Editorial
La psicología de la aversión... En los tiempos de la covid-19
Antonio Olivera-La Rosa
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Olivera-La Rosa, A. (enero-diciembre, 2020). La psicología de la aversión... en los tiempos de la COVID-19 [Editorial]. Ciencia y Academia, (1), pp. 13-16. DOI: https://doi.org/10.21501/2744-838X.3718
Sin duda, vivimos un momento complicado. Estos días, nuestras preocupaciones parecen orbitar de una u otra forma alrededor de la amenaza de contagio y de los “costos” derivados de regularla. Si bien la velocidad de la “propagación” de información relacionada reviste a este fenómeno con una textura contemporánea (la analogía memética de Dawkins, nunca más vigente), la particular economía de la prevención de contactos infecciosos no es, ni mucho menos, una preocupación actual. En efecto, la presencia de parásitos y el peligro de contraer enfermedades infecciosas han constituido una constante amenaza a la supervivencia y reproducción de la especie desde nuestro pasado ancestral. Como consecuencia, la necesidad de regular de forma efectiva estas amenazas –muchas veces invisibles– ha “moldeado” gran parte de nuestra psicología y de nuestra conducta social. Dado que uno de los trasmisores de patógenos más poderosos somos nosotros mismos, resulta relevante devolver una mirada a la psicología de la aversión en los tiempos de la COVID-19.
El psicólogo Steven Pinker (1997) define la aversión como una “microbiología intuitiva”. En concreto, parece ser que nuestro sistema inmunológico cuenta con una primera línea de defensa que se encarga de evitar los altos costos energéticos (a nivel metabólico) que supone luchar contra los agentes infecciosos. Este “Sistema Inmune Conductual (SIC)” (Schaller y Duncan, 2007) estaría compuesto por una serie de mecanismos afectivos, cognitivos y conductuales, cuyo denominador común es la “hipersensibilidad” hacia cualquier posible indicador de fuente de contagio. De esta forma, este sistema funciona de forma análoga a un detector de humo, priorizando los errores de tipo “falso positivo” sobre los errores de tipo “falso negativo”. Esto se debe al “costo adaptativo” de cada tipo de error: mientras que el costo de evitar un estímulo ambiguamente contagioso (pero inofensivo) es asumible (“quedar mal con el repartidor del domicilio”), el costo de aproximarse a una posible entidad portadora de patógenos es mucho mayor (“contagio”). Nuestra psicología de la aversión es, ante todo, cauta, y las interacciones sociales no son la excepción.
En efecto, el hecho de que las situaciones de ambigüedad social sean fácilmente percibidas como inquietantes y peligrosas implica una serie de consecuencias para nuestra forma de navegar por el mundo social. El SIC es experto en identificar indicadores perceptibles de enfermedad, pero su diagnóstico no siempre es correcto, ni mucho menos. La existencia de sesgos negativos hacia las personas con desfiguración facial y, en general, hacia las personas con rostros extraños y/o poco atractivos, podría ser un efecto colateral de la “hipersensibilidad” de este sistema: aquellas desviaciones de los cánones de tipicidad física son inferidas implícitamente como señales de posible enfermedad y, por ende, el conservador diagnóstico del SIC “sugiere” establecer una distancia social. La psicología de la aversión no lo piensa dos veces al momento de establecer cuarentenas.
En este contexto, la extensión de la psicología de la aversión al ámbito social no se puede entender sin hacer referencia a la emoción de repugnancia. Esta respuesta emocional, evolucionada originalmente para evitar la ingesta de sustancias tóxicas (por ejemplo, comida en descomposición) y el contacto con sustancias potenciales trasmisoras de enfermedades (por ejemplo, vómito, fluidos corporales, sangre, excremento, etc.), parece haber sido “co-adaptada” para evitar también la interacción con personas “tóxicas”. Es así como, en las últimas décadas, diversos estudios han documentado la existencia de una estrecha relación entre la repugnancia y la cognición moral, relación que no ha estado exenta de controversias dadas sus implicaciones normativas. Un aspecto a considerar es la naturaleza asociativa, inflexible e irracional de esta respuesta emocional. En esta línea, el psicólogo Paul Rozin (Rozin & McCauley, 2008) observa que, en diferentes sistemas culturales, la repugnancia obedece a dos leyes “mágicas” o “ideacionales”: la ley del contagio (“una vez se entra en contacto, se está siempre en contacto) y la ley de la semejanza (“lo igual produce lo igual”). El objeto de la repugnancia tiene, por tanto, la capacidad de contaminar a quien toque, y este estado de contaminación no es fácilmente removible, de la misma forma en que una gota de pintura negra altera permanentemente la pureza de una solución de pintura blanca. Como toda respuesta predominantemente asociativa, la repugnancia es en gran medida inflexible a las razones, y la percepción de una sola acción que revele la “toxicidad” de una persona puede ser suficiente para condenarla al ostracismo moral. Ciertamente, diversos estudios han asociado la repugnancia a las señales de mal carácter moral. En particular, algunos autores sugieren que la “repugnancia moral” es una reacción ante una subclase de ofensas morales abominables, aquellas que revelan que un individuo carece de los motivos humanos normales (aquellas personas y comportamientos que son moralmente “enfermos”). Al menos entre los occidentales, la repugnancia moral parece salvaguardar el límite inferior de la categoría de humanidad: aquellas acciones que “degradan” y deshumanizan a sus perpetradores provocarían repugnancia moral en los demás (por ejemplo, el maltrato animal o la pedofilia).
Momentos como este, en el cual somos especialmente sensibles hacia temas de contaminación y en que la ansiedad parece acompañar implícitamente el avistamiento de toda presencia humana, vale la pena reflexionar sobre las implicaciones normativas de la aversión y ser cautos al momento de validar sus viscerales diagnósticos (“culpable hasta que se demuestre lo contrario”). En una situación como la que vivimos en Colombia, en la cual el peligro más inmediato y/o certero para una gran parte de la población es la falta de recursos para sobrevivir a la crisis, la economía de la aversión se ve sometida a un constante “trade off” en que el nivel de aversión basal se ve regulado por el beneficio percibido de la conducta de riesgo (vender en la calle vs. obtener alimento). Dado que nuestra “microbiología intuitiva” puede ser más inflexible y fiscalizadora que muchas políticas de emergencia, este excesivo pragmatismo puede tener un potencial costo en el ámbito social, sobre todo si tenemos en cuenta que la repugnancia se comporta de forma asociativa (“impureza”/ “contaminación”/ “censura”) y subyace, cual respaldo afectivo, a la percepción de deshumanización y a la censura moral del “diferente” (“el vendedor de la calle no realiza cuarentena”/ “está contaminado” /“no se preocupa por los demás”). A título personal, considero que discutir los aspectos normativos de un rasgo de la naturaleza humana (“cómo deberíamos funcionar”) sin contar con un profundo entendimiento del aspecto descriptivo (“cómo funcionamos”) resulta en un ejercicio espurio: de ahí la importancia de entender mejor la naturaleza de la aversión para poder establecer mejores políticas sociales en un contexto como el que vivimos.
El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación de cualquier índole.
Pinker, S. (1997). How the Mind Works. W. W. Norton & Company.
Rozin, P., Haidt, J., & McCauley, C. R. (2008). Disgust. In M. Lewis, J. M. Haviland-Jones & L. F. Barrett (Eds.), Handbook of Emotions, (3rd ed., pp. 757-776). Guilford Press.
Schaller, M., & Duncan, L. A. (2007). The Behavioral Immune System: Its Evolution and Social Psychological Implications. In J. P. Forgas, M. G. Haselton, & W. von Hippel (Eds.), Evolution and the Social Mind: Evolutionary Psychology and Social Cognition (pp. 293-307). Psychology Press.
Notas de autores
Antonio Olivera-La Rosa
Doctor en cognición y evolución humana, Universidad de las Islas Baleares. Investigador senior, profesor asociado Universidad Católica Luis Amigó. Integrante de los grupos de investigación: Evolución y Cognición Humana (EVOCOG, España) y Neurociencias Básicas y Aplicadas (Colombia). Contacto: Antonio.oliverade@amigo.edu.co, ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7637-8518