMPORÁNEOS

CRITICAL REVIEW OF SOCIOLOGICAL PERSPECTIVES ON PSYCHOTHERAPIES: CONTRIBUTIONS TO UNDERSTAND ONE OF THE MOST INFLUENTIAL PRACTICES IN CONTEMPORARY MODELS OF THE SELF

Andrés Felipe Astaíza Martínez, Mateo Parra Giraldo

Universidad de Ibagué

Universidad de San Buenaventura

Recibido: 4 de mayo de 2020-Aceptado: 16 de marzo de 2021-Publicado: 16 de julio de 2021

Forma de citar este artículo en APA:

Parra-Giraldo, M. & Astaíza-Martínez, A. F. (2021). Revisión crítica de las perspectivas sociológicas sobre las psicoterapias: aportes para comprender una de las prácticas más influyentes en los modelos del yo contemporáneos. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 12(2), 870-897. https://doi.org/10.21501/22161201.3551

Resumen

Desde la década de 1980, los estudios sociológicos sobre las psicoterapias han aumentado y se han diversificado. Aunque difieren teórica y metodológicamente, estas miradas confluyen en destacar que la psicoterapia es moderna por excelencia, en todo aquello que inquieta más sobre la modernidad: el vacío del sujeto moderno separado de las relaciones comunitarias, el control y la privatización de la vida por parte de la organización social capitalista y el derrumbamiento de las jerarquías culturales y morales. Este trabajo examina el estado actual de las perspectivas sociológicas críticas acerca de las psicoterapias, y contrasta estos desarrollos con distintos abordajes psicoterapéuticos que escapan a las lógicas de la modernidad, de acuerdo a la categorización de psicoterapias ascéticas y sintomales. En particular, aquellas que reivindican lo narrativo, las posturas actuales de orientación analítica, los enfoques psicodinámicos con influencia de las ciencias de la complejidad, y aportes antagónicos a la psicología académica, como la psicología transpersonal, la improvisación en psicoterapia y el etnopsicoanálisis.

Palabras clave

Psicoterapia; Sociedad contemporánea; Cultura contemporánea; Modernidad; Sujeto.

Abstract

Since the 1980s, sociological studies on psychotherapies have increased and diversified. Although they differ theoretically and methodologically, these views converge in emphasizing that psychotherapy is modern par excellence, in all that is most disturbing about modernity: the emptiness of the modern subject separated from community relations, the control and privatization of life by capitalist social organization, and the collapse of cultural and moral hierarchies. This paper examines the current state of critical sociological perspectives on psychotherapies, and contrasts these developments with different psychotherapeutic approaches that escape the logics of modernity, according to the categorization of ascetic and symptomatic psychotherapies. In particular, those that vindicate the narrative, the current analytically oriented postures, psychodynamic approaches influenced by the complexity sciences, and antagonistic contributions to academic psychology, such as transpersonal psychology, improvisation in psychotherapy, and Ethnopsychoanalysis.

Keywords

Psychotherapy; Contemporary society; Contemporary culture; Modernity; Subject.

INTRODUCCIÓN

El término psicoterapia se refiere a la consulta psicológica, individual, familiar o grupal consistente en intervenciones planificadas y estructuradas que tienen el objetivo de influir y modificar el comportamiento, los pensamientos y las emociones, a través de medios psicológicos, verbales y no verbales. No comprende el uso de ningún medio bioquímico o biológico y se usa para tratar un vasto espectro de trastornos, disfunciones y malestares mentales definidos al interior de la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis (Benito, 2009; Fernández Liria, 2004). Si bien es posible indagar diversos procedimientos a lo largo de la historia occidental orientados a la transformación de los individuos, la historia de las técnicas terapéuticas puede rastrearse hasta la Grecia antigua, así como a diversas prácticas religiosas, animistas y chamánicas de otras culturas (Narciandi, 2005).

El desarrollo de las modernas psicoterapias puede rastrearse hasta el siglo XVIII, con los aportes del psiquiatra francés Phillipe Pinel, quien realizaba un “tratamiento moral de la alienación mental” que consistía en curar patologías, generadas por la exaltación de las pasiones, por medio de una reclusión temporal que restituía hábitos más saludables. Asimismo, las prácticas terapéuticas del médico alemán Franz Anton Mesmer basadas en el magnetismo, lograron gran difusión en Europa durante este periodo. Posteriormente, en el siglo XIX, diversos médicos como el neurocirujano escocés James Braid, los neurólogos franceses Hippolyte Bernheim, Jean-Martin Charcot, así como Ambroise-Auguste Liébeaul, reformularon las ideas de Mesmer, lo cual permitió el desarrollo del hipnotismo, práctica que posibilitó posteriormente el desarrollo de métodos curativos que emplean la sugestión directa, las modernas psicoterapias (Benito, 2009).

Durante la primera mitad del siglo XX, el psicoanálisis se consolidó como el abordaje terapéutico más difundido. Durante este periodo pasó de ser exclusivamente una extensa teoría sobre el psiquismo humano y un tratamiento para las neurosis, a ser un lenguaje omnipresente en la cultura popular, el cine, la publicidad, entre otros. Esto empezó a cambiar a partir de la década de 1940, con la aparición de otras formas de intervenir las afecciones psicológicas, como la terapia centrada en el cliente, la terapia de la conducta, la terapia racional-emotiva o la terapia sistémica (Sampson, 2001). Posteriormente, en las décadas de 1950, 1960 y 1970 se desarrollaron las terapias conductuales-cognitivas, que se adaptaron con mayor facilidad a los paradigmas basados en la evidencia, constituyéndose en uno de los abordajes dominantes a nivel mundial. Sobre esto último, es importante señalar que, en los últimos tiempos, se ha ampliado la base disciplinaria y la práctica de la psicoterapia, situación que ha influido en que, a pesar de las iniciativas de estandarización, dicha práctica se mantenga ecléctica (Buchanan & Haslam, 2019).

El vasto desarrollo de las psicoterapias ha sido tal que Helena Béjar (2011) plantea que “la cultura psicoterapéutica constituye una de las epistemes más importantes de la segunda mitad del siglo XX y de lo que lleva el siglo XXI” (p. 357). El vocabulario psicológico y terapéutico ha alcanzado un lugar muy importante en el habla cotidiana y en el sentido común. Palabras como autoestima, represión, crisis de identidad, obsesión compulsiva o depresión son usadas frecuentemente por las personas para describir su estado de ánimo, su comportamiento o sus ideas. De aquí que gran cantidad de investigadores de las ciencias sociales examinen las prácticas psicoterapéuticas y planteen nociones como psico-ideología (Apodaka, 2011), cultura terapéutica (Rose, 1999a), el triunfo de lo terapéutico (Rieff, 1987), la terapia como construcción social (Gergen & McMcNamee, 1996), como artefacto cultural (Sampson, 2001), como práctica social (González, 2006) o como ideología de la clase media americana (Bellah et al., 2008).

Desde la década de 1980, los estudios sociológicos sobre las psicoterapias se han extendido y diversificado. Aunque difieren en método y perspectiva, confluyen en pensar el ejercicio terapéutico como una de las prácticas más influyentes en los modelos del Yo en la contemporaneidad. Esta influencia va más allá del consultorio, debido a la amplia institucionalización de la perspectiva terapéutica en las sociedades modernas; por ejemplo, en las organizaciones económicas, las escuelas, los ejércitos, los hospitales e incluso la resolución de conflictos internacionales. Los estudios también señalan que la psicoterapia es moderna por excelencia, en todo aquello que inquieta más sobre la modernidad: el narcisismo, la burocratización, el control y la privatización de la vida por parte de la organización social capitalista, el derrumbamiento de las jerarquías culturales y morales, el vacío del sujeto moderno separado de las relaciones comunitarias y la vigilancia a gran escala (Illouz, 2010).

Teniendo en cuenta los análisis y críticas mencionados, este artículo de reflexión busca promover el diálogo entre las ciencias sociales y el campo de las psicoterapias, examinando los distintos abordajes sociológicos acerca de las terapias psicológicas y algunas de sus prácticas contemporáneas que han buscado escapar a las lógicas de la modernidad y que tanto han cuestionado los críticos más entusiastas de las psicoterapias. En ese sentido, este trabajo se propone atender a las críticas que ha recibido el ámbito psicoterapéutico desde hace más de 40 años, e igualmente indagar por las posibilidades de psicoterapias que escapan a las coordenadas normativas de la modernidad.

Las técnicas terapéuticas y los sistemas que abarcan dichos procedimientos son comprendidos como construcciones sociales y culturales sobre lo humano, que promueven modelos de comprensión en torno a la subjetividad, entendiendo esta última a partir de los aportes de Fernando González-Rey (2000, 2002, 2008, 2009, 2010) como un sistema de configuraciones simbólicas y emocionales que son el resultado de las múltiples experiencias vividas por las personas en sus diferentes espacios sociales. De tal manera, la subjetividad representa una dimensión ontológica de todos los procesos humanos, ya que toma forma en el trayecto de las prácticas sociales en contraposición a una noción subjetivista y opuesta a lo objetivo (González-Rey, 2010). En palabras del autor: “Definimos lo subjetivo (...) como representación de un tipo diferente de objetividad, específica de los procesos psíquicos humanos en las condiciones de la cultura” (p. 251).

En consecuencia, entender el funcionamiento de las psicoterapias requiere comprender las condiciones históricas en las que estas se han gestado. Desde la modernidad, por ejemplo, se define al sujeto a partir de la permanencia de la mismidad (lo que se mantiene inmutable con el paso del tiempo), mientras que en la posmodernidad se entiende como un proceso, más que como el resultado de algo concreto. Se entiende la continuidad personal del sujeto a través de la multiplicidad de discursos que dan sentido a su experiencia social, cognitiva o emocional (Balbi, 2004). Por ende, el sujeto no puede ser definido más que como un agente que expresa su lugar a partir de la relación entre los aspectos simbólico-emocionales del mundo, lo cual implica que la subjetividad muta constantemente y se desdobla (González-Rey, 2000, 2009, 2010).

La pertinencia de este estudio se debe fundamentalmente al crecimiento de la influencia de las psicoterapias sobre los modelos del Yo en la contemporaneidad, la cual, desde sus orígenes hasta ahora, no ha parado de ampliarse. En ese sentido, para el desarrollo de este artículo de reflexión se revisaron las principales corrientes sociológicas que han examinado las psicoterapias y se contrastaron con los desarrollos contemporáneos de distintas corrientes psicoterapéuticas.

Los estudios sociológicos sobre las psicoterapias

Moffat (1974) atribuye una función colonizadora a la psicoterapia y subraya la impronta cultural europea-norteamericana del quehacer profesional especialmente en países del sur, dando cuenta de una despersonalización en las relaciones institucionalizadas, por ejemplo, en los centros de salud mental. Por su parte, Han (2015) habla de las formas contemporáneas de optimización de los procesos psíquicos y mentales en contraste con la superación de las resistencias corporales de las sociedades de control previas a la era digital.

Distintos científicos sociales se han aproximado analítica y críticamente a lo psicoterapéutico con la intención de comprender su funcionamiento y sus efectos sobre lo social. A continuación, se presentan las tres aproximaciones más difundidas de los estudios sociológicos sobre las psicoterapias: la crítica comunitarista de la modernidad, la sociología de la cultura y, por último, las tecnologías políticas de la subjetividad.

La crítica comunitarista de la modernidad

El comunitarismo es un movimiento intelectual predominantemente norteamericano, cuyos presupuestos devienen principalmente de la crítica moral al liberalismo político. Frente a un “Yo desvinculado” que elige y actúa como si estuviera libre de trabas sociales, el comunitarismo propone una identidad templada en un contexto cultural e histórico. Al individuo que define su libertad como independencia y autodeterminación opone el hombre comunitario, que resulta de la socialización, de los vínculos y de las obligaciones consiguientes de estos (Béjar, 1996). La crítica comunitarista de la modernidad ha sido una de las perspectivas más divulgadas; autores como Philip Rieff (1987), Christopher Lasch (1984, 1999), Lionel Trilling (1974), Robert N. Bellah (1964, 1994, 2008, 1986) y Philip Cushman (1990, 1995) han interpretado la propagación de las psicoterapias como una parte del declive de la autonomía de la cultura, los valores y la religión, facilitando la integración del Yo a las instituciones de la modernidad, creando sujetos desinteresados por la política y las causas sociales.

En esta perspectiva, la visión psicológica del mundo, tanto como las psicoterapias, fomentan el individualismo y debilitan los lazos sociales, legitimando una identidad narcisista, superficial y utilitarista, así como una falta de compromiso con los mundos de la ciudadanía y la política. A propósito, Landrine (1995) plantea una distinción entre un sí mismo referencial y uno indexical, para puntualizar aquello que se espera de cada sujeto en las sociedades occidentales y aquellos aspectos excluidos de esta configuración. El sí mismo referencial, al corresponder a los ideales de Occidente, dice el autor, busca desarrollarse en proyectos personales que promuevan cada vez más al individuo, de lo cual se desprende que el fracaso en este mantenimiento es sinónimo de psicopatología. Se espera que las personas actúen en el mundo y sobre los demás para satisfacer sus propias necesidades (Landrine, 1995), siendo el proyecto de vida una “figura de coacción (…) y una forma eficiente de subjetivación y sometimiento” (Han, 2015, p. 11).

Para los comunitaristas, el consumo terapéutico marca la decadencia de las oposiciones serias al orden social y el agotamiento cultural de la civilización occidental. El llamado de las psicoterapias al autoconocimiento, la salud y el cambio no ofrecería una alternativa inteligible de conectarlo con la esfera pública, puesto que lo ha vaciado de su contenido comunitario. Asimismo, se le considera como una forma de dependencia de expertos, en la cual el paciente recurre a un profesional más capacitado que él para orientar su acción. El clínico ejerce un control terapéutico que tiene como función mantener cierto nivel de funcionamiento social adecuado en situaciones en las que la religión no proporciona ya una guía suficiente (Rieff, 1987).

La crítica comunitarista confronta la mirada solipsista creada por la modernidad, donde solamente el individuo construye sus alternativas de existencia, cayendo en una postura subjetivista a razón de una lógica de dominación (Maffesoli, 2004).

De acuerdo con Philip Rieff (1987) existe un doble vínculo en las sociedades modernas, por un lado, el sentido de bienestar se caracteriza por la participación en comunidad; mientras que, por otro, el sujeto debe liberarse de dicha pertenencia para expresarse libremente como individuo. Desde allí, el autor hace una crítica al declive de un orden sagrado (Turner, 2011) en función de la cultura, la cual privilegia lo individual y problematiza el significado de lo moral al volver su definición estrecha y dependiente a hechos netamente científicos (Dworkin, 2015). En otras palabras, a través de la psicoterapia moderna, la gente solo toma decisiones a partir de una mirada hacia adentro, delimitando el bien y el mal como elementos de lo que se denomina psychological man (Rieff, 1987), una persona que se preocupa casi exclusivamente por el éxito propio y el buen funcionamiento individual.

Por su parte, Cristopher Lasch (1999) coincide con la categoría de hombre psicológico, lo cual es para él un producto del individualismo burgués caracterizado por un narcisismo ansioso que persigue incansablemente un sentido de vida. Así, las nuevas psicoterapias se enfocan en el potencial humano, asumiendo que la voluntad individual es todopoderosa (Lasch, 1999). Los terapeutas se convierten en aliados en esa empresa para alcanzar la seguridad psíquica, siendo la terapia un sustituto de la religión y un reforzador del “individualismo descarnado” (Lasch, 1999, p. 32), a tal punto, dice el autor, que incluso las funciones de la familia se han visto “supervisadas” por terapeutas, médicos, maestros y demás, racionalizando la vida emocional de las personas en función de cierta higiene mental (Lasch, 1984).

En esa misma línea, Lionel Trilling (1974) habla de un Yo que se opone a la cultura, y que al igual que persigue el bienestar sobre todas las cosas, se pierde en la trivialidad de lo real. Al lado de esto, el autor critica y pone en evidencia los riesgos que existen cuando se adquiere o se sigue al poder individualizante sin tener en cuenta los condicionamientos y los lazos sociales dados por un contexto histórico. Igualmente, Bellah (1986) asume que la emotividad es precisamente el lenguaje moral de la cultura del individualismo burocrático: lo “bueno” es lo que hace “sentir” cómodo al sujeto. Para el autor, ese discurso está encarnado en las figuras del gerente y del terapeuta, ya que son ellos quienes por medio de la persuasión marcan qué es lo que debemos hacer y quiénes somos. La terapia coloniza el mundo de la vida al hacer parte de un sistema dominante que va en contravía de una organización basada en la comunidad.

En contraste, Philip Cushman (1995) asume una postura relativa frente a la psicoterapia al reconocer al menos la posibilidad de que se desarrolle una propuesta terapéutica subversiva que no refuerce las actuales configuraciones del Yo, por lo cual observa en perspectiva el potencial aporte del psicoanálisis en la comprensión de la sociedad, reconociendo al tiempo sus vacíos en esa comprensión. El autor arremete contra las psicoterapias que precisamente alientan el mantenimiento del status quo, el mismo que somete al sujeto a un vacío que tiene que ser llenado mediante el control y el consumo. Esta crítica incluye a teorías como las de Winnicott y Kohut por estar cimentadas en una falta esencial de sí mismo, lo cual lleva a una búsqueda consumista frenética por interacciones. De allí que Cushman (1990, 1995) nombra al self moderno como empty self y menciona la universalidad y ahistoricidad de las psicoterapias como uno de los mayores errores de la modernidad. Para Cushman (1995), los procesos psicológicos deben construirse entre la gente en lugar de remitirse a lo interno e individual de las personas. Esto es necesario para contrarrestar la colaboración con un imperialismo psicológico y culturalmente dañino perpetuador de discursos sobre un self autocontenido.

Sociología de la cultura

Enmarcados en la sociología de la cultura, otra serie de trabajos dedicados a las psicoterapias se analizan siguiendo los desarrollos de autores como Norbert Elias, Arlie Russell Hochschild o Erving Goffman. Estos estudios llegan a ser disímiles en sus resultados y apreciaciones, ya que varios de ellos, a diferencia de los escritos procedentes de la crítica comunitarista de la modernidad, resultan en gran medida menos desfavorables y hasta positivos sobre los usos y los efectos de la práctica terapéutica.

Unos, siguiendo el camino trazado por Norbert Elias (2011) en El proceso de la civilización, examinan las psicoterapias, así como la literatura de autoayuda, como conjuntos de preceptos y de reglas que tienen como fin la regulación conductual y efectiva del sujeto en sus contactos interpersonales. Esos conjuntos se configuran como códigos de gestión del comportamiento y la emocionalidad que tratan de regir el ámbito de lo íntimo y de lo subjetivo. Dichos códigos disponen de un modelo de persona constituido y hasta cierto punto ideal, así como de una serie de recomendaciones para aumentar el bienestar y/o la felicidad de la persona, tras las cuales se esgrimen argumentos que justifican por qué deben ser asumidas (Ampudia de Haro, 2006; Béjar, 2011).

En clave elisiana, las psicoterapias hacen parte de un proceso civilizatorio que comporta condiciones sociohistóricas concretas. Su avance supone una progresiva regulación de las emociones, así como una paulatina privatización de comportamientos que anteriormente se caracterizaban por ser de carácter público. El logro del bienestar terapéutico se da a partir de una adecuada autorregulación emocional: las emociones no son, en un sentido romántico, un caudal indefinible e indomable; por el contrario, son susceptibles de ser redefinidas y administradas. Se puede ser emocionalmente inteligente, usando la razón para formatear la expresión de los afectos, de acuerdo con las necesidades de una situación particular, también procurando no experimentar ciertas sensaciones y/o emociones en circunstancias específicas. Asimismo, se puede desplegar el potencial emocional, es decir, dar rienda suelta a la exteriorización de las emociones si la persona lo cree conveniente y no percibe ningún impedimento en el ambiente (Ampudia de Haro, 2006).

Las psicoterapias comportan ambas posibilidades: un marco expresivo y uno utilitario de las emociones. El objetivo es hacer permeable la conciencia a los impulsos y, a su vez, los impulsos permeables a la conciencia, en un balance entre los actos, la racionalidad y la emocionalidad. No se trata de anestesiar los impulsos aumentando el autocontrol únicamente: el paso por la terapia favorece una salida selectiva de los impulsos con arreglo a la razón (Ampudia de Haro, 2006). En una línea similar, se ha estudiado también la creciente gestión de la impresión afectiva –la forma como selectivamente se muestran o no ciertas emociones– ligada a la psicologización de las relaciones sociales, así como el aumento de la reflexividad y de la conciencia de sí, producto de las psicoterapias (Giddens, 1998).

Desde una perspectiva crítica, Arlie Russell Hochschild (2015) analiza el poder actual de los expertos en psicología. Para ella, los terapeutas se erigen como autoridades sobre las emociones humanas. El procedimiento terapéutico funciona como una suerte de asesoría sobre cómo invertir o usar las emociones: el que consulta puede aprender a emplear, destinar, asignar, gastar o repartir de la mejor forma posible sus emociones. De acuerdo a Béjar (2011) en este enfoque, cada cultura tiene algo así como su propia guía emocional, que contiene las definiciones más importantes de lo que debe y no debe sentirse, un marco que señala cuáles son las actitudes y los comportamientos más adecuados en relación con cada experiencia emocional y la situación en la que esta se presente. Ello contrasta con lo que Han (2015) describe como el imperativo neoliberal de la optimización personal, según el cual el sujeto elimina toda debilidad o bloqueo mental con el fin último de funcionar dentro del sistema.

Eva Illouz (2010), también en el terreno de los estudios culturales, propone una visión del discurso terapéutico como un cuerpo de conocimientos formal y especializado, así como un marco cultural que orienta las percepciones acerca de sí y de los otros, generando prácticas emocionales específicas. Su trabajo consiste en analizar cómo el lenguaje de la terapia ha reformulado en un nivel profundo los símbolos de identidad y los lenguajes acerca del Yo. También examina cómo son producidos los significados terapéuticos, cómo son entrelazados en el tejido social, cómo son usados en la vida diaria para tratar con el mundo social, y por qué llegan a organizar interpretaciones acerca del Yo y de los otros. Su análisis adhiere a una comprensión pragmática en la cual los significados y las ideas deberían ser vistos como instrumentos útiles, esto es, como herramientas que permiten llevar a cabo ciertas actividades en la vida diaria.

Como puede verse, desde la perspectiva cultural los autores llegan a conclusiones disímiles. Algunos, como Béjar (2011), enfatizan la creciente reflexividad efecto de las psicoterapias y la literatura de autoayuda, como resultado de la exhortación a construir un Yo autorreferenciado, desligado de anclas sociales. Mientras que otros, como Ampudia de Haro (2006), refieren que estos códigos no ambicionan establecer un programa completo de ser humano, sino que se limitan a ofrecer un repertorio de conductas prácticas en diferentes escenarios sociales en los que se desenvuelve la persona. La postura de Illouz (2010) es más cercana a la de este último autor.

Tecnologías políticas de la subjetividad

El interés de Foucault por la conformación histórica de las diversas formas de sujeto, en relación con determinados modos de veridicción, formas de gobernabilidad y técnicas de subjetivación, ha dado lugar a una amplia gama de investigaciones sobre las psicoterapias. Desde la publicación de Historia de la locura en la época clásica (Foucault, 1997/1961), especialmente después del primer tomo de Historia de la sexualidad (Foucault, 2012/1976), la obra del autor ha sido fértil para analizar lo terapéutico (Muñoz-Sandoval, 2011), lo psicológico (Pastor, 2009), el psicoanálisis (De la Peña, 2008), la literatura de autoayuda (Grinberg, 2009; Papalini, 2013) e incluso el denominado nuevo management (Bruno y Luchtenberg, 2006).

A pesar de la diversidad de estas investigaciones, Foucault y Nikolas Rose son los autores que han abordado en mayor profundidad las prácticas psicoterapéuticas en relación a la producción de una particular concepción de la naturaleza humana, la formación de la subjetividad y las técnicas de gobernabilidad. Con el fin de dar cuenta del conocimiento psiquiátrico y médico sobre la locura, Foucault (2007) emprende un análisis de los aparatos y las técnicas del poder ligadas al tratamiento de la misma en el período que se despliega desde Phillippe Pinel a Jean-Martin Charcot. En la teorización del autor es muy importante la idea de que el poder no se posee, no es un hito central o un lugar físico, sino que existe en la dispersión y se sostiene en redes invisibles.

Para Foucault (2012) las diferentes disciplinas, desde la psiquiatría hasta la justicia penal, tienen una función homogeneizadora, partiendo desde la multiplicidad hasta la normalización. El autor señala cómo el proyecto de liberación del Yo, la superación de las inhibiciones y las neurosis, hacen parte de una forma de disciplinamiento y sujeción al poder institucional por otros medios. Las psicoterapias, emparentadas con las prácticas confesionales del cristianismo, hacen que los sujetos investiguen y digan la verdad acerca de sí mismos para alcanzar un cambio personal. El discurso psicológico da un matiz ético al ejercicio de la autoridad, en la medida en que se ejerce por medio de un saber acerca de los individuos que no se caracteriza por constreñir la libertad o exigir obediencia, sino que toma la forma de un interés por mejorar la salud de las personas.

En el tercer volumen de Historia de la sexualidad (Foucault, 2008), el autor francés desarrolló más la noción de la subjetivación y de cómo esta se realiza a través de las tecnologías de sí mismo. Dichas tecnologías posibilitan a las personas intervenir sobre sus cuerpos y mentes con el fin de alcanzar estados de transformación (Foucault, 1990). Por lo tanto, en contraste con el proceso objetivizador que Foucault describió en relación con las tecnologías del poder, las tecnologías de sí emergen en el proceso de subjetivación donde se da la formación de sí mismo como un sujeto dentro de las relaciones de poder.

Estas tecnologías son relevantes en la actualidad entre aquellos individuos que buscan afirmar una identidad dentro del aparato de dominación. Es importante en el contexto de este trabajo pensar la vinculación de estas tecnologías con el neoliberalismo. Este marca también una época en que la promesa es el individuo, donde la meritocracia es un llamado vocacional y las personas son convocadas a valerse por sí mismas sin las viejas ataduras colectivas o comunitarias que ofrecían al mismo tiempo una red de contención (Foucault, 2008).

En las sociedades neoliberales contemporáneas, producir sujetos autónomos que se regulan, controlan y que cuidan de sí mismos se ha vuelto altamente deseable, puesto que se espera que ellos gestionen sus propios medios de subsistencia y no dependan del Estado. Allí donde los sociólogos comunitaristas ven en las psicoterapias una barrera entre el Yo y la sociedad, el trabajo de Foucault sugiere que, a través de la terapia, el Yo es puesto a trabajar imperceptiblemente para un sistema de poder y dentro de él. Así, el ejercicio del poder ha mutado en una gobernabilidad orientada a transformar el modo como los individuos se gobiernan a sí mismos, haciendo que ellos comprendan sus propias acciones y regulen su propia conducta.

En una línea cercana, Rose (1999b) analiza las prácticas de las disciplinas psi en relación con estrategias de poder destinadas a gobernar a los individuos de manera continua y permanente. Las psicoterapias son, desde esta perspectiva, tecnologías de sí, usadas y desarrolladas en el marco general de la racionalidad política de Estado. Su objetivo es engendrar individuos autosuficientes, felices y capaces, al tiempo que más dóciles y disciplinados. De este modo, las psicoterapias están ligadas al desarrollo de tecnologías políticas de la individualidad, útiles para educar a los ciudadanos en técnicas de autogobierno. El poder y la extraordinaria presencia de lo terapéutico descansan en su capacidad de ofrecer medios para regular la subjetividad, en consonancia con las políticas de las sociedades liberales contemporáneas.

Rose (1999a) problematiza el régimen contemporáneo del self a través del examen de algunos procesos por medio de los cuales la idea regulatoria del mismo ha sido inventada. Para el autor, las técnicas psi llevan consigo la marca de la invención de una nueva forma de relacionarse con sí mismo y con el otro. Sin embargo, el autor aclara que la invención del self no se refiere a una ilusión colectiva; antes bien, se trata de una realidad, de una verdad en la que las personas están inmersas. El self es en sí mismo una característica de esta época: coherente, individualizado, intencional, el lugar del pensamiento, el origen de sus propias acciones, el beneficiario de una biografía única.

El problema de la generalización de las prácticas terapéuticas

Hay una característica común a los múltiples trabajos acerca de las psicoterapias: sin importar si se enmarcan dentro de la crítica comunitarista de la modernidad, la sociología de la cultura o las tecnologías de la subjetividad, todas encaran lo terapéutico en un sentido muy general, sin tomar en cuenta las diferencias entre distintas orientaciones terapéuticas. Aunque autores como Giddens (1997), Sampsom (2001) o Illouz (2010) reconocen que diferentes prácticas terapéuticas representan expresiones específicas en torno al sufrimiento humano –a veces radicalmente reñidas entre sí–, así como modelos de sujeto y repertorios técnicos específicos, lo habitual es que los autores apelen a “lo terapéutico”, “lo psicológico” o “la visión psicológica del mundo” como un todo, refiriéndose en su gran mayoría al psicoanálisis e incorporando en menor medida y casi siempre de forma indirecta, características del cognitivismo y de las psicoterapias humanistas. Nikolas Rose podría ser una excepción, dado que precisa estas diferencias en varios momentos. No obstante, su acercamiento a las disciplinas psi sigue siendo general.

A pesar de esto, distintas orientaciones terapéuticas responden a contextos históricos específicos y configuran prácticas definidas para intervenir la subjetividad que acarrean igualmente efectos diferentes. Si bien hay características comunes a todas, eliminar estas diferencias impide captar lo específico de cada una. Con base en esto, es conveniente realizar una categorización preliminar para las prácticas terapéuticas que se remiten, de manera general, al “tratamiento del alma” que refiere a la construcción de Foucault (2010) sobre las tecnologías del Yo en el sentido de la institución de reglas para la transformación del sí mismo y la presentación de criterios para la vida en términos estéticos y estilísticos.

De tal manera, las categorías psicoterapias ascéticas y psicoterapias sintomales (Ramírez et al., 2014) permiten no sólo especificar a qué parte del cuidado del “alma” se remite cada práctica terapéutica con su respectivo abanico de posibilidades, sino que facilitan una comprensión inicial de las orientaciones terapéuticas que, si bien son parcialmente independientes en sus nociones epistemológicas y metodológicas, se enmarcan mayoritariamente en uno de estos dos tipos. Mientras que las psicoterapias ascéticas se remiten a la inquietud de sí y, por ello, a la búsqueda profunda de verdades transitando por el conocimiento, la experiencia y el sufrimiento para alcanzar finalmente la transformación subjetiva; las psicoterapias sintomales se dirigen a la resolución de problemáticas específicas dando cuenta de la eficacia yuxtapuesta a lo existencial o espiritual, como su nombre lo indica, a la desaparición de síntomas (Ramírez et al., 2014).

Aun cuando las diversas orientaciones terapéuticas, influidas por las contradicciones de la disciplina psicológica, han recibido críticas de todo tipo, especialmente referentes a la alienación que favorecen (Castro, 2014), hay diferencias importantes en sus propósitos, orígenes, alcances y concepción del sujeto. Esto es válido tanto para las psicoterapias más clásicas que nacieron en la primera mitad del siglo XX, como para los enfoques más contemporáneos que se abordarán más adelante. Así, por ejemplo, la psicología comportamental parte de la visión positivista de lo real como aquello observable y, por ello, lo esencial se encuentra en el exterior del sujeto que observa (Duque et al., 2011); de allí que su relación con lo terapéutico privilegie la trasmisión de información validada por expertos para producir cambios curativos (Ramírez et al., 2014).

Ello hace de la psicoterapia comportamental una psicoterapia mayormente sintomal. De allí se desprende que las escuelas cognitivo-conductuales de psicoterapia iniciales, aunque le otorgan alguna importancia a la relación entre paciente y terapeuta como punto de inflexión (Ramírez et al., 2014), finalmente se centran en “inculcarle [al paciente] la importancia del pensamiento positivo, lógico y realista” (García, 1996, p. 225). Se trata de introducir el discurso de la modernidad en el sujeto a partir de un conjunto específico de ideas racionales y adaptativas que lo transformen en un modelo ideal de individuo.

Por su parte, el psicoanálisis denominado clásico señala la existencia de una realidad psíquica que abarca procesos internos que le confieren una dialéctica entre lo objetivo y la interpretación subjetiva de ella (Duque et al., 2011). El psiquismo, para esta postura, está más allá de las apariencias, y su apuesta de profundización en los contenidos inconscientes y énfasis en la capacidad de elección del paciente permiten incluirla de manera más decidida en las psicoterapias ascéticas. No obstante, la solidificación de presupuestos conceptuales acerca de lo patológico y lo normal hace que comparta características del primer subgrupo de psicoterapias que privilegian el conocimiento psicológico y la transmisión de información (Ramírez et al., 2014). De este modo, la crítica al psicoanálisis como sistema de curación se gesta en un absolutismo de índole similar al del conductismo en términos de la importancia que se le otorga a sus elementos explicativos.

Aun así, el psicoanálisis se reconoce como subversivo en la medida que plantea una sospecha, como diría Ricoeur (1990), de aquello que la humanidad creía conocer de cabo a rabo: sus deseos, fantasías y propósitos. No obstante, cuando la sexualidad, como la entendía Freud, se postula como noción absoluta y “fuente de todo proceso de subjetivación” (González-Rey, 2009, p. 37), así como la interpretación misma del analista, su desarrollo requiere de una revisión constante.

Por otro lado, las psicoterapias humanistas, influidas por los aportes de la fenomenología y el existencialismo, y opuestas a los determinismos específicos del conductismo y el psicoanálisis, se centran en la vivencia como unidad básica de lo humano, reconociendo a su vez el pleno acceso a ella (Brennan, 1999; Duque et al., 2011). En consideración de ello, su metodología clínica privilegia el ser, tanto del paciente como del terapeuta, por lo que su afiliación, aparte de la ascesis que busca por medio de la experiencia y el sentido, está en el grupo de psicoterapias que privilegian la relación terapéutica (Ramírez et al., 2014).

Lo anterior da también al sujeto capacidad de elección, por lo que, al igual que las demás psicoterapias nombradas, comparte puntos de encuentro con otros grupos. En este caso, podría decirse que el humanismo, desde su visión antropológico-filosófica, también se muestra como una psicoterapia que practica la no-adquisición de poder por parte del terapeuta. No obstante, su cuerpo teórico es amorfo (Brennan, 1999), y como menciona González-Rey (2009), el alcance de sus aportes a la subjetividad está en tela de juicio, pues no propone un modelo realmente alternativo al psicoanalítico y al conductista y, adicionalmente, toma constantemente referencias del cognitivismo.

Visto así, es importante considerar la posibilidad de resaltar la especificidad de cada psicoterapia, así como su contraparte social y no solamente terapéutica. Es decir, su dialéctica entre individuo y sociedad, su posición en las reglas y prácticas sociales, y su vinculación a estrategias de poder y constitución del sujeto. Lo anterior es fundamental para comprender cualquier sistema terapéutico, sin embargo, se vuelve aún más relevante si se quieren analizar algunos de los abordajes psicoterapéuticos contemporáneos que ha reconocido los elementos problemáticos de las prácticas terapéuticas en cuanto al control y la privatización de la vida por parte de la organización social capitalista y el derrumbamiento de las jerarquías culturales. De aquí que, en este texto, se abordan algunos de esos desarrollos actuales como una exploración de las posibilidades que presentan las psicoterapias de aportar a los procesos de salud mental de las sociedades actuales, desde visiones más amplias de la dialéctica entre sujeto y sociedad.

Desarrollos psicoterapéuticos contemporáneos

En el marco de las particularidades de intervención en cuanto a lo que produce y persigue cada psicoterapia: el conocimiento psicológico y la transmisión de información, la relación terapéutica y/o el saber del paciente y su capacidad de elección (Ramírez et al., 2014), se pueden resaltar intentos de psicoterapias que necesariamente no se dirigen (o al menos no directamente) a la dominación del sujeto o al desarrollo solipsista del mismo en el marco de la concepción del sujeto moderno orientado a la racionalidad.

En primer lugar, se puede hacer mención de algunas propuestas que reivindican lo narrativo. Son centrales los aportes de Jerome Bruner (2004, 2006) sobre aquellas creaciones de significado que siendo interpretaciones divergentes de la realidad hacen parte de aquello que él denominó pensamiento narrativo. Esta modalidad de pensamiento es el complemento del pensamiento paradigmático o lógico-científico, si se quiere, más propio de las psicoterapias clásicas, especialmente aquellas de corte sintomal. La modalidad paradigmática obedece fundamentalmente a lo sistemático, las causas generales, los procedimientos de verificación y las verdades empíricas observables; es decir, su lenguaje de base es el de la coherencia y no contradicción (Bruner, 2004). La modalidad narrativa, por su parte, hace hincapié en las intenciones, acciones y transformaciones de lo humano (Bruner, 2004), lo que, en esencia, supone precisamente la contradicción, lo improbable: lo no lineal. Esto agrega importancia a desarrollos psicoterapéuticos contemporáneos porque lo narrativo asume lo humano desde el cambio, y acepta de entrada que no todo lo que ocurre en los niveles de la subjetividad puede ser evaluado con precisión matemática, observado omniscientemente o mutilado de los componentes culturales e históricos. De manera que las psicoterapias narrativas, con base en dicha modalidad de pensamiento, se apoyan en actos de significado que se tejen culturalmente a través de la acumulación de recursos como los mitos, las tipologías y los dramas humanos, todo lo cual permite generar acciones intencionadas (Bruner, 2006).

En esta línea se encuentra la psicoterapia posracionalista de Vittorio Guidano (1994), surgida en la década de los 80 bajo la influencia de la epistemología constructivista, es decir, basándose en el postulado de que el conocimiento es una construcción donde los aspectos subjetivos en la elaboración de la información son cruciales (León & Tamayo, 2011). De tal manera, la propuesta de Guidano surge y se mantiene como una apuesta trascendental para la psicoterapia y las teorías cognitivas más tempranas que parten de una perspectiva epistemológica empírica de corte racionalista (Guidano, 1994). El cognitivismo clásico deja entrever que el conocimiento es “una representación mental objetiva de la realidad externa a la mente humana, asumiendo implícitamente que el significado está dado externamente” (León & Tamayo, 2011, p. 40), excluyendo así la pregunta sobre la naturaleza y la estructura de la experiencia humana, cuya elaboración reside fundamentalmente en la afectividad y el significado (Guidano, 1994).

La psicoterapia posracionalista, en cuanto evolución de las psicoterapias cognitivas clásicas, aporta un reconocimiento de la experiencia como algo procesual y no estático, donde se habla de la organización subjetiva del tiempo como un marcador de la experiencia y de la existencia misma (Balbi, 2004). Según Guidano (1994) se trabaja sobre la organización del significado personal, es decir, sobre la experiencia inmediata de uno mismo (Yo) y el sentido de uno mismo de acuerdo a la autorreferencia de esa experiencia (Mí), de manera pues que la realidad no es inequívoca ni fundamentalmente objetiva. De todo ello, se capta que la subjetividad se mantiene gracias a la narrativa y por ello los modelos computacionales y conexionistas en psicoterapia pierden relevancia al reconocerse variables históricas y sociales que se construyen precisamente desde y en el discurso.

La novedad en comparación con las psicoterapias de un corte más sintomal, se centra en el aporte de Guidano a la comprensión del sujeto ubicando categorías muy importantes para la psicoterapia contemporánea como la identidad, la experiencia y el significado personal, el cual lleva finalmente a la proactividad, que se entiende como un despliegue ontológico de la subjetividad (Guidano, 1994). Al tiempo, esto implica, con respecto a las críticas sociológicas, que no existe necesariamente un self autocontenido, en el sentido de Cushman (1990), y que los procesos psicológicos (conocimiento y significado personal) se construyen a un nivel social, de manera opuesta a lo exclusivamente interno e individual. De allí que a esta postura narrativa se han adherido también algunas psicoterapias de corte sistémico (Balbi, 2004; González-Rey, 2009; López-Silva, 2014).

Por otra parte, el psicoanálisis también ha evolucionado desde el denominado freudismo y su metapsicología (Assoun, 1982), tratando de superar posturas como la del analista genérico y la neutralidad en el tratamiento (Mitchell, 2015). En efecto, la modalidad narrativa y el papel de la cultura son fundamentales en posturas contemporáneas de orientación analítica, o psicoterapias psicodinámicas1, más allá de no representar una línea dentro del conductismo o el cognitivismo. Mención especial para el modelo relacional del psicoanálisis, consolidado también durante los años 80, y que cuenta con diversas influencias que van desde la teoría interpersonal de Sullivan, la teoría de las relaciones objetales inglesa (Fairbairn, Winnicott, Balint), la psicología del self de Kohut, hasta los aportes del Grupo de Boston para el cambio psíquico y los autores intersubjetivistas en cabeza de Stolorow (Velasco-Fraile, 2009). Este modelo representa una posición epistemológica y metodológica menos estrecha con respecto a: uno, los modelos ortodoxos del propio psicoanálisis que preponderan lo histórico/interno sobre lo cultural/relacional; y dos, las críticas sociológicas que han incluido al psicoanálisis (en general) como una práctica que hace parte del imperialismo psicológico o de la gobernabilidad. Esto con base en que el modelo relacional del psicoanálisis supone una visión integradora, como ya se ha visto a partir de sus diversas influencias, mientras que se han ido acercando las “críticas feministas, los modelos constructivistas y, más en general, el pensamiento postmoderno acerca de la posición del sujeto en el mundo contemporáneo” (Ávila-Espada et al., 2014).

Adicionalmente, las psicoterapias relacionales le dan un peso importante a la interacción entre terapeuta y paciente, validando la misma relación como aquello que moviliza los elementos de transformación en el proceso (Mitchell, 2015; Mitchell & Black, 2004). De esto se desprende la posibilidad de que el tratamiento se caracterice por la autonomía personal en el marco de la interacción con los otros y es por ello que la injerencia del terapeuta no es la tradicionalmente subrayada. De suyo, a la neutralidad se suman la capacidad de escuchar, entender, responder e incluso, dirigir e interrogar activamente, según sea el caso, y la interpretación se ve complementada a lo largo del tratamiento con la confrontación, la clarificación y, en algunas ocasiones, la sugestión (Velasco, 2011). De tal manera, la autonomía es parte del proceso analítico y va de la mano con la autenticidad como contraparte a un punto de referencia fijo (Mitchell, 2015).

Volviendo a la integración que hace el psicoanálisis relacional, es importante resaltar el lugar que ha encontrado el feminismo en el cuerpo de este modelo. En respuesta a posiciones que históricamente se han venido mostrando como sexistas en la teoría freudiana clásica, especialmente relacionadas con la patologización de la mujer en la histeria, y el concepto de “envidia del pene” (Assoun, 2003), el feminismo ha realizado aportes y cuestionamientos frente a “las premisas patriarcales y estereotipos de género a nivel cultural, evolutivo y clínico” (León y Ortúzar, 2020, p. 247). De allí ha surgido el Feminismo relacional en cuanto movimiento teórico-clínico desde la década de 1970, promoviendo la subjetividad más allá de las ecuaciones edípicas y el cambio de categorías de género rígidas (Benjamin, 2013; León & Ortúzar, 2020).

Lo anterior subraya que el psicoanálisis relacional, al menos entre el abanico de propuestas contemporáneas del psicoanálisis, contribuye a superar lo que las críticas comunitaristas describen como: la barrera entre el Yo y la sociedad que instituyen las psicoterapias. Pues, en síntesis, lo relacional modifica el objeto de estudio, pasando de un individuo aislado a una matriz de relaciones o campo intersubjetivo (Ávila Espada et al., 2014; Mitchell, 1993), permitiendo no solo transformaciones de los roles asociados con sufrimientos particulares de las personas (y del terapeuta), sino las posiciones que ocupan los sujetos en el entramado social y sus responsabilidades como elementos de un contexto más amplio. Este cambio es tanto práctico como epistemológico, y demanda la necesidad de incluir en los enfoques actuales de psicoterapia, el contextualismo y el relativismo como herramientas de comprensión.

En este tenor, no se puede dejar de reconocer la influencia de las ciencias de la complejidad en las psicoterapias psicodinámicas; muestra de ello es la propuesta de Joan Coderch (2015), quien refiere:

Un sistema es no lineal cuando la interacción entre sí de sus elementos componentes da lugar a la aparición de fenómenos emergentes, como son la capacidad de adaptabilidad y de autoorganización, que no pueden explicarse ni por la suma ni por la composición de dichos elementos. (p. 2)

Con ello relaciona la experiencia subjetiva de cada paciente con la intersubjetividad, de acuerdo a la configuración de matrices relacionales que, desde la postura no lineal, implica que las intervenciones del analista deben dirigirse a la desestabilización de esos estados para generar otros más flexibles en aras de la amplitud de la vida psíquica del paciente (Coderch, 2013). Así, la emergencia como contraparte de la predictibilidad es la condición necesaria para producir de manera interactiva cambios en la situación analítica; esto incluye avances tanto desde el punto de vista ontológico como metodológico, específicamente en el número de sesiones, que pueden ser menos con respecto a lo acostumbrado tradicionalmente. De igual manera, el pensamiento complejo como estrategia comprensiva en psicoterapia dinámica –incluso en torno a la psicoterapia desde su acepción general– permite entender la práctica terapéutica desde múltiples relaciones e inter/retroacciones (Morin, 1998). Esto significa que los efectos de las acciones pueden ser inesperados y/o contrarios a los esperados (Sanabria-González, 2020), propuesta que es más coherente con la concepción de sujeto y de subjetividad que se viene manejando en el presente trabajo. De manera que, al igual que el sujeto que llega al escenario clínico, la praxis que allí se expresa también se transforma y se va desarrollando a partir de emergencias e incertidumbres. Reconocer esto en psicoterapia es significativo, en primer lugar, porque va de la mano con los dramas y naturaleza de las personas que consultan, cuyo sufrimiento o cuestionamientos no pueden ser estrictamente sistematizados o predictibles; y en segundo lugar, porque desde esa misma comprensión postula las perturbaciones vitales o perturbiosis (Sanabria-González, 2020) como herramientas útiles para tratar el sufrimiento.

Lo que propone esa intersección entre psicoterapia y ciencias de la complejidad no es, en ningún sentido, una concepción iatrogénica o inservible de la misma; por el contrario, es la posibilidad de acceder a nuevas maneras de comprender el sufrimiento y aliviarlo. Emancipar adoptando una mirada menos totalizante y dogmática que las psicoterapias que pretenden saberlo todo sobre el sujeto y la vida humana, desde una posición de experticia y control. Por eso se trata de una transterapéutica2 que asume el ruido, las perturbaciones y las turbulencias como puntos críticos necesarios para la supervivencia y la evolución de los seres vivos, lo cual tiene su equivalencia en lo psicoterapéutico en los niveles afectivo-relacional y ético-político (Sanabria-González, 2020).

Además de las transformaciones de las psicoterapias, comúnmente extendidas en la crítica sociológica y en el debate permanente de las disciplinas psi (especialmente sobre su eficacia y sus consideraciones epistemológicas y metodológicas), otros sectores de la psicoterapia presentan innovaciones que resitúan, una vez más, el desarrollo de teorías sobre su constitución. Sobre todo teniendo en cuenta que una visión actual de la psicoterapia plantea, desde la figura del terapeuta, la coparticipación en el proceso narrativo del consultante, más que la intervención sobre estructuras estáticas y repetitivas (Goolishian & Anderson, 1998). Lo narrativo, pues, al margen de su aporte a las psicoterapias de corte posracionalista, en realidad supone una actitud mucho más general frente a las maneras impositivas y prescriptivas de intervención psicológica. Se tiene así que en la actualidad, al interior del significativamente diverso grupo de las psicoterapias, se encuentran aportes tan antagónicos a la psicología académica como los de la psicología transpersonal.

Nacida a finales de los años 70 en EEUU con el interés de extender los temas de estudio y explicaciones de la psicología humanista que estaban centrados en el Yo individual (Puente, 2009), la psicología transpersonal se dispuso a estudiar la dimensión espiritual, los estados anormales de la conciencia y, en algunos casos, el trabajo terapéutico con drogas psicodélicas (Grof, 2001). Esto con el fin de aportar al consultante (y con ello, según esa visión, a la humanidad) una comprensión integral entre lo más humano y lo cósmico, incluyendo junto a la ciencia, el arte, la religión y, en definitiva, lo trascendente (Wilber, 2001). Su importancia como paradigma innovador y transgresor, en contraste con la mirada racional y empírica de las psicoterapias tradicionales más ampliamente criticadas por la sociología, radica en la inclusión de un campo investigativo nunca antes visto en los ámbitos académico y clínico. Las experiencias transpersonales, que tienen un sustento espiritual, no hacen parte del mundo de la ciencia mecanicista, cuya mirada fenoménica todavía se reduce a la realidad objetiva. Las críticas sociológicas presentadas tampoco alcanzan a recoger los puntos centrales de esta psicoterapia debido a su escasa visibilidad académica y a su postura con respecto a la subjetividad; es decir, la psicología transpersonal estudia la psique como un atributo que crea y amplía los límites de su experiencia; esto es, a su vez, una de las condiciones de la autonomía que incluye el concepto de subjetividad de González-Rey (2010), todo lo cual escapa a la generalización de las psicoterapias realizada por las críticas sociológicas.

Entre otras cosas, la psicología transpersonal es en sí misma un discurso emergente, en comparación con otras concepciones sobre el origen del sufrimiento y los fines de la vida más enfocados hacia la productividad, el éxito o el bienestar individual, en general, ideales de Occidente. La visión de esta psicología es, en efecto, interdisciplinar e intercultural, configurándose como una metaperspectiva que intenta estudiar la relación entre diferentes cosmovisiones (Vaughan, 1982, citado por Puente, 2009). Por eso es también otra de las psicoterapias que están fuertemente influenciadas por el pensamiento complejo y las ciencias de la complejidad, por ejemplo: la noción de caos en el origen de la autoorganización (o de la perturbiosis a la emancipación), la evolución en espiral, la autopoiesis, entre otros (Puente, 2009).

Por la misma arista, en cuanto a la estructura no lineal y la emergencia de múltiples elementos en psicoterapia que no responden exclusivamente a una visión de causalidad limitada, se tiene también la propuesta de improvisación en psicoterapia (Keeney, 1990), donde el proceso es concebido como una partitura que, en su modo de comprensión, se asemeja a una exposición de arte, o bien a una construcción de historias con un principio, una fase intermedia y un final, al igual que un guion cinematográfico (Keeney, 1990). De manera que desaparece también la posición de maestría al priorizar las habilidades de principiante, no tanto como una apología a la ausencia de preparación o revisión de conceptos técnicos por parte del profesional, sino como una actitud que en el marco de las sesiones repercute sanamente en la creación de recursos por parte de paciente y terapeuta. Se trata de encontrar alternativas en lugares inexplorados de la conversación, ya que con los recursos habituales el problema tiende a mantenerse. Esta modalidad psicoterapéutica es atípica si se comprueba que sus métodos son contrarios, o al menos divergentes, del esquema objetivo clásico donde el sujeto requiere llegar al término que el mismo terapeuta le ha prescrito desde el inicio del proceso; se asume desde allí que hay una conversión de sentido, por lo que la producción psicológica no está supeditada o condicionada.

En último término, como alternativa a lo tradicional es dable mencionar al etnopsicoanálisis instituido por Devereux y difundido por Tobie Nathan, mayoritariamente a principios de los años 90, y que se viene desarrollando desde finales de los 70 con la intención de “ubicar un mecanismo terapéutico adaptado al universo explicativo del paciente, más allá de si se fundamenta en el razonamiento científico o de una religión o etnia determinada” (Muñoz-Martínez, 2013, p. 142). Surge, pues, como una práctica que opta por contrarrestar posiciones terapéuticas universales y excluyentes, especialmente en territorios con un alto índice de inmigrantes. Según Nathan (1999), la pérdida de referentes simbólicos originales de las personas que pertenecen a otros universos culturales entra en tensión cuando el marco de interpretación desde el cual se trata de interpretar su sufrimiento no es el suyo. Así, se gesta un ejercicio de poder en el que el terapeuta con su ideología científica ignora las particularidades de ese sujeto. Se reproduce de esta manera, una lógica de exclusión.

En este caso, la propuesta de Nathan surge como una manera de problematizar las posturas sociológicas que postulan las psicoterapias como un distanciamiento de lo comunitario. También representa una alternativa a lógicas modernas que tienen que ver con el desequilibrio de poder, y su dispositivo clínico “se contrapone, con algunas de las aproximaciones hegemónicas de las psicoterapias occidentales” (Muñoz-Martínez, 2013, p. 143), especialmente frente al poder del experto sobre las personas que solicitan acompañamiento psicoterapéutico (Nathan, 1999). Lo propuesto por el autor se asume, en consecuencia, a partir del vínculo entre lo interno y lo externo, considerando las especificidades culturales (prácticas de curación, cosmogonías, mitos, etc.) de quien manifiesta el malestar.

CONCLUSIONES

En vista del panorama propuesto, es claro que los investigadores de las ciencias sociales han desarrollado distintos abordajes sobre las prácticas psicoterapéuticas, donde se reflejan distintas preocupaciones sobre la interacción entre la subjetividad y los procesos socio-políticos y éticos. A partir del rastreo realizado en este trabajo se reconocen 3 corrientes principales: la crítica comunitarista de la modernidad, la sociología de la cultura y las tecnologías políticas de la subjetividad. Al lado de esto, se identifica que cada una de estas propuestas tiende a analizar lo psicoterapéutico de una manera muy general, dejando de lado que diferentes prácticas terapéuticas representan expresiones específicas en torno al sujeto, así como repertorios técnicos particulares. Por otro lado, se encontró que hay distintas perspectivas psicoterapéuticas contemporáneas que han tenido presentes las limitaciones de las psicoterapias desarrolladas en la primera mitad del siglo XX, desarrollando teorías y prácticas que buscan superar las limitaciones de la conceptualización moderna sobre el sujeto para acompañar la construcción de sentido de un modo menos vertical.

Cada psicoterapia permea la esfera del sujeto a través de una trama simbólico-emocional que configura sentidos y prácticas que permiten comprender la psique y la relación entre individuo y sociedad (González-Rey, 2009, 2010). Sin embargo, el sujeto, ha sido tradicionalmente obviado en nombre del positivismo y su búsqueda de lo objetivo, cuya condición es neutralizar el concepto de subjetividad, reduciéndolo a un proceso intrapsíquico y racional (Díaz-Gómez, 2006).

Así, cabe preguntarse si las psicoterapias, independientemente de su afiliación, contribuyen a lo que se denomina agencia, agentividad o estructuración de agentes (Giddens, 2003; Guidano, 1994; Mitchell, 1993, 2015), en lo que tiene que ver con sujetos que reflexionan sobre el conjunto de sus acciones, o, por el contrario, son prácticas al servicio de la cultura dominante. En respuesta a esto, las psicoterapias contemporáneas abordadas en este texto buscan abrir un camino a la transformación del consultante a partir del diálogo sin prejuicios y no necesariamente condicionado por parte del terapeuta a partir de una posición de superioridad moral y académica. Por el contrario, estos abordajes muestran cómo las psicoterapias pueden abarcar todas las acciones y conductas de las personas en su capacidad de ser agentes de sus propios actos y creadores e intérpretes de los significados de su propio self (Goolishian & Anderson, 1998).

Teniendo en cuenta esto, la condición socio histórica que atraviesa a la actualidad demanda una epistemología y una praxis en la psicoterapia comprometidas con subvertir el orden de las prácticas permeadas por las limitaciones ideológicas de la época, asociadas a los modelos neoliberales de consumo y productividad. Superar el discurso de la utilidad para resaltar uno sobre la libertad y el despliegue vital es indispensable para las psicoterapias que se denominen contemporáneas y también para aquellas que, siendo réplicas de modelos de los siglos XIX y XX, aspiran a atenuar el sufrimiento humano en su complejidad.

Del mismo modo, las perspectivas sociológicas sobre las psicoterapias pueden avanzar en sus postulados críticos revisando los desarrollos actuales en el campo psicoterapéutico y favoreciendo un diálogo entre disciplinas que promueva las relaciones humanas con base en procesos de autodeterminación y agencia.

CONFLICTO DE INTERÉS

Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole.

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Notas de autores

Andrés Felipe Astaíza Martínez

Candidato a Magíster en Investigación en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Psicólogo, Universidad Pontificia Bolivariana. Docente Investigador en Universidad de Ibagué. Grupo de Investigación Mysco (Modelado y simulación de sistemas sociales complejos). Contacto: contandres.astaiza@unibague.edu.co. https://orcid.org/0000-0001-9326-4045, https://scholar.google.com/citations?hl=es&authuser=1&user=yIQckcUAAAAJ

Mateo Parra Giraldo

Magíster en Territorio, Conflicto y Cultura, Universidad del Tolima. Psicólogo, Universidad Autónoma de Bucaramanga Docente Investigador. Grupo de Investigación Estudios Clínicos y Sociales en Psicología Universidad de San Buenaventura Medellín extensión Ibagué. Contacto: mapargiraldo@gmail.com, https://orcid.org/0000-0003-0378-1749, https://scholar.google.com/citations?user=0Fv1kgYAAAAJ&hl=es


1 Para abarcar todos los tratamientos que comparten algunos criterios esenciales con el tratamiento psicoanalítico tradicional, a saber: la transferencia, la contratransferencia y algunas técnicas empleadas como la interpretación, la confrontación y la clarificación (Velasco, 2011), pero que se utilizan con otra frecuencia e intencionalidad; además, que trascienden la teoría clásica pulsional por una perspectiva relacional y una teoría intersubjetiva (Ávila-Espada et al., 2014).

2 Según Sanabria-González (2020), es “la unidad de sentido emergente [que] está dada por la hibridación simbiótica de tipo científico/filosófica/terapéutica entre ciencias de la complejidad, pensamiento complejo y psicoterapias (...) Se dirige al tratamiento del sufrimiento humano para entenderlo en términos explicativos/comprensivos, aliviarlo, acompañarlo, re/significarlo, consolarlo, sanarlo, curarlo, trans/formarlo, trascenderlo y emancipar a la persona de él” (pp. 33-34).